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La Historia de Einar, Parte V: El mejor guerrero de Valkar

Parte C


El cielo se oscureció demasiado pronto. Llovía, por lo que no era posible encender antorchas para alumbrar el campo de batalla; la poca luz que teníamos provenía de algunas lámparas del campamento. El suelo estaba resbaladizo y el lodo se tragaba los pies de todo soldado que pasara sobre él.

Las criaturas pequeñas que parecían sapos, a diferencia de nosotros, corrían evitando los charcos y sujetándose al suelo con sus garras para avanzar como si este no estuviera mojado. El Coronel Ziegler, reservando a todos los hombres que pudo, envió una pequeña unidad de infantería armada con lanzas y dagas a forma de contraataque, pero los soldados parecían no ser suficientes, a pesar de que detenían el avance de los Ferig. Las filas se mantuvieron largas tanto tiempo como fue posible, custodiando el paso hacia el campamento y hacia las aldeas de Jartav.

La formación que mantuvo el Coronel Ziegler cambió cuando, desde lo profundo del bosque, aparecieron luces rojas que parecían flamear como una antorcha. Se movían en pares.

De pronto, se escuchó un rugido.

Oí las órdenes que se daban a lo lejos a los arqueros que se encontraban en los extremos de nuestras filas y luego vi cómo se apagaban algunos pares de luces un momento después de recibir golpes secos, seguramente de flechas. Estas apagaron unas cuantas luces más antes de que estuvieran demasiado cerca. En ese momento, el Coronel dio órdenes a sus hombres y preparó una gruesa unidad de caballería, con los demás soldados detrás formados en grupos menos largos que al inicio, pero con más filas. Avanzamos hacia las luces, y estas hicieron lo mismo.

La caballería logró detener a casi todas las llamas rojas, pero las que lograron colarse entre aquellas filas llegaron hacia la infantería. Volaron flechas en nuestra dirección desordenadamente, sin que los escudos fueran suficientes para bloquearlas todas. Entonces, las luces se acercaron a nosotros lo suficiente como para que pudiera notar que eran los ojos de los Ferig del tamaño de un caballo, y que estos llevaban en su lomo a los arqueros que debilitaban las filas.

Los arqueros del Coronel Ziegler, en cambio, mantenían a raya a nuestros enemigos, conservando la ventaja: la caballería disminuía notablemente el número de luces, los pocos Ferig parecidos a nosotros que atacaban a pie eran alcanzados por las flechas y las criaturas más pequeñas dejaron de ser una molestia al poco tiempo de acercarse a las primeras filas de soldados, renovadas continuamente pasando hacia atrás a los que estaban heridos o cansados y manteniendo el frente con hombres dispuestos para pelear.

Entonces, la caballería avanzó de más.

Los animales relincharon y desde lejos se escucharon las exclamaciones de los soldados. Se habían atascado en el lodo, seguramente. Los Ferig más grandes, con sus ojos en llamas, se dirigieron a nosotros en mayor número para romper nuestras filas. Cuando fue mi turno de pelear, la criatura que se nos acercó empujó a varios soldados fuera de su camino, haciendo volar, incluso, a uno de ellos, y el Ferig que iba sobre este acabó con un par de hombres antes de que lográramos detenerlo a punta de lanza.

Inesperadamente, antes de que pudiésemos atacar, el Ferig que montaba a la criatura de ojos brillantes apartó a los soldados frente a él con un movimiento de su mano, sin tocarlos. Estos cayeron al lodo y los oí toser, como si hubieran tragado agua. Sin pensarlo dos veces, arrojé mi lanza contra el jinete, que cayó al suelo, pero el otro Ferig me golpeó con una de sus patas en ese mismo instante.

Tardé unos segundos en reunir fuerzas para ponerme de pie sin resbalar por el lodo. Los varones que peleaban junto conmigo debilitaron a la criatura y, cuando logré incorporarme, eliminamos a esta última y a otros Ferig más que se acercaron a pie antes de que reemplazaran nuestra fila.

La batalla duró casi toda la noche. El batallón del Coronel Ziegler ganó por muy poco y los Ferig se retiraron sin dejar rastro, salvo por los cadáveres de sus compañeros.

Cansados, volvimos al campamento para reorganizarnos después de apartar del campo de batalla a los cuerpos de los caídos.

—No se perdieron muchos hombres, pero hay algunos heridos, para terminar de llenar las tiendas al fondo del campamento —oí decir al Coronel con disgusto, conversando con nuestro capitán—. Gracias a su cargamento de armas, aún hay lanzas y flechas suficientes. ¿Cuántos caballos nos quedan, capitán?

—Solo murieron dos. Se lastimaron al caer en el lodo y sus jinetes no tuvieron opción.

