Capítulo 16
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«¡A BAÑARSE, COCHINA!»
Tocan a mi puerta.
Por lo menos, aún conservo la puerta. La historia detrás de ese comentario es graciosa en cierto punto. Una vez, me porté del todo linda y amable con ellos, les hice la cena y hasta vino les serví. Puse calmantes en la sopa y el vino. Los saqué de mis medicamentos que me recetó la Doctora que me visitó por días mientras veía el golpe en mi cabeza y fisura en mi tobillo.
Me encerré y puse mis muebles contra la puerta de mi habitación, para tratar de huir por la ventana y tomar ventaja en el bosque. Soy buena trepadora. Parezco Tarzan o mono araña cuando lo hago.
Vuelven a tocar la puerta, esta vez, menos paciente.
—¿Qué? —contesto de mala gana.
—Abre —me ordenan. Y es el rubio, pa acabarla de amolar.
Por cierto, si les interesa saber cómo terminó la historia... No, no llegué tan lejos. Me adentré tres metros en el bosque, y ese asqueroso rubio me atrapó. Al parecer, él no se creyó el cuento que de un día para otro yo me portara amable y les hiciera la cena. Me imagino que después de comer e ir a su habitación, vomitó la cena que hice para ellos, y por eso no durmió la mona como el resto de sus hermanos.
Como odio a ese hijo de puta rastrero.
Me cruzo de brazos, y adopto mi rutina arisca con ese imberbe, —¿Y qué quieres? ¿No sabes decir "por favor" o qué te pasa?
—Ábreme —me repite con autoridad.
Pongo los ojos en blanco, —No hasta que me digas qué quieres.
Lo oigo suspirar, —Si te lo digo me vas a golpear, y después haré algo de lo qué tal vez me arrepienta, así que ábreme y déjame entrar, niña malagradecida —me avisa con gesto cansino por mi actitud.
Me rio por la nariz como una petulante egoísta. Como me va conociendo este imbécil. Y eso es lo que me termina de joder: que me conozca mejor de lo que creo un psicópata americano, que mi novio de la infancia.
Estoy con el maldito coraje en la garganta que me despierta la boca de camionero, —Jódete, Mike —le respondo.
Hasta el dedo del mal le enseño. Como no puede verme, ¡pues me aprovecho!
Doy media vuelta y me tumbo boca abajo en la cama. Inspiro fuerte. El olor de su asqueroso aroma corporal aún está en mis sábanas. Han pasado dos semanas desde entonces, pero el muy ruin y bruto maniático no me deja olvidarlo. No sé cómo pude quedarme dormida con semejante imbécil a mi lado. Supongo que estaba demasiado cansada para reprochar.
El sosiego en mi corazón se interrumpe, cuando el lunático de ojos azules patea la puerta de mi cuarto, irrumpiendo por completo en mi habitación y entrando como Juan por su casa mientras me busca con la mirada con gesto furioso.
¡Le voy a romper los dientes a este animal!
—¡¿Qué estás haciendo, idiota?! —grito presa de la ira—. ¡Lárgate inmediatamente!
Me incorporo, con las rodillas pegadas al colchón y las manos convertidas en puños, por si al muy bestia se le ocurre volver a tocarme.
—¡Vete! —le exijo.
—No me digas lo que tengo que hacer, niña estúpida —replica con igual exigencia.
Se acerca a mí, a pasos de ímpetu rabiosos y coléricos que volverían un ratón asustadizo a cualquier chica. A cualquier chica menos a mí. Éste hijo de perra no me da miedo ni por asomo, ni siquiera porque está justo frente a mí retándome con sus imperiosos ojos.
Mi expresión hacia él se endurece, —No vuelvas a llamarme «niña estúpida», hijo de tu putísima madre —le advierto.
Sus ojos expresivos se oscurecen cuando lo insulto a él y a su madre. Sus movimientos se vuelven apresurados: sus largas y delgadas piernas flexionan en mi colchón, cerca de mis rodillas y el espacio jamás penetrado por ningún hombre. Me crispo, pero no permito que él vea cuánto le temo. Está demasiado cerca. Su rapidez hacia mí me toma con la guardia baja: sus manos (grandes, callosas y fuertes), someten las mías y mis intentos por quitármelo de encima a golpes y patadas.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —ordeno y grito como una loca sin camisa de fuerza—. ¡Hijo de perra! ¡Hijo de perra! ¡No me vuelvas a tocar! ¡No me vuelvas a tocar! —grito fuera de mí.
Me doblega. Me empuja. Mi espalda choca contra el blando colchón. Me retuerzo como un gusano en balde. Aprisiona mis rodillas y pone mis manos a los lados de mi cabeza. Me siento débil. Mi blusa transparente y con agujeros me dejan expuesta.
