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La Historia de Einar, Parte IV: Un soldado excepcional

Parte F


El día empezó sin movimiento. Los Ferig durmieron frente a nosotros y no se formaron hasta bien entrada la mañana. Era como si quisieran desesperarnos, atacando con fuerza unos días y otros apenas defendiéndose; estaban jugando con nosotros como si pudiesen controlarnos.

Esto hizo enfurecer al General Volksohn, quien decidió atacar primero ese día.

Al estar en nuestras filas, Ansgar se paró entre Ancel y yo, mostrándose más enérgico que los días anteriores. Antes de empezar a movernos, me dedicó una enorme sonrisa.

La batalla comenzó, tomando a los Ferig por sorpresa. Estos trataron de defenderse tanto como pudieron, pero el ejército del General Volksohn logró avanzar bastante.

Ansgar peleaba con la destreza de siempre, pero se notaba un tanto más motivado que antes. En cierto momento, mientras yo lo vigilaba, nuestras miradas se cruzaron; él se volteó inmediatamente después de darse cuenta.


Los Ferig se ocultaron en el bosque demasiado pronto, así que el General nos permitió descansar el resto del día, asegurando que no volverían a salir hasta la mañana siguiente o incluso después.

Rompimos formaciones y nos dirigimos hacia el campamento. Ancel caminó junto con Ansgar y yo, pero hacía recorridos más largos, dando vueltas o saltando, como si jugara.

—Voy a ver a Rustam, ¿quieren ir? —Preguntó con ojos brillantes.


Una vez frente a la tienda donde se encontraba nuestro amigo, Ancel se detuvo y sonrió.

— ¡Toc, toc! —llamó con entusiasmo, esperando ansiosamente una respuesta.

—Si es Ancel quien se encuentra fuera de mi tienda, alguien debería decirle que no se preocupe por mí. Un par de heridas leves no va a matarme —respondió Rustam desde dentro, entre risas—. Sería mejor que durmiera un rato o tratara de comer algo para que no se desplome en el campo de batalla.

Ancel se metió tras escuchar eso, dejándonos pasar después de él.

—Aún no está lista la comida —replicó el pelirrojo—. Además, no tengo sueño e hice que estos dos vinieran a verte, deberías agradecerme —se defendió, refiriéndose a Ansgar y a mí.

Rustam se encontraba sentado sobre el lugar donde dormía. Tenía una venda algo manchada de rojo en su pierna izquierda y otra rodeando parte de su torso, pero se veía alegre, como si no sintiera dolor.

—Ancel piensa que voy a morir y por eso me cuida de más —se quejó nuestro amigo con una sonrisa—. Era evidente que, tarde o temprano, saldríamos heridos aunque no fuese de gravedad. Estamos en guerra y somos soldados, después de todo.

Rustam tenía mucha razón. A pesar de que él era quien tenía lesiones mayores, Ancel, Ansgar y yo también teníamos algunos golpes y una o dos manchas rojas en nuestro rostro o nuestras manos. Las armaduras de nuestro rango no tenían casco ni guantes, y protegían varias veces menos que las de puestos más altos.

Nos sentamos junto a Rustam; la tienda era pequeña y nosotros cuatro apenas cabíamos dentro de esta. Noté que el chico al que habíamos visitado tenía un libro entre sus manos, pero antes de que yo preguntara él lo tomó y nos lo mostró.

—Nunca pensé que un libro podría ser necesario cerca del campo de batalla —comentó—. Dejé los míos en el castillo, pero este me ha salvado del aburrimiento todo el día de hoy.

—Adivinen quién se lo dio —Ancel nos retó, sabiendo que a Rustam le daría algo de pena la respuesta.

—La princesa Maia —contestamos Ansgar y yo al unísono. Rustam suspiró, notoriamente sonrojado.

—Nos encontramos antes de que me fuera. Es una lástima que tenga que devolverlo cuando regresemos, pero es de la biblioteca del castillo.

