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Capítulo 22

⌚️ BRUCE HEATHCOTE ⌚️

«¿EN DÓNDE TE HE VISTO ANTES, MOCOSO?»

No soy un buen padre, pero tampoco me interesó serlo. No estaba en mi lista de prioridades.

Ser padre jamás fue mi sueño o una meta que cumplir. Esa era la ilusión de mi mujer. Mi hermosa Livana murió antes de que pudiera cargar a su criatura de pelo rojo y grandes ojos, que no hacía otra cosa que llorar y pedir alimento por meses e incluso años. Después de que cumplió ocho años captó la indirecta de mis desplantes: no quería una relación padre e hija con ella; no después de lo que su llegada a este mundo me arrebató.

Verla caminar por ahí, de por sí, era una tortura. Se parecía demasiado a Livana. Saber que su nacimiento fue la causa de la muerte de mi amada... Además, era suficiente castigo mantenerla viva para cumplir mi condena, no forzosamente debía amarla.

Era tan pequeña, tan inocente y un dolor de muelas.

Yo jamás la quise o la he querido. Lo único que deseaba, lo que soñaba, era en asfixiarla con la almohada, tirarla a la basura o abandonarla en una caja de zapatos. Pasar el problema a otro desafortunado.

Pero no podía. Recordaba que ese pedazo de humano era mi hija, mi primogénita, y que Livana luchó para traerla a este mundo. El sacrificio de mi amor no sería en vano. Y aunque intenté amarla, como Livana hubiese deseado, no podía disimular estos rencores que su rostro me traía, y aún me trae.

¿Quién querría criar a una niña, que mató al amor de tu vida, cuando la dio a luz?

Nadie.

Y podrías criticarme, decirme en mi cara unas cuantas ofensas que lastimen mi ego, o patearme las bolas para salvar el honor de mi abandonada hija, pero nada evitara que piense que ella fue la causa de la muerte de mi esposa.

Hazme lo que quieras, nada me hará cambiar de opinión: ella mató a Livana. Esa perra de rizos esponjados y ojos azules, que me recuerda demasiado a mi amada, destruyó dos vidas en menos de dos horas.

Y ahora, mis más profundos deseos se habían cumplido: Neferet desapareció de mi vida sin dejar rastro; justo lo que soñé desde el día de su nacimiento. Esa noche de graduación fue un bálsamo para mi alma. En el minuto que recibí la noticia de parte de Jack, su inútil guardaespaldas, creí en la justicia divina. Al fin se hicieron realidad mis sueños.

Pero no..., no podía dejarla ir tan fácilmente. La prensa y medio mundo creerían que no me importa el paradero de mi hija. Eso es cierto, pero debo disimular por el bien de la imagen de mi empresa. No me convienen críticas negativas, o ningún tipo de opinión ajena en redes sociales.

No entiendo esas tonterías que a los jóvenes de hoy en día les gustan.

Eso es en lo que pienso, mientras hago girar la copa de champán en mi mano, y miro a un punto genérico de mi enorme oficina. Desde que Neferet desapareció hace dos semanas, sólo he bebido champán, como si estuviera celebrando mi liberación de hipocresías, cuando debía hablar con ella por obligación.

Pero eso se acabó. Por fin podía sanar las heridas que su origen me ocasionó.

Le sonrío a la nada, mientras bebo mi segunda copa de champán.

Siempre estoy de fiesta aunque no lo parezca.

Jack entra en mi oficina de vidrios templados, sosteniendo una carpeta verde exagerada de papeles, luciendo constipado y sudoroso. Ojalá no sea más trabajo, porque estoy hasta el cuello en mi nivel de estrés. Fingir estar abrumado y mantener las apariencias con la prensa: me pone agotado.

El guardaespaldas se acerca.

—¿Señor? —pregunta, dubitativo. Últimamente, todos andan de puntillas cuando están conmigo; piensan que en cualquier momento voy a explotar—. ¿Señor? —vuelve a llamarme, usando el mismo tono miedoso en la voz.

Nunca me agradó Jack, siempre lo consideré demasiado sentimental con mi hija. La belleza natural de Ret lo cautivó, volviéndolo débil y vulnerable. Hizo que perdiera el respeto por su reputación. Eso hace con todos a su alrededor: los hechiza; por eso yo me mantengo alejado de ella. Me di cuenta que es más sencillo estar enojado con Ret, que tratar de perdonarla por la muerte de su madre.

Cuando estas enojado todo es más fácil, sólo tienes que tener un sentimiento desbordado que te mantenga en pie. En cambio, cuando quieres perdonar a alguien, tienes que rehacer tus ideas e intentar mejorar cada día, y eso es asfixiante.

Inhalo profundo, antes de hacerle la típica pregunta de costumbre en estas semanas.

—¿La encontraste?

—No, señor.

Me encojo de hombros, hastiado, —¿Y?

—¿Perdón, señor?

Me levanto de mi silla giratoria detrás de mi escritorio, —Te dije que entraras en mi despacho cuando la hubieras encontrado, Jacky —digo, frío y calmado, mientras rodeo la mesa y me acerco a él.

Jack se pone a temblar, —S-sí, sí, señor —titubea, nervioso.

Sonrío falsamente, —Ah, entonces —digo, irónico, uniendo mis manos en un aplauso—, dime, Jack, ¿en dónde está mi hija? —pregunto en un sarcasmo—. ¿Mm...? ¿En dónde está ella? —repito en mi tono burlón, cuando me pongo a buscarla y a llamarla por su nombre completo, como un padre ejemplar en un parque—. ¿En dónde está mi hija?

