Capítulo 19
🎼 MIKE 🎼
«ALMIAR»
Era mía. Muy en el fondo sabía que no la amaba, pero sí la deseaba. Y eso (a futuro) la frustraría dado el momento de revelar la verdad.
Pero no debo pensar en lo que pasará, sin antes dejar que los sucesos que están consumiendo su vida ahora, se den a la tarea de rescatar sus memorias perdidas en las que ambos nos conocimos.
Ella tiene que recordarme. Ella tiene que recordar su promesa.
La admiro en silencio mientras duerme plácidamente en su cama, desnuda, vulnerable, con el ceño ligeramente fruncido, los párpados enrojecidos, los labios hinchados, y los indicios de su culpa expresada en lágrimas a los lados de sus bonitos ojos.
Estoy junto a ella, ambos tumbados en el remolino de sábanas que ella ocasionó con su inquietud y negación, mientras separaba sus rodillas en contra de su voluntad y hundía la cara entre sus piernas, sin escuchar sus súplicas o reclamos. La chupé. La hice mía. Mi lengua recorrió todo su sexo, deleitándose con su sabor, y entró en ella por unos segundos, sintiendo lo estrecha que está, y lo caliente que de seguro se sentirá su interior puro y virginal, cuando la penetre por primera vez.
La reclamé.
Sonrío como un niño con juguete nuevo, contento y feliz, como esa canción de Vicente Fernández, al recordar nuestro momento vivido en esta misma cama.
—Ahh... Ahh... Por favor... —suplicó en un gimoteo, mientras le comía su bonita vagina, y ella lloraba y se retorcía en las sábanas como si su vida dependiera de ello.
Hice caso omiso a sus peticiones, y continué devorando a mi gusto exigente su preciosa virginidad, nalgueando con rudeza su llenito y respingón culo pálido.
Gritó y chilló pidiéndome que parara, pero preferí silenciarla con mi lengua entrando y saliendo de ella, hasta que... se vino en mi cara, en mi lengua. Gimió mi nombre e incluso me repitió que era mía.
Ha sido la mejor noche de mi vida.
Si mis hermanos supieran lo que he estado haciendo con esta chica: me matarían. Pero Donnie dijo que hiciera lo que quisiera, y justo eso estoy haciendo. Además, esta preciosa y altanera mujer me ha insultado, golpeado, repelido y maldecido desde que llegó y cayó en mis brazos. Esto es lo mínimo que merezco por soportarla.
Pero esos recuerdos ya no me vuelven colérico. Estoy demasiado satisfecho con su sumisión como para seguir enojado con ella. No vale la pena seguir encolerizado con esas imágenes, cuando tengo vistas frescas de ella.
Clavó sus uñas en el colchón, con tanta fuerza, que hizo trizas la tela de las sábanas. Se resistió a dejarme atarla, cosa que no me importó. No podría alejarse de mí aunque lo intentara. Me alegra que empiece a comprenderlo. Además, no tendría sentido amarrarla eternamente mientras disfruto de su cuerpo, si no, ¿cómo confiaré en ella a futuro?
Bueno, también cómo confiará ella en mí.
De mala gana acepto y proceso ese hecho en mi cerebro, aunque no me guste.
¡Ah!, no entiendo cómo es que para algunas cosas soy irracionalmente inteligente, y para mundanos gestos soy un hombre promedio.
Según mis hermanos tengo un coeficiente intelectual de 184. Donnie dice que puedo hacer lo que se me antoje con mi inteligencia. Sin embargo: aquí estoy, varado en este laberinto, tratando de comprender la preciada mente de mi Belladona.
Y es tan hermosa... Dios, no puedo con esta criatura plagada de belleza natural y dotes innatos para el veneno. Es una puta diosa. Y quiero reclamar todo de mi bella Cleopatra, antes de que mis hermanos siquiera imaginen qué hacer con ella.
