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Lealtad (3)

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Parte C


Jamás lo había pensado, pero tal vez le tenía miedo a las alturas. Peor aún, se había dado cuenta de ello en un mal momento; la situación parecía más aterradora de lo necesario, con bolas de fuego volando sobre la muralla del castillo y criaturas parecidas a sapos trepando por el muro para colarse entre las almenas del castillo.

Lieselotte a duras penas podía concentrarse en su trabajo. Las manos le temblaban ligeramente, por lo que tirar con arco era un martirio; la guerrera sentía que cada flecha que lanzaba, bajo las órdenes de su superior, se quedaría atorada en la saetera a través de la que atacaba, o se desviaría para chocar torpemente con el suelo sin atravesar a un solo enemigo de los que asediaban el castillo de los duques de Neilung esa tarde.

Entre el recién descubierto miedo a las alturas y los irracionales ataques de los Ferig, empero, Lieselotte también notó que su mente se veía apaciguada por la ordenada marcha de los soldados detrás de ella, los comandos de los superiores y el movimiento limpio de todo el ejército. Los ataques a las fortificaciones no eran, en nada, comparables con los asedios a pueblos con habitantes inocentes. Resguardada tras altos y gruesos muros, Lieselotte no tenía que preocuparse por los tormentosos gritos de pueblerinos en apuros.

Cuando comenzó el asedio aquella mañana, todo el castillo se cerró inmediatamente. Aquellos que no pertenecían al ejército se refugiaron en las habitaciones más seguras; el duque, junto con su guardia personal, se encerró en la torre del homenaje al fondo de la fortaleza, y se dejó el espacio completamente libre para que los guerreros de Valkar protegieran a Neilung. Aquello era otro de los puntos que Lieselotte encontraba favorables, al soportar los asedios a una fortaleza: las redadas en los pueblos eran menos efectivas; si se defendía el castillo exitosamente, no tenía sentido que los enemigos tomasen los pueblos cercanos. Era posible proteger a toda la gente cerca del castillo manteniendo en pie solo a este último.

Lieselotte no podía imaginarse qué habría sucedido si su tropa hubiese llegado a Neilung un poco más tarde. Su superior había atendido la llamada de auxilio del duque Neiman Holz tan pronto como pudo; sus guerreros se encontraban cerca de Neilung, y nadie dudó en acudir rápidamente al castillo para ayudar a defenderlo. Después de haber sido atacado por primera vez, hacía casi una semana, la fortaleza —y todo el ducado— corrían peligro. Además, era imposible negarse a una petición de Neiman Holz, aunque fuese un doncel, puesto que su hijo era el rey de Valkar.

Así, la tropa en la que estaba Lieselotte llegó un día antes del segundo ataque a Neilung. Dos grupos más ya estaban en la fortaleza y habían sido ordenados por el duque, quien les explicó a los soldados todo lo que debían saber sobre el asunto. El plan era resistir y mantener a salvo al ducado hasta que se encontrara fuera de peligro. Para tal hazaña, las tres tropas apenas serían suficientes.

Una bola de fuego pasó sobre la cabeza de Lieselotte, después de que ella atacara bajo órdenes de un paladín de la Corona. La chica habría esperado que un asalto así hubiese venido de un humano, pero jamás de un Ferig, dada su característica indiferencia. Poco después de haber dejado a un eulunn sin su peluda montura con una flecha certera, sintió la enorme llama volar encima de ella. La guerrera estaba segura de que aquella sorpresa provenía del Ferig al que había atacado, pues cuando echó un vistazo a través de la saetera, encontró a la criatura del bosque en posición —tras haber lanzado algo, evidentemente— y mirando hacia donde ella estaba. La cuestión se estaba volviendo personal.

La guerrera se dispuso a contraatacar, preparando su arco, pero en ningún momento escuchó a su superior renovar la orden de lanzar más flechas; en cambio, este último hizo retroceder a los arqueros.

