Capítulo 30
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«SEMANA DEL INFIERNO:
(1. er) CON JARED»
Primer día. Hoy inicia la semana del infierno. Bueno, no puedo quejarme, al menos empiezo mi Lunes con mi amigo rizado, Jared. De los cuatro, es el único que me cae bien. Y eso ya es decir mucho.
Al menos no es un sucio mitómano o psicópata como Mike. O no le interesa nadie, además de él mismo, como Donnie. O le gusta acabarse una botella de vino tinto como a Allen.
Con él, tengo por seguro que, no saldré herida.
Mi despertador suena a las cuatro de la mañana. Me dijo que pasaría por mi cuarto a las cinco en punto. Tengo media hora para bañarme a fondo, y unos minutos para elegir un conjunto abrigado.
Por lo menos, esto me ayudará a salir de las cuatro paredes de mi cuarto o cualquier habitación de esta casa. Va a sacarme a pasear. Hace un frío que te orinas en las panties por las mañanas, pero no me importa. ¡Saldré a tomar aire fresco! O eso dijo Jared.
Me doy un baño y cepillo mi pelo. Envuelvo mi cuerpo en una toalla y salgo a la habitación para vestirme. Jeans y una blusa sencilla rosa pálido. No me pongo un sostén, no tengo uno. El único que tenía era el de mi noche de graduación, pero eso fue hace mucho tiempo ya. Hace un mes, o eso creo. Recordarlo me da un dolor extraño en el estómago, tal vez sean náuseas.
Un mes... Un mes sin mis amigas o Carlos. Sin escuchar la voz altiva de papá al teléfono, o platicar con Jack, mi guardaespaldas, de camino a la escuela. Un impredecible mes cargado de dudas, sueños y esperanzas de escapar de aquí. Un mes en donde cuatro idiotas han jurado enamorarme, y yo he prometido intentarlo.
Este plan tiene que funcionar, debe hacerlo. No quiero equivocarme, pero necesito salir de aquí. No debo olvidar mi meta: ganarme su confianza.
Lo que más miedo me da son las condiciones, no creo que Jared me obligue a hacer nada que yo no quiera si se da el caso, pero aun así no me fío.
Me pongo un suéter (mejor dos, por si las moscas), y espero sentada y con paciencia en el borde de la cama.
Tocan a mi puerta.
Arreglo mi cabello, y me doy un último vistazo en el espejo del tocador. Suspiro, y sonrío para variar.
Retomo mi camino, y abro la puerta.
Jared aparece ante mí, vestido con una capucha negra y jeans del mismo color. Sus converses están gastadas y sucias, tienen lodo y tierra seca, incluso en sus agujetas. Levanto la vista y descubro una sonrisa amigable en su rostro, de esas tiernas y bienintencionadas que escasean en un hombre. Y sus ojos color ámbar, nunca se habían visto con más brillo. En realidad se le ve entusiasmado de tener una cita conmigo. Claro, si al cautiverio se le puede llamar: «cita».
—Hola —me saluda, sonriente.
—Hola —digo, bajando la vista, avergonzada, de haber pasado demasiado tiempo viendo su cara, y las trece pecas que esconde su nariz.
—¿Lista para la aventura? —me pregunta, siendo todo un entusiasta.
Asiento en respuesta, —Sí, lo estoy.
—Muy bien —dice, tomando la iniciativa, dando un paso fuera del umbral. Se detiene y me mira, extraño, de no ver que lo sigo. Entonces, hace algo que nunca creí que un hombre haría por mí, ni siquiera Carlos lo ha hecho en nuestros años de relación. Él me ofrece su mano, con una sonrisa de niño perfecta para fotografiar, Jared extiende su mano hacia mí, y... con voz suave, pidiendo como un cachorrillo una caricia, dice—: Vamos, mi vida.
No pude decirle que no.
