Capítulo XXXII
«No confíes tu secreto ni al más íntimo amigo; no podrías pedirle discreción si tú mismo no la has tenido».
—Beethoven.
Las puertas del ascensor se abrieron, mostrándome el rostro preocupado de la doctora Jenkins. Mi cuerpo, encrespado y mortificado, no tardó en sincronizarse y avanzar con avidez.
—Sus estados estaban mejorando, ¿cómo sucedió esto? —musité, acercándome a ella.
La mujer llevaba su cabello atado en un flojo moño que poco a poco comenzaba a soltar mechones hasta hacerlos descender cual cascada. Su mirada se alternó entre la mía y la pequeña Tablet que sostenía con fuerza entre sus manos. No supe cómo interpretarlo, entendía que a los médicos les afectase las muertes de sus pacientes, pero su mirada, cristalina, triste e ida me dio una impresión muy diferente. Noticias, pésimas noticias que llegaban para quedarse.
—¿Podemos hablar un momento, Roma? —dijo en voz baja, susurrando cada palabra con poca vehemencia entre ellas.
—¿Dónde están ellos? —La corté fríamente al sentir que un mal desazón mucho mayor al que se instaló en mí al recibir su llamada creció desde mis adentros con fuerza.
—Siéntese, señorita McGregor.
El respeto había vuelto a su voz una vez más, manteniéndola neutra, provocando que el tuteo desapareciera esporádicamente.
Me senté en uno de los duros asientos de metal del pasillo. Ella tomó asiento a mi lado, dispuesta a mostrarme algo en la Tablet. Entonces deslizó su dedo, pasando de imagen en imagen hasta detenerse sobre una específica.
—Este era el hígado de su tío al momento de su muerte, señorita. Sé que usted dijo que él no era de beber alcohol, pero lo que la imagen muestra es una cirrosis severa producto de la misma ingesta —explicó, mostrándome diversas imágenes—. Sin embargo, este estado no fue producido únicamente por el alcohol. En el organismo de su tío encontré otras sustancias. Dígame, ¿sabe lo que significan las siglas DILI?
Negué.
—Daño hepático inducido por medicamentos. Ésta es una lesión que toma lugar en el hígado y que se produce a través de la ingesta de ciertos medicamentos. En el hígado de su tío encontré dos tipos de sustancias que con el tiempo contribuyeron al desencadenamiento de una cirrosis severa —admitió, centrando su atención en la pantalla—. Amiodarona y halotano. La primera solo se puede conseguir a través de prescripción médica, lo cual chequé y no encontré que su tío poseyera por lo que dudo de cómo la consiguió. Ese medicamento sirve para poder controlar el ritmo cardíaco anormal y generalmente se utiliza cuando otros medicamentos no dan resultado.
—¿Y la otra sustancia? —indagué.
Suspiró.
—Halotano. Ésta es un tipo de anestesia. Se utilizó en los Estados Unidos hasta los años noventa cuando fue sustituido por el sevofluorano, de hecho, es extraño usar este tipo de anestesia hoy en día. Aunque en países subdesarrollados todavía se sigue usando por su precio barato —declaró—. Su tío consumió a través de vía nasal el medicamento que se fusionó en su cuerpo a través de la circulación en los pulmones. Sin embargo, hay algo importante a destacar. Ese hombre consumía amiodarona debido a la arritmia cardíaca, no obstante, está prohibido la ingesta de halotano cuando el paciente sufre arritmia cardíaca por lo perjudicial que puede ser en el cuerpo del paciente.
Una primera pausa sentenció sus palabras.
—Por eso cuando encontré rastros de ambas sustancia me sorprendí, hace muchos años que no escuchaba que algún colega les recetase a sus pacientes estos medicamentos en pacientes de alto riesgo, entonces decidí chequear el historial médico de su tío, señorita.
—¿Y qué encontró? —pregunté.
Ella hizo una segunda pausa.
—Encontré de todo, pero no había nada malo. Charles McGrath gozaba de una excelente salud y no debía estar consumiendo ninguna de las dos sustancias que había en su cuerpo.
—¿Qué sugiere? —Paralizada susurré—. ¿Sugiere que él fue envenenado entonces?
Ella asintió.
