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Epílogo



~La sociedad nos volvía seres malos, pero la vulnerabilidad nos volvía monstruos. Los monstruos creados por la sociedad eran fáciles de destruir, pero difíciles de controlar.

Dorian Freemam.~

Francia, Provincia.

Ni mil torturas se comparaban con el dolor que yo sentía. Exacto, sentía, ya no. Ya no me ardían los pulmones ni me sangraba el alma. Pero sabía que no era mentira, los días claros podían volverse días grises en un abrir y cerrar de ojos.

Habían pasado ya diez meses desde que Allen se había marchado. Porque sí, lo había hecho luego de recuperar la conciencia, pero yo ya no estaba para verla. Y lo había hecho bien: largarse con ganas, porque se había encargado de dejar su teléfono y su laptop, así que no tenía ningún tipo de rastreo. Y quisiera decir que podía conseguir a todo el maldito mundo menos a ella, y que me parecía injusto. Pero no, estaba mirándola con ansias desde un décimo piso a través de unos binoculares.

Su delgado cuerpo envuelto totalmente en ropa beige y su cabello rojizo, rizado y revuelto, se mezclaba entre muchísimas personas estúpidas que caminaban por las calles de Francia. Solo mujeres que vestían llamativamente muchísimos accesorios bohemios; gente limpia por fuera pero podrida por dentro, con boinas y trajes negros. Allen parecía una mariposa dentro de ellas. Pero no se confundan, era una mariposa venenosa, tan venenosa que provocaba bañarse en ácido antes que caer en su tentación tan tortuosa capaz de desdicharnos la vida.

A mí me la había desdichado durante diez malignos meses. Había hecho lo mismo que mi padre; acabar con mi paz mental, encarcelarme con un solo pensar y reprimirme de cumplir mis metas lejos de las personas que me conocían. No me desagradaba ese gran talento que ambos poseían, estaba feliz con la vida porque mi padre lo había perdido, pero a ella se le había contagiado con solo tenerlo a un metro; por eso él ya no podía controlarme. A ellos no les importaban mis anhelos ni mis deseos, así que era estúpido y ridículo que pudieran haberme controlado alguna vez, sobre todo mi padre.

Ah, mi padre. Apenas podía respirar su mismo aire. Ni en un trillón de años. Era insoportable. Me caía mejor cuando no se me acercaba. No me sentía mal con su falsedad porque lo odiaba con todas mis fuerzas, pero nunca diría ese pensamiento en voz alta. Era patético. Quería escuchar que estaba destruido y pudriéndose en la miseria antes de enterarme que estaba muerto. Ya no iba a ser su peón. No de ese ser que solo se había esmerado en torturarme la vida desde que sabía lo que le había hecho a mi madre, y que no iba a descansar hasta destruirme y manipularme como su títere.

Pero ya todo se había acabado, porque no tenía pruebas de nada. Y sí, seguía en la cima, pudo controlarme como mejor le vino en ganas sacando al aire mis temas íntimos cuando había ido a buscarme con mi madre; pero eso ya no iba a seguir así. Me daba igual que tan bien pudiera estar gracias a sus malas jugadas discretas y su dinero sucio. Y aunque pareciera loco, lo había ayudado a subir más, pero eso era solo porque quería darle un empujón y hacerlo caer de un solo impacto. Iba a enseñarle mi peor versión depredadora, esa en la que él me había convertido para desgraciar mi vida y manipularme con que nunca iba a vivir en paz por haber asesinado a mi verdadera madre.

Él nunca supo las razones. Él no sabía por lo que había pasado. Nadie además de mí lo sabía, y así era mejor.

No necesitaba de él, nunca más iba a hacerlo. Yo también quería estar en el último piso del palacio, pero no con dinero sucio. Y lo estaba logrando. Quería ser la diferencia. Quería conseguir mi imperio y ser el rey por mérito y esfuerzo propio. Y no me iba nada mal.

Cuando decía que no me iba mal, me refería al nuevo trabajo que tenía y la manera tan rápida en la que estaba creciendo, todo lejos de mi papá. Solo esperaba que se muriera para verlo a través de un cristal, ese día lo anhelaba con todas mis fuerzas. Solo iba a estar ahí cuando yo lo destruyera, pero por el momento no estaba en mis prioridades deshacerme de él, porque tenía que sufrir lo mismo que me había hecho sufrir desde niño. Él había dañado mi infancia y mi inocencia, pisoteado mi adolescencia y trataba de quemar mi adultez.

