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Capítulo 5

Nota: Desconozco quién hizo el montaje de la foto, pero cuenta con mi eterna gratitud. Y vosotras todavía más por vuestros votos y comentarios, mil gracias <3

*      *      *

Cuando Bellatrix despertó lo primero que vio fueron los ojos grises de Sirius, que la contemplaba con una suave sonrisa. Por unos segundos le pareció que todo iba bien, pero enseguida volvió a la realidad y reaccionó.

—¿Me estabas mirando dormir? Eso es raro.

—Me tenías atrapado, no podía moverme —explicó Sirius extrayendo el brazo que tenía bajo sus hombros—. ¿Qué tal has dormido?

—Sorprendentemente bien.

—Yo también. ¿Desayunamos y salimos a correr?

—Vale, quiero estrenar mi ropa nueva —respondió Bellatrix ilusionada.

Junto a los pies de la cama encontraron a Canuto, que iba cambiando de lugar durante la noche pero nunca acababa lejos de su amo. Bajaron los tres a desayunar, después se vistieron y salieron a correr. Cuando volvieron, sudorosos pero sonrientes, Bellatrix le preguntó si tenía algún plan:

—Ahora iré a ver a James. No sé a qué hora vuelven Lily y Marlene... —murmuró él—. Supongo que a mediodía o así... ¿Quieres hacer algo luego o...?

—Nah, volveré a la sucursal a ver si ya está mi dinero.

No se le ocurrió otra excusa, tenía que salir de ahí: no quería estar en casa cuando llegase la invasora. Lo había pasado tan bien con Sirius, el día anterior había sido tan especial... que incluso olvidó a su mujer. Bellatrix se duchó, se cambió a toda velocidad y salió de casa.

Echó a andar sin rumbo fijo, centrada en sus pensamientos y no en su ruta. Unos minutos después descubrió que había sido un error.

—Ah, querida, por fin nos conocemos a la luz del día —la saludó una voz cantarina—. Bellatrix, ¿verdad? Las noticias vuelan en este pueblo.

—Dumbledore —respondió ella con una mueca.

Ahí estaba el hombre, en su jardín, rellenando los comederos de los pájaros. Le seguía pareciendo raro y no deseaba hablar con él, pero se había convertido en el mal menor: cualquiera que no fuese Marlene tenía salvación.

—Llámame Albus, por favor. Ah y mira, este es Gellert, mi marido.

Bellatrix notó el orgullo en las últimas palabras. Se giró ligeramente y vio que en esos momentos otro hombre salía de casa. Le pareció mucho más atractivo que Dumbledore, con un aire más seductor y misterioso. Cuando clavó en ella sus ojos azules como el hielo lo reconoció: era el cliente que vio la primera noche en el bar, el del vino y el libro en idioma extraño. Se acercó a la verja del jardín y le tendió la mano:

—Gellert Grindelwald, un placer. Bienvenida a... incluso "pueblo" se me antoja una palabra excesiva para este vórtice de monotonía —ironizó Grindelwald dedicándole una mirada mordaz a su marido. Quedó claro quién había elegido el lugar de residencia.

A Bellatrix le hizo gracia y respondió al gesto:

—Bellatrix Black. No voy a estar mucho por aquí.

—Afortunada tú —murmuró Grindelwald llevando la mano a sus labios.

La besó con elegancia y se disculpó por tener que marcharse. Sus negocios le obligaban a visitar otra ciudad; Bellatrix sospechó que dejaba que su marido criara pájaros para tenerlo entretenido.

—¿Tú tienes algún plan para esta mañana, querida? —le preguntó Dumbledore amablemente.

Bellatrix negó con la cabeza.

—Si te apetece, podemos hacer una excursión —ofreció Dumbledore.

—No, gracias —respondió ella empezando a preocuparse porque al parecer su público eran los gays sexagenarios...

Lejos de desanimarse, Dumbledore insistió:

—Lo pasarás bien, te lo garantizo. Aunque está un poco lejos, deberemos ir con tu coche, me temo —señaló mientras Grindelwald salía marcha atrás con su Mercedes azul cobalto—. Ernie, mi conductor habitual, está de baja con un resfriado.

—¡Ah! Lo que quiere es un chofer —respondió Bellatrix, ligeramente aliviada al descubrir la trampa.

—Totalmente secundario —le quitó importancia—. Lo que quiero es enseñarte...

