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Valor

Parte A


El invierno se despidió con una última noche fría. Con la llegada de la primavera, llena del olor a hierba rejuvenecida, también podía percibirse el aroma de la guerra cercana. Ansgar lo sabía; aquello lo inquietaba. Peor aún, tenía un mal presentimiento, que no provenía de las habilidades de los nuevos soldados o de los recursos en Valkar para soportar más batallas; lo que causaba desazón en él era la ferocidad de sus enemigos y que no podría pelear contra ellos en primera fila. Su puesto en la guardia de la Corona lo tendría encadenado al castillo irremediablemente.

El guerrero respiró hondo. Logró olvidarse de todas aquellas preocupaciones al ver a la persona con quien compartía su cama en ese momento —a pesar de que cada quien tuviese una habitación propia—. Cualquier pesar desaparecía al instante si Ansgar amanecía en los brazos de Einar, mientras que el doncel despertaba entre los suyos, como aquella mañana.

— ¿Cuándo será... el día en que yo despierte antes que tú? —preguntó Einar con la voz ligeramente ronca que se adueñaba de su garganta al empezar el día.

Recibiendo como respuesta una sonrisa, con un movimiento de su nariz sobre el cuello del otro, el doncel presionó al varón para que hablara.

—Depende de ti —contestó, por fin, el soldado de cabello negro—. Si algún día te propones cerrar los ojos más temprano en lugar de contemplar cómo me quedo dormido, tal vez puedas despertarte antes.

El corazón de Einar dio un brinco.

— ¡Creí que no te dabas cuenta de que hacía eso!

—Lo noté desde la primera vez que compartimos tienda de campaña, en Sorum, después de que sanara tu primera herida de guerra.

El doncel se sonrojó, antes de volver a ocultarse entre las mantas y el pecho de su amado; no tardó en recibir un beso en la cabeza, seguido de otro ciento en todo su rostro. Ansgar besó, con ternura, desde los labios de Einar hasta los párpados que guardaban sus hermosos ojos grises, ocultando en aquel cariño una más de sus preocupaciones: el guerrero que tenía entre sus brazos, contrario a él, sí debía arriesgar su vida en la siguiente guerra contra los Ferig.

Ansgar tenía miedo de perder a Einar. Esa mañana, el soldado Volksohn tenía un mal presentimiento.


Ansgar y Einar cumplieron sus deberes con presteza para poder dedicar el resto del día a vigilar la sala del trono. Era día de visitas; personas de todo Valkar podrían acudir con los reyes para hacerles peticiones o reclamar alguna cosa. Ambos guerreros debían cerciorarse de que todo saliera bien.

Mientras los dos soldados de alto rango caminaban con dirección a la sala del trono, un sirviente del castillo los abordó. Había estado corriendo.

—General Dornstrauss, al fin lo encuentro —dijo el joven, sofocado—. Ha llegado una carta para usted. El mensajero me dijo que era urgente.

Einar tomó la carta, extrañado, para abrirla después de que el sirviente se alejara. Ansgar observó cómo cambiaba la expresión del doncel con cada línea que leía. No era para menos; Einar sintió un vacío en su estómago al terminar de entender lo que decía la carta. Dobló el papel cuando leyó la última palabra y desvió la mirada, nervioso.

— ¿Qué sucede? —La preocupación relucía en las dos palabras que componían la pregunta de Ansgar.

El doncel tuvo que respirar hondo antes de hablar. La sensación de vacío en su cuerpo no se iba.

—Mi hermana Freya escribió la carta. Dice que mi padre está enfermo, y que él quiere verme tan pronto como sea posible.


Aburrido. Esa era la palabra perfecta para describir el estado de ánimo de Keon en ese momento.

El General Dornstrauss no estaba; para compensar su ausencia, el rey Rustam le había asignado al joven doncel la tarea de supervisar uno de los pasillos cercanos a la sala del trono. Era el primer día de visitas al castillo en la semana, así que la vigilancia dentro de este se distribuía estratégicamente entre los guardias para garantizar la seguridad de los reyes de Valkar.

