Fuerza
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Parte A
Antes de leer: Sé que, a estas alturas, sobra decir que en Dornstrauss habrá batallas y, con ellas, violencia de fantasía, además de muerte, pero considero prudente volver a advertirlo, siendo que han pasado algunos capítulos suaves y me parece que la repentina exposición a escenas de este tipo puede llevar a pasar un mal momento. De ese modo, recomiendo leer con discreción; en todo caso, procuré mantener las imágenes a raya, pues esta obra no pretende exceder en cantidades de violencia.
La puerta de la habitación se abrió después de tres ligeros golpes. Ansgar entró a paso lento, haciendo lo posible por lucir tranquilo frente a Einar antes de cerrar la puerta y, falto de palabras, acariciar la mejilla del soldado con una mano.
El doncel correspondió a su muestra de cariño cerrando los ojos con una sonrisa, a la vez que Ansgar terminaba de tomar el rostro de Einar entre sus manos y dejaba un suave beso en su pómulo derecho, como dulce despedida.
Todo estaba listo para que el ejército del General Dornstrauss partiera hacia Nachblut. Durante el primer mes de la primavera, los reportes provenientes de la frontera con el bosque comenzaron a anunciar el avistamiento de Ferig cerca de los campamentos de guardia. La última carta que llegó al castillo había sido una pedida de ayuda: los Ferig habían atacado ferozmente un campamento de guardia en Nachblut para abrirse paso hacia el pueblo más cercano. Al enterarse de la noticia, el rey Rustam preparó a sus soldados inmediatamente, guerra declarada, y envió paladines de la Corona a distintos lugares cercanos al bosque, a la vez que su mejor guerrero iba a Nachblut a poner orden y proveer la asistencia que se necesitara ante la reciente invasión de los Ferig al territorio de Valkar. Ansgar Volksohn, el segundo mejor soldado del rey, se quedaría a resguardar a los soberanos en el castillo.
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Ahí estaba de nuevo, lejos del varón al que adoraba, dirigiendo a montones de soldados cerca de la frontera con el bosque.
Era mediodía. El sol irradiaba calor primaveral al pueblo entero. Una de las insignias que Einar portaba en su uniforme reflejó un rayo de luz mientras el soldado se movía de un lado a otro, poniendo en orden al ejército y a todo lo que llevaba este consigo. Sus tropas habían llegado desde el castillo la noche anterior; se concentraron en una fortaleza en Jartav cerca del bosque y al amanecer una tropa encabezada por un paladín de la Corona se dirigió al pueblo que había sido invadido por los Ferig. Einar sentía que todo se estaba repitiendo: los soldados, la fortaleza, los asedios... Posiblemente, con aquel pensamiento iniciaría la carta que escribiría para Ansgar después de terminar sus labores del día.
Lieselotte observaba a su superior en silencio, intentando seguirlo con la mirada por sobre las anchas espaldas de los varones formados frente a ella. Veía al General Dornstrauss hablar con otros soldados de alto rango y darles órdenes a los guerreros que tenía más cerca. Cada una de las acciones del General le recordaban a Lieselotte que el reino estaba en guerra, y que ella pronto estaría luchando contra feroces criaturas del bosque. Aquello hacía que sus manos sudaran de manera incontrolable.
Cuando Lieselotte entró al ejército solo pensaba en que, de esa manera, podría proteger a su madre a la vez que resguardaba al reino entero. Estando en Jartav, empero, la chica tembló ante la idea de que los Ferig acechaban al otro lado de las murallas de la fortaleza; en su estómago se mezclaron la emoción y el miedo.
El General Ansgar le había dicho a Lieselotte que no tenía nada que temer, pues era una buena soldado y el General Einar cuidaría de ella durante sus primeras batallas. Sin embargo, a la chica le era imposible no sentirse nerviosa. No se mentiría a sí misma: estaba aterrada.
Pensó en preguntarle a Keon cómo se sentía. Llevaba varios días con un semblante menos alegre de lo normal, y eso a Lieselotte le parecía extraño. ¿La guerra le asustaría tanto como a ella?