Una fila perfecta de soldados preparados para pelear marchó a un lado de Lieselotte. Los primeros en detenerse quitaron las tablas de madera con que se cubrían los huecos de los matacanes y lanzaron rocas a través de ellos, pero los soldados que seguían moviéndose no pudieron defenderse tan fácilmente. Un rúnido que terminó de trepar por la muralla se abalanzó hacia uno de los soldados que aún marchaban.

La criatura pequeña se aferró al brazo derecho del soldado, quien apenas pudo reaccionar para alejar su rostro; tenía las manos ocupadas cargando una de las rocas que lloverían por los matacanes. El guerrero tuvo que soltar su carga para quitarse a la criatura de encima; logró tomar su daga y herirla, para luego arrojarla hacia fuera del castillo, pero otro par de rúnidos saltó sobre la muralla. Uno de ellos hizo tropezar y caer al soldado; el otro se ocupó de encontrar un punto de la armadura que pudiese atravesar con sus filosos dientes.

Al ver al soldado en apuros, Lieselotte avanzó un paso para ayudarlo. Entre ambos jóvenes se deshicieron de los dos rúnidos, y la guerrera le extendió una mano al varón para ayudarlo a levantarse cuando este estuvo a salvo. El soldado se volvió un momento, para arrojar a uno de los Ferig que lo atacaron, muerto, a través de un matacán abierto; cuando buscó con la mirada a quien lo había salvado, aquella persona ya estaba varios pasos más lejos, avanzando junto a su tropa como debía también hacerlo él.


Los Ferig dejaron de atacar solo cuando la lluvia comenzó a ahogar sus mágicas llamaradas y desde los matacanes del castillo comenzaron a caer los cuerpos de las pequeñas criaturas que habían trepado por los muros. Sin embargo, los seres del bosque permanecieron cerca de la entrada trasera de la fortaleza, la cual miraba completamente hacia el bosque y estaba inconvenientemente cerca de él.

Los soldados de Valkar se organizaron para montar guardia desde las torres altas del castillo y, algunos, en los adarves, soportando el inclemente clima.

Gran parte de los guerreros que lucharon por Neilung durante el asedio —y sobrevivieron— fueron enviados a descansar en un gran salón dentro del castillo. En otras salas se encontraban sirvientes y empleados del lugar, o algunos civiles adinerados que encontraron refugio dentro de la fortaleza, temerosos de un ataque por parte de los Ferig en sus pueblos. Los huéspedes en el castillo de los duques de Neilung eran de naturaleza variada.

Entre la comida del ejército —aburrida, aunque capaz de calmar el apetito hasta del más hambriento—, y la que se servía en ducado de Holz —cálida y deliciosa—, no había comparación alguna. Lieselotte procuró disfrutar cada bocado de cada platillo que le era servido durante su estadía en Neilung; los cocineros del castillo se merecían un enorme agradecimiento, y el duque, una reverencia por su acogedora hospitalidad, a pesar de las circunstancias.

Con algo de zozobra, la guerrera bebió el último sorbo de caldo que los sirvientes le entregaron para la cena; había estado exquisito, tanto como el que se preparaba para los soldados en el castillo de los reyes de Valkar, y casi tan bueno como el que ella solía preparar junto a su madre, en Erunar, antes de la guerra. Lieselotte suspiró; hacía mucho que no sabía qué sucedía al oeste del reino. La última noticia que recibió de su madre había venido del General Dornstrauss, quien le dijo que se le había leído la carta que la guerrera tenía para su madre y que los soldados la habían convencido de ser escoltada, junto con otras personas, a un lugar seguro.

Lieselotte esperaba, de todo corazón, que su madre se encontrara a salvo.

La chica esperaba con ansias a que terminara la guerra. Mejor dicho, esperaba ayudar a Valkar a ganarla, para poder volver a ver a su madre pronto, antes de volver a sus responsabilidades de soldado.

Sin embargo, con lo que Lieselotte sabía, ella sentía que la guerra estaba perdiendo su rumbo. Ni Valkar ni los Ferig parecían tener las mismas intenciones que tenían en su lucha, cien años atrás; además, la gente comenzaba a correr demasiado peligro. La guerra se había convertido en un duelo de testarudez.

