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Capítulo 24

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«ESTOY ATRAPADA»

Los fluidos chorreantes entre mis piernas, y el calor de mi cuerpo me enferman.

Odio sentirme así, con el corazón en la boca, y el clítoris molestándome mientras trato de levantarme de la cama para comenzar mi hastiada rutina.

Quiero algo, y no es seguir durmiendo.

Ay, guácala.

A lo mejor si voy al baño se me pasa este ardor no atendido.

Fue sólo un sueño...

¿What that fuck?

Yo jamás había tenido un sueño húmedo antes de hoy, mucho menos uno tan vívido, bochornoso y sofocante que me dieran ganas de dejarme guiar o volver a la cama. Jamás quise (anhelé) que algo fuera tan real, que diversas manos me tocaran o que mi primera vez fuese tan sucia y excitante.

Pero, ¿qué demonios me está pasando? ¿En qué clase de chica me estoy convirtiendo?

Debo tener el Síndrome de Estocolmo o algo por el estilo. O tal vez sólo sean imaginaciones mías. O tal vez me están drogando sin que yo me entere. O quizás mi perturbada mente está dispuesta a complacerse a cómo dé lugar.

Además, no me he masturbado en semanas. Y, quizás suene loco o estúpido, pero me encanta tocarme, darme un orgasmo y sentir mis dedos en mi interior. La sensación de dejar volar mi imaginación me alivia. Querer una fantasía sexual es excitante, no tiene nada de malo. Y... ¡me gusta la emoción de un hormigueo en mi vientre, cuando estoy a punto de venirme en mis pantaletas!, ¡¿okey?! Me siento más relajada después de sufrir repetidos orgasmos.

Realmente es una sensación que no tiene precio.

Lleno la tina y reviso la temperatura. Todo bien. Está en su punto. Me desnudo y entro en ella. Me hundo por completo, y mis rizos pierden su fuerza. Me lavo la cara y pego las rodillas al pecho.

Mi clítoris sigue molestándome. Mis pezones están erectos. Quiero tocarme. Quiero escucharme gemir, jadear, como en mis sueños. Sonaba tan excitada, ni sentí el obligatorio dolor entre mis piernas por la primera vez. Sólo hubo placer. Sólo buscaron mi clímax.

Algo que intento reprimir. Pero quiero cumplir.

—Ay, carajo —mascullo, mientras abro las piernas y dirijo mi mano a mi caliente sexo.

Mis dedos abren mis labios vaginales, estimulan mi clítoris, y mi lasciva imaginación vuela y rememora con exactitud mi sueño húmedo.

Oh, Dios.

Mi mano va de arriba abajo. Mis dedos entran y salen de mí. Las yemas de mi índice y pulgar juegan con mi timbre y sensible entrada... aún virgen. Me excito. Me excita que mi cuerpo haya sido manoseado, mis pezones pellizcados, mi pelo estrujado, y mis piernas abiertas con rudeza por esas manos que podrían matarme cuando se le antojara.

Carajo.

Estoy prendida, accionada, y lista para estallar. Le doy placer a mi cuerpo, finjo que ellos están conmigo, que el imbécil de Mike junto a mí, detrás de mi espalda, susurrándome cochinadas al oído, y ayudándome a terminar con una explosión masiva en el vientre.

Enloquezco.

Suelto un gutural sonido que hace temblar los azulejos del baño. Mis músculos se tensan. Mis ojos se blanquean cuando me aproximo, cuando siento, deseo, toco y muerdo mi labio inferior en un intento desesperado por callar los nombres de mis secuestradores.

Llego al orgasmo. Respiro con frenesí, mientras me recupero de la convulsión sufrida en la bañera. Alejo la mano de mi sexo como si ésta quemara, como si no acabara de disfrutar del morbo que ellos me dan.

Me incorporo y salgo de la bañera. Quito el tapón, y dejo el agua sucia correr por las tuberías, junto a la evidencia de mi fluidos disfrazados por el agua. Tomo la barra de jabón, y me limpio con brío mi traicionero cuerpo, en especial ahí abajo, donde hago hasta lo imposible por oprimir mi lujuria.

Cuando termino, alejo de mi cabeza esos pensamientos pecaminosos, y me cambio de ropa.

Salgo de mi habitación.

Una vez más escucho esa dulce melodía en el piano, esa Nana lenta y melosa en sus notas musicales, que vuelven sensible el aura alrededor de Mike, que calman a la bestia que dormita en su interior, y sólo yo puedo sacar cuando su gélida mirada quiere intimidarme para amansarme.

Su punto más alto de agresividad surge cuando está a mi lado, cuando nos provocamos e irritamos a propósito. Cómo encender o apagar la luz del cuarto o la televisión.

Me reclino en el umbral de ambas puertas corredizas, observando su delgada espalda con músculos marcados, pero no exagerados como las de algunos nadadores olímpicos.