—Maravilloso. No quiero volverme a quedar sin recursos aquí, con lo difícil que es conseguirlos para cualquier lugar en Nachblut. Dígale a sus hombres que descansen y recuperen tanta energía como puedan, van a necesitarla.


La batalla siguiente sucedió dos noches después, y posiblemente fue peor que la anterior; no estaba lloviendo, pero había nubes y el suelo seguía húmedo. El Coronel procuró alumbrar cuanto pudo del campo de batalla y encendió antorchas por todas partes para procurar que sus arqueros no tirasen a ciegas.

El fuego fue nuestro aliado tanto como fue nuestro enemigo aquella noche.

Los Ferig fueron contenidos por las antorchas, asegurando que ninguno saliera de nuestro alcance. La caballería, comandada por el Coronel Ziegler, volvió a hacerle frente a las criaturas de ojos rojos de la misma manera que en la batalla anterior, pero cuando los Ferig que iban a pie se acercaron al fuego, lo tomaron en sus manos como si fuera un trozo de tela y este se movió junto con ellos, haciendo lo que se le pedía.

Uno de aquellos Ferig que manipulaban el fuego pasó cerca de mí e hizo lo imposible por alcanzarme con las llamas que sostenía en su mano y se enredaban en uno de sus brazos. Lo escuché quejarse tras atacarme durante unos segundos, sin éxito; desesperado, lanzó la llama hacia mí y esta rozó mi armadura y mi cabello, pero no me hizo daño.

Al verse desarmado, mi oponente se abalanzó contra mí y trató de golpearme. Detuve su brazo con una mano antes de que me tocara y el Ferig se quejó; su piel se sentía extremadamente caliente, pero me obligué a no soltarlo hasta verlo derrotado en el suelo.

Todo el tiempo en el que mi fila estuvo activa me mantuve cerca de una antorcha y utilicé la habilidad de los Ferig a mi favor. Todos los que pasaban por el fuego lo tomaban en sus manos y me atacaban con furia, pero de manera caótica. Era sencillo evadirlos durante el tiempo suficiente como para que las mismas llamas los lastimasen. Algunos soldados me vieron pelear e imitaron mis movimientos.

Cuando la batalla terminó y los Ferig se retiraron, las partes más secas del suelo brillaban con pequeñas brasas. Los cadáveres de algunos Ferig y otros pocos soldados ardían entre el lodo, expulsando un hedor que hizo que se me revolviera el estómago.

Una vez en el campamento, mientras uno de los soldados que pelearon cerca de mí buscaba agua junto conmigo, pasamos cerca de la tienda del Coronel Ziegler; pudimos oírlo conversar con alguien.

—Los caballos con los que llegó usted, capitán... Todos siguen sin un rasguño, ¿lo ha notado?

—En efecto.

— ¿Cuál sería la mejor cosa que se podría hacer, sabiendo que se pierden hombres en cada batalla, pero solo dos caballos han muerto, y ninguno a manos del enemigo, además de que casi todos los jinetes están ilesos? —preguntó el Coronel con suspicacia.

—Utilizar a la caballería como nuestro fuerte, Señor.

—Exacto.

— ¿Y en cuanto al fuego, Señor?

—Fue un gran error llevar antorchas al campo de batalla. Si peleamos de noche, lo haremos a la luz de las pocas lámparas que tenemos. No creo que esas bestias puedan sacar el fuego de ahí.

—Coronel, ¿acaso no los vio usar el fuego? Lo tomaban entre sus manos como...

—Por supuesto que los vi, capitán. Tal parece que los Ferig tienen muchos trucos extraños, pero mientras sigan siendo asquerosamente desordenados y no tengan más muestras de su magia qué ofrecernos, seremos capaces de detenerlos.

— ¿Y si no es así?

—Tendré que volver a rogarle a Wieczorek para que me envíe más hombres y le diré que se vaya acostumbrando a la idea de que ha perdido a su querido Jartav en esta guerra. —Suspiró—. Los Ferig parecen estar aprendiendo nuestros movimientos. Si llegaran a manejarse como un ejército, estamos condenados. Por eso tenemos que evitar que sigan viéndonos pelear y hay que eliminarlos tan pronto como sea posible, ¿entendido?

—Sí, Señor.

—Si las bestias no salen del bosque mañana, pondrá a entrenar a sus hombres y yo haré lo mismo con el resto. Puede irse, capitán.


El plan que oí formular al Coronel Ziegler se arruinó con las siguientes dos batallas.