Ret es un acertijo. No puedo descifrarla por completo. No es fácil de manejar o manipular. Me ha costado un ojo de la cara aguantar sus reclamos.
Literalmente, casi me despoja de mi ojo derecho cuando me golpeó.
Ha cambiado desde la última vez que la vi. Bueno, siempre ha sido agresiva, altanera e impaciente.
Así que no. No ha cambiado demasiado.
Digamos que sus atributos se intensificaron con la edad. Tanto su físico, como sus emociones. Todo en ella mejoró para bien. Y no podría estar más feliz por ello.
Aún recuerdo nuestra última conversación con ella, el día en que me liberé de ese infierno y rompí las cadenas que esa perra puso en mis tobillos. Mis hermanos me ayudaron a salvarme. Ellos también se vengaron de ella, de esa mujerzuela que quebró mi espíritu y me convirtió en la persona que soy ahora.
Pero ella, mi hermosa Belladona, fue la cereza del pastel. Sin ella el plan se hubiera ido al carajo.
Ret aportó la ventaja: nuestro boleto de salida. Y cuando sugirió el veneno camuflado en el té... Bueno, todo se acomodó a partir de entonces.
10 años atrás...
The Moody Blues... Nights In White Satin.
No entendí por qué le atraía tanto la música antigua y no la actual.
Pero no la juzgaba.
Esa canción era su escape.
La hacía feliz.
Era un alma libre.
No le gustaba estar en casa o fingir felicidad en su cuarto, sin nadie con quien entretenerse.
El inútil de Carlos se marchó a Las Vegas con su familia.
Sus amigas se fueron también.
Su padre —como de costumbre— no le prestaba la más mínima atención.
Y ella, la pequeña pelirroja alborotada de ocho años, pasaba sus días sentada por horas y horas frente al piano del salón, con un solo dedo encima de las teclas, sin la menor idea de cómo utilizar sus manos.
No sabía tocar.
Su madre era quien acariciaba las teclas del piano para crear música, como si éstas tuvieran vida y ella les diera voz.
La pequeña, del pelo echo un nido de pájaros, suspiró pasivamente mientras su dedo no se atrevía a presionar ninguna tecla del preciado piano de su madre.
Su cuerpo estaba ahí, pero su mente en otro lado. Era como si guardara luto por culpa, en lugar de resignación.
Suspiró...
La música terminó.
Entonces, su garganta emitió un arrullo de Nana melodioso, que le brindó paz y sosiego a su corazón, y relajó sus músculos tensos.
Estaba cantando.
Poco a poco, sus mejillas se sonrosaron, y sus ojos se cerraron con calma de no ser molestada o interrumpida por su canto.
Ella quería disfrutar de su soledad a su manera. Y yo no la juzgaba por eso.
Bruce Heathcote odiaba a su hija. A su única hija. La odiaba porque creía que era culpa de su preciosa hija, que su amada esposa muriera. Y lo peor era su parecido. Madre e hija: como dos gotas de agua. Era insoportable para él verla todos los días, y no poder recordar lo que perdió.
Porque cuando ella murió, no sólo perdió su cuerpo, su rostro, su sonrisa y vitalidad. Si no también olvidó sus memorias, sus momentos fugaces y felices a su lado, y lo que pudo haber sido si ella no hubiese muerto.
Su pesar era demasiado. Demasiado para ella. Pero, aun así, Ret sentía su rencor aunque su padre no lo expresara.
Volvió a suspirar.
Yo la observé en silencio hasta que decidí entrar por su ventana. Ret siempre la dejaba abierta para mí, porque yo era su único amigo, y le gustaba que entrara cuando quisiera para hacerle compañía.
Ella ni siquiera se dio la vuelta, cuando me sintió cerca de su pequeña silueta, sentada frente al piano.
Me acerqué con pasos controlados. Siempre me llenaba de euforia cuando la veía. Pero ese día, en especial, me contuve. No quería asustarla. De por sí estaba con el corazón en la garganta por lo que había hecho hace unas horas junto a mis hermanos, en el orfanato donde crié una pequeña parte de mi vida.
