Capítulo 17
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«LA DUCHA»
Lo odio. Lo odio demasiado. Odio como me hace sentir su potente erección, y el modo en como la punta de su enorme miembro presiona contra la entrada de mi estrecho ano, obligándolo a abrirse con dificultad mientras mis gritos de dolor infestan el cuarto de baño.
Nunca antes me han hecho sexo anal. Ni siquiera lo he practicado con Carlos, el hombre de mi vida. «Carlos.» Tengo que pensar en él, en el amor de mi vida. No en este lunático de ojos azules que me ha robado la libertad y fragmentado la conciencia moral. Necesito retener imágenes mentales del pene de mi novio, mientras sufro esta práctica forzada de sexo, no sustituir la cara y el cuerpo desnudo de mi chico por el de este psicópata violador.
Eso es lo que está haciéndome: violando mi virginal cuerpo. No puedo permitir que esto me guste, por mucho calor que sienta hacia sus estocadas y dominantes manos, que masajean mis pechos y picos estimulados por su sucio manoseo... No, no puede gustarme esto. A mí jamás se me ha dado ser la sumisa de nadie. Esto no es sano y no me gusta.
No me gusta. No me gusta.
Intento mentirme, decirme que esto es una pesadilla en lugar de una fantasía realizada, pero no puedo poner palabras en mi boca que impidan este horrible y estimulante orgasmo que se avecina.
—Basta —le pido en un sollozo, pero mi entrecortada voz me traiciona—. Basta, por favor.
Me encojo por el miedo, y mi culito tiembla y retrae con impedimento su grueso pene.
Me duele... Me duele mucho...
Pero no puedo hacer nada. No puedo moverme. No puedo impedir lo que está pasando. Mis manos están inmovilizadas, arriba de mi cabeza, atadas con una maldita toalla de manos que me mantiene inmóvil en el perchero de la puerta del baño, mientras él continúa hundiéndose en mí.
Lágrimas desesperadas y angustiantes caen por mis mejillas. Me atraganto con el nudo en mi garganta. Mi piel arde. El dolor expresado en llanto quema la piel debajo de mis ojos. Mis pezones endurecen, y mi vagina se contrae. El hijo de puta rastrero debe leer mentes, porque inmediatamente desciende una de sus mastodontes manos por mi vientre hasta llegar a mi pubis depilado. Sus dedos juegan como un par de pies hasta llegar a mi zona íntima y acariciar los pliegues de mi entrada. Me humedezco. Lo hago por el maldito morbo y la sensación de vulnerabilidad que experimento por su causa, no porque lo quiera o me parezca sano dejar que me toquetee un completo extraño.
Su pecho se pega aún más al mío. Su miembro se hunde sin recelo aún más en mi tierno culito. De mi boca sólo escapan sollozos y jadeos. Estoy estrecha. Soy virgen. Nunca antes he sido penetrada por ningún lado. Practico sexo oral con mi novio porque sólo así consigo que termine satisfecho, y para mantenerlo entretenido por su puesto. Pero de ahí en fuera nada.
Sonríe contra los rizos alborotados de mi pelo, mientras termina de unir nuestros cuerpos, y sus dedos no dejan de juguetear en mi interior y presionar mi clítoris hinchado y rosado.
Un nudo conocido en mi vientre se instala en mi cuerpo, dejándome en claro que este camino me llevará hacia un brutal orgasmo.
Me besa la coronilla, y manosea sin pudor o respeto hacia mí o mi cuerpo poseído por su virilidad entre mis nalgas. Sonríe de placer contra mi pelo, y a mí se me asaltan las lágrimas. Juega con mi clítoris y los picos sensibles de mis senos, mientras continúa respirando con dificultad y yo lloro en un desespero culposo.
«Culpa.» Soy culpable. Yo tengo novio. Se supone que lo amo a él, que lo deseo a él, que lo anhelo a él y a su cuerpo. No a Mike, no a su cuerpo o su anatomía. Es un pinche psicópata. No puedo controlarme ni tantito o qué me pasa. ¿Por qué siento esto? ¿Qué me está haciendo?
Permanecemos así: juntos, unidos por su carne. Me duelen partes del cuerpo que jamás creí que me dolerían en mi vida, pero están ocurriendo y es posible sentir tanto dolor y placer en un solo cuerpo. Sólo está aquí conmigo, abrazándome y musitando palabras dulces en mi oído mientras sus dedos continúan masturbándome.
Yo lloro en silencio y grito ahogadamente de pena y dolor. Un gemido escapa de mi boca, la que no ha parado de mantenerse abierta desde que inició esta tortura, exhalando e inhalando el poco oxígeno que encuentra en la oscuridad que nos rodea en el cuarto de baño.
Escucho el latir de su corazón. Y él debe sentir el mío. Sus pulgar y dedo índice sostienen mi clítoris, y lo descienden ligeramente hasta soltarlo, y a mí, se me acaban las excusas para no disfrutar la sensación de alivio que me producen sus dedos.
Ahogo un jadeo, —Detente... —le pido—. Detente, por favor.
Suelta una risa mezclada con el placer, —Oh, Belladona, no sabes cuánto he deseado oírte decir eso, mientras me mantengo dentro de ti... sintiéndote..., abrazándote y disfrutando de tu inexperiencia.
Siento que su erección crece, y mi pobre trasero sufre sus acciones. Dejo escapar un grito, y una negación. Una lágrima solitaria resbala de mi rostro cuando esto sucede, todo a la vez, porque no sólo su pene aumenta, también empieza a bombear en el interior de mi virgen culito.
—Mía... Mía... —gime en mis alborotados rizos mientras continúa entrando y saliendo de mí—. Ahora eres mía. Eres mía, Belladona.
