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Capítulo 3

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«LA CASA DE LOS LOCOS»

Sábado 3:22

No caigo inconsciente después de un derrumbe sólido sobre mi espalda. En realidad, sólo fue un cuerpo el que me derribó, pero se sintió cómo el impacto de cinco hombres estrellándose contra mis costillas. Aun así, me sorprende que no me desmayara.

No siento nada gracias a la adrenalina que fluye por mi torrente sanguíneo. Me levanto, a pesar de tremenda avalancha, logro patear al imbécil que se atrevió a lastimarme, y a los otros dos que intentan tomar mis piernas y brazos. En definitiva, estoy en mi elemento. O..., estaba porque... no conté con que el líder de la manada me sorprendiera por detrás y durmiera. Lo único que sentí fue un piquete en mi cuello, después... todo se tornó negro.

Mis ojos pesan, no puedo abrirlos. Una venda priva mi visión, como la que cubrió mis ojos en el auto de camino a este lugar, a esta prisión. Creo que alguien me lleva en brazos a mi destino. Uno de mis brazos y, parte de mis rizos, se mueven de un lado a otro, como un péndulo, hipnotizando a los idiotas que me observan debajo de esas máscaras.

Escucho sus voces, lejanas, pero constantes, revelándome tonos y acentos de sus personas, las mismas que me secuestraron, y ahora temía que se aprovecharan de mi vulnerable estado.

—¿La llevamos a su habitación? —le pregunta uno de ellos a, quien imagino, es el jefe de la banda.

—No, es mejor mantenerla aquí en la sala mientras se despierta, después la subes a su habitación. Acuéstala sobre el sofá y quítale la venda —ordena.

Acata sus órdenes, obviamente. Mi espalda toca la suave superficie del sofá, y mi cabeza es depositada con cuidado en un cojín. Los movimientos de mi secuestrador son calmados, muy delicados para mi perjudicado cuerpo. Me siento en una nube. No lastiman mis ojos cuando me quitan la venda. Mis pestañas se mueven, las agito, intentando abrir los ojos, pero es inútil. Mi cabeza amaga con girar levemente, para identificar mi entorno, pero un martilleo en mis oídos, y un dolor agudo en mi sien, me lo impiden.

Soy observada de pies a cabeza por esos cuatro misterios que, van a encarcelarme, mientras obtienen su efectivo. Sólo espero que mi padre les pague pronto para terminar con esta pesadilla.

—Mírala —dice uno—, es tan hermosa.

—Es una puta diosa.

—Nuestra puta diosa —los corrige el líder, con lascivia destilando de sus pupilas.

Gimoteo de dolor, mi cabeza punza insistente, y mis muñecas arden. Mis ojos se llenan de lágrimas, y mi boca se abre sin remedio exigiendo agua. O uno de ellos puede leer la mente, o, soy demasiado obvia en expresar lo que quiero, porque unas manos toman con delicadeza mi nuca, y otras me ayudan a incorporarme lo suficiente para que tome mi trago de agua helada sin hielo. Justo como a mí me gusta. Pero, ¿cómo saben ellos que me gusta tomar agua helada sin hielo? Tal vez sólo es una extraña coincidencia.

Mi corazón martillea con fuerza, y siento que me asfixio.

Un poco de agua escurre de mis labios, y una servilleta de tela limpia la comisura de mi boca y mentón. Toso, por el frío del agua, y sufro los inicios de un ataque de pánico cuando mis ojos hacen un esfuerzo por abrirse de una buena vez; pero el desespero y la presión de la incertidumbre pueden conmigo, y no soy capaz de pensar en nada más que no sea en quedarme estancada en la oscuridad, y revivir el terror que experimenté en el pasillo de mi escuela cuando me secuestraron.

Suaves caricias se apoderan de mi cabeza, enviando sensaciones de paz y tranquilidad a cualquier parte temerosa de mi cuerpo; es el sujeto que ha estado sosteniendo mi desequilibrio físico durante mi trago de agua, el hombre de manos sólidas y cariñitos. Extraña combinación para un secuestrador.

