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Capítulo 3

Entré al edificio con pasos apresurados, como si mis piernas se movieran por inercia, sin esperar a que mi mente decidiera. No pensé demasiado en lo que estaba haciendo; si lo hubiera hecho, quizás me habría dado la vuelta. Pero en cuanto crucé las puertas, me detuve en seco.

La recepción era imponente, de una limpieza casi excesiva, como si el polvo no se atreviera a entrar. Todo brillaba con una blancura impecable, y los detalles dorados en cerámica relucían en las paredes, proyectando una sensación fría y calculada. Era el tipo de lugar que hacía que una persona como yo se sintiera pequeña, fuera de lugar. Tragué saliva con dificultad; mi garganta se sentía seca, como si el aire mismo se resistiera a entrar en mi cuerpo.

Avancé lentamente hacia la recepcionista. Era una chica joven, con un peinado perfectamente recogido y una sonrisa profesional, tan neutral que era imposible saber si estaba siendo amable o simplemente haciendo su trabajo. Al notar mi presencia, apartó los ojos de la pantalla con una leve exhalación, como si yo fuera una interrupción innecesaria.

—Hola, ¿me podría ayudar? —pregunté, con la voz apenas firme. Un escalofrío me recorrió la espalda. Sentía el colgante de mi madre helado contra mi piel. —Quisiera hablar con Arturo Silva, si es posible.

—¿Tiene alguna cita? —preguntó, su voz tan educada que sonó casi cortante.

—No, pero necesito hablar con él. —Las palabras se me trabaron en la garganta, y un temblor sutil se instaló en mis manos.

Ella enarcó una ceja, su expresión aún impecable, aunque sus ojos reflejaban algo parecido a la desconfianza.

—Lo siento, sin cita no puedo pasarle con el señor Silva.

Quise insistir, pero tuve que tragar saliva antes de atreverme a hablar. Respiré hondo y, con voz temblorosa, solté lo que había intentado decir desde el principio:

—Soy... su hija.

Su mirada cambió de inmediato, como si acabara de escuchar una locura. No lo dijo, pero sus ojos gritaban: "¿Estás bromeando?" Sentí cómo mi pecho se apretaba de los nervios. Mi bolso parecía pesar el doble mientras rebuscaba dentro de él, torpe y desesperada.

—Mi madre se llamaba Alicia. Tengo las cartas... —Saqué uno de los sobres, con las manos temblando—. Y esto también. —Mi voz casi se apagó mientras sostenía el colgante frente a ella, como si aquel pequeño objeto pudiera explicar todo lo que yo no podía. —Él lo reconocerá, estoy segura.

La recepcionista dudó por un segundo, evaluándome como si estuviera buscando alguna mentira escondida en mi rostro. Finalmente, suspiró con algo parecido a resignación.

—Puedes sentarte. Le daré el mensaje y luego te llamaré —dijo mientras tomaba el teléfono, su voz volviendo a esa neutralidad profesional. —Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Ana. Me llamo Ana.

Sus dedos se movieron con soltura por el teclado mientras empezaba a hablar por el teléfono. No pude escuchar sus palabras, pero vi cómo asentía varias veces. El sonido era como un zumbido lejano; yo solo podía oír el latido de mi propio corazón, rápido y desbocado.

Me dirigí al asiento más cercano y me dejé caer lentamente, sintiéndome frágil, como si cualquier movimiento brusco pudiera romperme en mil pedazos. El silencio del lugar parecía amplificar los gritos en mi cabeza. ¿Y si no me acepta? ¿Qué haré si me rechaza?

Mis dedos se cerraron con fuerza alrededor del colgante, como si pudiera aferrarme a mi madre a través de él. La imagen de regresar a mi antigua vida, a esa casa llena de sombras y dolor, me hizo sentir náuseas. No puedo volver allí. No puedo.

Miré hacia la recepción, donde la chica seguía hablando, tan calmada como si mi futuro no estuviera pendiendo de un hilo. Respiré hondo, intentando contener el temblor en mi cuerpo.

Por favor... por favor, que me acepte.

Pasaron alrededor de cinco minutos, pero para mí fue una eternidad. Cuando la recepcionista, Mariana, finalmente se acercó para decirme que podía pasar, sentí que mis piernas temblaban mientras me guiaba por un largo pasillo.

Al final del corredor había dos puertas altas, blancas con detalles dorados que parecían sacadas de otro mundo, uno en el que yo no pertenecía. Mariana tocó suavemente antes de abrirlas, y al cruzarlas, vi a un hombre de mediana edad sentado tras un escritorio impecable.

