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La Historia de Einar, Parte V: El mejor guerrero de Valkar


Parte L


El rítmico sonido de los caballos que cabalgaban hacia Versta me abrumaba.

¿Con qué corazón me había atrevido a dejar atrás al Coronel Ziegler y a los demás hombres? Ni siquiera pude llevar a algunos heridos más hacia el pueblo; les dije mentiras y les di falsas esperanzas. El campamento sería arrasado por los Ferig y todos los soldados que quedaron ahí sufrirían hasta la muerte. El Coronel Ziegler junto con ellos.

Secando lágrimas que no sentí brotar de mis ojos, con una mezcla de pena y frustración que me impedía respirar, me acerqué a Versta con los otros siete hombres detrás de mí. Las personas de la parte más cercana al bosque se encontraban caminando de un lado a otro y conversando tranquilamente, viviendo los últimos instantes de paz en todo el invierno. Algunos incluso sonrieron al vernos y nos ofrecieron una bebida caliente. Declinamos su oferta tratando de lucir serenos.

Ramund, Waldemar y otros dos soldados a caballo se encontraron con nosotros. Estaban por volver al campamento después de llevar a los heridos a Versta. Nos miraron desconcertados.

—Qué fortuna haberlos encontrado antes de que se alejaran del pueblo —pronuncié, aliviado—. Es momento de poner a salvo a la gente. Ayuden a los pueblerinos a salir de sus casas y llévenlos a la residencia del señor de Versta o a los lugares cercanos a ella. Sean gentiles y procuren no alarmarlos; todos deben estar en un lugar seguro lo más pronto posible. Corran la voz con la misma orden si encuentran soldados en el camino.

Le entregué a Ramund parte de la carga de provisiones y objetos que llevaba conmigo para poder moverme con mayor facilidad.

— ¿Qué hay del campamento, capitán? —inquirió, preocupado.

—Los Ferig han salido del bosque —contesté—. Quienes siguen allá los están conteniendo, pero el pueblo todavía corre peligro.

— ¿El Coronel Ziegler está con ellos? —preguntó Waldemar, mirándome con desesperación.

Asentí con la cabeza. Nos quedamos en silencio por un doloroso instante.

—No tenemos mucho tiempo —añadí—. Pongan a salvo a la gente. ¡Andando!


Cuando empezó el movimiento, todos los habitantes del pueblo parecieron ser capaces de guardar la calma, pero conforme se corrió la voz, las personas comenzaron a entrar en pánico. Fue difícil para todos tomar sus cosas más importantes y abandonar sus hogares; además, el amargo recuerdo de la vez que los Ferig invadieron el pueblo tiempo atrás seguía en las mentes de cada pueblerino, haciendo crecer su angustia.

Seguía nevando. Apenas habíamos vaciado las primeras calles a las afueras de Versta cuando, de pronto, junto con los copos de nieve que tocaban el suelo delicadamente también cayeron flechas, anunciando la horrenda presencia de los seres del bosque.

La gente que seguía ahí gritó y empezó a correr, a pesar de los intentos de los soldados por calmarlos; cuando llovieron flechas por segunda vez, estalló un alboroto.

En ese momento, además de pueblerinos aterrados, teníamos heridos recientes y algunos muertos en el suelo. A la tercera oleada de flechas, que se llevó las vidas de otros cuantos pueblerinos y un soldado, las calles se convirtieron en un río de personas consumidas por el terror. Los gritos aumentaron, se escuchaban peticiones de socorro, pisadas de la gente, llantos de niños perdidos y, a lo lejos, el andar de las criaturas del bosque.

— ¡Quienes puedan hacerlo, lleven consigo a los heridos y váyanse de aquí tan pronto como sea posible! —exclamé—. ¡La gente es prioridad, no lo olviden!

Como si de un milagro se tratara, pronto llegaron más soldados a caballo para ayudarnos a contener a los Ferig que llegaban desde el bosque. Waldemar se encontraba al frente de todos ellos. Llevaban escudos y armas.

—Hay más guerreros cerrándoles el paso a los Ferig que rodearon la ciudad —dijo Waldemar cuando estuvo cerca de mí—. Con eso, esperamos evitar que le hagan daño a la gente hasta que estén todos fuera de peligro, capitán.

Aquellos soldados nos cubrieron de la cuarta lluvia de flechas, apresurando a las personas para que se alejaran del lugar con presteza. No obstante, entre más gente se juntaba en las calles, más difícil era avanzar.

Los Ferig lograron alcanzarnos antes de que todos estuvieran a salvo; atacaron con fiereza, entraron a las casas buscando fuego y, tras unos momentos, los techos de algunas viviendas comenzaron a arder en llamas. Se escucharon más gritos en el momento que los seres del bosque, la mayoría de los que parecían humanos, se abalanzaron contra la barrera que habían formado unos cuantos soldados alrededor de los pueblerinos.

