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La Historia de Einar, Parte IV: Un soldado excepcional

Parte J


Desde que llegamos a la posada en Frizgal, Hennig subía diario a nuestra habitación para hablar con nosotros y atendernos. Él cuidaba nuestras heridas, nos ayudaba a limpiarlas y a cambiar las vendas.

La familiaridad con la que nos trataba y la cantidad de tiempo que solía pasar junto a nosotros hizo dudar a Rustam, a quien le estaba tomando algo más de tiempo llevarse bien con el doncel.

Un día, mientras Hennig hablaba con nosotros y terminaba de vendar uno de mis brazos, mi amigo hizo una pregunta que, a pesar de que estaba formulada con consideración, aún expresaba ligero descontento por parte suya.

—Hennig, nos complace mucho que acudas a ayudarnos y a conversar todos los días. Ha sido de gran ayuda para que no entremos en desesperación al estar aquí pero, ¿no te han dicho nada al verte pasar con nosotros varias horas? No creo que sea bueno que dejes de lado tus deberes por estar con nosotros, y lo lamentaría mucho si venir a hablar con Einar y conmigo te llegase a causar problemas.

Hennig sonrió.

—Oh, no hay ningún problema. Mi tarea principal, desde que llegaron aquí, es atenderlos —respondió en tono alegre—. Además, mi padre es el posadero, lo que hago aquí no es realmente un empleo, sino una ayuda para él. Es cierto que a veces suelo quedarme con algo de dinero por lo que hago en la posada, pero sé que no es intención de mis padres el darme un trabajo, sino evitar que vaya a pasear por el pueblo causando alboroto y hablando de historia. Dicen que, si llegase a decir alguna cosa a la persona equivocada, podría meterme en muchos problemas.

El doncel, habiendo vendado mi brazo, se levantó de donde estaba sentado y dio una vuelta sobre sí mismo, como si estuviera bailando.

—Además, me agrada pasar el tiempo con ustedes; me permiten hablar libremente de lo que me apasiona, y eso es difícil que suceda. —Hizo una pausa, todavía moviéndose sutilmente de un lado a otro—. Lo que me gusta de estar en la posada es que he llegado a conocer a mucha gente interesante: aquí llegan mercaderes, pueblerinos y viajeros con miles de cosas que contar, y a mí me encanta escucharlos a pesar de que no siempre me escuchen a mí. En todo caso, parece que a mis padres les escandaliza menos el que me la pase oyendo las historias de los huéspedes a que busque compañía en todo viajero bien parecido que se atraviese en mi camino, así que me dejan atender a algunas personas cuando están seguros de que únicamente voy a inundarlas de preguntas.

Lo último que dijo Hennig hizo que este se detuviera de pronto, como si hubiese notado que había hablado de más. Rustam lo miró con intriga.

— ¿Compañía? —preguntó mi amigo, a pesar de saber a qué se refería el doncel.

—No solo los varones disfrutan de vivir amoríos fugaces —se defendió Hennig—. A algunos donceles también nos apasiona encontrar a alguien para querer aunque sea por un solo día, pero la gente no lo ve bien, al contrario de como sucede con los varones. —Guardó silencio un momento—. No sería capaz de hacer algo así con un soldado, si eso es lo que les preocupa... Lamento haber hablado de más.

Noté que Hennig comenzaba a sentirse mal porque encogió su cuerpo y sujetó sus brazos con nerviosismo. Yo sabía lo que se sentía pensar que se había dicho más de lo necesario, y no pude evitar sentir empatía por él.

— ¿Por qué con los soldados es diferente? —cuestionó Rustam, tratando de aligerar la situación. Se había dado cuenta de que había sido muy descortés con Hennig.

—Los soldados, a diferencia de otros viajeros, siempre tienen a alguien que los espera en alguna parte —contestó el doncel, recobrando la confianza—. Su corazón ya le pertenece a otra persona, y no es justo despreciar el vínculo que tienen con ella; tal vez la única razón por la que soportan la crueldad de una batalla es para volver a ver a alguien especial. El amor es lo que mantiene vivos a los soldados, ¿me equivoco?

Mi corazón pareció detenerse por un instante.

—Ansgar también dice eso —murmuré, recordando a mi amigo con añoranza.

Pensé en cómo me sonreía cada que hablaba conmigo, la voz con la que mantenía mi atención en él, sus ojos azules...