Llevaba un traje perfecto y unas gafas que reflejaban la luz. Su cabello, negro con destellos de canas, parecía cuidadosamente arreglado. Nos quedamos mirándonos en silencio, el aire entre nosotros parecía hacerse más pesado con cada segundo.

—Puedes dejarnos solos, Mariana —dijo con voz calmada, casi imperceptible.

Ella asintió y salió sin hacer ruido, cerrando las puertas detrás de mí. La habitación pareció volverse más grande en su ausencia. Arturo me observó por un momento más antes de hablar.

—Te pareces mucho a tu madre. —Su voz tenía un tono bajo, contenido. Me señaló un asiento—. Puedes sentarte.

Obedecí sin decir nada, sintiendo el peso de su mirada sobre mí. Había imaginado este momento tantas veces, pero ahora que estaba aquí, mi mente estaba completamente en blanco.

—Te llamas Ana, ¿cierto?

—Sí, así me llamo.

—Tu madre fue muy especial para mí —continuó. Sus ojos pasaron de mí a las cartas y el colgante que había traído—. Nunca olvidaré a Alicia, aunque las cosas no resultaron como quisimos. —Su voz se apagó un poco al final, como si hablara más consigo mismo que conmigo—. ¿Qué ha sido de ella?

Tragué saliva y respondí, apenas pudiendo mirar su rostro.

—Murió al darme a luz. No la conocí.

Vi cómo su expresión cambió. Por un momento, pareció más vulnerable, como si el aire lo hubiera abandonado. Cerró los ojos un segundo antes de asentir, despacio, como si las palabras fueran demasiado difíciles de procesar.

—Lo siento mucho... —murmuró, más para él que para mí.

Hubo otro silencio pesado antes de que volviera a hablar.

—Creo totalmente en Alicia, siempre lo hice. Pero me gustaría estar seguro de que realmente eres mi hija. ¿Aceptarías realizarte una prueba de paternidad?

Sus palabras no me sorprendieron, pero aun así sentí una punzada en el pecho. Era lógico. Yo era una extraña para él. Traté de ocultar mi incomodidad mientras asentía.

—Sí, claro —dije, mi voz apenas un susurro.

(.....)

Nos dirigimos hacia el auto negro que nos esperaba, y durante todo el trayecto al hospital, el silencio se hizo tan denso que apenas podía oír mi respiración. Arturo iba al volante, con los ojos fijos en la carretera, y yo miraba por la ventana, tratando de ordenar mis pensamientos, de encontrar alguna respuesta que no sonara vacía.

Fue él quien rompió el silencio al cabo de un rato.

— ¿Y qué ha sido de tu vida? ¿Con quién vives?

Me tensé un poco, acomodándome el bulto en las piernas, antes de responder, y me sentí un tanto incómoda por la pregunta. A pesar de la educación y seriedad de su tono, no pude evitar notar lo distante que parecía. No parecía haber notado mi incomodidad, porque siguió preguntando como si nada.

— Vivo con mi padrastro. —dije, buscando una forma de que mi voz no temblara. La respuesta era corta, pero cargada de todo lo que no quería explicar. Lo dejé ahí, pero las palabras no fueron suficientes para ocultar la carga emocional que había detrás.

— ¿Y cómo es tu relación con él? ¿Cómo te trata?

En mi garganta se formó un nudo. Traté de encontrar las palabras adecuadas, pero todo se me trabó. "¿Cómo era mi relación con él?" Es como si el simple hecho de pensarlo me hubiera devuelto esa sensación de incomodidad, de opresión en el pecho. No podía decirlo directamente, pero tampoco quería mentir.

— Uhhh... —dije finalmente, sintiéndome aún más incómoda. — No... no nos llevamos muy bien.

Arturo asintió, como si no le sorprendiera, y siguió con la interrogatoria.

— ¿Cuántos años tienes?

— Tengo 17, pero en unos meses cumpliré 18, seré mayor de edad pronto.

Un silencio más, esta vez menos pesado. Ya habíamos llegado al hospital, y agradecí no tener que responder más. El auto se detuvo frente a la entrada, y Arturo apagó el motor. No dijimos nada más mientras salíamos del vehículo, pero había algo en el aire, algo que me pesaba en el estómago, como si las palabras que no habíamos dicho estuvieran flotando alrededor.