— ¡No se detengan! —exclamé hacia la gente—. No paren de moverse hasta llegar a la casa del señor de Versta. Ahí estarán a salvo.

Mientras trataba de unirme a la barrera que evitaba el paso de los Ferig, dejé con un soldado el resto de provisiones que mi caballo seguía cargando para que las llevara al refugio.

Yo no tenía puesta mi armadura, pero tampoco me permitiría quedarme sin hacer nada. Tomé una lanza que alguien me ofreció y me formé como pude entre los demás guerreros para intentar contener a las criaturas el bosque en tanto la gente se ponía a salvo. Perdí el aliento cuando un Ferig logró colarse entre nosotros y atacó a las personas, lastimando a dos o tres antes de que los soldados pudiésemos atraparlo.

Hay momentos que, a pesar de que se desearía fuesen eternos, terminan en un instante. En cambio, los más difíciles duran una eternidad. Así, el tiempo que estuvimos deteniendo el avance de los Ferig me pareció infinito. Los soldados retrocedíamos a la par que las calles quedaban vacías y la gente corría despavorida para ponerse a salvo. Las flechas se cobraron más vidas, las filas de guerreros se debilitaron poco a poco, además de que en el suelo yacían cuerpos inertes o personas en agonía mientras el fuego se contagiaba como una plaga por los tejados de cada casa, ahogado en la humedad de la nieve que seguía cayendo en calma.

En cierto momento, un dolor punzante recorrió todo mi pecho. Los Ferig llevaban las armas que habían tomado de nosotros en batallas anteriores y arremetían contra nosotros ferozmente. No tuve tiempo para quejarme, pero supe que estaba herido cuando vi rasgado el gambesón de mi uniforme y parte de mi piel tenía manchas de sangre.

Presionando para hacernos retroceder, los Ferig terminaron por reducirnos a una barrera inmóvil alrededor el lugar donde habíamos concentrado a los habitantes del pueblo. Los seres del bosque y los guerreros de Valkar quedamos frente a frente, agotados, con una chispa de furia que se extinguió junto con el fuego de las casas a lo lejos.

Atardeció en un vomitivo tono de gris; dejó de nevar, pero el frío no cesó. La barrera de soldados se asentó en tensa calma mientras que los Ferig ocupaban el lugar con indiferencia.

Cayó la noche sin que yo me moviera de mi lugar, observando a los Ferig, pendiente de cada uno de sus movimientos; recordé la vez que sucedió lo mismo en Frizgal, cuando aún peleaba bajo las órdenes del General Volksohn. Las criaturas del bosque encendieron fogatas, colocaron mantas y comieron al mismo tiempo que, de nuestro lado, los pueblerinos asustados se cobijaban en la oscuridad y los soldados se dejaban caer, rendidos, dentro de la barrera de humanos agotados.

Di un respingo cuando Ramund llamó mi atención.

—Capitán —me habló mi compañero—, por favor, entre a una de las tiendas que hemos podido montar y deje que traten su herida.

Negué con la cabeza, incapaz de articular palabra. Buscaba con la vista al humano de túnica blanca y capa color verde oscuro, pero solo encontré criaturas con forma de humanos o sapos. Extrañamente, no había más de dos foathers en toda el área que abarcaba mi vista.

—Capitán, su herida se agravará si no la cierran ahora. Por favor, vaya con los pocos médicos que tenemos y deje que le curen como es debido —suplicó Ramund con voz temblorosa.

—No puedo irme de aquí —contesté—. Los Ferig nos tienen rodeados.

Mi compañero suspiró.

—Yo también los vi rodearnos poco a poco, capitán. Estuve conteniéndolos en la parte contraria a la frontera con el bosque. Era cierto lo que escuché sobre la presencia de Ferig alrededor de todo el pueblo...

—Es por esa habilidad para infiltrarse en el reino que necesito vigilar que las criaturas no se muevan. Justo ahora, estamos a su merced.

—Me quedaré en su lugar mientras vuelve, entonces —insistió—. Cuando hayan tratado su herida, podrá volver a hacer guardia, si es que así lo quiere. Solo pida a un médico que lo asista y le coloque, al menos, una venda.

Miré a Ramund. Se encontraba verdaderamente preocupado por mí; incluso me ayudó a bajar del caballo y preguntó si podía caminar. Afortunadamente, todavía era capaz de moverme.


Apenas logré soportar el tiempo suficiente para que me vendasen y volverme a cubrir con ropa limpia. Regresé a hacer guardia en la barrera, con los Ferig frente a mí ignorándome soberanamente.