—Este hombre no tenía por qué tomar esos medicamentos con la salud que poseía, sin embargo, sí lo hacía, eso lo llevó a la adicción y a que enfermedades hepáticas se agravaran aún más —Me resumió—. Él consumió este tipo de sustancias durante más de un año, en cortas dosis.
Fruncí el ceño, sabiendo que jamás había visto al tío Charles consumir nada fuera de lo normal. Era sumamente extraño encontrarlo bebiendo.
—¿Y qué hay de mi tía?
La mujer observó una puerta blanca en dirección al final del extenso pasillo. Fue solo ahí cuando me percaté de lo inhóspito que solía ser el hospital St. Margherita en el corazón de Vlerton. Ella movió su cuello con una parsimonia asustadora, denotando temor y cansancio.
—Su muerte fue aún más extraña, su estado, pese al coma inducido, era estable y todo parecía indicar que su cuerpo iba a mejorar, sin embargo, hoy en la mañana cuando la enfermera entró para chequear como iba se sorprendió al ver que sus latidos iban descendiendo. Intentamos salvarla usando desfibrilador, pero no hubo resultados positivos, sus latidos seguían descendiendo y a los minutos su corazón cedió. Ocurrió veinte minutos después de que su tío falleciera.
—¿Cómo es eso posible?
La doctora Jenkins me tendió una pequeña carpeta de tapa negra con diversas hojas dentro. La mujer me observó fijamente sin poseer ningún ápice de credibilidad en su castaña mirada.
—Dígame, ¿sabía usted que Audrey McGrath, su tía, fue hospitalizada en más de cinco ocasiones en diversos hospitales de este país por consumo excesivo de alcohol y drogas? —musitó, siendo testigo de cómo mi rostro cambió drásticamente. El oxígeno abandonó mis pulmones y mi corazón comenzó a bombardear sangre con fuerza, elevando mi presión—. Por su rostro veo que no lo sabía. No, claro que no lo sabía, sí esto ocurrió meses antes de que usted naciera, señorita.
El letargo del silencio fue horrible. De pronto, aquel pasillo lleno de desahogos, noticias tristes e iracundas se tornó un vil cuestionario que paralizó cada músculo de mi corazón. Percibí algo más en la voz de la doctora Elizabeth Jenkins, pero me negué a pensar en qué. Si ella realmente hablaba de mi tía, ¿cómo parecía ser que yo conocí a otra persona durante mi infancia, adolescencia y adultez?
—¿De dónde sacó eso?
Elevó su mano derecha, deteniendo cualquier tipo de palabras que quisiera emitir por mi parte.
—Antes de que lo mencione, no, no son simples especulaciones. Son hechos, plenamente fidedignos —afirmó con vehemencia—. Revisé el historial médico de Audrey McGrath. Dentro de las internaciones que cabe destacar están: dos internaciones consecutivas en New York, una en Denver, Colorado, otra en Carolina del Norte y una última en Vlerton. Las primeras dos internaciones ocurrieron en 1999 cuando tenía diecisiete años, después hubo una en el año 2000, que le antecedió a una internación en el 2001 cuando tenía diecinueve y una última en el año 2002 que además la hizo perder a uno de sus bebés.
Tanto mi madre, Riley, como la tía Audrey quedaron embarazadas siendo jóvenes. Tal que en el 2002 nació mi primo Milán y unos meses después nací yo, sin embargo, jamás supe que la tía Audrey había estado embarazada de mellizos y que había perdido a uno de ellos.
—¿Ella esperaba mellizos? —indagué, queriendo saber más.
La doctora negó con rapidez.
—Gemelos —admitió reclinándose más sobre la incómoda silla de metal, el rostro de la mujer no pareció disgustarse por aquella sobrellevada postura y en su lugar soltó un suspiro que acarreó todo el cansancio que atraía de hace días—. Sin embargo, su cuerpo poseído por el exceso de drogas y alcohol en el mismo hizo que tuviera un parto prematuro. Uno de los bebés nació muerto, tenía casi siete meses, el otro, sin embargo, sobrevivió, pero debido a su estado prematuro pasó a estar cuidado bajo estrictas medidas desde una incubadora.
—¿Cómo se llamó el bebé que sobrevivió? —cuestioné, aunque no por no saber, sino más bien por querer confirmar que realmente hablábamos de mi primo.
—Milán McGrath.