Pues iba a enseñarle lo contrario de algo que me había enseñado de niño aparte de esa habilidad para masacrar a los monstruos.

Los monstruos no sangraban, lo único que lo hacía era su alma.

No solo me tenía a mí de enemigo sino también a alguien bastante poderoso; al igual que él. Se había ganado la enemistad del padre de Peto, algo que era lógico desde que él había muerto por mis manos. Ese hombre era abogado también, pero muy discretamente la mano derecha del jefe de la mafia más grande de Abu Dhabi. Su intención era hacer caer a mi padre sin necesidad de que mi madre tuviera que salir perdiendo. Y si yo pudiera, lo ayudaría con mucho gusto a quitarle a mi padre todo lo que había logrado obtener de manera sucia pero con sus justificaciones estúpidas. No eran motivos tan relevantes para quitarle a la gente el dinero que con mucho esfuerzo habían conseguido. Claro, a mí me daba totalmente igual, pero él era uno más de ellos, ¿Cuál era el problema de que también le arrebataran todo?

Dejándolo de lado porque era alguien totalmente insignificante para mí, un imbécil al que quería arruinar, continué mirando a Allen a través del telescopio. Aparte de querer llevarla a vivir conmigo a donde tenía pensado, tenía otros crudos objetivos que me mantenían fuerte cada día. Estaba ansioso por tenerla conmigo y después ver muertas y destruidas a gente mala. Específicamente: gente que me había hecho daño, y para eso necesitaba irme del país. Irme a otro lugar donde nadie supiera de mí. 

Allen había pisado mi territorio: Francia. Pudo haberse marchado a cualquier lugar, pero lo había hecho en uno donde yo conocía perfectamente los planos y cada rincón. Sabía a dónde iba y todo lo que hacía, como también que estaba viviendo en una suite con Brant y que su relación con Daimon no había sido más que una mentira para alejarme de su vida. Solo esperaba que Brant hubiese aprovechado bien su compañía, porque a partir desde ese 08 de junio no iba a verla ni siquiera desde lejos. Ah, sí, eso dependiendo de qué tan buena persona quisiera ser conmigo.

Seguramente para muchos debía parecer enfermizo que quisiera poseer a una mujer sin su consentimiento. Pero a ella yo no necesitaba ir a visitarla cada día para tratar de enamorarla cuando lo único que podía hacer era llevarla a vivir conmigo y tenerla para siempre.

Allen me había dejado solo, sin nadie y sin nada, y yo no quería aceptarlo aunque esa fue la realidad por un tiempo. Ya no tenía moral para reclamarme que quisiera tenerla sí o sí, porque me había prometido dos veces que no iba a dejarme. Tuvo que faltar la tercera, ¿verdad? Sí. Porque la tercera era la decisiva. Yo quería la respuesta decisiva. La palabra final. La última promesa. Su última promesa. La quería a ella sin tener que atravesar tantas complicaciones.

Tenía que terminar de contarle bien lo que había pasado con mi madre. Y cuando acabara con eso, iba a empezar desde cero con ella.

Una nueva historia y una nueva vida. Sin complicaciones. A su lado. Y quería más. Más que solo eso con ella.

Quería dejar de desesperarme por tocarla.

Quería abrazarla.

Quería verla llorando mientras leía un libro.

Quería escucharla gritar emocionada mientras me contaba cosas buenas que le habían pasado.

Quería decirle que no era necesario que aprendiera a boxear, porque yo iba a defenderla siempre.

Quería casarme con ella.

Quería que me diera hijos.

Quería que estuviéramos juntos siempre.

Quería amarla en esa vida y en la siguiente, y en todas las próximas. Iba a buscarla cada vez que volviera a nacer hasta encontrarla y seguir estando juntos.

Quería a mi pelirroja fea.

Quería que terminara de decirme los nombres de sus peces.

Quería a nuestro perro Hero.

Quería a mi Allen.

Quería un Allen y Dorian.

Quería conocer sus pesadillas y debilidades.

Quería ser su verdadero: I wanna be yours.

La extrañaba, nadie se imaginaba cuánto, ni siquiera yo. Allen me había engañado, destruido, y dejado. No quería que la historia se repitiera, por eso debía llevarla conmigo a donde fuera.