Inicialmente, a Keon le había entusiasmado que sus superiores le asignaran una responsabilidad como la de ese día. Era una muestra más de que ya no era un novato, sino un verdadero soldado. No obstante, la falta de movimiento en su sitio acabó rápidamente con su emoción. El pasillo estaba silencioso y solitario. Keon ya había leído tres veces los nombres de cada uno de los antiguos reyes cuyos retratos ocupaban las paredes, pero apreciar pinturas no era lo suyo; además, permanecer de pie le estaba siendo agotador.

—Pero querías ser un soldado, Keon —murmuró el doncel para sí, con ironía—. Creíste que todo serían armas y peleas...

Keon recordó cómo solía soportar el tedio cuando estaba en casa, antes de la guerra. Bordaba o cosía ropa, a la vez que cuidaba de sus dos sobrinos y los cachorros de perro que tenían por mascotas. En Nachblut, pasar el tiempo era más simple; además, el doncel había encontrado la manera de equilibrar sus deberes en casa con el tiempo que dedicaba a entrenar, en secreto, para convertirse en un soldado.

Todo había cambiado cuando empezó la guerra. Los Ferig atacaron su pueblo y se llevaron las vidas de personas que conocía. Entre ellas, las de su hermano mayor y toda la familia que este había formado.

Keon sacudió la cabeza. No era momento de avivar recuerdos amargos. Si bien vigilar un pasillo vacío no era la mejor actividad del mundo, era una de las cosas que hacía un soldado del rey, y ese era el título que el doncel había anhelado poseer toda su vida. No cambiaría el tedio de ese día por nada del mundo.

Como había dicho el General Dornstrauss, él iba a hacer historia.

Un inesperado ruido sacó a Keon de sus cavilaciones. Alguien se reía. El soldado encontró rápidamente al dueño de la suave voz a mitad del pasillo, observando un retrato. Era un varón; un varón lindo, no mucho mayor que él, de facciones algo delicadas, ojos del color de la miel y cabello dorado. Si no estuviese vistiendo una desgastada túnica, el doncel se habría creído que el pueblerino era en realidad un noble.

— ¿Está todo bien? —preguntó el soldado. El desconocido se sobresaltó. Miró a Keon, alarmado, y trató de contestar algo.

—Esto... yo... estaba observando el retrato.

— ¿Ha venido a ver al rey? —agregó Keon, cordialmente.

— ¡Sí! —respondió el otro, encontrando palabras milagrosamente—. He venido a ver al rey.

—Entones permítame escoltarlo hacia la sala del trono. Los guardias podrán orientarlo para que espere su turno en el lugar correcto.

El doncel se acercó al desconocido con una ligera sonrisa.

— ¡No! —El varón retrocedió un paso—. Yo... he venido a ver al rey, pero ya pasó mi turno.

La sonrisa del soldado se agrandó, deslumbrando al varón que tenía enfrente.

— ¿Está perdido, entonces? ¿Quiere que lo guíe para salir del castillo?

El desconocido asintió con la cabeza. Le sería de gran ayuda que alguien le mostrara la salida.

—Es muy fácil perderse aquí cuando se entra por primera vez —comentó el doncel mientras caminaba, a la izquierda del varón. No le gustaba el silencio.

—Soy testigo de ello —contestó el otro. A pesar de que aquella no fuese la primera vez que se encontraba dentro del castillo, sí era la única que podía recordar.

— ¿Viene de lejos? —continuó el doncel, curioso—. Me parece que casi toda la gente de Hildberg y de Tryuna ha entrado al castillo, al menos, una vez.

—No soy de Tryuna ni de Hildberg, eso seguro.

— ¿Así que no conoce las dos ciudades? —Keon no podía ocultar su entusiasmo. Aquel joven desconocido era la primera persona de fuera del castillo que veía en meses.

—No. He venido de visita unos días, pero me he perdido más de una vez.