Como si poseyera una audición mejor de lo normal, sentí como los latidos de mi corazón comenzaron a tranquilizarse, aunque por pocos segundos ya que, en cuestión de segundos, la doctora Jenkins volvió a hablar.
—No obstante, quería hablarle de algo más importante aún, señorita McGregor, además del informe médico que encontré de Audrey, también encontré otro informe médico que pertenecía a Charles McGrath, un hombre neoyorquino que falleció en Vlerton hace veinte años, pero no encontré el de su tío, señorita McGregor —murmuró apavorada ante mi reacción—. Sucedió exactamente lo mismo con el informe de Audrey McGrath, no hay más registros de ellos después del 2002. Solo las partidas de defunciones.
El aire en el pasillo se tornó más tenso aún.
—¿De eso se trata esta carpeta? —pregunté, intentando abrirla una vez más, sin embargo, ella se apresuró a tomarme la mano, apartándola de la tapa y no permitiendo que vea el contenido. ¿Qué diablos hay aquí que no puede ser visto todavía?
—He hecho algo que no está permitido, señorita. Me tomé la atribución de sacar los registros médicos de ellos y de su hijo, sin embargo, hay más cosas ahí, cosas que quizá sea mejor que se entere estando a solas, por eso le pido que lo abra en su casa o en un lugar donde esté completamente a solas, ¿sí? —Suplicante observó de lado a lado, como si alguien estuviese observándonos.
—¿Ellos fallecieron en Vlerton hace veinte años? —indagué, asustada de que todo volviera a su punto de comienzo: Vlerton. Todo parecía resumirse a Vlerton.
Elizabeth Jenkins no respondió con palabras, sino que movió su cabeza lentamente, asintiendo hacia mí.
Entonces me tocó emitir la pregunta que más me carcomía la cabeza.
—¿Cómo falleció ese hombre, Charles McGrath? —quise saber.
—En un accidente automovilístico en plena carretera que divide el bosque Goths Forset en dos, cerca de la estatua de los hermanos Vlerton. Nadie sobrevivió a ese accidente.
—¿Nadie? —inquirí, sabiendo que aquel plural hablaba de alguien más. Ya no eran simplemente una pareja que se hacían llamar Charles y Audrey McGrath, no, ahora había alguien más.
—Él no iba solo. En el auto iban tres personas. Un hombre que fue identificado como Charles McGrath, su esposa Audrey McGrath y un pequeño niño, su hijo, Milán McGrath. Los padres fallecieron al instante, pero el niño murió en la ambulancia de camino al hospital.
Mis manos temblaron de manera automática. No encontré mi voz.
Las personas a las que durante años llamé tíos y primo estaban ahora muertos. Ellos habían muerto hace veinte años, veinte años, para ese entonces Milán y yo éramos unos recién nacidos, entonces, ¿quiénes eran esas personas con las que conviví durante ese tiempo?
—¡Entonces las personas que acaban de fallecer en realidad fallecieron hace veinte años! —murmuré, al borde de un ataque de ansiedad. Mi corazón latía con mucha rapidez y sabía perfectamente que mi cuerpo no reconocía absolutamente nada cuando entraba en este estado—. Ellos fallecieron en Vlerton, ¿verdad? Entonces deben estar enterrados en el cementerio de este pueblo.
♣♦♣♦
Doblé sobre la última curva de la carretera adentrándome en un pequeño camino vecinal hecho a base de tierra y piedras en donde el asfalto aun no llegaba. Observé a través del parabrisas cómo el clima se disponía a acompañarme negativamente y es que acertadamente acompañaba la descripción de mi estado a la perfección; triste, apático y confuso.
La doctora Jenkins estaba segura de que los cuerpos de esas personas se encontraban enterrados en el cementerio central de Vlerton, pero según ella, fue un hecho que ocurrió hace veinte años y no recuerda el lugar con exactitud en el que fueron enterrados. Sin embargo, recuerdo que me dijo que debía hablar con Simón Geiger, el cuidador del lugar, un anciano que rondaba los setenta años.
El tétrico cartel que decía «St. Gennaro, cementerio central» me recibió, las oxidadas rejas del lugar ya bañadas en antigüedad rechinaron al ser corridas para que el Opel Astra pudiera ingresar y en su lugar casi de manera magistral y misteriosa fueron cerradas de manera automática sin nadie a su alrededor. Ignoré calamitosamente aquel hecho y continué andando hasta poder encontrar el pequeño caserón en el que Simón Geiger se hospedaba durante su turno laboral. Suspiré aliviada cuando metros más adelante la visualicé en el mismo estado que el pueblo: decrepita y a punto de caerse a pedazos.