Esos nueve meses viviendo en Australia en la misma residencia mientras la esperaba, fueron el peor de los infiernos. Todo me recordaba a ella. El auto, la calle, cada atajo, cada camino, cada día, Birkin, la barra, el llavero, los pasillos, el ascensor, y su puerta. Todo era nostálgico y doloroso. Todo. Cada respiro, cada suspiro, cada lágrimas, cada lamento, cada hora, cada minuto, cada segundo, cada milésima. Todo era doloroso y espantoso. Todo.

Incluso lloraba, pero no por debilidad sino por rabia.

Cuando era pequeño, creía que llorar era estúpido porque nada se resolvía con lágrimas, porque así me lo había enseñado mi padre, pero yo no podía parar de hacerlo a cada momento durante esos nueve meses, sintiendo fuertes dolores en la garganta por negarme miles de veces soltar un sollozo. Yo no era débil, y tampoco pretendía serlo, porque si caía, sabía que no iba a tener fuerzas para encontrar a Allen.

Pero fuerzas también era lo que necesitaba.

—Está entrando —escuché la voz de Buty a través del auricular.

—Ya lo sé —esbocé una sonrisita mínima, satisfecho por lo que iba a pasar y que sabía que saldría bien—. Hazlo.

La imagen de Allen había desaparecido de mi vista, también la de Buty, porque ambos habían entrado al edificio donde yo me encontraba. Ahí era donde estaba quedándose, y por lo que sabía, Brant todavía estaba en el instituto, porque las universidades siempre terminaban sus clases más temprano.

Yo conocía bien a Brant, era capaz de avisarle a la policía si Allen no regresaba a la suite, así que me había encargado de escribirle una carta. Por obviedad, había dejado escrito que la carta era de mi parte, porque si realmente estaba muy enamorado y pendiente de Allen, lo más probable era que conociera su letra. Se volvería loco para tratar de encontrarla, pero Allen no era menor de edad, y para cuando la encontrara (que dudaba que fuera rápido si no usaba mucho intelecto), ya Allen estaría decidida a quedarse conmigo.

—Voy a entrar —volvió a sonar la voz de Buty a través del auricular.

—Vale. No la toques mucho ni le coquetees demasiado, que te conozco.

Buty soltó una de sus risitas comunes: escalofriante y cargada de perversión y lujuria. Sabía que, sea lo que sea que le dijera a Allen, no iba en mal plan. A Buty sería la única persona a la que le confiaría mi vida. Todo iba a salir perfecto. Él nunca fallaba.

Entré al ascensor del edificio para bajar al último piso y regresar a la casa donde estaba quedándome por el momento. Ahí iba a verme con Allen cuando Buty la llevara. No quería que me viera hasta que estuviéramos allá. Y me hubiese encantado llevarla yo mismo, pero nos llevaría mucho tiempo hablando en la suite y Brant podía llegar en cualquier momento. Yo me conocía perfectamente, sabía que iba a quedarme escuchando a Allen y no iba a hacer lo que debía hacer para sacarla rápido de ahí.

—Buenos días, guapa —escuché por el auricular esa voz sexy, masculina y encantadora que utilizaba Buty para amarrar a ciertas mujeres que le interesaban, y sonreí con ironía por eso.

Buty tenía un fascinante talento que no muchos poseían. Podía llamar la atención de cualquier mujer. Tenía muchísima labia para poder aflojar a las más duras, frías y con las miradas de hierro. Pero eso sí, no andaba con cualquiera, sabía elegir bien a sus ligues. No se permitía cualquier muchacha de culo bonito y piernas largas. Para él debía haber algo más que solo un bonito cuerpo: personalidad, carácter y buena representación.

—Eh… Buenos días.

Me recosté de la pared metálica del ascensor y suspiré, cerrando los ojos. Era su voz, la voz de mi pelirroja fea, de mi hässlicher rotschopf, de mi bonita, de mi arpía. De la que me hacía perder el control porque no me seguía la corriente para discutir. De mi sensual y perversa Allen a la hora de estar a solas, sin ropa y sin respeto.

Recordé cada momento vivido con ella en solo milésimas, empezando desde el primer segundo en que la había visto llorando en el avión mientras leía su libro.

—¿Cómo estás? —volví a escuchar a Buty.

—Yo… bien. Estás… en medio de la puerta, ¿Podrías por favor darme el permiso?

—Ah, claro, si vas a invitarme a entrar.

—No voy a dejar entrar a un desconocido a una suite que no es mía.

—¿Y si te digo que yo tengo una?

Escuché a Allen soltar una risita, así que no pude evitar hacerlo yo también. Mataba por ver su cara en ese momento, aunque no negaba que iba a volverme loco si aceptaba lo que Buty le insinuaba.