A pesar de que una pregunta como esa no le pareciera la manera más suave de iniciar una conversación, la chica se convenció de que era suficiente para acabar con el silencio cuando el General Dornstrauss permitiera a sus soldados romper su formación. Las cortas conversaciones que Lieselotte tenía con Keon —y en el castillo, con algunas de las mujeres de la cocina—, eran lo único que la guardaba de aburrirse hasta la muerte en sus ratos libres. El doncel era el único soldado, además de los Generales Ansgar y Einar, con quien ella podía hablar. Todos los demás soldados que tenía cerca la ignoraban por completo.
En todo caso, Lieselotte prefería mil veces que se le ignorara a que se le pusiera la clase de atención que había tenido las primeras semanas que estuvo en el ejército.
Había podido tolerar que los varones hablaran mal de ella durante los entrenamientos, escandalizados por su presencia en un lugar que ellos injustamente reclamaban como propio; sin embargo, su paciencia se terminó cuando fue víctima de aquellos varones que, en lugar de injuriarla, guardaron silencio.
Más de una vez, la chica tuvo que repeler a los varones que se acercaban a ella con desagradables intenciones; desde aquellos que le coqueteaban incesantemente, a pesar de sus negativas, hasta los que intentaban tocarla sin su permiso. Lieselotte, inicialmente, utilizó palabras para alejarlos, pero tuvo que recurrir a métodos más agresivos cuando su voz dejó de ser suficiente. Al enterarse el General Ansgar del acoso que sufría la futura guerrera, este se encargó de mostrarle maneras efectivas de defenderse contra todo aquel que se atreviese a molestarla.
Después de que Lieselotte se enfrentara al último varón persistente, casi ninguno de ellos volvió a dirigirle la palabra por voluntad propia; quienes lo hacían, le preguntaban maliciosamente la razón por la cual siempre estaba sola, a lo que ella contestaba que no tenía que dar explicaciones. La chica se convenció de que, si toda la compañía a la que podía acceder era desagradable, convenía más no tenerla.
A pesar de todo, encontrándose en Jartav a punto de participar en la guerra activamente, la chica se sintió algo sola.
❅
Las llamas frente a sus ojos provocaron que el miedo se apoderara de su cuerpo. Rodeándola, los habitantes de aquel pueblo en Erunar corrían despavoridos, gritando mientras sus casas se volvían ceniza. Los Ferig pasaban cerca de ella, con el fuego en las manos, persiguiendo a toda persona que se cruzara en su camino. Lieselotte vio a uno de aquellos seres del bosque tocar la ropa de un varón para esparcir el fuego en su cuerpo vivo; un poco más lejos, otro Ferig alcanzó a una mujer, le sujetó el brazo fuertemente y la arrojó dentro de una casa, cerrando la puerta antes de prender fuego al lugar como si nada.
Lieselotte, junto con su madre y su padre, huía hacia la parte menos afectada de todo el pueblo, buscando un lugar seguro o, al menos, a un grupo de soldados que los llevase hasta ahí, pero no estaban teniendo éxito; a su alrededor solo había caos.
De pronto, un Ferig con apariencia casi humana se paró frente a ellos, abalanzándose en su dirección espada en mano. Los padres de Lieselotte retrocedieron, asustados, pero ella se mantuvo firme; tal vez aquel fuera el momento de demostrar que tenía el coraje suficiente para proteger a quienes no podían defenderse, así como lo hacían los guerreros de Valkar. La chica bloqueó el primer ataque del Ferig con una barra de metal cuya función original era remover cenizas en el hogar, y logró darle un golpe a su adversario con la misma antes de que, inesperadamente, una criatura peluda y casi del tamaño de un caballo la empujase lejos de un zarpazo.
Lieselotte cayó de costado sobre el empedrado de la calle, brazos y piernas temblorosos impidiéndole levantarse. La criatura peluda estuvo a punto de pasar sobre ella, desapareciendo en la calle más cercana. Alarmada, se volvió hacia donde se encontraba su familia; debía cuidar de ella, pero en ese momento apenas podía moverse. No había un solo soldado cerca al cual pedirle ayuda, solo casas en llamas y denso humo.