—¿Hola, hay alguien? —murmuré en voz alta al ver que no había nadie dentro del pequeño caserón gris. Bajé aún más el vidrio del auto, el cementerio de Vlerton tenía ciertos caminos en los que se permitía andar en coche, mientras que en otros no, obligándonos a caminar.
—Nadie ha solicitado mis servicios en más de diez años, ¿quién eres forastera como para solicitarme precisamente hoy, un día tan desagradable? —Un pequeño hombre anciano salió de la bruma que surcaba en el fondo del cementerio, el hombre era delgado, canoso y de tez blanquecina casi pálida. Este refunfuñó cuando me observó, agitando con vehemencia la pala que cargaba sobre sus hombros, completamente sucios de tierra—. Nadie que haya nacido en Vlerton solicita los servicios del viejo Simón, así que sé concisa con lo que vayas a decir, niña.
—¿Dónde puedo ver las lápidas de Charles, Audrey y Milán McGrath? Ellos fallecieron en este pueblo hace veinte años.
Él hombre me observó atento, descendió la pala de su espalda y con fuerza la enterró sobre la tierra húmeda del camino. Abrió su boca e hizo un escupitajo hacia su derecha, emitiendo un ruido desagradable en el proceso. Pareció centrarse en mis palabras una vez más y haciendo acuerdo, frunció el ceño solo para decirme dos lacónicas palabras que me llevaron a mi punto de partida, a la mismísima nada.
—No sé.
Me molesté y no disimulé en demostrarlo. Su función era saber el registro de las personas fallecidas en este pueblo o tener una idea de dónde enterraban a cada familia según ciertos apellidos o listas, sin embargo, el anciano hombre prefirió acallar todo tipo de conversación a través de un simple «no sé».
—¿Cómo que no sabe? ¿No puede siquiera decirme dónde podría estar alguna de las tumbas de esas personas? ¿Algo?
—¿Necesitas con urgencia esa información, niña? —profirió con escepticismo—. ¿Qué hay en este lugar que te deja tan inquieta?
No obstante, sus acciones demostraron que en realidad no esperaban una respuesta por mi parte.
De pronto el hombre giró su rostro hacia el horizonte. Clavó con ímpetu la pala en el suelo y volvió a mirarme, sus ojos conectaron con los míos, sin embargo, ellos no estaban presentes ni en mí ni en mi rostro, sino que con vehemencia elevó su brazo derecho hacia el horizonte, estirando el dedo índice con desdén, como si aborreciera lo que estaba en aquella dirección. Así, él habló con una voz petulante y anodina que me confirmó lo que sus acciones denotaban: desprecio.
—Hacia allá, marginados entre la pena y la soledad yacen sucumbidos en dolor todos los cuerpos de aquellos extranjeros que sin importancia fallecieron en estas tierras, personas ajenas a Vlerton —afirmó con vehemencia esto último—, las personas que tú buscas. Fantasmas sin identidades e importancia.
La zona que el anciano Simón señaló no permitía el ingreso a través del vehículo por lo que tuve que descender del mismo, bloquearlo y girar alrededor de éste para poder entrar en el sendero peatonal. No obstante, la voz de Simón me detuvo, sorprendiéndome la carencia de empatía en ella, además del tono sombrío que sobrellevó en demasía.
—Entonces eres un familiar de la tragedia del 2002 —afirmó con frialdad, aunque, una leve y lúgubre pena sondeó a lo último de su oración que le fue continuada por un nuevo escupitajo—. Vaya infortunio, niña, verás únicamente tumbas con nombre, aunque... sin cuerpos en ellas.
Me giré abruptamente hacia el hombre que para aquel entonces había hablado, continuando el camino hacia el caserón donde hacía guardias diurnas y vespertinas en el inhóspito cementerio central de Vlerton.
Ni el clima ni las noticias que el mismo día habían acarreado se compensaron con lo que acababa de oír por parte del misterioso hombre. Quise ignorarlo, pero hubo una pequeña y casi ínfima parte en mi ser que no pretendió pasarlo por desapercibido, entonces, contra todo pronóstico, cerré los ojos, inhalé y exhalé fuertemente, de manera repetitiva, hasta que avancé, sosteniendo una falsa seguridad en mis movimientos.
