Parte P
No tengo idea de cómo Ansgar logró convencerme de asistir a la celebración y enfrentarme a la gente que, como cuando vivía en Tryuna, me veía primero como doncel y luego prestaba atención al resto de mi persona.
Por fortuna, en el momento que entramos al gran salón la fiesta estaba en su apogeo, así que Ansgar y yo pasamos desapercibidos. A pesar de ello, no logré sentirme completamente cómodo; mi acompañante lo notó, y me dijo que podríamos huir a los jardines del castillo si la situación dejaba de ser soportable. Yo me propuse resistir todo lo posible; quería demostrar que, aun siendo un doncel, era un digno guerrero de Valkar, nombrado paladín de la Corona por la princesa misma.
El salón donde tomaba lugar la celebración desbordaba alegría. Había montones de personas disfrutando de la música, la comida y la bebida. Recorrí el lugar con la mirada, observando lo que sucedía en cada rincón del salón. No tardé nada en encontrar a los duques de Neilung, parados en un extremo de la sala; su presencia, a pesar de no robar la atención de todos los invitados, podía sentirse desde lejos. De ellos emanaba una energía que sosegaría a cualquier corazón inquieto.
Randall Holz, el padre varón de Rustam, era idéntico a su hijo, pero la barba que poblaba su mandíbula lo distinguía de él, otorgándole la imagen de gallardía que se complementaba con su ropa y con la larga capa carmesí que portaba sobre sus hombros. Neiman Holz, el padre doncel de mi amigo, posiblemente era la persona más bella del lugar, después de Ansgar; tenía piel sumamente clara, al igual que su cabello, y su vaporosa ropa blanca le sentaba perfectamente. La parte más peculiar del duque consorte de Neilung era que, a diferencia de los demás donceles en el lugar, él estaba usando pantalones.
Randall y Neiman Holz, sujetándose del brazo con profundo cariño, conversaban con Ancel y con Rustam amenamente. Me extrañó no ver a este último con la princesa, pero no tardé en entender por qué: al fondo del salón, siendo el centro de atención debido a un amplio escalón que sobresalía del suelo, la princesa Maia batallaba por concentrarse en escuchar lo que le estaba contando el hijo del duque de Radgar. El rey se encontraba a su lado, observándolos a ratos mientras vigilaba el salón entero disimuladamente. Podría jurar que era capaz de oír cada una de las conversaciones de los invitados.
Al poco rato de haber llegado a la celebración, Rosalinde, la hermana menor de Ansgar, se acercó a nosotros con una sonrisa; me saludó, e inmediatamente tomó a mi acompañante de las manos para llevárselo.
—Papá quiere hablar contigo —dijo ella, tirando de los brazos de su hermano, quien se resistía a caminar.
—Luego hablo con él. También estaremos aquí mañana. —Ansgar me miró, como si pidiera ayuda—. Dile que no puedo ir en este momento. ¿No ves que estoy acompañando a Einar?
—Papá quiere hablar contigo hoy. Einar no se perderá si lo dejas solo durante un momento.
Asentí con la cabeza, para que Ansgar lo viera. Después de lo sucedido en la ceremonia de la mañana, lo mejor era atender cualquier asunto que involucrara a la familia e intentar arreglar las cosas. Esa era, incluso, una de las razones por las que me encontraba en la celebración.
Ansgar cedió. Mientras yo lo seguía con la mirada y le veía llegar con el General Volksohn de las manos de Rosalinde, alguien se acercó a mí y me hizo volverme para hablarle de frente.
—Empiezo a creer que no te servirá de lección lo que pasó en la mañana.
Mi padre se cruzó de brazos. Al mirarlo, por un instante me invadió un miedo más grande que el que imperaba sobre los soldados en el campo de batalla. Al igual que en la guerra, a ese miedo le siguió el coraje.
— ¿Cuál es esa lección? —pregunté tras un incómodo intercambio de miradas testarudas—. ¿Quedarme en casa, obedecer tus órdenes y callar? ¿Pensaste que al delatarme enfrente el rey me arrepentiría de haber venido aquí y ocupar el lugar que tengo ahora?
—Esperaba recordarte, por enésima vez, cuál es tu lugar, Einar.
—He pasado años aquí y le he hecho bien al reino. Creo que merezco decir que mi lugar está en el ejército de Valkar. La princesa lo ha reconocido.