—¿Me pagará? —le interrumpió Bellatrix—. No trabajo gratis.

Grindelwald frenó ligeramente el coche y murmuró en voz baja algo que Bellatrix descifró como: «Has encontrado la horma de tu zapato, a esta no le vale tu encanto». Dumbledore le ignoró y le aseguró que si así lo deseaba, le pagaría el viaje y la gasolina. Eso interesó a Bellatrix. Le preguntó a dónde iban y él respondió:

—A Hogwarts.

—¿A dónde?

—Necesitas verlo con tus propios ojos, no quiero fastidiar la sorpresa.

—Sirius no me ha hablado de ningún sitio llamado Hogwarts.

—Muy pocos tienen la fortuna de conocerlo. Digamos que es secreto, solo para unos pocos escogidos.

Bellatrix dudó. Quería el dinero, pero ese hombre estaba loco a todas luces. Podía disculparse unos minutos y preguntarle a Sirius qué le parecía el plan... Grindelwald, que había detenido el coche porque aquello le divertía, la ayudó:

—Necesitas preguntarle a tu primo si mi marido está loco, ¿verdad? Te ahorro el viaje: lo está, como una cabra. Pero es inofensivo.

Hizo un gesto de saludo con la mano y se marchó.

—Tienen ustedes una relación peculiar —comentó Bellatrix.

—El amor es peculiar —sonrió Dumbledore.

Ella le miró en silencio mientras él acariciaba a un petirrojo que acababa de posarse sobre su brazo y al que llamaba Fawkes. Al final decidió que poco podía empeorar su vida una excursión con un señor peculiar...

—De acuerdo, voy a por el coche —suspiró.

—Te acompaño, hay que ir hacia arriba.

Bellatrix frunció el ceño. Por lo que sabía, el Valle de Godric era el último pueblo de esa carretera. Dumbledore murmuró que no buscaban un pueblo. La chica sacudió la cabeza. Pese a sus pocas interacciones ya empezaba a conocerlo y sospechó que no le sacaría nada más. «A mí mientras me pague...» pensó. Claro que podría no cumplirlo, no habían firmado nada. Pero le parecía un hombre de confianza (Sirius le dijo que lo era) y de todas formas, sabía dónde vivía. A nadie le conviene tener de enemiga a una exconvicta.

—Qué bonito coche —comentó Dumbledore mientras ocupaba el asiento del copiloto.

—No se lo parece —replicó Bellatrix—. Entiende usted de coches lo que yo de pájaros.

—Estás en lo cierto —sonrió él—. Podemos aprovechar el viaje para ampliar nuestros campos de conocimiento. Precisamente ayer se posó en mi jardín un maravilloso ejemplar de... Gira por la siguiente.

Bellatrix desconectó del discurso pajaril, captando solo las frases que le indicaban la ruta. Abandonaron pronto la carretera, que efectivamente moría al salir del pueblo y cogieron un par de desvíos para acabar rodeando varios montes y ascendiendo y descendiendo por otros. Después, se internaron por un paraje boscoso en el que la ruta parecía trazada únicamente por los neumáticos de los pocos que recorrían ese camino.

—¿Seguro que es por aquí?

—Sí, sí, vamos bien.

Esa pregunta se repitió varias veces durante el camino. Bellatrix se cercioró discretamente de llevar su puñal favorito en su bota, por si el zumbado ese planeaba secuestrarla o cualquier otra absurdez.

—Ah, mira, ya estamos —murmuró Dumbledore—. Bienvenida a Hogwarts.

Ahí no había nada. Solo una valla que protegía el campo y una especie de garita. Se acercaron a la barrera y un señor mayor, desgreñado y con expresión hosca, se asomó para examinarlos.

—Dumbledore —gruñó—. Me ha confundido el cambio de coche.

—Buenos días, Argus. Ya sabes que Ernie está enfermo y yo no conduzco. Vengo con una nueva amiga, Bellatrix.

—Sí, señor. Pase, pase.

Argus Filch levantó la barrera y cruzaron. Recorrieron otro camino de grava hasta que se divisaron tres de edificaciones de piedra gris. Se camuflaban bien con el entorno. Una estaba más apartada y era de tamaño superior al resto. Las otras dos estaban más juntas y había un par de personas entrando y saliendo.

—La grande del fondo alberga las viviendas de los empleados —explicó Dumbledore—. La mediana es el centro de control y en la pequeña guardamos material. Sigue por ahí, hay un aparcamiento.