En la primera, que afortunadamente sucedió de día, los Ferig volvieron a atacar como las veces anteriores: aparecieron las criaturas de ojos rojos, avanzaron lejos del bosque y el Coronel movilizó a su unidad de caballería para contraatacar, creyendo que los caballos le servirían de protección. No obstante, en el momento que los oponentes del bosque se acercaron a la caballería, los Ferig más pequeños corrieron hacia los soldados a caballo y saltaron sobre estos para atacar a sus jinetes, haciendo caer a muchos de ellos. Las flechas de nuestro lado, entonces, volaron hacia nuestros enemigos y cayeron sobre ellos, dejando indispuestos a menos de los que habría sido conveniente y permitiendo que los enemigos pasaran las líneas de las primeras unidades del Coronel Ziegler.

Los Ferig más grandes, la mayoría con un jinete sobre ellos, llegaron a las filas de la infantería y arrasaron con los que estaban al frente. Los Ferig que montaban a las criaturas peludas llevaban armas para atacarnos. La ausencia de fuego no nos otorgó ninguna ventaja.

Cuando mi fila se movió hacia el frente, los soldados que estaban cerca de los Ferig les amenazaron con lanzas para detenerlos mientras los demás, todos juntos, atacábamos a la criatura más grande. Su jinete, empero, mató a algunos soldados y debilitó al grupo lo suficiente como para volver a moverse. Los hombres que quedaron volvieron a rodear a los enemigos y, antes de que sucediera otra vez lo de antes, arrojé mi lanza hacia el jinete para dejarlo fuera de la batalla.

Me acerqué hacia donde el Ferig de ojos rojos seguía resistiéndose a los soldados para poder ayudarles a acabar con este. Tardamos en debilitarlo, pero no murió ningún otro hombre de aquella fila.

Al acercarse otro Ferig más, de los grandes, hablé en voz alta para que mis compañeros me escucharan, confiando en que los Ferig no me entenderían.

—Procuren eliminar primero al jinete, después nos ocupamos del otro.

Sin demora, otra lanza voló hacia el Ferig que montaba a la criatura más grande y lo lastimó, sin tirarlo. Para lograr hacer esto último hizo falta una lanza más, que fue arrojada por un soldado que estaba junto a mí y quien, después, me miró como si esperase una orden.

Los soldados rodeamos a la criatura peluda y la atacamos, pero era demasiado resistente. Tuvimos que enfrentarnos a una tercera criatura para poder identificar un posible punto débil. Detrás de sus orejas, entre su melena, la piel era muy blanda y, si algo la atravesaba, el Ferig caía al instante. Aquel descubrimiento nos permitió acabar con todos los enemigos de ojos rojos que se nos acercaron.


Durante la siguiente batalla me encontré en la primera fila al costado izquierdo del campo. Los Ferig más pequeños volvieron a atacar a la caballería y se acercaron a los arqueros. El Coronel envió unidades de infantería para protegerlos, por lo que las filas de soldados al centro del campo adelgazaron. Si no nos ocupábamos pronto de los Ferig más grandes, las filas se romperían y estos llegarían al campamento.

Cuando los primeros Ferig se acercaron a nosotros, repetí lo que les había dicho a mis compañeros la vez anterior: debíamos procurar deshacernos primero de los Ferig que parecían personas y luego de los otros.

Volví a tirar al primer jinete con mi lanza y, cuando la otra criatura se acercó, me moví lo más rápido que pude para hundir mi espada en la parte superior de su cuello. Tal y como sucedió con los últimos Ferig de la batalla anterior, este cayó de inmediato.

—Las criaturas mueren rápidamente si se les atraviesa la piel en esta parte —exclamé para que mis compañeros pudieran oírme, señalando el lugar donde había hecho la herida—. Con precaución, hasta una sola persona puede con ellas.

Bajo aquella premisa, la fila en donde yo estaba eliminó a varios enemigos fácilmente. Después, sucedió algo increíble: posiblemente aconsejados por los soldados con los que había luchado en la batalla anterior, todas las unidades de infantería se defendieron de los Ferig de la misma manera en que mi grupo lo había hecho. Aquellos movimientos nos llevaron a ganar la batalla.

—Soldado, ¿cuál es tu nombre? —Escuché la voz del Coronel Ziegler a mis espaldas mientras yo conversaba con uno de los varones que había conocido en el campamento.

Me volví para poder hablar con mi superior frente a frente, disimulando lo extrañado que estaba por su repentino interés en mi nombre.

—Einar Dornstrauss, Señor.

—Algunos hombres dicen que fuiste tú quien propuso la manera efectiva de pelear contra los Ferig hace un rato. ¿Es cierto eso?

—Solamente compartí lo que había aprendido en batallas anteriores, Señor, pero es cierto.

El Coronel alzó una ceja con escepticismo, observándome.

—Te veo en mi tienda después de la hora de la comida, Dornstrauss. Sé puntual.

—Sí, Señor.