El doncel, por un momento, creyó haber encontrado una manera de volver a ver al apuesto varón. Sus ojos se iluminaron, pero no tardó en poner los pies sobre la tierra.

—Desearía poder ayudarle a conocer, al menos, una parte de Tryuna —murmuró, desanimado—, pero la verdad es que yo tampoco conozco muy bien el lugar. Todo el tiempo que he estado aquí, lo he pasado entrenando junto con el resto del ejército. Debemos prepararnos para la guerra.

El varón que caminaba junto a Keon se detuvo. Estaba a unos pasos de la puerta principal del castillo. Alrededor, la gente se movía hacia la sala del trono.

— ¿Habrá otra guerra? —preguntó, más sorprendido que alarmado. Keon asintió con la cabeza.

—Es lo más probable. El conflicto con el bosque parece no estar resuelto. No sé mucho más; mi rango en el ejército no me lo permite.

Con un suspiro, el varón recuperó la compostura. El soldado era la persona más bella y agradable que hubiese conocido en todo su viaje hacia el castillo. Además, sabía algo de lo que pasaba con respecto a la guerra. De su voz podría enterarse de montones de cosas que le interesaba saber.

Si volvía a encontrarse con aquel soldado antes de volver a casa, no iba a ser por casualidad. En caso de que aquello sucediera, intentaría acercarse más él.

Con aquella resolución en mente, el varón suspiró.

—Gracias por haberme ayudado a encontrar la salida —pronunció educadamente. Keon creyó con más fuerza que el varón podría ser un noble.

—No es nada —respondió el doncel—. Ayudar a la gente de Valkar es mi deber como soldado.

El varón se dio media vuelta, listo para irse, pero cambió de opinión al instante. Se volvió una vez más hacia el soldado.

—Por si volvemos a vernos, mi nombre es Alvar —dijo, como si sus palabras fueran una promesa. El doncel sonrió.

—Keon Seidran —respondió, colocando una mano en su pecho. Al pronunciar su propio nombre, sintió como si algo fuera de él estuviese completo.

Lo estaba.

Ambos jóvenes se despidieron con una silenciosa sonrisa. Ninguno de los dos sabía que con esta sellarían un destino que les superaba. La naturaleza era sabia, sin duda.

Elouan suspiró, entre aliviado y satisfecho, tras atestiguar desde el bosque el primer encuentro del varón y el doncel en el castillo. Apartó la mano del árbol que le había ayudado a verlo todo, para volver a sus deberes. Dejaría que el tiempo se encargara de observar el resto de la historia.


Ansgar y Einar desmontaron a sus caballos al llegar al centro de la ciudad. El varón, bajo la excusa de conocer al mejor médico de Tryuna, había logrado persuadir al doncel para atender la petición de su padre. Por ello, ambos soldados hicieron una parada frente a la botica de Alainn.

Einar se acercó al mostrador y revisó el lugar con la mirada. Al fondo, sentada sobre un banco y concentrada en hacer perfectos cortes en una planta, había una chica de cabello negro como la noche, cuyos brillantes ojos azules no tardaron en mirar al soldado rubio. Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro de la chica, mientras dejaba de lado lo que estaba haciendo para correr y asomarse hacia fuera de la botica.

— ¡Einar, no puedo creerlo! —pronunció, dichosa—. Su cabello corto se meció alegremente en el aire.

— ¿Parsifal? ¡Has crecido muchísimo!

Einar estaba en lo cierto. Parsifal era un poco más alta que la última vez que la había visto, y en su rostro se reflejaban rasgos de joven, ajenos a las infantiles facciones que decoraban su carita antes de la guerra.

Lo que más destacaba, empero, era que Parsifal ya no vestía la holgada ropa de varón que solía usar para poder estudiar con Alainn. Si bien, todavía usaba pantalones, ella ya no se esforzaba por esconder su femenina naturaleza. Einar no dijo nada al respecto, pero Parsifal supo que él se había dado cuenta. Jaló el cuello de su blusa para explicarse.