Tal vez, si ella volvía al castillo e investigaba lo que, según Hennig, había sucedido con Greona Hosti, encontraría una forma de acelerar el fin de la guerra y, quizás, una manera de que Valkar venciera. En el peor de los casos, Lieselotte conseguiría respuestas.

Antes de pensar en planes o impedimentos para aquella búsqueda, empero, alguien abordó a la guerrera y se sentó a uno o dos pasos de ella, en el suelo del salón del castillo. El soldado recién llegado, al notar que tenía la atención de la chica, le alargó un trozo de pan tostado fresco con una cantidad generosa de puré de pera encima. Lieselotte miró el postre con desconfianza, contrariada por la leve sonrisa de quien se lo entregaba.

—Es una muestra de gratitud. Por haberme salvado hace un rato —aclaró el soldado, para que Lieselotte dejara de mirarlo como si le estuviese ofreciendo veneno—. Te debo la vida, pero no creo poder pagar esa deuda. Espero que algo dulce lo compense.

La chica tomó el pan con puré de pera sin bajar la guardia.

—No necesitas agradecer por eso —aclaró ella con firmeza—. No podemos dejar morir a los soldados. Es común salvarles la vida varias veces.

—Me ayudaste —insistió el varón—. No me habría tardado más de un parpadeo en darte las gracias y aun así no dije nada. También me disculpo por ser tan descortés.

Lieselotte asintió con la cabeza, aceptando el agradecimiento y las disculpas que todavía creía innecesarias. Miró con algo de desconfianza el postre de pera que sostenía en una mano, lucía delicioso.

—Soy parte de la guardia del castillo. Hace rato me enviaron junto con otros soldados a hablar con el duque y, como él estaba comiendo, nos obsequió algunos postres que habían preparado los cocineros. Al parecer tenían azúcar de sobra.

Una sonrisa leve se dibujó en los labios de Lieselotte, comprendiendo el tono sarcástico del varón en su última frase. Si era difícil conseguir azúcar en tiempos de paz, en tiempos de guerra era casi imposible. Ni siquiera a un noble como Neiman Holz le sobraba el azúcar.

Para librarse de cualquier sospecha, la guerrera partió con sus manos el crujiente pan que soportaba el dulce de pera, para obtener dos mitades casi iguales. Extendió ambos trozos hacia el soldado, esperando que este tomara el más pequeño.

El varón, en efecto, tomó el trozo más pequeño del postre. No tardó en comer un bocado con deleite. Lieselotte, entonces, también se animó a comer.

—Ser guardia de un castillo tiene sus ventajas —afirmó el varón, sonriendo—. Más aún, cuando en el castillo viven los familiares del rey. Ellos son increíbles. Al duque Neiman le encanta compartir dulces con los soldados y flores con las damas y los donceles.

— ¿Siempre has sido parte de la guardia de este castillo? —preguntó Lieselotte, después de tragar el primer bocado del postre. El soldado asintió, provocando que ella frunciera el ceño—. No debes conocer un campo de batalla, entonces.

—Conocí la guerra hace una semana, cuando los Ferig entraron al castillo y raptaron al duque Randall. Con eso te digo todo.

Lieselotte titubeó. Quería preguntar por el ataque al castillo y lo que había pasado con Randall Holz, el otro duque de Neilung, pero temía ser poco discreta. Desafortunadamente, la expresión de la chica delató su curiosidad. El soldado se acercó a la guerrera un poco, para contarle en voz baja todo lo que sabía.

—Los Ferig atacaron el castillo en la tarde —comenzó el soldado—. No nos dieron tiempo suficiente para montar la guardia entera, y algunos de ellos lograron colarse en el castillo para abrir el portón trasero de la muralla. Los soldados que estaban cerca pelearon contra las criaturas que entraron primero. Eran pocas, pero el duque Randall salió a enfrentarlas junto con sus guardias. Yo me quedé resguardando la entrada al castillo, donde se había quedado el duque Neiman, así que solo pude enterarme de lo que pasaba sin poder hacer mucho. Los Ferig apartaron de su camino a varios soldados e hirieron al duque Randall; se lo llevaron, pasando sobre todos los que se interpusieron para evitarlo. Fue tan rápido que nadie logró creer lo que había sucedido.

