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Capítulo 34

El departamento nunca le había parecido tan sucio. Amalia tuvo la idea de remediarlo. Se puso a limpiarlo lo mejor que pudo. Primero sacó la escoba del gabinete y comenzó a barrer hasta por debajo de los muebles, aunque lo único que sacaba era un poco de polvo, pelusas y algunas migas de papel. Después tomó el líquido limpiador y roció cada cuadro —de muestra—, y pasó la franela en los cristales una y otra vez. Las tareas no la sacaban de sus cavilaciones como deseaba, pero menguaban su culpabilidad.

De repente, mientras reacomodaba sus papeles, tuvo una idea aterradora.

«Siempre guardo la máquina de escribir en la caja. Pero cuando llegué de Sacramento por segunda vez, esta estaba en su escritorio.»

Tal detalle no le constó. Ya había pasado mucho tiempo desde el domingo como para recordarlo bien. No obstante, su régimen de orden la tenía tan acostumbrada, que continuó dudando durante la limpieza. Se lo decía su intuición. Y de un instante a otro ya todo le pareció desacomodado. Los artículos de la nevera no estaban en su sitio, las lámparas tenían otra postura y los muebles no coincidían con los muros.

«Alguien estuvo aquí.»

Recordó al espía de aquella noche. Entonces, dio un grito ahogado y se puso a revisar por todos lados. No sabía qué buscaba exactamente. Debía haber algún indicio, una prueba material de que no había sido la única en su departamento.

Y así como si nada halló debajo de la pantalla de una lámpara de hongo un aparato muy extraño. Estaba adherido con cinta. No era más grande que una judía. Ya, presa del terror, Amalia arrancó aquel dispositivo y tiró de un cable negro que iba muy bien disfrazado por detrás de la mesilla. Este se introducía entre los zócalos del muro.

Era un micrófono tipo bug.

«Parecía que estaban por llevar a cabo una operación militar.»

—Oh, no. ¡Free!

Amalia se dispuso a salir del apartamento, no sin antes llevarse consigo ambos borradores de los artículos, así como también el revólver .38 especial. Pensó que si algo podía derrotar a Dayton, sería arrebatarle su bandera de justificación ante el mundo. De esta manera, se prometió, no perjudicaría a nadie.

—No más mentiras.

Más tarde, la avenida estaba atestada de tráfico. Solo se oían bocinazos y vociferaciones. En plena desviación, Amalia desobedeció al oficial de tránsito y se hizo a un lado para que los demás tuviesen la vía libre. El oficial venía furioso, con la única intención de regañarla, pero esta se apresuró a sacar una credencial de su bolso.

—Prensa —masculló el sujeto con desprecio—. Está bien, pase. —Levantó la cinta,

—Gracias, oficial.

Adentro había un relajo de coches patrulla con sus luces rotatorias activas. Otro policía, de largas patillas y lentes oscuros, quiso saber por qué había un civil cometiendo intromisión.

—Amalia Bennett del The Nation. —Mostró su identificación, la real.

The Nation, ¿eh? Buen diario.

—¿Qué ha sucedido aquí, oficial?

—Íbamos a detener un grupo de esos mariposones allí adentro, usted sabe. Hacían sus perversiones allí abajo, en el sótano, pero se escaparon por una puerta secreta. La gente de arriba se puso a molestar a las autoridades y quisieron defender al dueño.

—¿Quién es el dueño? —Ella apuntaba en una libreta.

—Un tal Jonathan Lauria, un jodido mafioso que tiene conexiones con los de la comuna de Greenfield Park.

—¿Y dónde está?

—Se escaparon en una furgoneta. Pero de nada les servirá huir, porque ya les incautamos el negocio y el alcohol ilegal que vendían a esos locos.

—¿Con quién hablas, Sawyer?

—Oh, sargento, es una periodista del The Nation.

—Vaya, por fin un periódico de verdad —dijo el sargento—. Solo han venido esos novatos del San Francisco Examiner.

—¿A dónde huyeron, sargento? —preguntó Amalia—. ¿Y quiénes eran los involucrados?

—¿Los pervertidos? No lo sé. Se echaron a correr como cucarachas antes de que pudiéramos llegar al sótano. Todo por culpa de esos borrachos que los defendieron, tanto a ellos como al dueño. Salieron por detrás, a un callejón, yo creo.

Amalia no pudo constatar si Liberty había estado allí o no, así que terminó la desagradable entrevista con esos monigotes y volvió a su vehículo. Condujo hasta donde Liberty le había dicho que vivía, hacia el sur. Subió una loma, y en una de aquellas calles desde las que se atisbaba la bahía y los edificios de Berkeley, paró el automóvil. De una casa, antes de que se apeara, salió la joven, quien venía corriendo hacia su posición.

—¡Free!

—¡Gina, me encontraste!

—¡Lo siento! ¡Lo siento mucho! —La abrazó con más fuerza que a James—. Me enteré de todo. Pensé que te habían detenido. ¡Dime que estás bien! —La llenó de besos, pero como lo haría una tía con su sobrino—. ¡Oh, no sabes cuánto lamento haberte echado!

—No importa —dijo Free una vez la soltó. Se tomaron de las manos—. Lo que importa ahora es que decidiste encontrarme. Joe y Emile ya se fueron a Nueva York.

—¿En la furgoneta?

—¡Sí! Consiguieron huir gracias a los clientes del Silencio, que se pusieron de testarudos con la policía. Yo estaba allí con ellos, pero pudimos salir gracias a que nos defendieron. Me llevaron en la camioneta y me trajeron a mi casa.

—¿Por qué no te fuiste con ellos?

—No podía ir sin despedirme de mi abuela. —Su tono tenía una inseguridad similar a la que James tenía cuando mentía—. Además, es su asunto. No pinto allí con ellos dos. ¡Oh, Gina! ¡Todo se ha ido a la basura! Ya no tiene sentido el artículo, la escuela, ¡todo! Me van a echar de la universidad. Soy como una especie de convicta. Seré deshonrada, tal y como les ha pasado a otros de Sugar Town. Esos policías me vieron y creo que me querrán encerrar con todos los que nos escapamos del Silencio. Sabían quiénes estábamos allí.

—Vámonos, Free. Dejemos todo esto atrás y alcancémoslos hasta Nueva York.

—¿A Nueva York? ¿Nosotras?

—Solo tú y yo, Free. Tú y yo juntas en un viaje por carretera a través de los Estados Unidos, ¿acaso no es emocionante?

—Gina, me sorprende que hables así... ¡Eres una caja llena de sorpresas! —Sin importarles si hubiese alguien mirando por una ventana, o algún transeúnte, Free la besó casi con salvajismo—. Por eso me encantas... —Unieron sus frentes—. Aunque, todavía sigo jodidamente enojada contigo por lo que sucedió en la mañana.

—Déjame compensártelo. Te llevaré a Nueva York, viviremos juntas en Greenwich Village, con los otros, y nadie nos encontrará porque estaremos en la otra punta del país.

—Sí quiero. Iré contigo a donde sea. A Nueva York, a México, no me importa.

—Toma tus cosas. Yo te espero en el coche. —Asintió muy rápido.

—¡Muy bien! Ahora vuelvo.

La jovencita corrió a su casa, se despidió tal vez de su abuela y trajo una maleta mal cerrada con ropa colorida de fuera. Gina había descapotado el vehículo, por lo que Free solo lanzó sus pertenencias al asiento trasero y brincó la puerta para subirse. El motor rugió y los neumáticos rasparon el asfalto.

Ya estaban en camino.

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