Incapaz de hacer algo, la chica vio cómo el Ferig con quien había peleado antes golpeaba a su padre, haciéndolo caer al suelo. Su madre, a unos pasos de él, estaba paralizada. Adolorida y desesperada, Lieselotte intentó arrastrarse por el suelo, con la mirada fija en su padre, quien tosía sangre debido a los golpes; ella deseaba acercarse lo suficiente para protegerlo, pero su cuerpo se negaba a responder.
Ella gritó, pero nadie pareció escucharla. El Ferig, sin tomarla en cuenta, clavó su espada en el cuello de su padre, quitándole la vida ante las miradas aterradas de ella y de su madre.
— ¡Huye, por favor! —exclamó Lieselotte al notar que el Ferig se dirigía hacia su madre. Esta última negó con la cabeza, sin dejar de mirar el cuerpo inerte del varón cerca de ella.
Lieselotte gritó la orden una vez más, con toda su voz, sintiéndose inútil. Había fracasado al intentar mirar por su familia. Perdió a su padre, y era incapaz de correr para defender a su madre; no era suficientemente fuerte.
La chica escondió su rostro en el suelo, volviendo a gritar para liberar la desesperación que se acumulaba en su pecho al ver a su madre inmóvil, amenazada por uno de los repugnantes seres del bosque que decidieron atacar su pueblo en Erunar aquel día. No podía llorar, pues la ira que la dominaba le secaba las lágrimas antes de que se escaparan de sus ojos, solo podía aguardar a que todo terminara. Esperaba que su madre pudiera huir y ponerse a salvo; era lo único que pedía.
De pronto, tres caballos pasaron junto a Lieselotte. Se escuchó un golpe seco y un grito agudo; un soldado dio una orden a lo lejos, diciéndoles a los otros dos que llevaran a la mujer que habían salvado a un lugar seguro.
Lieselotte se atrevió a alzar la mirada; el Ferig de antes yacía muerto sobre el suelo, junto al varón que había matado momentos antes. Un soldado, a caballo, se acercó a ella. Pudo oír el tintineo de las riendas y los estribos cuando el guerrero desmontó.
Un par de brazos fuertes levantó a Lieselotte del suelo cuidadosamente; sus ojos le mostraron a un bello soldado de largo cabello negro que, preocupado, le dirigía una mirada de un azul más profundo que el del cielo. La chica tembló, enmudecida debido al miedo que tenía.
Al escuchar la voz del soldado, empero, sus palabras la devolvieron al presente.
— ¿Crees poder seguir luchando hoy?
Lieselotte cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir. Ya no se encontraba en los brazos de un soldado de cabello negro, sino en los de uno rubio, y la mirada que le dirigía, aunque igual de preocupada, era gris en lugar de azul. Ella no estaba en Erunar, con su familia; era una guerrera de Valkar, y se suponía que estaba peleando una batalla en Jartav, protegiendo a quienes no podían hacerlo por su cuenta.
La guerrera, aunque aturdida, puso los pies sobre la tierra. A la fortaleza de Jartav, en la mañana, había llegado la noticia de que los Ferig pretendían borrar del mapa al pueblo que habían invadido, después de que los soldados que acudieron a enfrentarlos los pusieran en desventaja. El General Dornstrauss había preparado a un ejército para encargarse personalmente del asunto, llevándose entre sus filas a varios nuevos soldados sin haberles preparado para lo que acontecería durante la batalla ese día. Finalmente, no existía forma de prevenirlos para la brutalidad de una guerra.
En el pueblo, las casas ardían en llamas, mientras que los Ferig cazaban a las personas como si estas fueran liebres en el bosque. Lieselotte, en las filas del General Dornstrauss, sintió que todo lo que sucedía en aquel lugar de Jartav era exactamente igual a lo que ella había pasado más de un año atrás en su pueblo natal, ubicado en Erunar, antes de entrar al ejército; las horribles memorias la abrumaron, por lo que perdió la noción de sí misma tras pasar unos momentos en medio de una batalla para la que no estaba preparada.