La guerrera abrió los ojos como platos, y casi dejó de masticar después de escuchar todo. ¿Por qué los Ferig necesitarían capturar al duque de Neilung?

— ¿Qué crees que le haya pasado al duque Randall? —preguntó ella, preocupada. El varón suspiró antes de hablar, casi en susurros.

—El duque Neiman no pierde la esperanza de que esté vivo y que pueda ser salvado, así que todos los que le servimos pensamos igual, aunque lo más lógico es que el duque Randall esté muerto. Sinceramente, no creo que los Ferig vayan a pedir oro por un rescate. —El soldado comió otro bocado del postre antes de continuar—. Hubieras visto al duque Neiman aquel día. Estaba tan destrozado que todos creímos que el castillo se desmoronaría junto con él.

Por un momento, entre ambos soldados solo se pudo oír el murmullo de la lluvia, afuera, y de las otras personas dentro del salón. Definitivamente, la guerra estaba dejando de ser razonable; aquello a Lieselotte le intrigaba sobremanera.

— ¿Sabes? —preguntó el varón, rompiendo el silencio después de terminar su ración de postre—. Tuve suerte de que me hubiera salvado una chica, hace un rato.

Lieselotte miró al varón, la desconfianza volviendo a ella poco a poco.

— ¿Por qué lo dices? —inquirió, cautelosa.

—Porque fue fácil reconocerte para venirte a agradecer. Si me hubiera salvado un varón, no recordaría su cara y, quizás, ni siquiera me habría molestado en buscarlo, entre todos los que hay ahora en el castillo.

La guerrera arrugó la frente. ¿Cómo se suponía que debía responder a aquello?

—Había escuchado que hace poco los reyes permitieron a mujeres y donceles entrar al ejército de Valkar —agregó el varón—, pero no fue hasta que llegó tu tropa al castillo que comprobé que era cierto. Llegué a pensar que era solo un rumor.

—Yo he atravesado todo Nachblut durante la guerra, y tampoco he visto a ninguna otra mujer en las filas de todos los soldados con los que he luchado —comentó Lieselotte con algo de ironía—. Creo que fui la única que tuvo la loca idea de meterse al ejército en lugar de vivir cómodamente en casa, ocupándome de mi familia —concluyó con acidez.

"Una locura, dice ella", pensó el varón. Estaba algo familiarizado con aquella expresión, si de unirse al ejército se trataba.

—No creo que volverse un guerrero de Valkar y defender a su gente con honor sea una locura —comentó el soldado, a la defensiva. A Lieselotte le sorprendió la respuesta. Cuando el varón notó que, incluso, había alzado la voz y ensanchado el pecho, recobró la calma. Necesitó unos momentos para encontrar una forma de cambiar de tema—. Supongo que debe ser algo triste aquello de ser la única mujer en el ejército de Valkar. No debes haber podido hacer ni una sola amiga, hasta ahora.

Lieselotte hizo un mohín de resignación. Lo que decía el varón tenía algo de verdad: fuera del castillo, la guerrera no tenía amigas. El asedio en Erunar se había llevado a la única con la que contaba.

El soldado se preocupó al ver que la chica bajó la mirada.

—Tal vez no sea una mujer —agregó, para compensar el haber hecho sentir mal a la guerrera—, pero si quieres amistades, puedes contar conmigo.

Lieselotte miró al varón con extrañeza. Este le sonreía con sinceridad. Aún tenía, en la tela de su gambesón, la mancha de la sangre que, seguramente, le había sacado la fuerte mordida de uno de los rúnidos que lo atacaron. La guerrera devolvió la sonrisa.

—Soy Lieselotte —comenzó ella. El soldado se rio.

—Lenn —contestó—. También con ele.


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