Está encima de mí, a cuatro patas, y su fúrico rostro está muy cerca del mío. Ambos nos miramos. Los dos nos retamos y sacamos chispas por los ojos mientras nuestros ojos intentan dominar al otro en un silencio sepulcral que hasta el mismísimo Lucifer temería.
Mi pecho sube y baja, presa de la rabia que corroe mis venas cuando lo veo, y el suyo no se queda atrás por mucho esfuerzo que ponga para no perder los estribos conmigo.
—¡Y tú no vuelvas a faltarme al respeto NUNCA, pequeña mierda! —brama en mi cara, haciéndome retorcer del miedo y soltar un par de lágrimas.
El agarre a mis manos se intensifica, sacándome un sonido lastimero que él no toma ni en cuenta. Y eso me pone aún más ensimismada a llevarle la contra a este infame.
—¡Loco de mierda, suéltame! —exijo en un chillido de espanto.
—¡Maldita perra! —me responde en mi cara.
—¡LOCO! —le grito.
—¡LOCA! —me devuelve el grito.
Nuestros irrefrenables chillidos de cacatúas histéricas atraen al resto de sus hermanos. ¡Oh, genial, aquí viene la plebe! Con apuro suben las escaleras y corren como alma que lleva el diablo hasta llegar a la puerta derrumbada de mi cuarto. ¡¡¡Infelizlamepitosdemierda!!!
El primero en llegar es el rizado. El tal Jared. Nos mira sin la menor idea de qué hacer. Después entran Donnie y Allen. También son un par de retrasados que no mueven ni un músculo para venir en mi auxilio. ¡Menudos novios los que tengo!
—¡Inútiles! —les reclamo, mientras me resisto a la sumisión—. No se queden ahí parados como idiotas y hagan algo. ¡Hagan algo! —les exijo mientras continúo torciéndome las muñecas.
Donnie dio un paso al frente y se cruzo de brazos con gesto profesional, como si tratase con el mafioso de los deportes en lugar de un muchacho inconsciente de tan sólo veintitrés años. Maldito loco, también lo odio. Sólo se queda ahí parado, viendo lo que su hermano me hace y sin dar fuerza a ningún movimiento que me ayude a quitármelo de encima.
—¿Qué hizo? —le pregunta al rubio, ignorando por completo mis reclamos—. ¿Intentó escapar otra vez?
—No, esto fue peor. Mucho peor.
La seria expresión de Donnie me pone los pelos de punta, —Dime lo que hizo —le ordena.
—Mencionó a mi madre.
El rostro de los presentes es inescrutable. No entiendo por qué tanto escándalo por una mala palabra vinculada con su madre. ¡Ni que fuera la gran cosa, por amor de...!
—Muy bien —dice Donnie, como si el asunto no fuera de su condenada incumbencia—. Haz lo que quieras hermano —le da permiso, mientras gira sobre sus talones y le da la espalda tanto a la víctima como al malnacido que planea quitarme mi dignidad.
Algo dentro de mí se rompe con furia extralimitada en la palabra, cuando lo veo marcharse como si yo (la mujer que supuestamente ama), queda a su suerte en manos de un psicópata, —¡ERES UN CERDO! ¡ERES UN CERDO DE MIERDA!
—Vámonos —dice, simple y sin parecer afectado por mis gritos, al dirigirse a sus demás hermanos.
Se marchan. Todos. Mike me mira. La determinación en su mirar me devuelven las ganas de vomitar. Él me sonríe como si fuera un pedazo de carne apetecible sin vegetales de por medio, y a mí, me corroe la espina vertebral el maldito asco.
Sube mis manos por arriba de mi cabeza, y las une con una sola de sus manos, mientras que la otra presiona mi cuello con una sutil amenaza de "grita y te mueres".
—Bastardo... Bastardo... —mascullo en un cerrar de ojos y garganta. No quiero olerlo o mirarlo.
—Shh... —me calla—. Quieta, Belladona.
Su dedo índice traza un camino lento por mi cuello, clavícula y el valle de mis senos. Mi pecho sube y baja, sube y baja sin control. Tengo pavor por sus actos. Mira con lujuria mis pezones erectos por el maldito frío y el miedo que me causa su cercanía, y lo malinterpreta con la excitación del momento.
Como si este idiota me excitara.
La transparente tela rosa no me ayuda o sirve de escudo protector contra su lasciva mirada. Su dedo se detiene justo en un agujero de la blusa que revela mi sensible y blanca piel, que él no demora en hacer aún más grande cuando rasga y rompe la tela, de por sí, desgastada por tanto uso.
—No... —digo, con voz rota y lastimera por saber, que esta vez, no tengo salida—. Por favor —le suplico, sin importar que suene patética.
Mis turgentes pechos quedan al descubierto. Mis pezones erectos y rosados me duelen. La piel expuesta de mi abdomen se eriza. Mis ojos me pican, pero me niego a llorar enfrente de este mal viviente. Ante todo la dignidad. Aunque te estén cogiendo por detrás, no les des la satisfacción de que sepan que te están lastimando. Eso les da poder. Y el poder es un lujo que las personas con moral no se pueden permitir.