Tragedia del 2002.
El día no acompañó lo inhóspito de la zona que pronto se transformó en uno lúgubre y tenue con leves aspectos sombríos. Había tres tumbas en la parte más aislada de la zona. Una ubicada al lado de la otra como la familia que era. Las lápidas, cubiertas de suciedad, hojas, tierra, barro y piedras, denotaron la misma vejez que la imagen parecía denotar: veinte años. Suspiré, agachándome a la altura de estas para poder retirar con mis manos todo aquello que me impidió leer el contenido grabado en las lápidas. Minutos después, al hacerlo, mi cuerpo se erizó ante aquellos mensajes. Eran ellos.
En la tumba de la izquierda aparecía bien en lo alto el nombre de Charles Vincent McGrath. Poseedor de los mismos nombres y apellidos, así como también la misma fecha de nacimiento que el tío Charles.
Al otro extremo se encontraba la tumba de Audrey McQuaid, ésta no figuró con el apellido de casada que compartía con el tío Charles, sino que la habían inscrito con su apellido de soltera. Algo que usualmente no sucedía en estos lados de los Estados Unidos. Ella cumplía con las mismas características que la tía Audrey.
¿Qué diablos estaba pasando?
Tremendamente asustada, me decanté por observar la tumba del centro, teniendo una idea clara de a quién pertenecía. Aparté las hojas de la lápida solo para confirmar mi hipótesis. Milán McGrath. Era la tumba de Milán McGrath, mi primo.
Las tumbas databan de hace veinte años.
Mi familia había muerto hace veinte años, entonces, ¿a quienes conocí durante todos estos años? Mis tíos y mi único primo habían muerto siendo yo una bebé recién nacida. Las alarmas se activaron de inmediato, ¿a quién diablos había dejado entrar hace una semana a mi casa, haciéndolo pasar por mi primo? ¿Un desconocido? Mi respiración comenzó a acelerarse.
—Vaya, una tragedia que ocurrió hace veinte años, la tragedia del 2002 —Una voz ronca y desconocida sonó a mis espaldas. No noté malicia en ella, pero poseía un tono anodino y sombrío que me hizo desconfiar. No parecía preguntar por costumbre o interés, sino más bien por pura obligación—. ¿Eres familiar de esas personas, niña?
—¿Quién es usted? —cuestioné. El joven hombre me parecía sumamente conocido. Era rubio, alto y de ojos castaños. Sonrió al observarme, después se giró, encarándome y dejando a la vista unos hermosos hoyuelos a cada lado de sus mejillas—. ¿Sabe de qué se trata esa famosa tragedia de la que el cuidador me habló?
—Soy un simple visitante de estas tierras, como tú y como muchos otros. No es necesario que sepas quién soy para saber algo de información sobre la tragedia que acechó a tu familia hace veinte años, niña.
¿Niña? Casi quise reír, el tipo era joven, sin embargo, poseería unos dos o tres años más que yo. No obstante, las siguientes palabras de él obstruyeron todo tipo de pensamiento sobre la cuestión en sí, porque había dicho mi familia.
—¿Quién dijo que ellos eran de mi familia? —murmuré, casi a la defensiva por saber por qué ahora ya no parecía ser un desconocido.
El joven de nombre desconocido sonrió aún más, arqueando una de sus finas cejas, irónicamente y cruzando sus brazos a la altura de su pecho. A unas pocas milésimas él emitió un leve y trémulo silbido que fue llevado por el iracundo viento, denotando cansancio y sarcasmo.
—He venido a estas zonas durante toda mi vida y nadie, en los veinte años que ellos llevan fallecidos, ha venido a visitar sus tumbas ni a dejar flores, arreglar su aspecto o cualquier otra cosa que los relacione. Ni siquiera Simón, el anciano cuidador del cementerio —admitió con sarcasmo—. Por lo que me queda como descarte la idea de que o eres una familiar de ellos o...
Mi súbito silencio lo dejó proseguir.
