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PRÓLOGO

Tenía los nudillos blancos a causa de la presión que ejercía sobre el volante. Su mujer, en el asiento trasero, no ayudaba ante su preocupación por los fuertes alaridos y hasta chillidos que profería.

Dio un giro brusco adelantando a uno de los coches por el carril contrario. Una tremenda demencia, pero en esos momentos no tenia tiempo de pensar en posibles multas por actuación de conducción colérica.

La mujer sollozaba cada vez más fuerte y no solo por el dolor. La agonía de la preocupación y la desesperación la embargaban mientras sentía como la sangre manaba de sus piernas manchando su ropa y los asientos.

-- Voy a perderlos. -- Sollozó más fuerte y profirió otro chillido de dolor.

-- ¡De eso nada! ¡Tranquilízate! ¡Ya casi hemos llegado al hospital! -- Dio otro giro brusco y pitó varias veces con frenesí. -- ¡Cielo tienes que calmarte! ¡Ya casi llegamos, aguanta!

Pero la mujer ya se esperaba lo peor. Aun le quedaba un mes para alcanzar los 9 de embarazo. Y la sangre tampoco era buena señal. Había abortado, estaba segura.

El hombre dio un último bandazo y se metió de lleno al aparcamiento dejando el coche de cualquier manera lo más cerca que pudo de la puerta principal.

Salió con tanto impulso que tropezó con la puerta, pero no perdió tiempo en sufrir el dolor de la caída. Se incorporó y se apresuró a los asientos traseros para sacar a su mujer.

Lo cogió en bolandas y, con palabras lo más tranquilizadoras posibles por el camino, entró dentro del gran edificio corriendo a secretaria.

Nada más verlo no hicieron falta ni palabras para que la recepcionista llamara con urgencia a un doctor.

La mujer seguía sollozando entre el dolor estomacal, las contracciones y la propia ansiedad ante la idea de que todo iba a salir mal.

En cuanto desapareció por la puerta de una habitación a la que a él no le permitieron entrar, el hombre se derrumbó dejando caer las espesas lágrimas que había tratado de aguantar por su esposa.

Él también lo sabía, era muy difícil que visto lo visto sus dos pequeños sobrevivieran.

Se desplomó sobre una de las sillas en la sala de espera y escondió la cara bajo sus palmas abiertas. Mientras recordaba los sucesos.

Todo había sido muy repentino. En un momento estaban ellos dos tranquilos viendo una película romántica y al siguiente su mujer comenzó a gritar aludiendo que sentía un dolor terrible. Un instante después todo era sangre, el sofá entero era sangre. No lo pensó dos veces antes de salir de casa, con ella en brazos, sin siquiera pararse a cerrar la puerta con llave

Suspiró frustrado mientras mil ideas surcaban su mente. Y todas negativas, demasiado negativas.

Los pasos firmes de alguien que acabó posicionándose a su en frente lo devolvió a la realidad. Alzó la vista para ver a un hombre alto de bata y con gafas. El doctor.

-- Señor Castillo, su mujer a estado a punto de sufrir un aborto espontáneo. A causa de ello debemos proceder a realizar el parto ahora mismo o de lo contrario el aborto será berídoco y su mujer también correrá peligro. -- Se tomó un instante para dejarlo asimilar la situación y prosiguió. -- Si hace el favor de acompañarme lo llevaré a la sala de parto con su mujer.
Se incorporó sin necesidad de más incentivo y siguió al doctor con los nervios a flor de piel.

-- ¿Entonces nacerán ahora? ¿Prematuros?

Llegaron a la sala y ambos se encararon para seguir una difícil conversación.

-- No solo eso, es posible que uno de los gemelos, sino los dos, no salgan bien.

-- ¿Qué quiere decir?

-- Esta será una operación delicada, debemos hacerle cesárea, y la situación es crítica. Su mujer está completamente fuera de peligro, pero no le puedo garantizar nada por sus hijos. Es necesario que lo tenga en cuenta, aunque haremos todo lo posible por sacarlos adelante. Ahora, si me disculpa.

Con esa simple despedida salió de la sala dejando al hombre solo delante del cristal, que dejaba ver con claridad el estado de su mujer, y con más angustia todavía recorriendo sus entrañas si era posible.