— ¿Quién es Ansgar? —preguntó Hennig sin notar que yo divagaba.

Rustam se adelantó a responder.

—Es la persona que espera a Einar...

—Es un amigo nuestro —interrumpí antes de que Rustam dijera algo que yo no quería escuchar—. Ahora mismo debe estar venciendo en la batalla de hoy en Sorum.

—Es un amigo nuestro, pero se nota que hay algo entre él y Einar. Las cosas en el ejército nunca fueron tan emocionantes antes de que ellos dos se conocieran.

— ¡Oh! Amor de varones, ¡qué maravilla! —exclamó el doncel con emoción.

Hennig y Rustam se rieron con fuerza mientras yo desviaba la mirada y sentía cómo mis mejillas se llenaban de calor. Rogué por que los otros dos no se dieran cuenta; seguir siendo un soldado dependía de que escondiera mi naturaleza de doncel, y admitir que sentía algo por Ansgar cuando todos creían que yo era un varón era un problema que no sabía cómo resolver, y que era mejor no buscar.

—Ansgar es un amigo nuestro y ya —intervine tratando de disimular lo ofuscado que estaba—. Hablé de él porque él también dice que el amor es lo que mantiene vivo a un soldado, no porque hubiese algo entre nosotros, Rustam. Sabes bien que entre varones no...

—Lo sé, Einar, lo sé —interrumpió mi amigo, sin parar de reír—. Es divertido verlos ofuscarse cada que hablamos sobre ustedes, pero nos consta que no es en serio. Solo permítenos imaginar...

—"Permítenos" me suena a multitud —reclamé.

—Rustam habla de él y de mí —intervino Hennig entre risas—. ¿Verdad?

—Exactamente, Hennig —concordó Rustam—. Con "permítenos", claramente no estoy incluyendo a las demás personas que los conocen porque evidentemente nadie más imaginaría nunca que suceda algo entre dos de los mejores nuevos soldados del ejército del rey Gunnar. Mucho menos si van juntos a todas partes y no dejan de sonreírse cuando están cerca.

Respiré profundo tras escuchar lo último que dijo Rustam, cubriendo mi rostro con las manos y mordiendo mi labio inferior para no sonreír.

Ansgar era hermoso. Era difícil evitar pensar en él.

Esperé una eternidad a que las risas de Hennig y de Rustam cesaran.

El doncel, suspirando para recuperar el aliento, continuó con la conversación mostrando curiosidad.

— ¿Qué me dices de ti, Rustam? ¿A ti en dónde te esperan?

—En el castillo del rey Gunnar —contestó en voz baja, sonriendo.

—Y... ¿Se puede saber quién te espera en el castillo del rey de Valkar?

—La princesa.

Hennig estuvo a punto de gritar de la emoción. Su mirada se iluminó.

— ¿Cómo la conociste? ¿El rey sabe lo que pasa entre ustedes? ¿Ha dicho algo al respecto?

—Cuando visité el castillo por primera vez, yo tenía 5 o 6 años —relató mi amigo sin dejar de sonreír—. La reina me presentó con la princesa y, al conocerla, supe que era la niña más linda que jamás hubiera visto. Jugamos juntos ese día y nos volvimos amigos desde entonces. Estuve para ella hasta en los peores momentos; cuando falleció la reina, fui el único que pudo consolarla... Con el tiempo cambió lo que sentía por ella y, cuando menos me di cuenta, me había enamorado. El rey me permitió cortejar a la princesa si me volvía un soldado. Por eso estoy aquí.

—Así que estoy hablando con el futuro rey de Valkar, ¿eh? —comentó Hennig con suspicacia.

—No lo dudes —respondí con seguridad. Rustam desvió la mirada, como si se sintiera halagado al ver que lo aprobábamos como futuro rey.

El doncel pareció querer decir algo más cuando, desde el otro lado de la puerta, alguien lo llamó. Tuvo que irse de inmediato.


Lo que inocentemente creí que sería cuestión de semanas se prolongó hasta durar meses: el General Volksohn enviaba mensajes frecuentemente, y en todos ellos decía que aguardáramos en Frizgal hasta nuevo aviso, pues las batallas en Sorum podrían alargarse. La espera comenzó a parecerme interminable; nuestras heridas sanaron antes de que se nos llamara, yo pude mover mis brazos libremente y Rustam volvió a caminar en el tiempo que estuvimos lejos del campo de batalla.