La noche, tan fría que el dolor de mi reciente herida pareció desvanecerse, cubrió en su oscuridad la silueta del humano traidor que con tanta avidez estuve buscando desde que me alejé del campamento en la frontera con el bosque. Lo pude ver solo cuando se acercó lo suficiente gracias a la luz de nuestras lámparas.

Necesité toda mi fuerza de voluntad para evitar abalanzarme contra él y crear un alboroto. Él se sentó sobre la nieve, frente a mí, invitándome a hacer lo mismo con una detestable sonrisa. A mi alrededor, todo pareció desvanecerse.

Era de noche, por lo que me habló en voz baja.

—Volvemos a vernos —pronunció en el idioma de Valkar con perfecto acento—. La marca que dejó tu espada en mi brazo seguramente se quedará ahí de por vida.

Lo miré con indiferencia. El humano hablaba con mucha calma, pero sus oraciones estaban cargadas de veneno.

—Tienes suerte de que no te dejé sin un brazo —respondí con odio en cada palabra.

Él se rio.

—No puedo decir lo mismo de tu superior. Verlo pelear hoy me llegó a dar algo de lástima.

— ¡Imbécil!

—Sería una mentira si te dijera que no luchó con furia hasta el último momento —agregó con sorna, haciéndome hervir la sangre—. Buena parte de los eulunn en mi grupo casi pierde la cabeza por su espada. Es increíble lo que un humano puede hacer cuando deja de preocuparse por la muerte; aquel humano de armadura reluciente realmente merece honores por la manera en que nos contuvo. Lástima que no vaya a vivir nadie que pueda hacerlo...

— ¡Cierra la boca!

El traidor sonrió de nuevo. Su presencia, cuando no estaba asesinando inocentes, era hipnotizante.

—Ríndete —continuó, con más calma y menos ironía—. Déjanos tomar este pueblo por lo que resta de la guerra; lo cuidaremos y le daremos comida a la gente hasta que el castillo del rey de Valkar esté en nuestras manos.

— ¿Dejarles el pueblo? Me convertiría en un traidor, al igual que tú. Eso nunca.

—No hay peor traidor que el rey de Valkar que hizo dormir al bosque. —Levantó la barbilla—. Sin embargo, creo que sería una pérdida de tiempo intentar hacerte entenderlo.

El humano se cubrió con su capa, haciéndose un ovillo y desapareciendo mágicamente la nieve bajo la que estaba sentado. Barrió el terreno con la vista, para luego volver a hablarme con voz débil. De su boca salió una nube blanca de vapor.

—Ni tú ni yo estamos en las mejores condiciones, soldado... Tú debes cuidar de todos tus humanos, y para nosotros será algo difícil mantenerlos a raya teniendo tan pocos foathers. No he podido agradecerles por negarse a hibernar para ayudarnos a recuperar lo que nos pertenece —comentó en voz baja. Se escuchaba preocupado por sus criaturas.

—Entonces vuelvan todos a su bosque y dejen a Valkar en paz —añadí severamente.

El traidor, en apariencia, más joven que yo, me miró como si le hubiera ofendido, aunque lucía levemente somnoliento. Negó con la cabeza.

—Mientras el castillo siga teniendo dentro a los espurios descendientes del rey Folke, nosotros no dejaremos a Valkar en paz. Este lugar nos pertenece; tu reino debe saberlo y pagar por sus errores.

La voz del humano traidor se desvaneció de a poco. Al terminar su perorata, se colocó el gorro de la capa y terminó de envolverse en ella, mostrando que no seguiría discutiendo conmigo.

Yo no soportaba tenerlo tan cerca y no poder cortarle la cabeza. Tuve que conformarme con verlo caer dormido como si nada al borde de la tensa barrera que rodeaba a los pueblerinos y a los servidores del rey de Valkar.


Un sitio consiste en esperar a ver quién resiste más tiempo. Al inicio, yo todavía tenía la esperanza de que llegara la ayuda del General Wieczorek, pero con el tiempo aquella posibilidad empezó a desvanecerse.

Del reducido espacio que ocupábamos en el pueblo, las familias más vulnerables se encontraban resguardadas en la residencia del señor de Versta, quien estaba algo molesto porque, según él, habíamos permitido que asediaran el pueblo. En cierto momento, incluso exigió que le permitiéramos guardar las provisiones y racionar la comida, pero mi desconfianza me hizo negarme.

Las familias que estaban menos afectadas fueron distribuidas en las pocas casas que había dentro de nuestro sitio. Los soldados, naturalmente, montamos guardia por turnos para vigilar a los Ferig. Algunos de nosotros supervisábamos que los pueblerinos estuviesen tan bien como fuese posible; yo me di a la tarea de hablar con ellos al menos una vez al día. Mi deber era cuidarlos; el Coronel Ziegler me lo había dicho firmemente cuando nos despedimos.