Cuando el Coronel se fue, el soldado con el que platicaba antes estaba atónito.

— ¿Qué crees que quiera decirte? —preguntó con asombro y curiosidad, pero también un profundo miedo.

—No lo sé —respondí—. Espero que no sea nada malo.


Pedí permiso para entrar a la tienda de campaña del Coronel Ziegler, quien me hizo pasar sin demora. Era un lugar bastante amplio, bien iluminado a la luz del sol. Había dentro un escritorio sencillo repleto de libros y papeles ordenados minuciosamente. También había armas adentro, arcos, flechas, hachas y espadas; un escudo estaba recargado sobre uno de los soportes de la tienda. Una lámpara colgaba del techo; el lugar para dormir estaba bien acomodado y, evidentemente, era mejor que el de los demás soldados; en uno de los extremos de la tienda había una mesa pequeña y un plato vacío sobre esta.

El Coronel me esperaba de pie, con las manos detrás de su espalda.

— ¿Cuál dices que es tu nombre, soldado? —preguntó.

—Me llamo Einar Dornstrauss, Señor.

—Dornstrauss... me suena familiar —reflexionó, entrecerrando los ojos—. De cualquier modo, no te traje aquí para hablar de tu apellido.

El Coronel paseó por la tienda con lentitud, dando vueltas mientras hablaba.

—En la batalla de esta mañana, los Ferig atacaron a la caballería y se permitieron pasar por aquellas líneas para llegar hacia los otros soldados. Pude observar, desde la vez anterior, que había partes de mi infantería que se movían más estratégicamente que las demás. Hoy noté la efectividad de sus movimientos pues, a pesar de no haber sido ordenados por el capitán May o por mí, nos llevaron a ganar las batallas. Pregunté a mis hombres por qué habían elegido luchar contra el enemigo de aquella forma y sus respuestas me llevaron a ti, Dornstrauss. Pregunto una vez más, entonces, ¿fuiste tú quien les dio órdenes a los soldados sobre cómo atacar a aquellas bestias enormes?

—Más que órdenes, yo diría que fueron recomendaciones, Señor.

—Pero, repito, ¿fuiste tú quien las dio?

—Sí, Señor.

El Coronel dejó de caminar para poder observarme con curiosidad disfrazada de indiferencia.

—Gracias a aquellas "recomendaciones", como tú les dices, las vidas de varios hombres se salvaron y ellos podrán pelear en una batalla más. Sé que te parecerá sorprendente, pero a la gente no le gusta morir —dijo con ironía—. Hasta hace poco, en cada encuentro con los Ferig morían decenas de hombres, por lo que debes saber cuán significativas fueron tus acciones para remediarlo. En esta situación, Dornstrauss, no podría hacer menos que reconocerte. Tu diligencia y tus habilidades serán muy útiles en esta guerra; te estaré observando.

—Gracias, Coronel.

Hice ademán de darme vuelta para poder irme cuando el Coronel me detuvo.

—Una pregunta más, Dornstrauss...

— ¿Sí, Señor?

—Antes de venir a Jartav, ¿en dónde estuviste peleando y bajo el mando de quién?

—Estuve en Frizgal, bajo el mando del General Howard Volksohn.

Una sonrisa burlesca se dibujó en el rostro del Coronel.

— ¿Sabes andar a caballo? —preguntó en tono retador.

—Sí, Señor —respondí, extrañado—. Todos los que estuvimos en la escuela de la guardia real sabemos hacerlo aunque, por mi parte, aprendí desde mucho antes.

—Estuviste en la escuela de la guardia real... —repitió, como si con eso se enterara de muchas cosas—. Si mañana, que es lo más posible, los Ferig no atacan, te quiero ver después del desayuno en la zona de entrenamiento de los arqueros, Dornstrauss. Sé puntual. Puedes irte.

Incapaz de decir algo, asentí con la cabeza y di media vuelta para regresar a mi tienda. Afuera, algunos soldados me miraron con curiosidad.

En el camino, decidí escribir una carta para Ansgar en la que le contara lo que había pasado en esos días. No sabía muy bien cómo explicarle todo, pero haría lo posible por no omitir ningún detalle.

Poco antes de entrar a mi tienda, uno de los soldados que conocía se me acercó.

—Einar, ¿ya te enteraste? Al fin llegó la correspondencia al campamento; hay cartas provenientes de todo el reino y vi tu nombre anotado en la lista de los que habían recibido una. Deberías ir.

Mi corazón dio un brinco. Esperanzado, acudí hacia la tienda donde se encontraba el soldado que tenía las cartas. El lugar era un bullicio, pero cuando logré pasar y tuve el papel en mis manos, quise saltar de gozo. Era una carta de Ansgar.


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