Mi padre suspiró; su mirada, ensombrecida.
—No lo entiendes —me dijo—. Este no puede ser lugar para un doncel. Si ellos pudieran hacer todo lo que hacen los varones, ¿quién se quedaría a cuidar del hogar y de los hijos?
Tal como sucedía en el campo de batalla, sentí una chispa encenderse dentro de mí tras escuchar a mi padre, pero guardé la calma. No quería armar un escándalo, y tampoco quise hablar a gritos; ni mi padre ni yo lo soportaríamos.
— ¿Es eso lo que evita que pienses que hago lo correcto al defender a Valkar en la guerra?
Mi voz, más que molesta, sonaba triste. La excusa que tenía mi padre para tratar de impedir que cumpliera mi sueño era de lo más simple, y también muy poco válida. Las mujeres y los donceles no necesitábamos tener las mismas oportunidades que los varones para dejar de cuidar de la familia, sino porque teníamos que ser capaces de elegir, al igual que ellos.
—Sí, el peligro de que nos quedemos sin alguien que se encargue de la casa es lo que me hace considerar que tu conducta es reprobatoria —contestó mi padre—. El rey Gunnar piensa lo mismo, por eso le preocupa la decisión que ha tomado la princesa. Él está muy disgustado con que te quedaras en el ejército.
Inconscientemente, miré hacia donde se encontraba la familia real, al fondo del gran salón. La princesa seguía platicando con el futuro duque de Radgar, pero el rey nos estaba vigilando.
—Tendrá que guardarse su inconformidad, entonces, pues ya no se puede hacer nada al respecto —añadí con altanería—. Esta vez, la última palabra pertenece a la princesa.
—La princesa ha provocado un escándalo —murmuró mi padre—. Espero que no pase a más, o el rey podrá molestarse con toda nuestra familia. Me dijo que te estaría observando, al primer error que cometas, actuará de inmediato y te enviará conmigo, a casa, esperando que el reino se olvide del revuelo que has causado.
—Procuraré no cometer errores.
Mi padre me miró, enfadado. Sentí mi corazón oprimirse.
—Para la manera en que te molestan mis palabras, me extraña que desees tanto que vuelva a casa —comenté con amargura—. Podría asegurar que todo allá es más tranquilo sin mí.
—Lo es, sin duda. En la cervecera reina la paz desde que no hay donceles problemáticos intentando robarles las tareas a los varones. Fueron tu madre y tu hermana quienes me pidieron que viniera. Están preocupadas por que sigas arriesgando tu vida en la guerra, e insistieron en que debía llevarte de vuelta con ellas. Estaban seguras de que podrían convencerte de volver a tus deberes. Yo se los habría agradecido; ahora no sé qué les voy a decir cuando llegue a casa con las manos vacías.
La añoranza invadió mi corazón al escuchar de Freya y de mi madre. Jamás habría imaginado que, después de todo, ellas seguirían preocupándose por mí.
Quería volver a verlas, pero no podía dejar mi labor en el ejército. Esperé poder visitarlas cuando Valkar hubiese ganado la guerra.
Hubo silencio entre mi padre y yo. Ninguno de los dos teníamos palabras para todo lo que queríamos decirnos. En el fondo, me dolía que él siguiera sin mostrar una pizca de preocupación o afecto por mí, a pesar de haber pasado años sin vernos.
Le pregunté a mi padre por la familia, después de un rato, a lo que él contestó resaltando que, al parecer, no le afectaba mi ausencia. Según lo que escuché, mi hermano Kaj ya había tenido un hijo con Ivar, y mi hermano Kristian había crecido muchísimo. Freya aún no se casaba, y eso preocupaba a mi madre sobremanera, pero a mí no me parecía un grave problema; de acuerdo con las palabras de mi padre, ella se estaba dedicando apasionadamente a manejar la tienda que tenía la familia en el centro de Tryuna.
La cerveza, como siempre, no dejaba de venderse.
Un par de trabajadores, cuyos rostros recordaba haber visto durante años en la cervecera, llamó la atención de mi padre, interrumpiendo nuestra conversación repleta de silencios. Mi padre se fue sin despedirse, pero menos enfadado que antes. Aquello me alegró un poco, a pesar de que no lo volví a ver, siquiera, al final de la celebración.
