—¿Es que acaso esto es una broma? —miré indignados a todos, mi corazón se empezó acelerar y tuve que recostarme en la pared para no volver a caer.

Lloré, lo admito. Lloré todo el camino porque todas mis expectativas de encontrarlo vivo se habían esfumado. Si habían logrado encontrar su cuerpo, era porque ya no tenía nada, ya no encontraría ese soporte para vivir. Todos me miraban con lastima y rechacé todas las ayudas.

—Lo sentimos señorita...

—¡No, no lo sienten! No sienten la mierda que tengo encima ¡No entienden como se sienten que te digan que tienen el cuerpo de tu hermano y es otro ser humano! ¡No! ¡No! —empecé a gritar como histérica, las lágrimas salían. Mi paciencia estaba a prueba u como dos puños chocando entre sí, con el frenesí de dejar todo roto a su paso.

Cada vez la esperanza se derrumbaba, mis heridas se volvían abrir.

¿Dónde está ese paso de fe? ¿Dónde está? Estaba decidida a darlo, pero fue como el viento, me empujó sin avisarme los kilómetros que aún, no había recorrido. Me había hecho gastar mis energías, mi esperanza, mi ser, mi amor por la vida y la perspectiva de ellas.

El dolor te consume, el dolor te hace caer. Muchas veces te hace intolerante al sufrimiento, hasta se hace insensible. Ojalá fuera mi caso, así no tuviera este remordimiento por vivir. Porque ¿Por qué ellos y no yo?

No veo colores, solo una bruma negra, destruyendo poco a poco los recuerdos buenos, olvidando las sonrisas y los días soleados.

El huracán se repetía en mi mente, destruyendo cada fibra, cada molécula.

¿Por qué? Porque sentí por un segundo como me arrebataban mi hermano, pero solo fueron las esperanzas.

Dolía, dolía. Quería encontrarlo, necesitaba hacerlo. Pero ¿Estaba vivo? ¿Por qué no tenía esa respuesta? Tal vez no la tenía porque no era nadie, solo un humano más sin voz ni voto por el momento. No podía gritar, porque era inservible, no podía quejarme, porque había peores que yo.

Nadie te logra entender y tus sollozos son patéticos porque perdiste a quienes amabas, pero nadie sabrá cómo te sientes. No saben tus debilidades, no saben tus fortalezas, ni el miedo que sientes o la impotencia. Todos en un momento de nuestra perdemos a alguien cercano, pero no siempre será el mismo proceso. Yo solo lo siento, lento, consumidor y lleno de tortura en mi corazón. Porque no es justo que jueguen contigo, tampoco que tu mente te juegue la vuelta. Porque es ahí, es en ese momento donde te derrumbas rápidamente porque no hay esperanza, tampoco dolor, porque estas semanas lo he vivido, lo he conocido tan profundamente que tengo una respuesta.

Si no lo encontraba, ¿Por qué yo estaría aún aquí?

Así fue cuando me dieron de alta, cuando regresé a casa como alma vacía, ya no estaba viva; solo caminaba, solo respiraba, solo lloraba.

—¿Cuándo volverás? —miré a mi hermano con una sonrisa mientras lo abrazaba.

—Pronto, no te desharás de mí tan rápido —le di un empujón cariñoso mientras él sonreía.

—Te extrañaré...

—No estaré muerta, solo lejos físicamente pero somos hermanos. ¿Siempre juntos?

—Siempre juntos —Nathan tenía mi sonrisa, o yo la de él. Pero lo que sí sabía era que dolía su mirada.

Nunca me había separado de él por mucho tiempo, bueno, solo aquellos tres minutos que nos separaron en el vientre.

—¿Llamadas todos los días?

—Para escucharte molestar y joder como siempre —le volví abrazar y esta vez me permití soltar una lágrima, Nathan puede ser un idiota, a veces, pero es mi hermano y lo amo como nadie. Ha estado ahí para mí en los mejores y malos recuerdos, cuando me caía o cuando reía, cuando envié la carta a la universidad y cuando abrí la carta de aceptación. Nathan es mi pilar, como yo lo he sido, siendo testigos de sus logros y caídas y estoy orgullosa de decir que compartimos la misma sangre y el mismo cariño.