Esperaba que todavía siguiera amándome, que yo no lo dudaba, no podía haberme olvidado en diez meses, ¿Verdad? No. Me conformaba con que por lo menos siguiera pensando en mí en los próximos diez años. Sí, con diez años que siguiera amándome, me bastaba, después podía buscarse una pareja. Pero solo diez años después. Y claro, eso en caso de que yo no volviera a parecer en su vida, y como era lo contrario, su única opción era amarme toda la vida.

—Tienes una bonita sonrisa. ¿Cómo te llamas?

—Allen. Allen Gates. Es la primera vez que me dicen eso.

—Ah, pues imbéciles —enfatizó bien la palabra, como si estuviese diciéndomela a mí— los hombres que te hayan conocido.

—Yo prefiero a los hombres que no me hagan sentir insegura antes que a los hombres que solo dicen cumplidos para enredarme. Yo no los llamaría imbéciles.

—Te lo mereces —murmuré con seriedad, meneando lentamente la cabeza.

—Vaya —Buty suspiró—. Eso me dolió.

—¿Qué? ¿Intentas enredarme? —Allen volvió a reírse cortamente, luego tomó silencio.

—Meh. Solo fue un decir.

Y hubo silencio durante unos segundos.

—Buty —pronuncié, mirando mi reloj en mi muñeca—. Te quedan once minutos antes de que Brant salga.

—¿Qué? —preguntó, y antes de responder, Allen lo hizo, dándome a entender que no era conmigo.

—Nada. Solo que por un momento me recordaste a alguien —respondió ella.

—¿Qué? ¿Me parezco a uno de tus ex? Pues déjame decirte que tuviste buen gusto.

Allen volvió a reírse.

—No, no es eso exactamente —replicó—. La palabra: meh. Me recuerda a alguien a quien amé mucho.

Me llevé la mano al pecho, porque sentía que el corazón me bombeaba con mucha más fuerza de la normal. Estaba un poco nervioso y conmovido, porque Allen estaba hablando de mí, ¿no? Sí, creía que sí. Miré un punto en el ascensor y me concentré mucho en la conversación que estaban teniendo ellos.

—Sácale más información de esa persona —le ordené inmediatamente a Buty, antes de que cambiara el tema.

—¿Alguien a quien amaste? O sea, ¿Ya no lo amas? —inquirió él.

—Sí, lo hago. Lo haré hasta el resto de mis días.

—¿Tu padre?

—No. Pero sí lo amaré el resto de mi vida.

—¿Tu madre? 

—No. Pero sí la amaré el resto de mi vida.

—Entonces, ¿Quién?

—Nadie. ¿Ya puedes hacerte a un lado? Necesito entrar.

—Vale. ¿Ni siquiera quieres saber cómo me llamo, pelirroja bonita?

Allen volvió a reírse.

—Oh, Dios, en serio me recuerdas tanto a él —y volvió a reírse—. Nos vemos después, chico. Permiso.

—No. Quisiera mostrarte algo antes.

—Será después, ahora tengo que en… ¿Qué haces? ¡Suéltame…! ¡Eh!

Y no escuché nada más, solo sonreí porque sabía que ya la parte importante había llegado. No era tan peligroso que Buty le inyectara un sedante para que perdiera el conocimiento y así sacarla sin ningún inconveniente. El plan era que debía llevarla al piso de abajo saliendo por una de las puertas de emergencia. Le tocaba bajar tres pisos por las escaleras con Allen montada sobre su hombro, porque no podíamos sacarla por la puerta delantera. Pero no tenía que preocuparse, Allen pesaba lo mismo que pesaba una pluma.

—Joder, Dorian, esta enana pesa.

Vale, retiraba lo dicho.

—Y huele horrible. Creo que ya te he dicho que odio el olor de la vainilla. Me dan ganas de vomitar.

—Cállate, Buty, yo dije lo mismo al principio y ahora mírame.

No dijo nada, solo suspiró.

No me preocupé más, porque ya me había encargado de apagar todas las cámaras del edificio y eliminar los vídeos donde yo y Buty aparecíamos entrando. Solo me quedaba que él subiera a su auto a mi futura esposa y la llevara conmigo para luego irnos a su nuevo imperio, donde tenía muchas cosas que poner en orden y hacer lo que quisiera sin preocuparse por nada.