Mi amigo y yo, para pasar el rato cuando pudimos salir de la posada sin dificultades físicas, empezamos a ir a la biblioteca de Frizgal por las tardes; leíamos algunos libros para averiguar más acerca de lo que nos había dicho Hennig sobre el rey Folke y, antes de la hora de la cena, volvíamos a la posada comentando lo que habíamos encontrado.

A pesar de que nuestra investigación nos hubiese parecido exhaustiva, no encontramos mucha información relevante en casi ningún libro. La mayoría contaba lo que había sucedido de la misma manera en la que lo habíamos aprendido en la escuela de la guardia real. Sin embargo, logramos encontrar un libro que hablaba de la pronta coronación y el apresurado matrimonio del rey Folke y la reina Kaysa. Lo poco que logramos leer le daba la razón a Hennig, así que mi amigo y yo acordamos investigar en cada lugar que visitáramos en Valkar para dejar las cosas claras.


Otra manera de pasar el tiempo en Frizgal, siendo que nuestra estadía ahí parecía una eternidad, fue seguir entrenando. Rustam y yo, con ayuda de Hennig, encontramos el lugar perfecto para ejercitarnos y evitar quedarnos atrás cuando volviéramos a las batallas: estaba cerca de la posada, y parecía haber sido abandonado desde hace mucho, por lo descuidado que se veía el suelo. Parecía haber sido un huerto, pero no quedaba más que hierba crecida.


Una tarde, tras un corto entrenamiento, Rustam me convenció de dar un paseo por el centro de Frizgal. No conocíamos el pueblo, y esa era una oportunidad que debíamos aprovechar.

No obstante, la verdadera razón por la cual Rustam había insistido tanto en conocer la aldea fue porque él estaba buscando un lugar en específico: mi amigo quería conseguir un obsequio para la princesa.

Después de varias tiendas y recorridos a ciegas por las calles de Frizgal, Rustam encontró lo que estaba buscando.

Entramos a una pequeña tienda un poco alejada del centro del pueblo. Era algo oscura por dentro y la construcción parecía ser antiquísima; había macetas con flores y ramas secas decorando las paredes cubiertas de un tapiz desgastado; el techo estaba demasiado alto. A un lado de la tienda estaban colocadas varias repisas, unas con ropa, sombreros y bolsos diminutos, otras con figuras de animales hechas con tela. Al fondo de la tienda estaba una mujer de cabello blanco y piel arrugada cosiendo un vestido del tamaño de su mano; nos saludó con una voz tan dulce como un vaso de leche con miel.

—Buen día, caballeros, ¿hay algo que deseen?

Rustam fue el primero en contestar al saludo, con una frase que pareció haber pensado desde mucho antes de que llegáramos.

—Deseo comprar una muñeca. Una princesa soñó una vez con tener una amiga.

La viejecita sonrió, mostrando los pocos dientes que le quedaban y, sin preguntar nada más, se dirigió hacia una de las repisas, tomó un vestido y regresó a donde estaba, afirmando que tenía justo lo que Rustam estaba buscando.

—No desesperes, piensa en ti todos los días —murmuró al aire mientras tomaba cosas de unos cajones al fondo de la tienda.

La mujer no demoró mucho para tener lista una muñeca con vestido de encaje, ojos de botón y cabello de lana adornado con flores de papel. Se la dio a Rustam a cambio de monedas y una semilla que no supe de dónde sacó.

—Entrega esta muñeca como si entregaras tu corazón —concluyó la viejecita con una sonrisa —. Que tengan buen día, caballeros.

Rustam y yo nos despedimos y salimos de la tienda; él parecía muy emocionado, pero yo estaba saliendo de un letargo, como si hubiese despertado de un sueño.

—No me mires así, Einar —replicó al ver que yo no dejaba de observar la muñeca que estaba sosteniendo—. Maia... La princesa Maia y yo leímos una vez un cuento que habla sobre este lugar; a ella siempre le han maravillado las muñecas que aparecen en los dibujos, pero nunca creyó que realmente existieran. Desde que supe que vendríamos a Frizgal me propuse buscar la tienda y comprar algo para ella.

Permanecí en silencio. Me parecía extraño que, habiendo pasado por montones de joyerías, florerías y librerías, Rustam hubiese elegido vagar por la aldea buscando una tienda de muñecas que había conocido en un cuento.