Al recuperar la lucidez, Lieselotte entendió cómo había llegado al lugar en donde estaba, y por qué el General Dornstrauss había tenido que levantarla del suelo, preguntándole si podía seguir peleando: un foather la había lanzado lejos después de que ella se puso al frente de una pareja para protegerla, y entonces los recuerdos comenzaron a bombardear su mente, haciéndola confundir el presente con las devastadoras memorias de la primera guerra, cuando la chica perdió a su padre en un ataque al pueblo donde vivía.
La guerrera tomó aire, esforzándose por ponerse de pie y mantenerse así sin ayuda. Con un suspiro más, trató de aclarar su mente; a pesar de haber pasado por un momento horrible, no quería darse por vencida. Había decidido entrar al ejército para volverse más fuerte y proteger a otros; una oleada de recuerdos desagradables no sería suficiente para hacerle cambiar de opinión.
—Sí, Señor. Puedo seguir luchando —respondió con firmeza, aunque las piernas le temblaran y el aire casi no habitara sus pulmones. Estaba mirando al suelo, haciendo lo imposible por recuperar la calma. De la pareja a la que había intentado salvar, solo el varón yacía muerto en el suelo, a unos pasos de ella; la mujer seguramente había sido rescatada por los soldados que llegaron junto con el General.
—Levanta la mirada —recomendó el soldado rubio suavemente—. Si puedes seguir, vuelve a tu fila, Lieselotte. Mi ejército te necesita.
El General Dornstrauss volvió a subir a su caballo, sin dejar de observar a la chica. No quería dejarla sola después de oírla gritar al ver morir a alguien que intentaba proteger, pero tenía miles de cosas de las cuales ocuparse; debía confiar en que ella estaría bien. La vigilaría tanto como le fuese posible, hasta que la batalla terminara.
Con eso en mente, Einar se alejó. Lieselotte tomó aire de nuevo, se armó con una lanza que encontró en el suelo y corrió hacia la fila donde pertenecía, dispuesta a seguir peleando.
No obstante, una llamada de auxilio al lado contrario de donde se encontraban los demás soldados robó su atención.
Un Ferig de aquellos que parecían humanos, montado sobre un foather, perseguía a otra familia, conformada por un hombre y dos mujeres; una de ellas cargaba en brazos a un bebé, la otra, varias veces mayor, de cabeza blanca y baja estatura, apenas podía caminar con ayuda del varón.
Lieselotte no dudó en socorrer a la familia, buscando una nueva oportunidad para intentar hacer lo que siempre deseó al convertirse en soldado. Tal vez a esa otra familia si podría salvarla.
Decidida, la guerrera corrió hacia los Ferig que perseguían a los pueblerinos. Arrojó su lanza en dirección al enemigo más pequeño, quien se movía sobre el foather, dando justo en su pecho y derribándolo inmediatamente. Sin tiempo para impresionarse por su lanzamiento excepcional, Lieselotte desenvainó su espada para eliminar al segundo enemigo.
A los foathers, según le había dicho el General Ansgar una vez, se les daba muerte hiriéndolos en el cuello. Con eso en mente, la guerrera se acercó a la criatura tanto como pudo, sintiendo su respiración en el rostro, además de un fuerte golpe en su torso, cortesía del foather a cuyo pelo se había aferrado con toda la fuerza de su mano izquierda.
Lieselotte hundió la espada en el cuello de la criatura, siendo arrastrada por ella algunos pasos antes de que el foather cayera muerto. Entonces, sacó la espada del cuerpo del Ferig y la limpió con la tela de su armadura antes de volver a enfundarla, mirando cómo un grupo de soldados se llevaba a la familia hacia un lugar seguro.