—Shh... Tranquila, mi vida. Tranquila —susurra en mi oído, acariciando los rizos de mi pelo.

Uno de ellos toma el dorso de mi mano, y deposita un único beso en mis nudillos, sin intención de apartar sus labios de mi piel, comienza su ascenso de cálidos besos desde mi muñeca a mi brazo, hasta llegar a mi hombro.

«Siento tres, ¿dónde está el cuarto?».

Como si lo hubiera invocado, dedos ásperos que no encajan con la tersa piel de mis piernas, miman mis tobillos, tibia y rodillas con las yemas de sus dedos.

—Eres tan bonita, amor —dice cuando flexiona mi pierna y besa mi rodilla.

Me siento rara, expuesta, vulnerable, frágil, deseada y... vacía. Mi maldito cuerpo reacciona sin querer, necesita que lo toquen, que lo satisfagan mientras besan cada centímetro de mi piel.

«Oh Dios, esto está mal, terriblemente mal».

Sus dedos continúan su camino hasta llegar a la parte interna de mis muslos —pero no tocan el encaje de mi ropa interior—, vuelven a bajar, siguiendo el mismo recorrido que dejó su tacto hace segundos, dejándome al borde de una cumbre fría y torrencial, y en lo único que pienso es en lanzarme y averiguar si sobrevivo o no a la caída mortal.

«Maldita sea, ¡qué enferma estoy!».

Muerdo mi labio inferior con fuerza, en un vano intento por mantener la compostura, para no seguir respirando como si estuviera a punto de sufrir un maldito orgasmo, pero una molesta punzada de dolor en mi sexo requiere atención con urgencia, y el cosquilleo en mis pezones no ayuda a minimizar mis deseos más oscuros.

«No.

»Esto está mal.

»No puedo permitir que me hagan esto. No puedo permitirlo.

»Suéltenme, suéltenme».

—No... Por favor —consigo decir, pero no detienen ningún toque o roce a mi ropa o cuerpo—. Por favor —suplico.

Los cuatro se turnan para estar encima de mí. Besan por encima de mi vestido, el llamativo escote de encaje negro con adornos de rósales, y los puntos más sensibles de mis pechos endurecen. Labios suaves se apoderan de mis pezones, y los traicioneros se erizan y delatan lo excitada que me pone sentir su contacto. Uno de ellos se apodera de la piel expuesta de mis piernas, me quita los tacones, e, inicia un recorrido lento de besos desde los dedos de mis pies hasta llegar a mi rodilla. Uno de esos enfermos entrelaza sus dedos con los míos, y deposita un dulce beso en mi mano; pero su caricia no se queda ahí, la punta de su nariz traza una línea recta por los lunares de mi brazo, y sus labios continúan el resto del camino.

«¿Qué es esto? ¿Qué demonios están haciéndome?».

Extrañas sensaciones envuelven mi cuerpo, imágenes que van y vienen sobre las últimas horas de mi consciencia. No estoy segura de cuánto tiempo dormí, desde que empezaron a tocarme sin control, pero sí sé que el seguir haciéndome la dormida no será una táctica eterna. Algo me dice que ellos no son novatos, que no son unos simples mediocres haciendo un trabajo pasajero. Tengo que admitirlo, para planear el crimen perfecto, también se necesita tener tantito ingenio. ¿No han visto La Casa de Papel?

Aunque esté medio atontada, por lo que sea que hayan inyectado en mi sistema, puedo sentir el recorrido de sus besos en mis brazos, piernas, cuello y abdomen. No tocan mis labios, pero sí mi rostro. Uno de ellos hunde los dedos en los rizos pelirrojos de mi pelo, y unas caricias algo... ¿tiernas?, como si estuvieran haciéndome piojito, me despabilan lentamente de mis sueños más profanos. Quieren que despierte.

Intento mover las manos, recuperarme de estos golpes disparados a mi cuerpo, pero no puedo, ni siquiera siento mis extremidades.

«¿Abusaron de mí?». No recuerdo nada.

—Es hora de despertar, Madame.