Bellatrix ya había dejado de hacer preguntas. Aparcó en un aparcamiento de veinte plazas, menos de la mitad estaban ocupadas. Su coche era con mucho el más elegante. Le sorprendió ver que el trayecto apenas había durado veinte minutos. Bajaron y se dirigieron al edificio principal.

Cuando entraron, Bellatrix abrió los ojos con sorpresa. Seguía sin entender qué era aquello más allá de un centro de trabajo, pero era impresionante. Aquel bloque de piedra que por fuera casi parecía abandonado, por dentro era un prodigio de la tecnología y la comodidad: había varios escritorios de cristal con pantallas de los ordenadores más potentes que aún no se habían comercializado, estanterías repletas de libros y sofás mullidos para consultarlos, pantallas de vigilancia en las paredes que mostraban diferentes zonas de la montaña... La luz entraba por unas ventanas altas y le confería a la estancia un aspecto casi mágico.

Una mujer de unos cincuenta años de pelo castaño con hebras de plata y expresión estricta se acercó a ellos.

—Buenos días, Albus —saludó haciendo la pregunta silenciosa de quién era la invitada.

Bellatrix tuvo la impresión de que su estilismo de pantalones negros, chupa de cuero y botas de combate no era del agrado de la mujer. Ella llevaba un mono de trabajo color escarlata con varios bolsillos que aun así resultaba favorecedor.

—Sin duda lo son, Minerva —respondió Dumbledore con alegría—. Esta es Bellatrix Black, prima de Sirius. Bellatrix, esta es Minerva McGonagall, la subdirectora de Hogwarts.

—¿Me puede decir que es Hogwarts de una puñetera vez?

Por unos segundos, Bellatrix tuvo la impresión de que McGonagall iba a reprenderla por el exabrupto. En lugar de eso, respondió con voz severa:

—Un centro de recuperación de fauna salvaje. Toda esta zona posee una gran riqueza de especies y varias están en peligro de extinción. Desde que nos establecimos aquí hace dos décadas, hemos sacado de la lista a varias especies, principalmente aves, pero también un par de especies de corzos, zorros e incluso con los lobos estamos haciendo progresos. También atendemos a animales heridos, generalmente a causa de las imprudencias humanas. La institución goza de tal prestigio que centros del extranjero con animales en peligro nos traen parejas aquí para que ayudemos a recuperarlos.

Bellatrix la escuchó con sorpresa e interés. Nunca había oído hablar sobre centros de recuperación, probablemente porque ella se centraba en la destrucción...

—Como ves en las pantallas —le indicó Dumbledore señalando los monitores colocados en las paredes de la sala— tenemos varios sectores. Contamos con centenares de hectáreas de terreno, es casi como si vivieran en libertad. Solo que así, podemos protegerlos mejor.

—Les colocamos chips también para tenerlos localizados y contabilizados.

Bellatrix forzó la vista, al principio solo veía en las pantallas praderas, bosques y montes. Hasta que distinguió una manada de ciervos cruzando una pradera, varias aves anidando en lo alto de una colina y lo que parecía un piedra enorme resultó ser un lobo durmiendo a la entrada de una cueva.

—¿No se atacan entre ellos? Los lobos se comerán a los ciervos, supongo.

—Están bien alimentados —aseguró Dumbledore—, aunque por supuesto respetamos las leyes de la naturaleza (siempre que no sean especies en peligro). De todas maneras, cada uno tiene su hábitat y no suelen acercarse a otros.

—El sistema de organización es muy bueno —convino McGonagall.

—Cada sección tiene su nombre —comentó el director orgulloso—, mira: las vallas que ves en rojo son las de los Gryffindor, los animales que son valientes, pero ligeramente inconscientes; las verdes contienen a los Slytherin, las especies que disimuladamente tratarían de atacar a sus rivales pero a la cara no suelen ser peligrosos; en las azules están los Ravenclaw, animales ingeniosos, los que idean soluciones ocurrentes para despistarnos o tratar de inmiscuirse en territorios ajenos y los amarillos son los que no corren peligro, se protegen bien y se llevan bien con el resto de razas, los llamamos Hufflepuff.

—¿Y no podían haberlos numerado? —inquirió Bellatrix.

—¿Dónde queda la fantasía en eso, querida? —preguntó Dumbledore con ojos chispeantes.