La calma duró poco. A espaldas de la guerrera, un eulunn la atacó con una lanza. Lieselotte esquivó el ataque, desarmando a su adversario para luego hacerlo caer con un golpe; no obstante, al inmovilizar al eulunn con un pie y apuntarle al pecho con el arma, la guerrera titubeó.
Dudando entre darle muerte a su oponente o no hacerlo, Lieselotte se detuvo un instante. Sus brazos se movieron sin que ella pudiera controlarlos por completo, haciéndola hundir lentamente su lanza en el centro del pecho del Ferig. La guerrera sintió cómo los huesos del eulunn a sus pies se quebraban poco a poco; casi pudo oírlos, cediendo ante la fuerza del metal que los perforaba despiadadamente.
Tal vez haya sido porque el oponente se asemejaba a una persona, o porque este la miraba con ojos vacíos mientras se le escapaba la vida por la boca, pero a Lieselotte se le revolvió el estómago cuando terminó con la pelea. Las manos le temblaron, pero no podía soltar el arma ni sacarla del cuerpo del Ferig; parecía estar atascada, obligando a la chica a protagonizar una escena perturbadora.
Lieselotte perdió el aliento nuevamente. Ni siquiera sentía el calor de las llamas que consumían las casas; tampoco llegaba a percibir el olor del humo denso que inundaba las calles del pueblo. Para ella solo existía la imagen de un Ferig atravesado por una lanza que ella sujetaba, con sus manos manchadas de sangre. Más que nunca, la guerrera deseó que terminara aquel infierno.
Cuando todo se calmó, Lieselotte había vuelto a su fila. Junto con los demás soldados, ayudó a recoger los cuerpos de los caídos en batalla, a apagar las llamas y a buscar a la gente que pudiese haber quedado atrapada entre los escombros de las casas.
Al caer la tarde, los soldados se dispersaron por el pueblo para vigilar; habían salido victoriosos de esa batalla, pero el pueblo estaba devastado. Sus habitantes se refugiaron en el lugar menos afectado del mismo, sentándose en las calles mientras los soldados los atendían, curando a los heridos o alimentando a los hambrientos.
Lieselotte caminó hacia el lugar donde debía hacer guardia con la cabeza baja. Desde que había acabado con la vida de aquel eulun durante la batalla, todo su cuerpo temblaba. Aún podía sentir el crujido de los huesos del Ferig; sus ojos todavía la observaban, inexpresivos.
Keon, quien caminaba junto a ella, intentó descifrar lo que pasaba por su mente. En la batalla, él solo la había visto desaparecer de la fila, para luego volver a ella con un semblante totalmente distinto. El doncel jamás había visto a la chica tan afligida.
— ¿Está todo bien? —preguntó Keon para romper el silencio, aunque la respuesta fuera obvia. Lieselotte suspiró antes de contestar sin mucha energía.
—No.
— ¿Quieres hablar de lo que está mal y desahogarte?
Lieselotte negó con la cabeza, abrazándose a sí misma antes de sentir un fuerte dolor en un brazo y en su costado izquierdo; encogió su cuerpo, procurando no volver a tocar los puntos donde, sin duda, tenía la piel amoratada por los golpes recibidos en batalla. Keon le dirigió una mirada comprensiva.
—Entiendo —añadió el doncel con suavidad, guardando la distancia—. Si llegas a necesitar hablar con alguien de lo que te hace sentir mal, cuenta conmigo. Prometo que voy a escucharte, siempre.
Keon le dedicó una sonrisa a Lieselotte antes de ir a su puesto de guardia. Ella agradeció el gesto en voz baja, sin despegar la vista del suelo. Poco después, alguien más se acercó a ella.
—Tu primera batalla ha sido dura —pronunció Einar en un tono más cálido que el que Lieselotte acostumbraba oír de él. La guerrera se enderezó un poco al notar la presencia de su superior, pero no tuvo fuerza suficiente para levantar la mirada—. Las primeras veces en que un enemigo muere en tus manos son imposibles de olvidar; es normal que cualquier guerrero se sienta destrozado después de ello.