🐟🐟

Me había servido un vaso de whisky y tomé un sorbo mientras la miraba. Era la primera vez que bebía desde que habíamos jugado al Uno. Ya se había acabado el año. Además, prometí no volver a tomar hasta que la encontrara. Y no había roto mi promesa a diferencia de ella.

Ella…

Estaba tirada sobre la cama de mi habitación, que era igual a todas las demás habitaciones de la casa: redonda. Contenía una cama mediana con sábanas finas de color negro, suelo gamuzado del mismo color, la televisión empotrada a la pared y una cómoda. Había dos puertas adicionales, un baño y el ropero. Y solo una excepción: el piano que tocaba cuando era niño.

Me lo había comprado mi abuelo paterno cuando había cumplido mis tres años.

Me senté en la esquina de la cama, en la parte acolchada, y continué mirando a Allen. Estaba cuesta arriba, en bragas negras y con una camisa pequeña de color blanco que solo le cubría los senos. Esa la había comprado esencialmente para ella, porque de esa forma estaba cuando la había visto dormida a medio vestir por primera vez.

Su cabello estaba revuelto y algunas partes de su cuerpo se encontraban sonrojadas. Ya podrían imaginarse cómo eso me tenía. Pero no podía perder el control aunque me hubiese resultado difícil cuando le quitaba la ropa para cambiarla, quería que se despertara y me mirara antes de hacerla mía por sexta vez.

No estaba lejos de hacerlo, llevaba mucho tiempo dormida. 

Allen Gates. Quería reemplazar eso. ¿No sería más hermoso Allen Freemam? No. Más hermoso sería Dorian Gates. Quería robarle el apellido. Quería hacerlo también mío. Me emocionaba pensar que podía tomar el apellido de Allen.

Allen había cambiado algunas cosas. Ya tenía dieciocho años y estudiaba filología en la universidad central de Provincia, además de que era escritora. No trabajaba porque la fortuna que le había dejado su familia muerta le servía para vivir cómoda con el maldito de Brant.

Él quería alejarla de mí, yo lo sabía. Y le había salido bien porque Allen y yo no estábamos pasando por un buen momento. Supongo que después de todo, el “niño” imbécil había logrado salirse con la suya mudándose con Allen y el perro Hero a una suite en Francia. Qué vida tan deliciosa. Pero la felicidad no iba a decirle mucho, y me daba igual dejarlo solo incluso sabiendo que no trabajaba y que solo tenía dieciséis años.

Eso era todo.

Ahora, si hablábamos de Allen en lo material, diría de nuevo que había cambiado. Ya no solo tenía un tatuaje (ese infinito con la letra S en el lado izquierdo de su vientre), ahora tenía cuatro en total. Un pez diminuto, el cual se encontraba justo debajo de su seno izquierdo. Un libro abierto también muy diminuto, ese estaba cerca de su clavícula, del lado izquierdo. Y finalmente, ese que tanto me gustaba y que me había dejado sorprendido. Estaba en su cuello, justo sobre la horta: Hässlicher rotschopf (pelirroja fea en alemán).

Ella seguía siendo un misterio, pero de momento, solo me interesaba saber qué significaba esa S en el infinito. Antes me había olvidado por completo de ese tatuaje, pero era lo segundo que iba a preguntarle cuando se levantara. Claro, si no nos llegábamos a distraer haciendo otras cosas.

Fuera de los tatuajes, entrábamos en sus accesorios. Llevaba lo de siempre: su collar con el pez y el anillo de la huella de perro. No tenía aretes ni alguna otra cosa. Era normal, siempre mantenía en alto su naturalidad y originalidad como mujer. Pero hubo un cambio.

Su cuerpo.

Cuando Allen estaba abajo del edificio, llevaba un atuendo con el que parecía toda una francesa provinciana, pero en vez de ir de negro, iba de beige. Gabardina beige, camisa manga larga beige con cuello alto y sin botones y un blazer del mismo color. Por supuesto, eso le quedaba ancho, y como no llevaba el blazer abotonado, no podía observar bien su cuerpo.

Ahora podía ver que estaba un poco más… ¿Robusta? Sí. Tenía los muslos más carnosos, el trasero un poco más grande y redondo, la cintura pequeña y abdomen bastante formado. Lo único que seguía igual eran sus senos, medianos, pero más pequeños que grandes. Yo no me había enamorado de su cuerpo primero, así que eso no era importante.

Pero lo aceptaba, había cambiado bastante físicamente.