—No tiene mucho tiempo que alguien descubrió que era una chica y lo reveló a la ciudad entera —aclaró, apesadumbrada—. Mis padres estuvieron a punto de obligarme a dejar mis estudios de medicina, pero el maestro Alainn me defendió.

Un instante de comprensivo silencio concluyó la confesión de Parsifal. Poco después, Alainn cruzó la puerta trasera de su botica. Regañó a la chica por haber dejado un par de frascos abiertos, antes de mirar hacia el mostrador y encontrar a Einar frente a este.

—Einar ha vuelto —dijo Parsifal, entusiasmada. Alainn le sonrió al doncel.

—Lo lograste —le dijo, contemplando el uniforme que Einar portaba con la cabeza en alto, además de las tres insignias que adornaban la tela del mismo.

Un pequeño nudo se formó en la garganta del doncel. Aquellas dos palabras habían llegado a su corazón más profundo de lo que era capaz de admitir.

Lo había logrado.

Einar era un guerrero de Valkar. El mejor guerrero de Valkar.

Unos pasos más lejos, Ansgar observaba la escena. La leve sonrisa que decoraba sus finos labios mostraba lo conmovido que estaba por la felicidad de Einar. Parsifal lo vio. Los ojos azules de ambos se conectaron en un instante.

— ¡Maestro! —exclamó ella, saltando de emoción, a la vez que señalaba al soldado de cabello negro—. ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Einar trajo a un soldado bonito! ¿Quién es, Einar? ¡Dinos quién es!

Ansgar, ofuscado por las palabras de Parsifal, se acercó al mostrador lentamente. Einar sonrió.

—Él es el General Ansgar Volksohn —dijo el doncel. Ansgar inclinó la cabeza, saludando—. De no ser por él, yo no habría venido hoy a visitarlos.

—Hijo del General Howard Volksohn, ¿no es así? —inquirió Alainn. Ansgar asintió con la cabeza—. ¿Qué lo trae por aquí, General? No creo que haya venido solamente como escolta del mejor guerrero de Valkar.

—Puede decirme Ansgar —aclaró el varón—. He venido a conocerlos, a usted y a su alumna. Sé de buena fuente que son de los médicos más habilidosos en el reino, y me interesa muchísimo aprender algo de lo que saben. Tener conocimientos de medicina siempre es útil durante la guerra.

A Parsifal le brillaron los ojos.

—Entonces, no tenemos tiempo que perder —dijo, rebosando de alegría. Como un rayo, salió de la botica y se acercó al soldado, lo tomó de un brazo para meterlo a la tienda—. Tengo un libro con montones de cosas que puedes aprender.

La chica no demoró un segundo en sentar a Ansgar sobre el banco que estaba ocupando ella antes. Colocó un libro junto a él y lo abrió en su página favorita.

— ¡Parsifal, mucho cuidado con lo que le dices al Gen... a Ansgar! —exclamó Alainn—. Recuerda que aún no dominas los usos de las últimas plantas del libro.

Einar puso su mano sobre la del boticario para serenarlo. Alainn se volvió hacia el doncel.

— Has venido a ver a tu padre, ¿no es así? —preguntó, severo—. Freya me dijo que te enviaría un mensaje.

El médico señaló la tienda que estaba junto la suya. Sobre esta se mostraba el apellido "Dornstrauss", tallado en madera. El lugar estaba cerrado.

— ¿Es muy grave? —preguntó Einar, refiriéndose a la enfermedad de su padre. En sus palabras había un atisbo de preocupación.

—No, superficialmente —el médico tomó la mano del doncel entre las suyas—. Sin embargo, estaba fatigado la última vez que lo vi. Pasa mucho tiempo en cama y su cuerpo rechaza la comida. Sería bueno que lo visitaras pronto.

Einar asintió con la cabeza. En el fondo, visitar a su familia le aterraba. Al igual que en la guerra, obtuvo valor de donde pudo para poder seguir adelante.