Ansgar volvió conmigo al poco tiempo, de la mano de su hermana menor.
—Todo tuyo —me dijo ella, antes de regresar a paso rápido para acompañar a la princesa. Mi corazón dio un brinco.
—Sabes que mi padre elige los peores momentos para decir algunas cosas —explicó el soldado de ojos azules, vaticinando lo que yo iba a preguntarle—. Le entusiasma tener a toda la familia junta.
Le sonreí. Estar cerca de Ansgar me daba tanta tranquilidad, que me sorprendí al perderla instantes después. Volví a recorrer el gran salón con la mirada; al hacerlo, vi al General Wieczorek retirándose, posiblemente hacia su habitación. Cuando recordé la amenaza que me dirigió en la mañana, se me revolvió el estómago. No pude apartar la vista de mi superior, alejándose, hasta que lo vi perderse detrás de la entrada del salón.
— ¿Einar, está todo bien? —inquirió Ansgar con preocupación. Seguramente había notado que yo estaba observando al General Wieczorek.
Titubeé.
—Todo... bien.
Agité la cabeza; después, intenté sonreírle a Ansgar. Sus ojos azules me recorrieron de arriba abajo, algo tristes, hasta que él tomó aire y cambió su semblante completamente. Una sonrisa se dibujó en su rostro antes de que tomara mi mano para llevarme hacia una mesa llena de bocadillos.
— ¡Pan con miel! —exclamó tras tomar una pieza y voltear a verme—. En casa siempre lo teníamos para la hora de la cena. Podría apostar que los donceles de la familia tienen la mejor receta de todo el reino.
Él probó un bocado del pan que tomó de la mesa y luego me lo ofreció con ojos brillantes. Estoy seguro de que me sonrojé después de eso, a juzgar por el calor que sentí subir hacia mis mejillas. Por discreción, preferí tomar otra pieza de pan por mi cuenta. En verdad sabía delicioso.
Ansgar, durante horas, hizo todo lo que estuvo en sus manos por entretenerme como si en la celebración estuviéramos lejos de todo problema. Comimos bocadillos, conversamos, nos unimos a uno o dos bailes en grupo... Él sonreía, contagiándome su alegría. Sentí que estaría libre de todo mal, si me quedaba a su lado.
— ¿Qué piensas hacer cuando termine la guerra? —le pregunté después de que cayera la noche y nos sentáramos algo lejos de las personas, en el gran salón. Ansgar suspiró.
—No estoy muy seguro. Definitivamente, ya no pienso desposar a una mujer y continuar con el linaje de mi familia, sin más, pero tampoco me he dado el tiempo de pensar qué quiero hacer cuando los soldados podamos volver, triunfantes, a casa.
—Confías en que Valkar ganará la guerra...
—Teniendo soldados como tú o como Ancel, no podría darme el lujo de creer que no ganaremos.
Sonreí.
— ¿Y tú? —preguntó él—. ¿Tienes planes para cuando termine la guerra?
—No muchos... Pero me gustaría pedirte que estuvieras en ellos, cuando los haga. Aunque fuera solo un tiempo.
Los ojos de Ansgar brillaron como nunca. Fue entonces cuando caí en cuenta de lo que le había dicho. Al parecer, lo dejé sin palabras.
—Oh, Einar... —Ansgar mordió su labio inferior y desvió la mirada. Pude notar el ligero color rosado que cobraron sus mejillas—. Solo evita... Cielos... Mientras prometas volver de la guerra con vida, aceptaré cualquier cosa que me pidas.
Mi corazón dio un vuelco. Las palabras de Ansgar me habrían hecho de lo más feliz si no hubiese recordado las amenazas del General Wieczorek. Entonces, consideré con más seriedad la propuesta que me había hecho después de los nombramientos.
No temía ir a las batallas peligrosas, en absoluto. Sin embargo, con lo que me dijo Ansgar, temí verme orillado a dar mi vida en alguna de esas misiones y dejarlo continuar sin mí.
Al haberle confesado que me gustaría estar a su lado al final de la guerra lo vi tan feliz que no creí tener el corazón para abandonarlo, si llegaba a morir en batalla. Yo había visto, con el Coronel Ziegler, cómo se rompía un soldado cuando perdía a quien amaba. No quise que Ansgar sufriera de ese modo.
