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Capítulo 35

El abogado James Bennett caminaba rápido entre las multitudes, y casi corría cuando bajaba por las inclinadas calles del centro de San Francisco. Estaba a un par de manzanas de la casa dúplex que rentaba, pero aquella tarde tomó una desviación.

No ocultó ningún rencor hacia Amalia. Apenas había salido de su departamento, tuvo ganas de delatarla a algún hospital psiquiátrico. Sabía de antemano que allí encerraban con camisas de fuerza a los locos. Y Amalia le parecía más loca que nunca, con sus arrebatos emocionales y actos espontáneos. Ella no era así, la desconocía.

Pero James no podía hacer lo que la sociedad consideraba correcto. Su corazón vibraba con mucha fuerza, y esta vez lo seguía hasta la biblioteca principal de la ciudad.

Al entrar, agradeció la frescura del interior. Más bien, para él, allí dentro comenzaba a hacer frío. Se registró en la recepción y, con mucha discreción, James preguntó por los libros que hablaban sobre las enfermedades mentales.

El dependiente, que se trataba de un viejo con cara de brujo, como uno salido de los cuentos, arrugó la nariz y solo pidió que lo siguiera.

Por aquellos corredores había jóvenes estudiando, oficinistas disfrutando de alguna novela culposa y arquitectos trazando largas líneas en un papel muy grande. James creyó que se habían enterado de su interés.

—Por aquí —dijo el vejete.

Cruzaron una puerta, la cual abrió con llave, y entraron a un pasillo con anaqueles muy altos. De un estante sacó unos volúmenes muy gruesos y se los entregó, por recomendación. James le creyó y se dirigió a una mesa, para comenzar su propia investigación, pero sintió que el anciano lo seguía. Incluso, tras haberse sentado, sintió su mirada curiosa. Claro, al ser advertido, el hombre siguió su camino de vuelta a la recepción.

Los libros que tenía allí llevaban por título DSM, (manual oficial de las enfermedades mentales), Padecimientos más comunes en la Psiquiatría Americana y Guía Psiquiátrica Oficial de América. James leyó por horas y buscó en la sección de «Trastornos de la orientación sexual». Pero no se podía concentrar. Por dentro de sí, persistía el dilema de ayudar a Dayton y ser un héroe o ayudar a Amalia y enfrentar cargos.

—El individuo —leía— tiene incapacidad de reprimir conductas sexuales aversivas hacia individuos de su mismo sexo, por lo que recurre a la represión. Esto generará conflictos internos que lo llevarán a tomar decisiones apresuradas, en las que es posible que hagan daño a otros por intentar ocultar sus impulsos...

«Esto es absurdo. Ella jamás haría daño a nadie. Se mostraba arrepentida por... Dayton es más peligroso y él es normal.»

El resto de la tarde investigó en los otros dos libros, hasta que lo distrajo un par de sujetos que apenas disimulaban su interés por James. Uno de ellos era un guardia de la propia biblioteca. Se les notaba preocupados.

—¡¿Qué?! —Los ahuyentó—. Estoy escribiendo una novela. ¡Déjenme!

Ahora se concentraba en un texto nuevo. El libro tenía supuestos tratamientos para la homosexualidad. Según el psiquiatra autor, el primer método era la terapia de conversión, y si no funcionaba, los electrocutaban en la cabeza, y si tampoco funcionaba, estaba la última alternativa, la más temida: la lobotomía. Tuvo demasiada repulsión con las imágenes y los textos. Dudó si el libro era actual. Notó, en la última página, que la edición era de 1947.

—Esto es inhumano. Todo esto es inhumano —decía, al pasar las páginas—. ¿Cómo pueden dejar a alguien vegetal o torturarlo y esperar a que eso se nombre cura?

Miró su reloj y advirtió que había pasado allí más de cuatro horas seguidas. Había apuntado y reflexionado. Y cuando guardó todo y decidió poner los volúmenes en su sitio, tuvo la sensación de que la cabeza le daba vueltas.

—¿No se lleva ninguno? —preguntó el viejo.

—No, gracias.

—¿Alguna sugerencia?

—Necesita actualizar el contenido que usted recomienda. ¡No me ayudó en nada! —El hombre lo miró con un gesto de pocos amigos.

Nunca, nunca podría hacerle algo tan horrible a su Amalia. La amaba, y quería verla feliz, aun así ella no correspondiera su amor. ¿Qué haría su padre?, se preguntaba, ¿qué consejo le diría? Él, que era tan sabio. Se sintió tan vulnerable como cuando tenía diecisiete años.

Supo entonces qué era lo correcto: debía volver con Dayton y ayudarlo.

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