La cara, del inútil guardaespaldas de mi desaparecida hija, se pone a sudar como si estuviera en un sauna. Incluso empapa el cuello asfixiante de su camisa y corbata negra.

Se relame los labios antes de pronunciar palabra, —Señor, yo...

Lo mando a callar con balbuceos de niñas, haciendo aspavientos con la mano libre que no sostiene mi champán, —Me tienes la información sí o sí —espeto en una orden, mientras le trueno los dedos y extiendo la mano.

El gordo asiente, todavía nervioso, —Sí, sí, señor —responde, cuando me tiende la carpeta abultada de papeles.

Ni siquiera le doy las gracias.

—Está todo ahí, señor —dice—. Todo lo que ordenó.

—Bien —digo, al darme la vuelta, y poner la copa de champán sobre el escritorio.

Ojeo la información que le pedí.

—¿Señor? —me llama, miedoso.

—¿Qué? —espeto, pero no lo miro, así que no sé qué cara pone el pendejo.

Jack aguanta la respiración, —¿Usted sabe quién se llevó a su hija? —pregunta de golpe, haciéndome girar sobre mis talones.

Ambos nos miramos. Él luce nervioso, pero decidido a conseguir su respuesta. Y yo mantengo mi postura profesional de hombros relajados, y sonrisa nata.

—Claro, nada más me estoy haciendo el idiota buscándola, porque me encanta discutir con la prensa, fingir putas lágrimas de dolencia, y un perfil controlado ante los medios que te critican si no actúas como ellos quieren —digo, de forma irónica.

Jack se abstiene de poner mueca alguna en su rostro, —Señor..., yo sólo opino.

—No te pago para que opines, Jackson —lo interrumpo severamente—. Te pago para que me cuides físicamente a mí y hasta hace poco a mi hija, pero está claro que ni eso puedes hacer —lo miro a los ojos—. Eres un inútil, pusilánime y carente de ejercicios básicos para mantener la barriga oculta bajo la camisa. —Doy media vuelta y rodeo el escritorio—. Vete —ordeno, escueto y rotundo, sin siquiera mirarlo.

Jackson podrá ser un imbécil, pero es prudente; sabe cuándo retirarse de mi vista. A diferencia de Ret, él no lucha por sostener su posición o fundamentos. Esa necedad la sacó de mí. Me guste o no admitirlo, tiene mi actitud y mismo genio.

Me siento en mi silla, y me termino mi champán. Reclino mi espalda, y esta vez le doy un vistazo notable a la información de la carpeta que trajo Jack.

No sé quién se la llevó, pero intuyo quién fue, o... quienes fueron.

Veo los archivos de adopción, y el rostro de esa mujer como única abogada de los cuatro casos de abuso infantil y psicológico en el orfanato "Las cuatro estaciones". Hannah Green, una desinteresada mujer defendió la palabra de cuatro niños, que juraban haber sido maltratados, encerrados y alejados de sus padres, para tenerlos encadenados en ese lugar de pésimas condiciones, que sus atacantes juraban que era su hogar de nacimiento.

Claro, ella no creyó la palabra de ningún sobreviviente del incendio, supuestamente intencional, ocasionado por Ethan Kurt y los tres niños que crecieron junto a él. Hannah Green los defendió con todo su poder, para dejar caer la justicia sobre las cabezas de sus agresores.

La fallecida señora Amanda Walter, según reveló la autopsia, murió por envenenamiento, pero nunca se especificó qué clase de químico se utilizó o quién pudo haberla envenenado. Y, como no pudieron comprobar el fármaco, se descartó como evidencia. Nadie supo qué pasó, y la única persona que pudo decirnos su historia fue Ethan Kurt, un bastardo enclenque y rubio, cuya madre fue una drogadicta y su padre un asesino.

Hannah Green y Clint Cooper adoptaron no sólo a Ethan Kurt, también a Max Hutch, Elias Hoffman y Noah Bishop, los niños que sobrevivieron a los ataques agresivos de Amanda Walter y sus enfermeros.

Eran unos niños solamente.

—Niños... —musito, pensativo. Ahora deben ser adultos, unos años mayores que Ret.

Ret...

Y como si acabase de recordar en donde dejé la pieza importante de este rompecabezas, recuerdo la propiedad favorita de mi hija a los ocho años, una cabaña en el bosque alejada de la civilización, con un piano en medio de la sala y sin canales de televisión.

¿Por qué no quiso volver allí?

¿Cuando fue la última vez que visitó ese lugar olvidado por Dios?

Entonces... un destello me ilumina. ¿En qué año se revelaron estos brutales ataques a menores del orfanato cuatro estaciones?, y... ¿en dónde estaba ubicada esa propiedad, ahora hecha pedazos?

Llamo de nuevo a Jackson, —Ven a mi despacho ahora —ordeno, sin decir más.

El gordo viene corriendo desde el ascensor hasta atravesar el umbral de mi oficina.

—Dígame, señor —dice, atareado y veloz.

Le lanzo la carpeta, —Investigue a los cuatro bastardos más a fondo, aquí hay algo que no me cuadra —dicto, poniendo los pies sobre el escritorio.

Jackson obedece sin rechistar, yéndose y dejándome solo conmigo y mis pensamientos.

Sigo pensando en el rubio llamado Ethan Kurt, y en lo conocido que se me hizo su rostro, cuando vi su fotografía de fideo a los diez años. Se me hicieron familiares sus facciones, como si acabara de cruzarme con él o lo hubiera visto de reojo al cruzar la calle.

¿En dónde te he visto antes, mocoso?

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