Miró el panorama. Su mujer ahora chillaba de dolor y lloraba entristecida. Aunque habían decidido no advertirle nada por miedo a que la angustia y ansiedad de la mujer provocara la catástrofe, ella ya lo sabía. Ya lo intuía. Eso estaba siendo todo un completo desastre, un maldito y completo desastre. Sollozó más fuerte antes de sentir como la anestesia hacía efecto en ella.

    *        ~        *         ~        *        ~

El hombre miraba a los dos pequeños que ahora dormían juntitos en la incubadora. Había sido un milagro. Un maldito y encantador milagro. Primero el varón que había sido simple y luego su hermanita que había dado más trabajo. Los médicos habían asegurado que la niña no sobreviviría.

Mientras que al pequeño solo necesitaron dos palamaditas en la espalda para reanimarlo, con la niña no había forma. No lloraba, no respiraba.

Y en el último momento, cuando alguien decidió apoyarla junto a su hermanito para alcanzar algún objeto, con tan solo sentir su presencia, sus pulmones se activaron solos y soltó el llanto más fuerte que ni siquiera su mellizo lograría entonar.

"Sucesos como este no ocurren todos los días", fue lo primero que le anunciaron al hombre nada más hubieron sacado a los pequeños del apuro.

La mujer ahora descansaba tranquila sobre la camilla. A punto ya de despertar tras unas horas de anestesia.

Suspiró cohibido deseando en esos momentos tener cuatro ojos, o mejor cien, para poder contemplar a su mujer sin tener que apartar la vista de sus pequeños.

-- Mis bebés. -- fue la primera frase que la mujer pronunció en cuanto despertó.

-- Shhh... Tranquila. -- Le sonrió con ternura y se acercó para regalarle un dulce beso en los labios. -- Están dormiditos en la incubadora.

A la mujer se le empañaron los ojos y pudo soltar un enorme suspiro de alivio.

-- ¿Están bien? ¿No... no he...?

-- Están perfectamente. -- La interrumpió. -- Bajo supervisión, pero bien. Y son tan guapos como tú.

-- Quiero verlos.

El hombre sonrió juntando sus labios de nuevo y se hizo a un lado para coger la incubadora arrastrándola con cuidado hasta posicionarla junto a la cama.

-- En un poco se los llevaran a otra habitación donde estarán mejor atendidos, pero les pedí que los trajeran un ratito para que pudieras verlos al despertar. Por suerte les dejaron hacer la excepción.

La mujer, de cabellos tan rubios como rizos, se sentó en la cama llevando la vista al cristal.

El pequeño niño dormía tranquilo mientras que su hermanita movía los pies algo inquieta y observaba su alrededor con curiosidad. De pronto su clara mirada se encontró con la oscura de su madre.

La inquietud en la pequeña aumentó, como si en esa mirada, en esos ojos marrones que casi alcanzaban el azabache, pudiera percibir las intenciones de la mujer. Las futuras intenciones de esa mujer.

Y empezó a llorar moviendo las manitas y los pies, berreando con gran motivación.

Ante el fuerte llanto su hermanito despertó, pero no mostró indicios de inquietud. En un gesto vago e inconsciente dirigió su manita a la de su hermana y ahuecó los dedos uniéndolos con los de ella. Y la pequeña se calmó, respiró tranquila y volvió a conciliar el sueño.

El hombre parpadeó varias veces mientras su mujer mantenía una ceja arqueada sin apartar la vista de la incubadora.

-- ¿Qué a sido eso?

-- Pasó algo parecido en el parto. -- Argumentó recordando lo que le habían comentado los médicos. -- Son preciosos como tú, ¿no crees?

-- Pero tienen tus ojos.

-- Y tu pelo.

Se miraron cohibidos nadando en el mar de su mirada y sonrieron entrelazando ellos también las manos.
-- Saldremos adelante, ahora ya somos una familia completa.

Y con un tierno beso sellaron la promesa. Pero las promesas no siempre se cumplen y menos cuando no las dices enserio y cruzas los dedos a traición.

Ese día nacieron dos perlas. Ese día empezó la vida dos niños que no pensaban ir a la par que el mundo. Ese día nacieron dos pequeños muy especiales. Ese día nacieron Lukas y Pandora, o mejor dicho, Pan.

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