Después de un rato, donde seguía observando cada milímetro del cuerpo de Allen, me levanté de la cama y me dirigí al asiento moderno de mi piano, sentándome en él. No quería, pero terminé dejando de mirarla y me enfoqué en las teclas del piano, coloqué mis dedos encima y empecé a tocarlo. Creí que eso la levantaría, pero seguía profundamente dormida.

Toqué una pista de Ludovico Einaudi, era el único pianista que me gustaba. Pero claro, no era el único que consideraba bueno. La pista era Experience 369. No tenía una melodía tan lenta, pero me gustaba tocarla de ese modo, podía sentirse más. Me gustaba el sonido de las baladas, pero porque eran lentas.

Había tocado porque Allen me había pedido que lo hiciera para ella. Seguía doliéndome, y no por el sonido que pudiera ser, sino por el piano, sus teclas y lo que significaba ese objeto para mí.

—Dorian… —escuché el susurro.

A media pista dejé de tocar y giré el rostro.

Estaba de rodillas en la cama, mirándome con cierta petrificación, aun así, no podía evitar leer el terror en su mirada. Y era una mirada de miedo. Pero no me fijé solo en eso, sino también en su cuerpo. Estaba sonrojada, con las manos abiertas sobre el colchón y el cabello revuelto. Se veía igual de radiante como la primera vez que la había visto.

Era increíble lo fuerte que se podía amar en la vida. También lo hermosa que podía parecernos nuestra pareja de vida a pesar del largo tiempo.

Pero Allen no era mi pareja, eso sonaba muy sofisticado. Simplemente yo era suyo, sin más.

—Pelirroja fea.

—Estoy soñando con él —apretó los ojos y se llevó las manos al rostro—. Otra vez.

—¿Otra vez?

Allen se quitó las manos del rostro y volvió a mirarme. Sus ojos estaban cristalinos, como si estuviera a punto de llorar.

—Dorian —volvió a pronunciar con suavidad, y pestañeó varias veces.

—Soy yo, Allen. No estás soñando.

—No, sí lo estoy haciendo —replicó—. El muchacho… me… me atacó… ¿Dónde está Brant? ¿Dónde estamos?

Y volvió a cubrirse el rostro.

—No de nuevo, no de nuevo. Tengo que superarlo.

Me arrodillé también en la cama y gateé hasta ella, hasta que pude pegar mi rostro lentamente de sus manos para inhalar su olor como un animal oliendo su presa. Ella las apartó rápidamente y volvió a cruzarse con mi mirada gris, pero cerré los ojos cuando mordí su labio inferior y tiré lentamente de él. Luego la besé.

Creí que reaccionaría de otra forma, pero no. Me abrazó rápidamente por el cuello y me besó con desespero, rápido, y se acercó más a mí, levantando el trasero y quedándose solo de rodillas para estar a mi altura.

—Disfrútalo, Allen —murmuró para sí misma—, solo en tus sueños puedes tenerlo así.

Quería reírme, pero no me permití hacerlo porque iba a romper el beso y la extrañaba demasiado como para solo hablar. Me balanceé un poco hasta que quedé acostado sobre su cuerpo, ella me abrazó con sus piernas por la cadera y siguió besándome mientras me acariciaba la espalda con sus suaves manos, causándome un cosquilleo.

—¿Suenas mucho conmigo, Allen?

—Todos los días, Dorian. Incluso cuando duermo por las tardes.

Y continuamos besándonos. Aparté sus manos de mi cuerpo y las entrelacé con las mías, pegándolas a la cama y acorralándola.

—¿Qué tipos de sueños son? —murmuré.

—En todos te abrazo y te digo que me perdones y que te amo.

—¿Me amas?

—Nunca dejaría de hacerlo.

Me separé de ella y la miré, dedicándole una pequeña sonrisa.

—Estoy aquí, Allen. El muchacho que fue a buscarte es mi mejor amigo.

Ella volvió a pestañear repetidas veces, mirándome.

—Ya no quiero seguir soñando contigo… —murmuró.

Me empujó suavemente y se apartó de mí, volviendo a sentarse en la cama. No le dije nada, solo levanté la mano y cuidadosamente le acaricié la mejilla.

—… pero se siente tan…

—¿Real? —terminé por ella, apretándole con fuerza la mejilla, hasta que pegó un pequeño grito.

—¡Me duele!

—Es real. 

Se echó un poco hacia atrás, alejándose más, hasta que llegó al borde de la cama y terminó colocándose de pie de manera absurda.