«Por favor», pienso y suplico en voz alta, mientras gimoteo de dolor. Así no. Así no quiero perder mi virginidad. «Por favor».
—Mía, Belladona. Grábatelo detrás de esa frente tan bonita que tienes: Eres mía —susurra en mis labios. No abro los ojos. Me niego a verlo.
Imagina que es Carlos. Imagina que es Carlos.
Hago hasta lo imposible por remplazar sus manos, su boca y su aliento, pero nada funciona. No puedo. Carlos está oculto en alguna parte de mi maltrecha mente, y mis sentidos se ofuscan cuando el asqueroso Mike ocupa el espacio temporal de mi débil carne y huesos.
Mi sexo arde. Algo en esto, en lo que él hace, en lo que está pasando entre nosotros, me está gustando. Me gusta mucho. Me excita. Y lo peor es que no sé por qué. Y mantener los muslos juntos no me ayuda a averiguarlo, sólo a agregarle más leña al fuego. Un fuego inestable que arrasa con toda forma de conciencia.
Oh, Dios, estoy mal de la cabeza. Él tiene razón, la loca soy yo.
Suelto un grito, cuando entierra la cara en el valle de mis senos y aspira con fuerza el aroma de mi sensible piel, haciéndome abrir los ojos en el momento y quedarme inmóvil bajo su gruesa espalda y tonificado cuerpo, que convierten en diminutas mariposas las molestas picaduras de abejas en mi estómago.
Me besa la piel. Su pulgar juega con la areola de mi rosado pezón, y me pellizca ligeramente los picos de mis senos que ansían su roce brusco y áspero. Callo un gemir lastimero, y enardecido por su tacto, mientras continúa tocándome y oliéndome la piel. Me muerdo la lengua, para asegurarme de no gritar, y cierro los ojos muy fuerte pero muy fuerte.
Mike besa y lame la piel de mis senos. Su saliva me calienta, pero intento disimular el gusto con muecas de desagrado, y poniendo imágenes mentales asquerosas en mi cabeza que me quiten la molesta necesidad de ser llenada.
El rubio continúa su recorrido lascivo por mis senos, hasta llegar a uno de mis botoncitos rosas y darle un único y pequeño beso que me irrita el clítoris con molestas punzadas.
Duele... Esto me duele. Me molesta. Me irrita. Me enerva. Me encabrona. Odio sentirme vacía. Odio estar vulnerable. Odio que el peligro de ser espiados por sus hermanos, y la debilidad de mis músculos me exciten.
Su lengua juega con mi pezón. Respiro con agitación mientras lo hace. Tengo calor. La calidez de su boca me hechiza. Su aliento posee mi pecho y me devuelve los latidos arrebatados por el susto que sufrió mi corazón. Algo duro presiona mi entrepierna, e inmediatamente sé que se trata de su virilidad contra mi ya húmeda entrada.
¿En qué momento abrió mis piernas?
Sigue chupando como un bebé mi seno. La perversa y puerca que existe dentro de mí, se deja llevar por el morbo y las sensaciones que le brinda a mi cuerpo.
Se detiene, y de mi boca escapa un puchero que jamás había soltado en mi vida... ni siquiera con Carlos. ¿Se puede saber qué lo detuvo?
—Apestas, Belladona —musita en mi piel, y mis mejillas arden llenas de vergüenza—. Necesitas un baño.
—¿Qué? —Creo que mi cara lo dice todo. Nunca me he bañado con nadie en mis dieciocho años de vida—. No, no quiero —mi voz me traiciona. Mierda, aún estoy caliente.
Y lo peor es que él lo nota. Su sonrisa torcida y petulante me lo confirman, —Vamos a bañarnos.
—¡No! —me niego. Si aquí apenas pude mantener la compostura, ahí adentro no podré controlar las cochinadas que escapen de mi mal hablada boca. Además: ¿«vamos»?—. No quiero bañarme contigo. Ni aunque me pagaras, animal —le rompo la madre, olvidando por completo la excitación del momento.
Sus ojos se oscurecen, y sus facciones se endurecen, —Harás lo que yo te diga, niña —suelta de manera autoritaria y ruda, que me deja sin palabras—. A bañarse —me repite.
—¡¿Qué?! ¡No!
—A bañarse.
Me resisto y cubro las tetas, incómoda por su dictar, pero él hace caso omiso y me incorpora a la fuerza en el colchón.
—¡No!
—¡A bañarse, cochina! —ordena.
Me resisto, pero al final me levanta y pone sobre su hombro izquierdo, y lleva conmigo pataleando y gritando como una niña chiquita al cuarto del baño, y encerrarnos a los dos ahí, en la oscuridad y calentura que pululan alrededor de mi cabeza.
Y allí adentro... las cosas suben su temperatura.
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