—La fantasía... —repitió Bellatrix sin decidir qué opinaba de aquello—. ¿Y nadie en el pueblo sabe que esto está aquí?

—Muy pocas personas, solo algunos trabajadores que viven ahí. La mayoría residimos aquí —respondió McGonagall.

—¿Por qué tanto secretismo?

—Por el bienestar de los animales. Se trata de protegerlos, no de convertir esto en un zoo, estamos en contra de ello —aseguró Dumbledore.

Bellatrix asintió. Como persona que había estado en la cárcel, estaba de acuerdo con eso.

—Como sabes, el valle de Godric es el último de esa carretera, así que nadie sigue en esa dirección. Y aunque lo hagan, el camino es bastante intrincado, como habrás notado —sonrió Dumbledore—. Aun así, a quienes ven las verjas o preguntan les decimos que se trata de un centro de observación de aves; lo cual no es mentira, es parte de nuestro trabajo. Pero a la vez, los disuade de investigar más. Tristemente a pocos nos interesan las aves...

—Tristísimo —declaró Bellatrix con falsa gravedad.

Recibió otra mirada dura de McGonagall a la que respondió con una sonrisa.

—Y eso nos lleva al mayor de nuestros problemas... —suspiró Dumbledore.

—Los furtivos —completó McGonagall.

Ambos asintieron y guardaron unos segundos de silencio ante la magnitud del problema.

—Como en todas partes, aquí también hay cazadores furtivos. Por supuesto contamos con medidas de seguridad: cámaras, guardias nocturnos, vallas electrificadas...

—Electrificadas solo en la parte superior —aclaró McGonagall—: la altura justa para que los animales no lleguen y no se vean afectados.

—En el borde superior cuentan con pinchos para disuadir a los pájaros de posarse.

—Parece un buen sistema —murmuró Bellatrix.

—Lo es. Por eso mantenemos a raya a los furtivos, pero siempre hay algunos que se lo toman como un reto —comentó Dumbledore con desprecio—. No solo porque consideran que aquí hay suculentas piezas de caza, sino por motivos peores...

—Coleccionismo —apuntó McGonagall.

Bellatrix pensó que Dumbledore se compenetraba y entendía mejor con esa mujer que con su marido. Además, se miraban con notable admiración.

El director le hizo un gesto a Bellatrix para que le siguiera. Los tres se encaminaron a una pequeña habitación que parecía una sala de consulta, con una mesa, varios libros y documentos. Lo que más destacaba era la pared del fondo, cubierta de fotografías de animales. Dumbledore señaló una: mostraba a un lobo de pelaje marrón rojizo con zonas blancas alrededor de la boca. Su cabeza y sus orejas se veían más grandes que las de otros cánidos.

—Es un lobo rojo —le explicó Dumbledore—, una especie muy sociable con otros lobos. Suele cazar en solitario, le vale con ratones o conejos; para enfrentarse a un ciervo u otro animal de ese tamaño, necesitaría atacar en manada.

—Es precioso —murmuró Bellatrix admirándolo.

—Está en peligro crítico de extinción —le explicó McGonagall.

—En Hogwarts hemos conseguido sacar adelante ya tres camadas, que cuando son adultos trasladamos a América, donde solían vivir. Pero el trabajo con ellos sigue siendo muy necesario.

—Lo comprendo —respondió Bellatrix esta vez con más educación, pues empezaba a valorar la labor de esa gente—. Pero, ¿qué tiene eso que ver con los furtivos?

—La mayoría cazan por deporte, por la adrenalina. Pocos rivales hay mejores para ese propósito que un lobo —explicó Dumbledore—. Cuando se trata de una especie en extinción, de la que existen muy pocos ejemplares, su cabeza todavía vale más. Muchos son coleccionistas. Tratan de matarlos para disecarlos y exponerlos en sus salas de trofeos.

A Bellatrix —que había llevado a cabo crímenes peores— se le revolvió el estómago. La idea de que alguien pudiera dañar a esos animales para hacer algo tan inútil (y hortera) como disecar sus cabezas y colgarlas en una pared le resultó repugnante.

—Lo bueno es que son casi siempre los mismos, hay un grupo cerca de aquí que se hacen llamar "Los hombres-lobo" que lo intentan siempre y ya los tenemos fichados —explicó McGonagall.

—Si saben quiénes son, ¿no pueden pegarles un tiro y solucionado?