En un instante, olvidándome de todo motivo para resistirme y resignándome a soportar un momento desagradable para evitar muchos, esperé a tener una oportunidad para alejarme e ir con el General Wieczorek. La encontré cuando Ansgar afrontó las consecuencias de haber tomado mucha agua durante la tarde y tuvo que dejarme por un momento.
Una oleada de pensamientos inundó mi cabeza mientras me dirigía hacia la habitación del General. Mis piernas temblaban, mientras que mi corazón palpitaba cada vez con más fuerza; me intenté convencer de que la agonía duraría solo un momento, y que luego podría estar a salvo, pero en mi cabeza daban vueltas miles de posibilidades. ¿Por qué tenía que hacer lo que un varón me había pedido, con tal de "pagarle" el favor que decía haberme hecho? ¿Realmente me habría dado a elegir entre pasar una noche con él o no hacerlo?
A pesar de que no paré de caminar, deseé con toda mi fuerza no tener que verme orillado a hacer algo que no quería; tampoco podía cambiar de idea. Como si se hubiera atorado la decisión imprudente en mi cabeza, continué mi camino. Los muros del pasillo se cerraban a mi paso para no dejarme retroceder, mientras que mi mente se debatía entre continuar o arrepentirse, conociendo las consecuencias de esta última opción.
Creyendo que todo pasaría pronto, convenciéndome con argumentos débiles de que estaba haciendo lo correcto, ignoré las voces que, en mi cabeza, me decían que me detuviera. Me engañé a mí mismo, fingiendo que no escucharía más razones para cambiar la decisión que había tomado, así como no escuchaba los pasos que se dirigían raudos hacia mí.
Tocaron mi hombro. Recuperé el dominio de mi cuerpo y de mi mente, que ardieron en rabia al encontrarme a unos pasos de la habitación del General Wieczorek. Cuando me di la vuelta, encontré un par de ojos azules que no fueron capaces de sosegarme.
— ¿Qué estás haciendo? —preguntó Ansgar con angustia.
No lo sabía, así que no contesté.
Quise gritar, entendiendo de pronto el daño que habría causado si él no me hubiese detenido.
—No sabes cuánto odio no poder elegir —pronuncié con acidez. Me invadió una sensación de impotencia, seguida de una inmensa ira.
Sujeté mi cabello, cubrí mi cara con las manos, caminé unos pasos lejos de la habitación del General Wieczorek... Hice lo imposible por recuperar la conciencia. Al volver a dirigir la mirada hacia Ansgar, supe que sería peor dejarme amedrentar por el General y cumplir sus caprichos, que arriesgar la vida en el campo de batalla. No podía traicionar a Ansgar de esa manera. No podía traicionarme a mí de esa manera.
—Salgamos de aquí —ordené, dirigiéndome a paso rápido hacia los jardines del castillo. Ansgar me siguió.
Una vez fuera, respiré hondo, llenando mis pulmones del aire fresco de la noche; el suave murmullo de la fiesta seguía presente incluso lejos del gran salón.
—El General Wieczorek te dijo algo al final de la ceremonia —afirmó Ansgar con discreción—. ¿Te pidió que lo buscaras por la noche?
Asentí con la cabeza, sintiéndome culpable sin saber por qué. Estaba temblando, aunque sabía que me había salvado de un infortunio.
—No te lo dije porque no quería preocuparte.
—Lo entiendo.
—Tampoco soporto que el General Wieczorek piense que le debo algo.
Le conté a Ansgar lo que había sucedido al final de la ceremonia. Él se molestó cuando escuchó las indignantes propuestas que nuestro superior me había hecho.
—Lo voy a matar —murmuró, severo—. Mañana mismo me encargaré de buscar a alguien que pueda hacer algo por ti.
— ¿Crees que sea posible hacer algo? —dudé.
—Si nos quedamos callados, nunca lo sabremos.
❅
Al día siguiente, mientras todos en el castillo descansaban después de la celebración que duró casi toda la noche, Ansgar buscó a su padre para reportar lo que había sucedido con el General Wieczorek. El General Volksohn lo escuchó y dijo que intentaría hacer algo al respecto, y que trataría de hacer ver al rey la clase de persona que tenía como mano derecha.