De repente, la idea de los cuatro encima de mi cuerpo desmayado, me pone los pelos de punta. Pero más el hecho de saber que lo disfruté..., un poco. ¡Oh, Dios! Yo tengo novio. ¿Cómo una chica decente como yo, va a excitarse por las caricias de unos extraños, y no sólo eso, también a disfrutar de los besos de esos extraños que la secuestraron?

El golpe me atrofio los cables. Yo nunca había hecho algo así, jamás pensaría que esta situación es excitante, o, una fantasía hecha realidad. Pero..., ¿por qué no me asusté cuando me tenían en las palmas de sus manos? Sí, tuve un ligero ataque de pánico, pero no fueron ellos los que me asustaron, sino la situación de no estar alerta cuando empezaron a tocarme. Pero, de haber estado consciente, nunca hubiera permitido que me hicieran todo eso, actos que me calentaron y quise saciar con alguno de ellos.

«¡Maldición! ¿Qué me habían hecho esos feroces lobos?».

—Despierta, amor... Despiértate, por favor. —Su pulgar mima tiernamente mi mejilla sonrosada.

—Queremos ver esos bellos ojos celestes —me anima con dulzura otro.

Lentamente hago lo que me ordenan. Es hora de enfrentarme a estos lobos, y ver el interior de la bestia, su cueva maldita. Porque ésta es la casa de los locos, su hogar, su territorio, estoy metida en su terreno maldito, y no podré escapar de aquí a menos que juegue con sus reglas, y me haga una experta en manejar e identificar mentiras. Ya me arrebataron parte de mi inocencia, si me matan por intentar huir, no tendré nada que perder.

Mis ojos se adaptan a la escasa luz de la sala, mis manos se encuentran en mi regazo, aún continúo acostada boca arriba en el sofá, con mi vestido de graduación y calzones puestos. Uf, menos mal. Un alivio me invade cuando deduzco que me tocaron por encima del vestido, pero que no me penetraron o quitaron la ropa interior.

«Por lo menos, aún conservo algo de inocencia».

Giro la cabeza a un lado de la parte reclinable del sofá, y descubro a cuatro hombres —sin máscaras que me impidan ver sus rostros— mirándome como si desearan lamer o volver a chupar mi cuello o las partes expuestas de mi cuerpo. ¿Quienes son? Dos de ellos están sentados, otro está de pie, y... el único rubio de los cuatro está reclinado contra la esquina de la habitación, de brazos cruzados, con un ligero ceño fruncido, un raspón en su pómulo izquierdo y una cortada en el labio. Creo que fue a él, a quien golpeé, cuando abrieron la cajuela en donde me encerraron y eché a correr al bosque, fue el que me llamó Belladona, y el jefe de la banda.

Veo sus heridas. Ouch, eso debió doler. Se ve molesto, demasiado, y conmigo. Por la forma en cómo me mira, sé que quiere devolverme el golpe y con intereses. ¡Ja! Pues que venga, no le tengo miedo al mustio que, dé seguro, ladra más de lo que muerde.

Los cuatro hombres están atentos, concentrados en mí. Sus ojos desquiciados me observan. Tienen perfiles de maniacos y psicópatas. Un rubio, un moreno, un castaño y uno rizado. Sí, en definitiva eran dementes, locos que me querían para satisfacer ¡Dios sabrá qué! fantasías mientras me mantienen excluida del mundo aquí adentro.

—¿Quienes son ustedes? —les pregunto.

Los cuatro se sonríen y  miran, actuando como hermanos en complicidad telepática. Pero no parecen tener ningún parecido, o, posible parentesco. Las facciones de cada uno son distintas y, ni sus cabellos u ondas de pelo combinan. Aunque, tienen algo en común, los cuatro son cómplices de este crimen.

«Estoy jodida».

—¿Quienes son ustedes? —vuelvo a preguntar, tratando de incorporarme y, aumentando el volumen de mi voz.

El rubio me sonríe, cínico y desplegando la comisura izquierda de su boca como un auténtico villano haría. El muy desgraciado luce atractivo, y yo no puedo evitar pensar en ello.

—Buenos días, Belladona, ahora somos tus novios, y también tus futuros esposos.

«Maldita sea, en definitiva, estoy en la casa de los locos».

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