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Aire fresco. ¡Jesús, al fin! Lo inhalo y exhalo como si hubieran transcurrido años, en lugar de días. Aunque, en confinamiento solitario, nunca se sabe con exactitud en qué tiempo se considera necesaria una buena bocanada de refrescante respiración. Supongo que en cualquier parte del mundo, llega un momento, en donde uno se pregunta si estará haciendo suficiente por los que ama. Me pregunto si mis amigas o mi novio se estarán preguntando si están, o, hicieron todo lo posible por ayudarme. Era imposible que intuyeran que esto ocurriera.
¿Cómo dijo Mary Alice?
Ah, cierto:
«No podemos impedir lo que no podemos predecir. Así que disfruta de este maravilloso día, porque hay pocos así.»
Sí..., supongo que Jared también debió oír sobre las oportunidades de un bello día como éste, porque lo tiene bien ensayado, como relojito, lo que se supone que una pareja haría en una mañana preciosa como ésta.
Primero: extiende la manta de campo tradicional sobre la hierba húmeda, abajo de refrescantes hojas de árboles gigantescos en pleno bosque, que soplan una brisa fresca invernal. Pronto será Año Nuevo. Me pregunto si Carlos entró a esa universidad de prestigio que tanto orgullo mostraba al hablar, o si Mer consiguió el papel de Amanda, en esa película dramática que tanto le gustó cuando leyó su Best seller, o si Jess finalmente se armó de valor y le dijo a sus padres que es gay, o si Sophia hará su clásica fiesta de luces y suéteres bordados navideños para acabar el año.
—Ret... —me llama mi cuarto novio.
Veo la manta extendida, y me siento casi en la hierba húmeda. Debí esperar a que él se sentara primero. Estamos a centímetros de tocarnos.
—¿Tienes hambre?
—Ah, sí, mucha. —Soy sincera.
Veo una cesta de día de campo en su regazo. ¿Cuando la trajo? ¿Estuvo con nosotros todo este tiempo? Es un misterio.
—Aquí tengo de todo.
Bufo como una malcriada, —Eso es imposible.
—Ah, ¿no me crees?
—Bueno, quizás tengas un poco de todo, pero estoy segura que no tienes... —digo, mientras saca un pudín de chocolate, con una cucharita de plástico, de la cesta—. ¡Wow! Eso fue impredecible. Gracias —lo acepté, encantada.
—¿Te gustan los pasteles?
—Me encantan.
—¿De chocolate o frambuesa?
—Dame el chocolate siempre —le recomiendo.
—¿Por qué te gusta tanto ese sabor? —me pregunta, mientras me ve abrir y saborear el pudín.
Tengo la boca llena de ese maravilloso postre cuando digo:
—Por mi madre. Una vez, alguien me dijo —creo que fue una mujer—, que a ella le encantaba comer chocolate. Todo el tiempo. Entonces, desde que era pequeña siempre le ponía a todo una rica cubierta de chocolate.
—¿Y si eran vegetales?
—Aplicaban las mismas reglas.
—Y..., ¿por qué dejaste de hacerlo? —me pregunta, extrañado, mientras me ve gozar del pudín.
Lo veo, su entrecejo es confundido y oblicuo. ¿En serio está interesado en conocerme? ¿Aunque sean los detalles menos importantes de mi vida?
—Am... Ya no me acuerdo —digo, poniéndole fin a esta conversación.
Los segundos nos devoran en silencio hasta que él decide iniciar con un nuevo tema.
—¿Cómo se llamaba tu madre?
Volví a poner mis ojos sobre él, —Livana.
—Qué bonito nombre —dice, y se oye sincero.
—Lo sé, es peculiar... como el mío.
—Mujer hermosa...
—¿Perdón?
—Tu nombre, mi vida. Significa mujer hermosa. ¿No lo sabías?
No, Jared.
—Bueno, cuando pasas demasiado tiempo con un hombre que considera tu existencia como una broma de pésimo gusto, no recurres a sitios web para informarte sobre el nombre que te dio tu madre antes de matarla.
No me siento cómoda revelándole uno de los peores momentos de mi vivir durante un día cotidiano a Jared. Tampoco le había dicho a nadie, excepto a mis amigas y a Carlos, sin pelos en la lengua, que yo maté a mi madre cuando me dio a luz. Es algo en lo que siempre he pensado, pero nunca he discutido con nadie. No puedo creer que se lo haya contado a un perfecto extraño.