La mujer la miró con dureza y le aclaró con frialdad que en esas tierras el asesinato seguía siendo un delito, aunque fuese para proteger a un animal. McGonagall miró a Albus de reojo, como preguntándole a quién había traído, pero el hombre simplemente sonrió divertido y comentó:

—Te llevarás bien con Gellert. —Juntó las palmas de las manos y murmuró: — En resumen, esto es Hogwarts, esta es nuestra labor. Aunque por supuesto un resumen oral no se acerca ni de lejos a la labor real. ¿Te apetece dar una vuelta por los terrenos?

—Ya que estamos aquí... —murmuró Bellatrix intentando disimular sin mucho éxito su curiosidad.

—¿Quién hay disponible, Minerva?

—Mmm... Hagrid está reparando el cercado de los corzos... Pomona sigue con el registro de la flora y Filius tenía trabajo con las nuevas camadas de conejos... Quedará libre...

—Es igual, me ocupo yo mismo. Hoy no tengo gran cosa que hacer. Muchas gracias por tu tiempo, Minerva. Vamos, Bellatrix, antes de que se haga tarde.

Conforme salían se cruzaron con un par de trabajadores más. Todos saludaron a Dumbledore con veneración. A Bellatrix le extrañó que llevaban monos azules y amarillos, no rojos como el de McGonagall. Debía de depender de su rango.

Caminaron hasta una nave que fungía como garaje. Al fondo se veían dos jeeps: todoterrenos con grandes ruedas y estética campera. Sin embargo, no eran su objetivo. Dumbledore le señaló un vehículo pequeño, similar a un carrito de golf, solo que más protegido y con motor potente. En el lateral se leía "Nimbus 2000" y estaban numerados. Los empleados los utilizaban para desplazarse por el perímetro molestando lo menos posible a la fauna y la flora.

—¿Esto sí lo conduce? —preguntó Bellatrix sentándose de copiloto.

—Sí, sería complicado convertirme en un peligro público con un Nimbus —sonrió Dumbledore.

Arrancó y mientras se adentraban por los campos, Bellatrix observó que el vehículo contaba con dos taser: pistolas de descargas eléctricas para inmovilizar a una persona o animal. No estaba mal que tuvieran precauciones en un paraje donde vivían lobos en semilibertad.

—Mira a tu derecha, ahí tenemos a los jabalís. Conforme nos adentremos, distinguirás que los hay de diferentes subespecies.

Bellatrix contempló a los animales, varios de ellos eran crías. Después vieron conejos, corzos, ciervos, linces... Se les veía felices, trotando por los inabarcables terrenos o sesteando bajo los árboles. Cada hábitat era diferente: más llano, boscoso o montañoso según precisaran las especies residentes.

Pese a lo pequeño que era, el Nimbus tenía buen motor, pues ascendía los montes sin dificultad. Una vez en el punto más alto del terreno, se apearon y entraron a una nave de forma circular. Era el observatorio de aves. Varios trabajadores atenían a crías de pájaro huérfanas, les curaban las alas rotas y les trataban cualquier problema. Bellatrix contempló fascinada a un águila y un halcón que habían sufrido heridas tras una tormenta de granizo que casi acabó con sus vidas.

—Buckbeak ya está ca-casi recuperado, se-señor —le indicó a Dumbledore un trabajador señalando al halcón.

—Ah, gracias, Quirrell, ¿podemos saludarlo?

—Po-por supuesto —tartamudeó el encargado.

Abrió la jaula en la que estaban tratando al ave y el halcón se colocó en el brazo de Dumbledore. Este le acarició el lomo con mano experta y Bellatrix lo contempló emocionada. Era precioso, con un plumaje negro brillante en contraste con el cuello blanco.

—¿Quieres cogerlo? Extiende el brazo —le indicó Dumbledore sin esperar respuesta— Inclina el brazo así, ligeramente, para que no resbale. Y ten en cuenta que las garras pueden dejarte marca, tiene mucha fuerza.

Bellatrix estaba dispuesta a correr el riesgo. Siguió las indicaciones y pronto el halcón se trasladó a su brazo. Aguantó los agudos pinchazos de las garras aferrándose a su antebrazo y lo acarició con la otra mano. Al principio con torpeza, pues no estaba segura de cómo hacerlo. Pero cuando vio que le gustaba y se quedaba tranquilo, tomó confianza y acarició el suave plumaje con más seguridad.

—¿Te puedo hacer una foto? —inquirió un joven apareciendo con una enorme cámara instantánea.