—Creo que debería irme ya —reflexionó. Alainn soltó su mano—. ¡Parsifal! Dejo a Ansgar bajo tu cuidado, pero deberás dejarlo ir antes de la hora de la cena. También necesita hacer una parada en mi casa antes de volver al castillo.

Parsifal le sonrió a Einar. Estaba sosteniendo un par de flores.

—No te preocupes, Einar. Te lo devolveré, lo prometo.

Ansgar afirmó la promesa de Einar con un movimiento de cabeza. Estaba en buenas manos.


La entrada a la casa Dornstrauss no era imponente. Se componía de una puerta forjada en barras de metal, con ornamentos sobrios, coronada por una placa con el escudo de la familia. A sus costados había una cerca que rodeaba el terreno de la cervecera y la residencia Dornstrauss. No obstante, cuando Einar llegó al lugar y detuvo a su caballo frente a la entrada, sintió que estaba frente a una impenetrable fortaleza.

El soldado bajó de su caballo y llamó a los vigilantes de la puerta; estos lo miraron desde lejos con indiferencia antes de reconocerlo. Todos se sorprendieron.

— ¡Joven Dornstrauss! —exclamó uno, mientras abría la puerta del terreno de la familia. Einar saludó educadamente.

—He venido a ver a mi padre —aclaró antes de entrar, disimulando sus nervios.

Alguien se encargó de llevar al corcel al establo, mientras que el guerrero se animaba a caminar por el jardín frontal del terreno. Al final de este podía verse la enorme casa de la familia; del otro lado, la taberna principal y otro par de edificaciones más. Detrás de aquellas construcciones de madera y piedra estaba el resto de la cervecera Dornstrauss: inmensos plantíos de cebada, además de los cuartos donde se preparaba y reservaba la bebida, los establos, los corrales... Einar conocía el terreno como la palma de su mano.

Caminando por el jardín frontal, entre las flores que a pesar de los años seguían creciendo radiantes, Einar encontró a alguien. Se le encogió el corazón cuando esa persona, de largos cabellos rubios sujetos en un par de trenzas, le dirigió una sonrisa que marcó leves arrugas en su rostro. Era Saskia Dornstrauss, la madre de Einar.

La mujer no tardó en echarse a llorar tras recibir a Einar en sus brazos. Entre sollozos, Saskia pidió perdón mil veces por haber enviado al padre de Einar al castillo, para devolverlo a sus labores de doncel. Ella, contemplando de cerca las insignias que portaba su hijo en el uniforme, se sintió culpable; sin embargo, con una mirada gris brillante, un beso en la frente y una sonrisa, Einar logró devolver la paz al corazón de su madre. Todas las cosas por las que Saskia se culpaba pertenecían al pasado; no valía la pena lamentarlas.

Einar entró a la casa de la familia del brazo de su madre, pero ambos tuvieron que separarse al poco tiempo: se esperaba la llegada de Einar desde que Freya envió su mensaje al castillo; la cena de esa noche sería abundante, y Saskia Dornstrauss se aseguraría de que todo saliera perfecto.

El soldado rubio se quedó solo en el recibidor de su propia casa, después de que su madre hubiese corrido a la cocina para encargarse del desastre que había surgido después de que un par de tartas se quedaran olvidadas en el horno. Einar miró a su alrededor; la nostalgia invadió su cuerpo.

Sobre un muro de la sala donde se encontraba había una pintura que antes no estaba ahí. Era un árbol, con ramas negras y doradas que se entrelazaban para volverse una al llegar al tronco. Junto a este, un par de zorros de los mismos colores se perseguían de manera juguetona.

Al igual que Einar, la casa había cambiado. Mientras el soldado intentaba volver a sentirse cómodo en el lugar que lo acogió durante años, un infame desconocido se paró unos pasos detrás de él. Se aclaró la garganta para llamar la atención del doncel. Cuando este se volvió, encontró a un varón de ojos azules que conocía desagradablemente bien.

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