—Tú no mataste a tu madre, Ret —asegura, compasivo y con voz suave.
Ignoro el nudo en mi garganta, y finjo que los últimos minutos nunca ocurrieron soltando:
—¡Oh, ya me acordé! Empezaron a salirme ronchas en el cuello. Por eso dejé de ponerle una cubierta de chocolate a todos mis alimentos.
—Ret...
—Incluso engordé cinco kilos.
—Ret...
—Gracias a Dios se esfumaron de todo mi cuerpo, excepto en el área del sostén —confieso, graciosa, mientras me veía las tetas.
—Ret...
—Ahora mis niñas —me refiero a mis bubis—, están algo ocultas, pero eso es por los suéteres.
—¡Ret, tú no mataste a tu madre! —dice, arremetiendo contra mis obvias distracciones, tomando mis hombros caídos con decisión, obligándome a mirarlo.
Oh, mierda, el color de sus ojos acribilla mis emociones reprimidas por la culpa. Bueno, no puedo seguir ignorando esto.
—Sí, sí, la maté —respondo, con pena y miedo. La mirada endurecida de papá asalta mis memorias, y me devuelve a aquella tarde en donde lo escuché hablar por teléfono con su socio, de lo infeliz que era, y de seguro aún es, por ver a la niña que destruyó su felicidad con su llegada a este mundo—. Yo tuve la culpa de que mi padre perdiera al amor de su vida. Yo maté a mi madre. Si no hubiera sido por mí ella aún seguiría con vida, quizás ella y mi padre serían felices... Sin una hija, sí. Pero vivos y felices —seguí desahogándome, esquivando sus ojos fijos en las expresiones de mi rostro.
—No, mi vida, no fue culpa de nadie. A veces esas cosas pasan. A veces la mala suerte llega sola, nadie la atrae.
—Pero...
—Y sé que por años lo pensaste porque eso fue lo único que oíste de la boca de tu padre. Pero te aseguro que no fue así como se dieron las cosas. Tu madre te amaba muchísimo, y no creo que a ella le hubiera gustado que te pasaras casi toda la vida creyendo que fuiste una hija no deseada para empezar, y que la asesinaste con tu llegada a este mundo que le hacía falta una niña tan preciosa y mal hablada como tú.
Sorbo por la nariz y sonrío, —¿Gracias...? Creo.
Sus manos se apoderan de mis mejillas con... ¿amor? ¿Cómo se llama esta extraña sensación en la boca de mi estómago?, —Hablo en serio, mi vida. No debes seguir atormentándote por eso. Si tu padre cree que es tu culpa, entonces debes ignorarlo. Es su problema, no el tuyo que te considere una amenaza.
Sus palabras me calan hondo. Ya una vez había oído eso mismo, pero... de alguien más. Una mujer, creo. No me acuerdo, estaba muy chiquita. Pero que alguien, en especial uno de ellos, considere que no fue culpa mía lo que le sucedió a mi madre cuando nací, me devuelve una pizca de mi sonrisa habitual.
Se siente bonito.
—Gracias... —musito.
Jared me atrae hacia él, y me estrecha contra su grácil pecho, brindándome calor, quitando una bendita en mi corazón, que él besa con mimo para salvar mi vida, su vida, una que ahora compartimos.
—No te preocupes, te prometo que todo mejorará.
—¿En un solo día?
—Todo lo bueno lleva su tiempo, ¿no? Eso dicen.
—Eso explica porque aún tengo mierda que limpiar hasta el cuello —digo, irónica.
—Si te hace sentir mejor, no eres la única que se la ha pasado de puntitas por la vida. Nosotros... también hemos pasado por mucho.
—¿Sí? ¿De qué clase de problemas hablas?
Silencio.
Jared calló y prefirió no responder a una pregunta, que... por desgracia, me enteraría de la peor manera el tamaño de su magnitud.
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