Bellatrix no tuvo tiempo a responder, el chico ya les había hecho media docena de fotos.

—Este es Colin, nuestro joven fotógrafo —se lo presentó Dumbledore—. Fotografiamos a cada animal y así llevamos un estudio personalizado. Todos son especiales para nosotros.

El muchacho apenas tendría veinte años, lucía un mono rojo, como el de McGonagall. Le entregó a Bellatrix una de las instantáneas y desapareció con su cámara tal y como había llegado.

—Vamos —murmuró Dumbledore devolviendo el ave a su jaula—. Tenemos tiempo de visitar el centro de los cérvidos.

Mientras montaban de nuevo en el Nimbus, Bellatrix contempló la foto. Estaba guapa e imponente con Buckbeak, le sentaba bien llevar un halcón en el brazo, parecía una antigua hechicera.

—Al final va a tener razón... los pájaros no están tan mal... —murmuró guardando la foto en un bolsillo del pantalón.

—En confianza te lo digo: comprobarás que rara vez me equivoco.

Bellatrix puso los ojos en blanco, pero no replicó.

—¿Cómo financian todo esto? Es muchísimo terreno, mucha seguridad, empleados, tecnología... Entiendo que les darán ayudas por su labor, pero aun así...

—Por supuesto contamos con ayudas nacionales e internacionales, sobre todo desde que alcanzamos la popularidad mundial de la que gozamos actualmente... Es divertido pensar que en el pueblo de aquí al lado nadie sabe que existimos y sin embargo nos estudian en las universidades de biología de todo el mundo.

—Sí, pero aun así, no creo que sea dinero suficiente para...

—Soy famoso, Bellatrix. Mundialmente. Desde mucho antes de esto —comentó señalando el paisaje—, desde mi adolescencia. Tengo decenas de libros y estudios publicados (y premiados) sobre ética, filosofía, artes y humanidades en general. Me generan pingües beneficios anuales. Cuando me cansé de dar conferencias y clases magistrales en universidades, decidí invertir en algo bueno, que me hiciera feliz y me entretuviera.

Bellatrix asintió. Era un buen plan y le parecía bien que usara su dinero para ayudar a los animales (siempre le gustaron más que los humanos).

—¿Y su marido? ¿También trabaja aquí?

—No, Gellert tiene sus propias empresas e inversiones, suele viajar bastante a Londres y al extranjero. Además es de buena familia, tampoco va mal de ahorros. Viene a veces para acompañarme o cuando hay problemas con los furtivos.

Bellatrix asintió de nuevo. Bajaron unos minutos después frente a otro edificio similar al anterior, solo que ubicado en una pradera. Por dentro era similar. Ahí no había aves sino cérvidos: ciervos, corzos y pequeños venados. Tenían a media docena con la pata rota o con heridas causadas por los furtivos, pero se recuperaban bien, se notaba que estaban bien atendidos.

—Buenos días, Albus —los saludó una mujer con pinta esotérica y un mono amarillo—. Ahora iba a darles de comer, ¿queréis ayudar?

—Será un placer, Sybill. Siéntate ahí, Bellatrix.

La chica se sentó en un banco, le colocaron una toalla en las rodillas y luego a una cría de ciervo. La tal Sybill le entregó un biberón y al momento el cervatillo empezó a sorber con entusiasmo.

—Sí que tenías sed... —murmuró Bellatrix— Más despacio, te vas a atragantar.

El animal devoró el biberón entero y después decidió echarse una siesta en el regazo de Bellatrix. Ella se quedó inmóvil sin saber qué hacer. Lo acarició y lo dejó dormir mientras los otros dos humanos alimentaban al resto de animales. Cuando terminaron, el cervatillo se despertó y saltó alegremente para corretear por el lugar. Bellatrix se despidió de él (ignoró a Sybill) y se marcharon.

Volvieron al centro de control, donde Dumbledore se puso al día con varios asuntos mientras Bellatrix inspeccionaba el lugar. A mediodía, el director comentó que ya podían volver.

—Pero... ¿no podemos ver antes algún lobo? —pidió Bellatrix.

—Otro día, querida. A estas horas y con este tiempo estarán durmiendo.

A regañadientes Bellatrix aceptó. Sospechó que lo hacía como cebo, para asegurarse de que volvería y tendría otra vez transporte. Bueno, si le pagaba y encima jugaba con animales... no era mal trato.

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