Cuando aún estaba en Tryuna, Ivar me solía obsequiar flores o adornos para el cabello que, en ese momento, me hacían sentir el doncel más feliz del mundo. Jamás se me había pasado por la cabeza que una muñeca rellena de semillas y paja fuera un buen regalo para alguien amado. Mucho menos para una princesa.

—Los objetos no siempre son el mejor obsequio —agregó Rustam—. Cuando lo son, es porque significan algo para ti y para la persona a la que se los entregarás. La princesa Maia puede pedir joyas y telas costosas a quien sea, pero no cualquiera se atrevería a buscar una tienda que aparece en su cuento preferido.

—Será muy feliz al verte llegar al castillo y entregarle la muñeca, ¿cierto? —reflexioné.

—Es lo que quiero pensar. Cuando quieras regalarle algo a alguien que amas, mejor que sea significativo —concluyó, empezando a caminar para regresar a la posada.

Después de un momento de silencio, sonrió con malicia

—En tu caso va a ser difícil encontrar algo para darle a esa persona. Ansgar no es muy apegado a las cosas materiales.

—Rustam, no...

—Un buen regalo para él sería dejarlo ganar en un duelo —interrumpió, conteniendo la risa—. Caería rendido en tus brazos si le dices que has perdido porque fue mejor que tú.

— ¡Cierra la boca!

Rustam soltó una carcajada y se echó a correr después de decir lo último. No pude evitar perseguirlo con la intención de arrancarle la cabeza. No paramos de correr hasta llegar a la posada.


Hennig se acercó a la mesa donde Rustam y yo estábamos comiendo, tomó una silla y se sentó junto a nosotros con una sonrisa enorme.

— ¡No saben lo feliz que estoy! —exclamó—. Hace rato llegó un grupo de profesores a la posada; se quedarán unos días aquí, en Frizgal, y luego emprenderán su camino hacia Neilung. ¡Van a atravesar Valkar de sur a norte! ¿Pueden creerlo?

— ¿Por qué se dirigen a Neilung? —pregunté.

—En Neilung está la mejor escuela de Valkar —respondió Rustam con seguridad—. Todos los consejeros del rey Gunnar y los de los duques de Radgar y Maciora han salido de ahí. Leen mucho y aprenden de historia, política y leyes.

—Hablé con el grupo de profesores cuando llegó —dijo Hennig sin dejar de sonar entusiasmado—. Son cuatro varones muy respetuosos. Nuestra conversación fue maravillosa, parece que les agrado, incluso me regalaron algo.

El chico puso sobre la mesa un libro delgado lleno de listas y mapas. Pasó las páginas con cuidado y no dejó de sonreír.

—Espero poder aprender todo lo que pueda de ellos antes de que se vayan, sería un desperdicio si no lo hiciera.

Rustam se acercó a ver el libro que Hennig tenía, mostrándose alegre por sus nuevos amigos. Con el tiempo, mi amigo empezó a tratar al doncel con más confianza.

—Llénalos de preguntas, Hennig —comentó—. Es una oportunidad que no debes de dejar pasar. Si dices que son profesores, deben ser de los mejores.

— ¡Lo sé! —gritó el chico—. Bajarán a cenar dentro de poco, ese será mi momento.

Ni bien terminó de hablar cuando el grupo del que estaba hablando llegó al comedor. El doncel se despidió de nosotros inmediatamente y corrió hacia ellos para sentarse a conversar.


En el transcurso de la primera semana que el grupo de profesores estuvo en la posada, Hennig no dejó de hablar de ellos. Por las mañanas nos contaba a Rustam y a mí lo que había aprendido el día anterior, pues sus nuevos amigos solían hablar con él después de que cayera la tarde, desde la cena hasta entrada la noche.

De todo lo que Hennig nos contaba, había mucho que yo no lograba entender o que me aburría por completo; Rustam, en cambio, siempre se mostraba interesado en lo que el doncel decía.

El entusiasmo con el que hablaba el chico me hacía recordar el tiempo en el que, para mí, ser un soldado de Valkar aún era solo un sueño.


A juzgar por la forma en que los varones que Hennig conoció hablaban con él y notando cuán emocionado estaba el doncel por pasar el tiempo con ellos, pronto pude notar algo:

Hennig quería acompañarlos e irse a Neilung.


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