Él estaba en lo correcto cuando dijo que yo no tenía idea de lo que era tener sitiado a un pueblo.

Después de una semana, el frío hizo enfermar a varios pueblerinos, en su mayoría niños y ancianos. Hicimos lo que estuvo en nuestras manos para curarlos, pero las medicinas se terminaron pronto, a pesar de que cedí los medicamentos que aún tenía gracias a Alainn.

A las tres semanas después del ataque de los Ferig en Versta, buena parte de las personas se había contagiado de un fuerte resfriado que el frío intenso del invierno solo se encargó de empeorar.

Días antes de que se cumpliera un mes desde el asedio, comenzaron las muertes.

Algunas de las personas más lastimadas —soldados heridos y pueblerinos alcanzados por las flechas durante el asedio—, muchas de ellas con heridas infectadas, fueron las primeras en irse. Les siguieron los enfermos graves cuyo resfriado empeoró con el tiempo.

El peso de aquellas muertes se hizo sentir cuando no tuvimos un lugar para darles sepultura a quienes habían fallecido. Para evitar problemas de salud más graves, me vi orillado a hacer lo que se acostumbraba al final de las batallas: quemar los cuerpos.

Me imagino el espectáculo que debimos haber montado para los Ferig, que observaron desde su indiferente barrera la columna de humo por la que montones de personas lloraron a gritos.

Mi deber era proteger a las personas. El Coronel Ziegler lo dijo. Sin embargo, mantener a salvo a todos fue más difícil de lo que creí.

Cuando la comida que teníamos empezó a ver su fin, ya había perdido la cuenta del tiempo que habíamos pasado a merced de los seres del bosque. Los soldados, ante aquella situación, cedimos parte de nuestro alimento para que pudieran comer los niños, contentándonos con pequeñas porciones de pan duro y algunos tubérculos con brotes, que era lo que más abundaba entre nuestras escasas provisiones. Si nuestra comida del día no había sido suficiente, algunos guerreros calmábamos el hambre con puñados de nieve.

Temiendo no poder resistir más, comimos carne de caballo en cierto momento. Más de una vez los soldados tuvimos que lidiar con el señor de Versta para que dejara de pedir raciones adicionales de comida bajo la amenaza de sacar a los refugiados de su casa.

Mientras tanto, los Ferig nos observaban fríamente desde su barrera, alimentándose de frutos sacados de la nada y resguardándose al calor del fuego que pasaban entre sus manos. El humano traidor estaba con ellos. En alguna ocasión me insistió nuevamente para que me rindiera, pero volví a negarme.

Con el paso de los días, posiblemente a causa de la falta de comida y gracias al frío cruel, yo también enfermé. Ramund y Waldemar, que estaban casi tan mal como yo, me convencieron de descansar por un día, junto a ellos.

Para ese momento, estaba seguro de que la ayuda del General Wieczorek no llegaría nunca. Estábamos solos, en manos de los seres del bosque. Hacia el final del invierno, posiblemente Versta desaparecería del mapa.

A cada respiro que daba, sentado en una sala junto con los demás enfermos y con una manta ligera que apenas alcanzaba para cubrirme, mi cuerpo dejaba ir lo poco que me quedaba de esperanza.

Para consolarme, de las pocas pertenencias que había guardado todo ese tiempo, tomé la primera carta que recibí de Ansgar cuando llegué a Jartav. Jamás volví a leer nuevas palabras suyas desde que los Ferig nos cortaron la comunicación con el resto del reino, hacía semanas, o incluso meses. Ansgar me había asegurado que sus cartas me encontrarían siempre que siguiésemos con vida. Si aquella promesa no se había cumplido, solo significaba una cosa: alguno de los dos ya no vivía. Lo más seguro, pensé, era que fuese yo quien había dejado solo a Ansgar.

Acorralado, consideré seriamente la opción de rendirnos y hacer feliz al humano que luchaba del lado de los Ferig. Al menos así garantizaría la seguridad de los pueblerinos que quedaban y dejaría de ver las vidas de todos desvanecerse poco a poco. Por los habitantes de Valkar, me convencí, estaba dispuesto a cargar con el peso de la traición que cometería al dejar a Versta en manos de los seres del bosque.

Alguien tocó mi hombro para que le mirase, evitando que resolviera hacer algo imperdonable. Junto a mí estaba una mujer que me observaba con ojos brillantes, como si en ella todavía hubiese esperanza.

—Capitán —dijo en voz baja con nerviosismo—... Necesitamos hablar con usted y con algunos soldados más. Queremos ayudarlos a liberar al pueblo.


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