Durante todo aquel día, tuve la esperanza de que el problema con el General Wieczorek pudiera solucionarse. Puesto que Ancel y Rustam durmieron hasta tarde, yo pasé un largo rato con Ansgar y con Jana, una de sus hermanas. La más pequeña se encontraba cuidando el sueño de la princesa Maia.
Jamás habría imaginado que Jana adorara tanto vernos a Ansgar y a mí juntos.
Dos días después de la celebración y los nombramientos, por la mañana, Ansgar me despertó presionando mi hombro derecho con una mano. La noche anterior, Ancel le había cedido su cama para irse a dormir con Rustam, así que el soldado de ojos azules y yo terminamos compartiendo cuarto.
—Arriba —dijo mi compañero de habitación, con la brillante sonrisa de siempre, esperando de pie a que me desperezara.
Lo miré de reojo, abrumado por la luz que iluminaba el lugar. Ansgar había abierto los postigos de la ventana.
—Todavía no es hora —repliqué—. Sé muy bien cuándo debo despertarme.
Él se rio, me despojó de la manta con que me cubría y tomó mi mano, obligándome a salir de la cama durísima y prepararme para reunirnos con los demás soldados en el comedor.
El desayuno, contrario a lo que me hubiese gustado, se pasó volando. Todos los guerreros volvimos a nuestras habitaciones para guardar nuestras cosas y prepararnos para partir de nuevo a la guerra.
Antes de dejar el dormitorio, Ansgar habló conmigo. Se notaba molesto.
—Vi a mi padre hace un rato —comenzó—. Habló con el rey de tu problema con el General Wieczorek. El rey se negó a hacer algo para detenerlo; utilizó el mismo argumento de que no puede perder buenos soldados mientras siga la guerra.
Exhalé ruidosamente, reflejando la impotencia que sentí al enterarme de esa negativa. En el fondo, sabía que aquello ocurriría.
—A pesar de que tenía esperanzas de que sucediera algo bueno, sabía que recibiríamos una respuesta como la del rey Gunnar —pronuncié en voz baja.
—No debería ser así —añadió Ansgar—. Es muy posible que otros soldados también estén pasando por algo parecido; es horrible que el rey se sacuda las manos y no responda.
Suspiré.
—Solo espero que el General Wieczorek no tome represalias en contra de nadie. No soportaría causar más problemas.
—Los problemas que hay justo ahora no son culpa tuya, y más le vale al General Wieczorek no hacer nada que te perjudique. Si a mí me enfurece que salga bien librado de esto, no imagino cómo debes sentirte tú, Einar. Quisiera que no tuvieras que pasar por tanto.
—A lo largo de mi vida he aprendido a soportar algunas cosas de las que sufren los donceles —admití con desgano—, aunque estoy comenzando a cansarme.
—No podemos dejar que el problema con el General Wieczorek termine aquí —concluyó Ansgar, decidido—. Haré todo lo que esté en mis manos por convencer a mi padre de seguir ayudándote. Tal vez persuadir al rey sea algo difícil, pero su puesto en el ejército podría servirle para impedir que el General Wieczorek haga algo en tu contra por no haberlo visitado aquella noche.
—No sabes cuánto lo agradezco —declaré.
Una de las razones por las que amaba tanto a Ansgar, era que sabía que su lealtad sería duradera. Él estaba dispuesto a apoyarme cuando lo necesitara. En momentos como ese, cuando perdía la esperanza y me dejaba caer, él estaba ahí para salvarme de tocar el suelo.
Agradecí la cálida sonrisa que él me dirigió al finalizar una de nuestras últimas conversaciones antes de volver a la guerra; aquella calidez fue suficiente para devolverme el coraje que tanta falta me había hecho esos últimos días. Mi visita al castillo esa vez habría sido toda una desventura, de no ser porque Ansgar había estado ahí para ayudarme a hacerla más llevadera.
Después de suaves palabras, un largo abrazo y un beso de despedida, Ansgar y yo nos dirigimos hacia nuestra última parada antes de dejar el castillo.
Recibiríamos una nueva armadura.
Ancel y Rustam también se encontraban en el salón donde los herreros acompañaban al rey Gunnar y a la princesa Maia, quienes llamaban a cada paladín de la Corona para que recibiera la nueva pieza de armamento, con el escudo de Valkar en el pecho y el de la familia en el hombro izquierdo.