Nuestro amigo hizo una pausa, mirando el libro y pasando sus páginas delicadamente.

—La princesa me dio algo más, aparte del libro... —agregó con una sonrisa enorme y las mejillas sonrojadas—. Un beso.

— ¡Qué maravilla, Rustam! —Celebré al darme cuenta de que su amor era correspondido. Él solo desvió la mirada.

—Cuando le regreses el libro a la princesa, también deberías devolverle el beso —propuso Ancel, con menos entusiasmo que el que yo tenía—. Así podrás demostrarle cuánto la extrañaste mientras estabas lejos.

Todos concordamos con que era una muy buena idea.

Platicamos durante un rato, entre risas y bromas, olvidándonos por un momento de lo que estaba pasando en Valkar. Nos avisaron desde afuera que la comida estaba lista, pero Rustam no podía salir de su tienda por las heridas que tenía. Ancel, entonces, nos acompañó a donde se encontraba el comedor de nuestro campamento y pidió dos raciones para poder ir a comer con Rustam a su tienda. Ansgar y yo nos quedamos con los demás soldados.

—Ancel es muy gentil al quedarse a comer con Rustam, ¿no crees? —comenté, enternecido.

Mi amigo de cabello negro me miró con incredulidad.

— ¿Acaso no lo notas, Einar?

— ¿Notar qué? —pregunté, sin saber muy bien de qué estaba hablando Ansgar. Él sacudió la cabeza, como si se hubiese decepcionado.

—Olvídalo.


Al día siguiente, el General Volksohn despertó a sus hombres con uno de los instrumentos de viento que se utilizaban para dar órdenes durante las batallas.

—Estoy harto de esperar a que esas bestias peleen —replicó mientras cruzaba el campamento—. Llevamos más de un mes aquí, haciendo nada, acampando y respondiendo únicamente cuando a los Ferig les viene en gana luchar contra nosotros. No quiero seguir perdiendo más hombres cuando en aldeas cercanas nuestros compañeros empiezan a tener problemas graves y necesitan ayuda. Terminemos esto de una vez por todas y vayamos a darles una mano. ¡A sus filas, soldados! Hoy se terminan estas batallas.

El General lucía irritado; nos formó, se puso al frente y nos hizo avanzar incluso antes de que los Ferig salieran del bosque. Apenas nos acercamos a la primera hilera de árboles, pudimos escuchar que se acercaban; nuestros enemigos también estaban listos para atacar ese día.

Los Ferig, al darse cuenta de que estábamos demasiado cerca del bosque, se lanzaron hacia nosotros sin pensarlo. Volvimos a pelear contra las pequeñas criaturas que trepaban a nuestros cuerpos, y las que tenían el tamaño de un caballo nos hicieron retroceder hasta cerca de la mitad del campo de batalla. Una vez ahí, los Ferig que lucían como humanos se enfrentaron a nosotros usando las armas y los escudos que habían tomado de nuestros soldados caídos.

De no haber sido porque el General Volksohn había preparado a su ejército para una pelea seria ese día, el resultado habría sido fatídico. Sin embargo, el General nos pidió que atacáramos con todo lo que teníamos; él había planeado algo antes de esa última pelea en Frizgal.

Noté que tenía una estrategia por la manera en la que movía a cada fila: pensaba rodear a los Ferig, pues sabía que si los atacaba con fuerza, saldrían todos ellos a responder.

En efecto, entre más se movía el ejército, más Ferig salían, pero el General daba órdenes al varón que comandaba a los arqueros para que disparasen cuando vieran a más enemigos juntos. Eran un blanco fácil, ya que no usaban armadura, y era bastante sencillo hacerlos caer sin lastimar a nuestros soldados, pero las criaturas peludas del tamaño de un caballo seguían arrasando con muchos hombres a pesar de las numerosas flechas que se clavaban en sus cuerpos.