Mi mano viajo a los rizos desordenados de su cabecita loca. Acaricié dulcemente las puntas revueltas y adornadas con ramitas de su pelo. Era raro ver esa manta de pelo rojo vivo y no querer tocarla. Además, era un nido de pájaros: siempre encontraba hojas secas o flores silvestres entre los mechones enredados de su pelo.
—No viniste ayer —me reprochó.
Sonreí ante su molestia. Amaba que me armara un alboroto por todo, significa que yo le intereso.
—Perdóname —le pedí, pero ella no respondió—. Tuve que encargarme de algo.
—¿Algo como qué? —preguntó, curiosa. Sabía que iba a perdonarme.
—Nada de lo que debas preocuparte —le contesté, al seguir jugando con el almiar de su pelo.
—¿Por qué no debería preocuparme lo que te pase?
—Porque pronto me iré —dije—. Y no quiero que desperdicies tu vida preocupándote por mí o mis problemas. Tú tienes los tuyos, y esa ya es suficiente carga para ti.
—No son demasiados —se defendió—. Los tuyos son peores. Además, yo puedo con todo. Soy súper fuerte —dijo de manera heroica.
Me lancé sobre su espalda y la abracé. Fue mejor que un beso en la mejilla o una tomada de las manos en parejas de cine.
Ella estaba ahí para mí, y yo para ella. ¿Por qué necesitamos amor donde no lo hay? Entre nosotros existe de sobra.
—¿Porqué presiento que te estás despidiendo? —me preguntó en un murmullo que resquebrajó mi corazón.
—Porque eso hago.
Su cuerpecito vibró.
—No quiero que te vayas.
—Y yo no quiero irme —le confesé.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Porque no tengo opción.
Sus hombros temblaron cuando respiró.
—Siempre hay opción.
—Las tendré cuando nos reencontraremos. Te lo juro.
—No jures, eso es malo. Mejor promételo, porque si fallas podré comprenderlo que a lo mejor no estaba en tu poder.
Tomé una inhalación profunda.
—No fallaré —le juré.
Me quedé así: abrazándola en silencio, por mucho tiempo. Ojalá hubiera sido para siempre.
—Algún día te casarás conmigo —hablé, después de unos minutos.
—¿Seré buena esposa, eso crees?
Sonreí de forma divertida. Que ya se estuviera haciendo una idea de que estaría casada conmigo me daba cierta esperanza sobre nuestro futuro incierto.
—Eres una buena amiga, una novia estupenda, como madre serías maravillosa, ¿y a ti te preocupa no ser buena esposa? —No me respondió—. Como esposa serías imparable, nunca subestimada y nada convencional. No te permitiría ser alguien más que tú misma: perfecta.
—¿Quieres hijos?
—Muchos.
—Yo también.
Permanecí en su espalda, con mis brazos rodeando sus delgados hombros, y mi mandíbula descansando en su coronilla.
—Gracias por todo —dije, sincero.
—Fue un placer.
Antes de reunir el valor de separarme de ella, Ret volvió a hablar.
—¿Te sirvió la Belladona que te di del jardín?
Controlé el volumen de mis palabras.
—Sí, gracias.
—¿A tu mamá le gustó?
Recordé mis acciones, y la última cara que puso esa perra, cuando el veneno hizo acción en su sistema. Fue una imagen muy bonita. Sonreí tan solo recordarla.
—Le encantó.
La actualidad...
Y aquí estoy, cumpliendo mi promesa después de diez años sin ella, admirándola en secreto, a este precioso ángel de cabellos rojos de espanto, un almiar precioso que apunta en todas las direcciones del cuarto, e hipnotizado por el encanto que destila su cuerpo.
Nunca la dejaré ir.
Y quien maldiga este amor diciendo que es obsesivo y poco convencional..., por mí se puede ir mucho al carajo.
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