Lo observo en silencio. ¿Por qué no se pone una camiseta? ¿Por qué el rubio sólo trae puestos los pantalones y calcetas negras? ¿Por qué no ha notado mi presencia en su espacio de trabajo? ¿Mi mirada no le pesa, acaso?

Un sorbo de café interrumpe las maravillosas vistas de su cuerpo, volviendo la mirada hacia el causante del molesto ruido.

Me sonrojo como una colegiala. Es el estúpido de Allen. Me sonríe con picardía mientras bebe de su taza roja.

—Buenos días, Madame.

Esquivo sus ojos burlones y respondo, escueta, —Buenos días.

—¿Dormiste bien?

Mis orejas se calientan, así como mi espalda. Las imágenes de su miembro erecto y listo para penetrar mi pobre culo aún están presentes, —Sí.

—¿Segura? —insiste, obviando la diversión—. Cuando fui a verte estabas boca abajo aferrándote a las sábanas.

Me cago en mi puta vida.

Trago en seco y me sudan las manos, —Tuve una pesadilla.

Se ríe con ánimos, —¿Ah sí? ¿De qué tipo?

Trágame tierra.

Esto no da resultado, y que el idiota de Mike siga tocando como si yo fuera un bebé a punto de sufrir un berrinche: no ayuda. ¡Lo que estoy a punto de sufrir es un colapso!, —De ninguno.

Y por si no fuera poco: el moreno aparece en mi campo de visión, igual que en mi sueño subido de tono. Maldita sea. Me humedezco sin remedio e intento no imaginármelo desnudo.

Ay, carajo, muy tarde.

Nos mira, sin expresar nada, hasta que de seguro nota mis mejillas rojas como tomates, —¿De qué sueño hablan? —¡Y para acabarla de amolar!, no tiene camiseta. ¿Qué les pasa a los hombres de esta casa? ¿Por qué no se ponen ropa? Hace frío, ¡caramba!

El castaño le sonríe en complicidad, —De uno que tuvo nuestra preciosa novia.

Me cruzo de brazos y les recuerdo, —No soy novia de ninguno de los dos, ¡de los cuatro! —digo. Ninguno muestra pesar por mis palabras—. Y no quiero que vuelvan a llamarme por ningún título adolescente —les pido, fría y cautelosa.

Me alejo de ellos. Mejor dicho: huyo de ellos. Llámenme cobarde, pero no quiero ver sus expresiones de desilusión, así como tampoco quise ver la de Jared cuando rompí su corazón.

Voy a la cocina, y me sirvo un vaso de agua directo del grifo. Ni loca bebo de los envases del cartón, si creo que me están drogado para excitarme. Lo que será difícil va a ser el tema de la comida. Fingir dolor estomacal o cólicos menstruales no serán las excusas mejor pagadas del día.

En ese momento: la puerta del refrigerador se abre, a mis espaldas. Mis talones giran, encontrando a una cabellera de rizos negros buscando soda en las puertas del refrigerador.

Ay, Dios.

Incómodo momento acercándose en 3..., 2..., 1...

—Hola —lo saludo, luciendo mi mejor sonrisa amistosa.

Si no puedo amarlo como amante, lo mínimo que puedo hacer es tolerarlo como amigo metido a la fuerza en mi nueva vida.

Me ignora al principio, pero después me saluda. O..., al menos eso parece, porque ni siquiera me mira. Bueno, no lo culpo, yo tampoco querría verme después de lo que dije, —Hola —su saludo es escueto.

—Oye, sé que anoche me excedí, y en verdad lo lamento —digo, acercándome a él con ojos de cachorro.

Su sonrisa caída no llega a sus ojos, —Ojalá hubiera tenido un doble sentido tu disculpa.

—Ah, por favor, ya perdóname, rizado —me arrepiento del secreto en forma de apodo que sale de mis labios.

Maldita sea.

Cierra las puertas del refrigerador, y sus ojos se concentran en los míos. Una sonrisa de diablito socarrón aparece en respuesta, —¿«Rizado»?

¡Me cago en...!

—Sí, por tu pelo —le aclaro.

—¿Porqué es igual al tuyo?

Las comisuras de mis labios se llenan de saliva. Ahora sí que trago los jugos de mi mentira, —N-No —titubeo.

Sonríe con malicia mientras bebe su soda, —Sí, cómo no —dice, acercándose a mí.

—Es en serio —respondo, lamentablemente no tan convincente.

—Ajá. —No me cree.

Retrocedo en respuesta, —Hablo en serio.

—Yo igual.

—Oye, no... No sigas avanzando. No sigas así, por favor —le pido en un temblor de sílabas.

—¿Por qué, mi vida? ¿Te estoy asustando? —dice, sensual y nada amenazante. Eso explica por qué no me siento intimidada.

Está cada paso más cerca de mí, y yo cada centímetro más arrinconada al lavabo.

Maldición.

Estoy atrapada.

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