Yo sólo puedo llorar como una cría asustada, siendo perseguida y martirizada por su presa, antes de sucumbir a mis deseos más oscuros y subir a la nube del placer. Le pido que pare, pero él hace caso omiso, y continúa bombeando sin piedad en mi interior hasta que me tiene a su merced, aquí de pie, con la conciencia destrozada y las nalgas adoloridas.
La desesperanza anida en los latidos desenfrenados de mi corazón, mientras él entra y sale de mí, entra y sale de mí, entra y sale. Lo hace. Una y otra vez. Me reclama. Me domina. Deja por el suelo mi moral.
Me arrebata la dignidad cuando por fin termina en mi interior, y yo me derrito en sus dedos. Me hace sentir sucia, como una puta, pero también como a una mujer cuya vida sexual apenas está iniciando junto a un completo extraño que le acaba de regalar su primer orgasmo por penetración.
Las lágrimas cesan por arte de magia, mientras él suelta un gruñido placentero que me dice lo mucho que ha disfrutado dentro de mí. El sudor de su frente golpea mi hombro, y su boca se adueña del escaso sudor de mi espalda. Sus dientes muerden con mimo la piel expuesta de mis hombros, y su lengua degusta sin pudor la capa de sudor en mi cuerpo.
Sorbo por la nariz la prueba de mi pecado lujurioso, y Mike sale de mí. Ahogo un sollozo por el dolor, y vuelvo a derramar un par de lágrimas culposas de soledad.
Me siento vacía. Incompleta. Innecesaria. Cayo los borbotones de palabras e insultos que podrían provocarlo, y espero en silencio y a oscuras sus próximos movimientos.
Se aleja de mí, y lo escucho abrir la llave de la ducha. El relajante sonido de la regadera y el vapor inundan el cuarto de baño. Vuelve a acercarse a mí. Cierro los ojos con fuerza y me muerdo la lengua presa del pánico. Sus manos, mojadas por haber comprobado la temperatura de la regadera, desatan el amarre de la toalla en mis manos.
Bajo los brazos y me apoyo en la puerta. Continúo llorando en silencio, sorbiendo por la nariz los malditos mocos del delito que me obligaron a disfrutarlo, a disfrutar el sexo morboso y sádico que me ocurrió.
Aún no puedo creer que lo disfruté. ¡¿Cómo diablos pudo gustarme... esto!?
—¿Estás bien? —me pregunta el infeliz con voz suave, como si no hubiese acabado de lastimarme o poseerme sin que yo se lo pidiera. ¡Es un maldito enfermo!
¡Ah!, pero aun así me doy la vuelta. Lo encaro e intento que mis piernas no me fallen mientras lo fulmino con la mirada y le hago notar el asco que me da el haber tenido una primera vez con él, —Te odio.
Su media sonrisa petulante me exaspera, —No, no es cierto. Me deseas —asegura.
Le metería el bote del champú por el colon si no me doliera a mares el culo, —Te odio —le repito—. Me quitaste... No —me corrijo—. Me arrebataste mi primera vez.
—Cálmate, Belladona, técnicamente aún eres virgen.
—No tienes vergüenza —le espeto—. Eres un cínico, un animal, un poco hombre. No sabes cuánto te detesto...
Sus manos vuelan, y una de ellas cubre mi boca impidiéndome seguir hablando y soltándole insulto tras insulto. Nuestros pechos se pegan. La intensidad de sus ojos me duele. Su mano libre posee mi nuca, sometiéndome y colmándome la poca paciencia que le tengo.
—Shh... calla, Ret. Cállate, por favor. Tú sabes tanto como yo que disfrutaste cada segundo que te hice mía.
Mis ojos centellan, y la rabia invade mi pecho. Pero no puedo hablar. No si su mano impide mis palabras.
—Lo próximo que saldrá de tu boca será mi nombre. Gemirás mi nombre, Belladona. Llegará el momento en que finalmente te reclamaré como mi chica, mi mujer, mi esposa y madre de mis hijos. Y tú estarás encantada de que te rompa en dos.
—Estas loco —digo contra la palma de su mano. No sé si me entendió. Pero por la cara de pocos amigos que pone, sé que sí.
—No olvides que tú me hiciste esto.
Mi confusión es evidente.
—Tú y sólo tú eres la responsable de mis actos, Ret. Me obligaste a lastimarte hoy, así como me has obligado a ser paciente todos los días desde tu llegada a mi casa. Y no sabes cuánto te amo y te odio por eso. Porque eres mía. Fuiste mía antes que nadie, antes que ellos y mucho antes de que pudieran conocerte como yo te conocí a ti desde los diez años.
No tengo palabras para explicar el modo en cómo sus amenazas y déspota declaración de amor me hicieron sentir. Pero más lo que dijo de mí. ¿Cómo que desde los diez años? Yo no lo conozco de nada. Ni siquiera me acuerdo de nada antes de los trece años.
Además, no podría olvidarlo si lo hubiera conocido antes de la noche de graduación. Sus ojos, su nariz, su boca y labios... Todo de él. Todo de él me resultó familiar, pero nunca conocido por ningún lado o parte que lo haya visto. Y esos tatuajes, esas rosas marchitas y negras que sangran... Eso me dio un indicio de reconocimiento, pero no a ciencia exacta quién era o por qué creo haberlo visto antes de esa noche.
¿Quién eres, Mike?
Descubre la mano de mi boca, y sus labios sustituyen mi silencio en un beso que hasta el más idiota aseguraría forzoso y posesivo. Pero yo no. Ahora no después de lo que he oído.
Ya no me aparto. No lo hago.
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