—¿Seguimos en Provincia? —inquirió, acercándose a la pared de panorámica para abrir la cortina, luego se giró bruscamente hacia mí, con el celo fruncido—. ¿Dónde está Brant? ¿Le hiciste algo, verdad?

—No le hice nada —respondí con seriedad, porque definitivamente ella seguía creyendo que iba a pasar toda la vida pendiente de hacerle daño a su familia.

Suspiró y se miró el cuerpo, frunciendo más el ceño.

—¿Dónde estamos? ¿Dónde está mi ropa?

—¿De verdad quieres irte? —me coloqué de pie también, acercándome a ella para tratar de tocarla, pero se alejó—. Allen…

—Déjame en paz. ¿Para que viniste, Dorian?

Intenté volver a acercarme, pero ella volvió retroceder, hasta que su espalda chocó con el cristal cubierto por unas cortinas. Pues no me detuve, y mientras más me acercaba, más sus ojos se inundaban en lágrimas, hasta que solo acabó por volver a cubrirse el rostro.

—Mírame, Allen.

—No.

—Allen.

—Me quiero ir.

—¿Puedes dejar que te diga todo?

—Ya no hay tiempo para eso.

—Si me dejas decírtelo entonces te dejaré ir, si es lo que quieres.

—No servirá de nada que yo lo sepa, porque igual no estaremos juntos.

—Y si no te lo digo entonces no viviré en paz, Allen.

Meneó la cabeza.

—No me interesa si vives en paz o no, Dorian, dejaste de importarme cuando me dejaste tirada sin saber si estaba viva o no.

—Sabía que lo estabas. Lo comprobé antes de irme.

Se quedó en silencio, y yo igual, porque todavía esperaba que me pidiera algo más. Quería que terminara de pedirme que le contara todo, entonces yo podría continuar.

Pues me preguntó lo que menos esperaba:

—¿Tú me quitaste la ropa?

—Sí.

Y ahí sentí el impacto. Se quitó las manos del rostro, levantó una y me propinó un bofetón. Sin duda alguna esos eran de los fuertes, de los mejores que parecía tener.

—¿Ahora sí podemos hablar? —volví a mirarla, calmado.

Ya sabía que ella era loca, mientras yo tenía disociación ella tenía bipolaridad. Me tomó por las mejillas y volvió a besarme de nuevo, con desespero. Y tuve que bajar bastante la cabeza para poder llegar a su altura.

—Sigues siendo pequeña, pelirroja fea.

—Cállate y bésame.

En realidad dejó de hacerlo ella. Me empujó y se quedó mirándome.

—¿Dónde estabas, Dorian?

—Seguí quedándome en Australia. Pensé que ibas a volver.

—No iba a hacerlo.

—Lo sé, Allen. Te fuiste con la intención de abandonarme, ¿no?

No me respondió, se quedó callada, y para mí esa fue la respuesta. Sus ojos seguía húmedos, y en su rostro no se reflejaba más que solo tristeza y decepción, lo mismo que de cierta manera yo también sentía. Era desagradable sentir que todavía no la tenía cuando en realidad estaba ahí conmigo, entre mis brazos y abrazándome por el cuello.

—Todavía no puedo olvidarme de lo que me dijo tu padre, Dorian, no entiendo nada. ¿Él es tu padre?

—Lo es.

—Pero tu madre, la madre de Debby.

—No son las mismas.

—Pero me dijiste que tus padres habían estado juntos desde sus diecisiete años y…

—Y no te mentí, estuvieron juntos hasta que ella murió.

—Hasta que tú la mataste —me corrigió rápidamente.

—Sí —susurré—. Pero no fui yo.

—¿Y entonces quién fue?

—Yo no estaba en mí en ese momento, Allen.

—¿Y entonces yo corro con el riesgo de que también me hagas lo mismo cuando tu otra personalidad quiera salir?

—No, yo no te haría daño jamás, Allen.

—¿Y él?

No dije nada, me quedé pensando en eso con mucha profundidad. Podía mirar lo que mi cuerpo hacía cuando su verdadera conciencia estaba fuera de él, pero no podía controlarlo. Era una de mis desventajas.

—¿Ves, Dorian? Por eso no puedo quedarme contigo, y tampoco quiero hacerlo.

—Pero ahora sí puedo controlarme, Allen.

—Eso no lo sabes.

Y volví a quedarme callado, sin tener ninguna base para replicar.

—¿Cuántos años tenías cuando lo hiciste, Dorian?

—Seis.