Las cosas parecían estar a nuestro favor después de que los arqueros hicieron su trabajo, pero en ese momento el General y todo el ejército se dio cuenta de la primera señal seria de peligro que nos perseguiría durante el resto de la guerra contra los Ferig.

Estos imitaron los movimientos del General Volksohn y lanzaron flechas contra nosotros, tratando de evitar sin éxito que los soldados los rodeáramos. Escuché los proyectiles de nuestros enemigos impactar contra el metal de escudos y armaduras; hice lo posible por cubrirme, pero aún había criaturas pequeñas abalanzándose sobre todos los soldados, además de muchísimos de los Ferig que parecían humanos, y con ello era imposible saber a tiempo si algo más se acercaba a mí.

Mientras me deshacía de uno de mis oponentes, una flecha enemiga rozó mi brazo derecho, rasgando la parte de tela de mi armadura y haciendo un corte poco profundo en mi piel que, a pesar de no ser grave, fue en extremo doloroso; eso me distrajo lo suficiente como para terminar rodeado por dos oponentes que me hicieron desesperar demasiado pronto, por más que intenté recordar las observaciones y los consejos del General Volksohn.

Después de que yo fallara en un movimiento, uno de mis adversarios golpeó mi torso con fuerza, haciéndome caer y perder el aire durante un instante, suficiente como para que el otro Ferig que me atacaba pateara el brazo que tenía herido y me levantara bruscamente para volver a azotarme contra el suelo. Quedé aturdido por un momento que podría haber sido fatal de no ser porque alguien conocido llegó a ayudarme.

Ancel, que se encontraba bastante cerca de mi fila, peleó contra los dos Ferig que me rodeaban y, cuando acabó con ambos, me extendió su mano para levantarme, pues yo aún no había logrado hacerlo.

—Resiste, Einar, al frente, el General Volksohn está a punto de rodear a los Ferig para hacer que se rindan. Una vez que lo hagan, todo esto habrá terminado.

Mi amigo pelirrojo tenía una herida en su labio inferior que, sin duda, le dolió tras esbozar una sonrisa tranquila y mirarme con la serenidad que siempre tenía. Aquel gesto me motivó a seguir luchando, pero no siempre las cosas salen mejor solo porque se está motivado a hacerlas.

Mientras el General se movía con el resto de sus hombres en las primeras filas, las flechas de los Ferig volvieron a volar contra nosotros. Una de ellas se clavó en mi hombro izquierdo; un instante después, otra más estuvo muy cerca de atravesar ese mismo brazo, cerca de donde había caído la primera.

No soy capaz de describir cuánto me dolieron aquellas dos heridas; mi cuerpo dejó de responder y perdí el equilibrio, caí de rodillas sin poder reprimir un alarido. El tiempo pareció detenerse, sentía mi corazón latir con fuerza; mi sangre bajó poco a poco, cosquilleando durante el eterno recorrido desde mi hombro hasta mi mano, recordándome que, al menos, mi brazo aún estaba unido a mi cuerpo. Sin darme cuenta, cerré mis ojos y escuché el tropel de los soldados que luchaban cerca, el choque de las espadas al encontrarse, las flechas partiendo el aire y las criaturas del bosque rugiendo alrededor de mí, cada vez en menor cantidad.

De pronto, todo se calmó.

Pude oír la voz lejana del General Volksohn, sin entender lo que decía. Hubo silencio y después apareció el sonido de los pasos de los soldados, quejidos de los Ferig, algunos choques de metal y flechas clavándose con golpes secos. Al final, escuché gritos de emoción y exclamaciones de victoria que, más que hacerme sentir aliviado, retumbaron en mi cabeza de forma desordenada.

Los soldados festejaron ruidosamente durante un rato más; yo seguía sin abrir los ojos, hasta que Ansgar y Ancel me llamaron desde lejos.

En ese momento supe que la batalla había terminado y me dejé caer completamente, permitiendo que la tranquilidad se apoderara de mi cabeza y de mi cuerpo.


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