Nos recibió una recepcionista con un tono excesivamente amable y entusiasta. Me sentí un poco incómoda con tanta cordialidad, pero Arturo parecía acostumbrado, ya que le dio su identidad y nos dirigieron rápidamente a una sala. El ambiente era frío y clínico, típico de un hospital de esa categoría, pero había algo en el aire que me hacía sentir fuera de lugar.

Al entrar, un doctor apareció casi de inmediato. Por la manera en que se saludaban, supe que se conocían de hace tiempo. Sus palabras fueron amistosas y llenas de una familiaridad que me sorprendió un poco. Observé cómo intercambiaban sonrisas y bromas en voz baja, mientras yo me quedaba allí, un poco al margen, como una sombra en su conversación. Ellos salieron juntos para hablar de algo que no pude escuchar, y yo me quedé sola en la sala, mirando la luz fluorescente que parpadeaba ocasionalmente en el techo.

Pocos minutos después, una señora con bata blanca y una sonrisa cálida entró en la habitación. Se presentó como Rosa, y sin perder tiempo, me pidió que me acomodara para una extracción de sangre. Me senté en la silla de consulta, y ella, con una suavidad profesional, me preparó para la toma de muestras. El proceso fue mucho más rápido de lo que imaginaba, y en menos de lo que pensaba, ya estaba levantándome de la silla. Le agradecí mientras ella me sonreía, y en ese momento sentí una extraña sensación de alivio, como si la prueba de paternidad fuera la última barrera antes de algo que no me atrevía a imaginar.

Unos minutos después, Arturo regresó a la sala. Su rostro, aunque serio, parecía algo más relajado.

— He arreglado una habitación para ti, en un hotel cercano. —dijo sin rodeos—. Puedes quedarte allí hasta que salgan los resultados de la prueba. No te preocupes por nada, lo que pase no cambiará nada. Yo estaré disponible para ti, pase lo que pase.

Sus palabras, aunque bien intencionadas, me dejaron con una mezcla de confusión y desconfianza. Me sentía atrapada entre lo que me decía y lo que había vivido antes, entre una promesa que sonaba sólida y el miedo a que todo fuera un simple gesto de aparente amabilidad.

Me envió con un hombre llamado Héctor, que era alto, serio y callado. En todo el trayecto al hotel, no intercambiamos ni una palabra. El ambiente en el coche estaba cargado de silencio, como si las conversaciones que no se daban fueran más pesadas que las que se llegaban a decir. Yo miraba por la ventana, tratando de asimilar todo lo que había sucedido hasta ahora, pero las imágenes parecían borrosas, como si mi mente aún estuviera procesando cada nuevo detalle.

Cuando llegamos al hotel, Héctor me ayudó a instalarme en la habitación. Era pequeña pero cómoda, con una cama amplia y un escritorio en la esquina. No dijo mucho más, solo me dejó allí, y antes de salir, me miró una vez más.

— Si necesitas algo, no dudes en llamar. —fue lo único que dijo, y luego cerró la puerta tras de sí.

Quedé sola, en esa habitación que ahora era mi refugio temporal, y el silencio me envolvió. La incertidumbre se instaló en el aire, más pesada que cualquier ruido.

Rápidamente pedí algo de comer y fui a la ducha. Necesitaba relajarme, pero el ambiente del hotel, tan vacío y monótono, solo aumentaba la presión en mi pecho. El agua caliente me caía sobre la cabeza, pero no era suficiente para calmar la ansiedad que me recorría. A pesar de que la comida estaba deliciosa, apenas pude comer. Cada bocado parecía pesarme más de lo normal. Mi mente no podía desconectarse ni siquiera por un momento. Los resultados de la prueba de paternidad saldrían en 48 horas, pero esas 48 horas se sentían como una eternidad.

Intenté dormir, pero mi cuerpo estaba demasiado tenso, mi mente demasiado llena de preguntas, de incertidumbre. La habitación, aunque cómoda, no me ofrecía consuelo.

Finalmente, llegó el último día de espera. Aún estaba en pie frente al hotel, mirando las calles vacías, el sol demasiado brillante para mi estado de ánimo, cuando vi un coche negro detenerse frente a mí. Hector salió del vehículo, saludándome cortésmente. No tenía ganas de hablar, no sabía qué decir. Sólo asentí con la cabeza y entré al auto. El silencio del viaje me envolvió, pero no me ofreció ningún alivio. No sabía lo que me esperaba, ni cómo debía reaccionar. Estaba atrapada entre lo que había dejado atrás y lo que aún no conocía, que sería de mí después de esto aún no lo sabía y no quería imaginarlo.

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