Recibí mi armadura con orgullo, de manos de la princesa. Una vez más, sus ojos me dijeron que debía confiar en que todo estaría bien.
Al salir del castillo, portando la nueva armadura, todos los paladines de la Corona ordenaron a sus hombres y los prepararon para partir. No obstante, cuando yo me acerqué al grupo de soldados que me habían acompañado desde Jartav, me encontré con un alboroto.
—Exigimos hablar con el General Wieczorek —dijo alguien, saliendo de su fila junto con otros tres varones—. Nos negamos a seguir a Einar Dornstrauss hacia el campo de batalla.
—El General Wieczorek no puede atenderlos. Hacer un cambio en las filas del ejército, justo ahora, supondrá un retraso que no podemos permitirnos —respondió el General Volksohn. Por suerte, él había llegado a tranquilizar a mis soldados mientras yo no estaba.
— ¡No podemos permitir que un doncel vaya al frente de tantos varones —pronunció otra persona, reduciendo el número de soldados que había en la fila.
—El capitán Dornstrauss los ha dirigido durante buena parte de la guerra sin problema alguno. No puedo solicitar que transfieran a algunos soldados en este momento. Deberán quejarse bajo sus órdenes si la razón por la que piden cambiar de líder no tiene que ver con el desempeño de su superior. La situación no está para permitirse un cambio en una parte del ejército.
— ¡Un varón que se respeta no puede dejar que un doncel le dé órdenes!
El General Volksohn me miró de reojo, puso una mano sobre mi hombro y dio un paso atrás para que yo me encargara de poner orden en mi grupo. Ya había pasado por algo parecido una vez.
— ¡Soldados, escuchen al General Volksohn! —intervine firmemente—. Valkar está en guerra. Si una parte de su ejército se debilita ahora, el reino entero pagará las consecuencias. No busco que simpaticen conmigo, ahora que saben que soy un doncel, sino que defiendan el territorio de Su Majestad, el rey Gunnar, de los Ferig que seguramente deben estar matando inocentes en algún lugar de la frontera con el bosque. El reino los necesita unidos; después de la guerra podrán alejarse de mí si así lo desean, pero en este momento es nuestro deber proteger todos juntos a Valkar, y eso es lo que vamos a hacer. ¡A sus filas!
Los soldados que habían dejado sus formaciones volvieron a ellas a regañadientes, mirándome como muchos lo habían hecho ya desde que vivía en Tryuna. Agradecí al General Volksohn su intento por mantener a raya a los varones y, en voz baja, la disposición que había tenido para ayudarme con el asunto del General Wieczorek.
—No hay nada que agradecer, Einar. Haré lo que esté en mis manos por la persona que ocupa el corazón de Ansgar; quiero ver feliz a mi hijo.
El General Volksohn no me permitió responderle; se fue mientras yo intentaba pensar en otra cosa para evitar que el rubor poblara mis mejillas. Un soldado se acercó desde un costado de la formación y me entregó mi caballo.
—No todos los soldados desconfiamos de usted, capitán —me dijo en voz baja antes de formarse en su fila.
A pesar de aquella aclaración, el camino a Jartav con soldados renuentes a oír las órdenes de un doncel fue de lo más tenso.
Waldemar me recibió cuando llegué con los demás soldados a la frontera con el bosque. Ahí, la guerra continuaba, y estaba siendo más difícil que nunca.
La noticia de lo que había pasado en el castillo no tardó en esparcirse por toda la compañía que luchaba en primera línea contra los seres del bosque. Tras unos días, tuve un grupo de soldados dividido, y para evitar conflictos me vi obligado a enviar a algunos de los hombres más tozudos con Ramund y con Waldemar, a defender otros lugares en Jartav. Las filas que yo dirigía ya no se movían como antes, y eso nos hizo perder poco a poco el terreno que habíamos ganado antes de que se me nombrara paladín de la Corona.
Todo empeoró cuando recibí una orden del General Wieczorek, por carta. En un lugar cercano a la frontera con un reino vecino, al sureste de Valkar, los Ferig tenían sitiado a un pueblo y liquidaban a todos los soldados que acudían al lugar a ofrecer ayuda. Mis soldados y yo teníamos que ir a deshacernos de tantas criaturas del bosque como nos fuese posible, sin derecho a retirarnos.
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