Pestañeó con fuerza y me soltó, colocando sus manos abiertas sobre mi pecho. Estaba temblando. Pero nunca la solté, de hecho, la abracé con más fuerza por la cintura.

—¿Me tienes miedo, Allen? —inquirí—. ¿Crees que soy capaz de hacerte algo como lo que estás imaginándote justo ahora?

—Estoy temblando porque tengo frío —replicó—. ¿Puedes terminar de contarme? Quiero saber qué pasó después.

—Mi madre era una mujer millonaria, y mi padre no tenía tanto como ella. Por obligación el dinero pasaría a mí una vez a ella la reportaran como muerta, en caso de que me dieran en adopción, sería de mi abuela materna. Pero él prefirió ocultar todo para quedarse con ese dinero.

—¿Y así ocurrió?

—Sí, y no pude negarme Allen, era un niño que no sabía nada y tenía miedo, primero por pensar en eso y segundo al recordar lo que él me decía. Que cuando tuviera dieciocho que iba a pasar toda la vida encerrado y otro millón de cosas más que un niño de mi edad no debía escuchar. La realidad la supe cuando estuve más grande. Él era mi cómplice y lo que pasó no era mi culpa. Por eso ya no puede controlarme, tuvo lo que siempre quiso y ahora yo soy libre.

—Tu padre es un maldito. No merece libertad.

—En realidad no sé quién lo es, ni quién merece esa libertad.

—Tú lo dijiste, Dorian. No fue tu culpa. Si me hubiese dicho esto antes…

—Lo intenté, pero no me dejaste —la interrumpí.

—Pudiste haberlo dicho rápido. ¿Y de tu madre?, ¿Qué hay de ella?

—¿Bercly?

—Sí, ¿Cuál otra?

—¿Qué pasa con ella?

—¿Cómo llegó a sus vidas, Dorian? —inquirió con obviedad, meneando los ojos—. ¿De dónde salió ella en toda esta historia?

—Mi verdadera madre era soltera, Allen. Nunca supe por qué se separó de mi padre, sólo sé que de niño estaba tan asustado que acudí a él cuando había hecho… ya sabes qué. Y ya lo demás puedes imaginártelo atando cabos.

—Sigo pensando que tenías que habérmelo dicho.

—¿Qué? ¿Querías que le dijera a la chica tranquila que había asesinado a mi madre cuando tenía seis años y que me había comido sus órganos sin ni siquiera cocinarlos?

—No repitas eso de nuevo, me da asco, y terror. Él sólo pensar que no puedes ser libre porque…

—Soy libre, Allen —aclaré—. Al menos lo soy cuando estoy contigo. Solo contigo puedo ser yo. Tú eres mi redención, y no quiero imaginarme que va a pasar después de que me digas que debería hacer mi vida aparte.

—¿Y si no quiero decirte eso?

—No quiero que estés conmigo por lastima. Ni porque ya notaste que estoy solo.

—¿Y puedo estar contigo si te amo?

—¿Me amas? —inquirí lentamente, todavía mirándola.

—Sí lo hago. No desde la primera vez que te vi, pero sí desde que te lo dije por primera vez.

Suspiré lentamente, y no pude evitar que los ojos me ardieran, y justo antes de que pudiera verme, los apreté y recosté mi frente de su cabello, inhalando con fuerza su olor.

—Jamás olvidé tu olor, Allen. Es un recuerdo que no puedo arrancarme de la cabeza.

—Vámonos a Australia, Dorian, allá está mi familia. Nuestra familia. Allá sí hay amor. Del verdadero. Y empecemos desde cero.

Sonreí, casi resoplando, y luego musité:

—Acepto.

Al final, no había cumplido mi objetivo. Que era deshacerme de ella. Algo había aprendido de mi padre: no dejar ir mi vida. Pero algo había aprendido de Allen: las personas podíamos romper promesas, pero no porque no fuéramos de palabras, sino porque estábamos destinados a hacer las cosas mejor y para eso había que evitar hacer lo que pensábamos cuando sólo éramos inmaduros.

O en mi caso. Cuando solo estábamos asustados o dolidos

Holaaaa. Que feliz estoy. Después de un largo proceso, Dorian ha llegado a su fin. Espero muchísimo que les haya gustado. Y muchas gracias a todos aquellos que me acompañaron durante el desarrollo de esta historia.

Los quiero un montón y ¡Feliz navidad a todos, espero que él año 2025 los reciba con muchas bendiciones!🦋

24/12/24. Hora: 23:23.

Cecilia Moncada.

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