—Creí que estaría preparada —confesó Lieselotte. En su voz débil había tanta frustración como tristeza.
— ¿Preparada? ¿Para una batalla como la de hoy?
—No. Para proteger a quienes no pueden hacerlo. Yo por eso entré al ejército de Valkar, pero no logré salvar a todas las personas que lo necesitaban.
Einar suspiró. Permitió que la chica se sentara sobre el suelo e hizo lo mismo, junto a ella.
—Ser capaz de proteger a otros es algo que se logra con el tiempo —pronunció el guerrero suavemente—. No permitas que la frustración te desconcentre; preocuparte por cosas pequeñas te hará cometer grandes errores. —Hizo una pausa, meditando sus palabras—. Mentiría si te dijera que lo que ha sucedido hoy no va a repetirse. Lo hará. Valkar está en guerra, y su ejército debe velar por la seguridad reino. No te preocupes si al inicio no puedes hacerlo a la perfección, solo evita que aquello te detenga; eres buena, todo va a salir mejor cuando te acostumbres al campo de batalla.
— ¿Y si no logro acostumbrarme? ¿Qué será de mí si no puedo soportar otra batalla?
El doncel sonrió, reviviendo un recuerdo que, secretamente, atesoraba.
—El General Ansgar me hizo una pregunta similar hace tiempo —comentó. Sus mejillas se tiñeron de un tenue color rosa—. También había tenido problemas en una batalla; fue de las primeras que peleamos como guerreros de Valkar.
— ¿Qué le respondió en ese entonces? —Lieselotte por fin pudo alzar la mirada. Sus ojos brillaron al escuchar la mención del General Ansgar. Ella lo admiraba profundamente.
—Le dije que se dejara llevar. Que era buen soldado, así como tú, y que todo saldría bien si se esforzaba lo suficiente.
"Después aproveché el momento para abrazarlo", pensó Einar, mordiendo disimuladamente su labio inferior para evitar que su sonrisa se agrandara.
—A veces, solo es necesario desahogarse y poner los pensamientos en orden —concluyó el guerrero—. Es más fácil actuar estando tranquillo con uno mismo. Descansa, piensa en lo que pasó hoy y despeja tu mente. —Einar se puso de pie—. Estaremos aquí un par de días más; dejaré la guardia nocturna a mis soldados más experimentados para que los nuevos puedan reponerse. Todos lo han pasado muy mal hoy, necesitan descansar para poder seguir adelante.
Einar le ordenó con un gesto a Lieselotte que se levantara, antes de dar media vuelta e irse. La chica siguió al soldado con la mirada, este tenía el cabello recogido en una coleta desordenada que descansaba sobre su hombro izquierdo. A pesar de lo imponente que lucía su superior con la armadura puesta y el porte de un verdadero guerrero de Valkar, Lieselotte se sintió en calma y a salvo, como aquella vez en Erunar, cuando el soldado de profundos ojos azules la había rescatado. De pronto, ella estuvo segura de que todo saldría bien.
Con pasos silenciosos, Einar se acercó a la parte del pueblo donde se refugiaban las víctimas del ataque de los Ferig. Tenía que revisar que todo estuviera en orden, y hablar con las personas nuevamente para intentar apaciguarlas.
El doncel conversó con unos cuantos pueblerinos. Ordenó atender a los heridos que aún no eran tomados en cuenta y llevó comida a algunas familias. Al repasar con la mirada a todas las personas que descansaban en el campamento improvisado, creyó haber reconocido a alguien.
Su corazón se perdió de un latido mientras se acercaba. El posible conocido se cubría con una abrigadora capa, hecho un ovillo, sosteniendo un jarro con agua entre sus manos. Cuando Einar estuvo suficientemente cerca por fin logró identificar a la persona, de cabello castaño ligeramente rizado, tez blanca y delicada, con finas facciones de doncel que le otorgaban una familiar belleza. El guerrero terminó por descubrir que aún se sentía ligeramente disgustado con su propia figura, al compararla con la gracia natural de Hennig, el doncel a quien había conocido en Frizgal.
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