—O la misteriosa y trágica muerte de ellos te involucra en algo, niña. Las dos opciones son factibles, después de todo, de la desgracia humana cualquier cosa se puede esperar —susurró con simpleza. Sus últimas palabras cargaban odio puro y su sonrisa se había borrado dando lugar a una tensa que contuvo que el joven pudiera emitir alguna sandez que estragara la conversación—. No creo que me equivoque, ¿o sí?
Una vez más mi silencio le confirmó lo obvio. Mi presencia en aquel cementerio era por una única razón. Entonces levantó su dedo índice, queriendo indicar algo con él, no obstante, no lo hizo. Solo lo alzó hacia el cielo, donde fijó su mirada hasta más tarde posarla sobre la mía. Presentí que sus palabras no me iban a agradar. Y los presentimiento nunca osaron fallarme.
—Por muchos años todo el pueblo habló de lo mismo: una familia de neoyorquinos que había fallecido en estas tierras, kilómetros de lejanías de su tierra natal. Varados en la desgracia y sin familia cerca les tocó condenarse a tres metros sobre la podredumbre de Vlerton. No fue fácil. Transcurrieron los meses y todos en el pueblo siguieron repitiendo lo mismo: «ocurrió debido a un accidente, una supuesta falla en el motor».
—Pero no fue un accidente, ¿verdad? La tragedia es una tragedia, mire por donde se le mire, pero aquí hubo una tragedia injustificada, no fue un simple accidente, sino que algo más ocurrió, ¿cierto? —afirmé, apretando la mano derecha con ímpetu. Los diversos recuerdos de cada cosa vivida junto a los tíos desde mi nacimiento me hicieron dudar de quiénes eran realmente ellos y sus actitudes pragmáticas y astutamente cuestionables, me hicieron darme cuenta de que la burbuja de utopía me había reventado directo en la cara.
—¿O sea que aun cuando las personas no eran buenas la muerte sigue siendo injustificada? —contestó tajante y sarcástico—. Coincido en eso, no hay justificación alguna para arrancar la preciada vida de las personas, sea quien sea, pero ¿no cree usted que es un tanto vanidoso hablar bien de alguien a quien no conoció?
—¿Qué sabe siquiera sobre sí los conocí o no?
Él levantó los brazos en señal de paz.
—Es cierto, no me incumbe, pero su pálido rostro la delató, señorita. Si los conociera no hubiera presentado semejante estupor sobre su rostro al ver los nombres en las tumbas. Eso me afirma que es la primera vez que viene a verlos, evidentemente —afirmó con toda la certeza del mundo—. Ahora bien, hablemos de la desgracia, eso es lo que le interesa, ¿no? Lo que sea que les sucedió a sus tíos y primo que los dejó tres metros bajo tierra...
¿Cómo? ¿Cómo supo quiénes eran ellos?
—Espere, ¿quién le dijo que...? —Él hombre siseó entre sus palabras, acallando las mías. Me dedicó una fría mirada y luego comenzó a caminar en círculos a mi alrededor, decantando su mirada entre las tumbas y mi rostro.
—Sí, todos tenemos secretos que ocultar, Roma McGregor, así que solo presta atención y escucha atentamente. Comencemos con el preludio a todo acto humano, la idea. Si tuvieras que matar a alguien, ¿cómo lo harías? —Su pregunta tensó cada músculo de mi cuerpo, mientras que mi piel, tensa y fría comenzó a estremecerse bajo el tacto de sus frívolas palabras.
Alzó su mano derecha y la posicionó en dirección a las tumbas de ellos. Sus tres dedos principales se juntaron de forma que formaron una falsa pistola. Apuntó hacia ellos, cerró uno de sus ojos y simplemente disparó de forma imaginaria. ¿Este tipo estaba loco?
—No, antes de que respondas, con una pistola no serviría, no para este caso. Es simplemente demasiado obvia —Hizo una pequeña pausa—. Imagínate que debes hacer desaparecer a alguien, pero no de forma violenta, sino una más accidental para que nadie sospeche... algo más natural. ¿Qué me dirías? Vamos, sé que de tu cabeza salen ideas increíbles, niña.
Entorné los ojos al escuchar aquel apelativo. Sin embargo, cual marioneta dispuesta a satisfacer alguna orden que se le dio contesté a su pregunta, molesta y confusa de mis propias y pérfidas palabras.
—Cualquier tipo de situación que se pueda pasar bajo los efectos de un "accidente" calificaría. El ser humano posee una doble moral preinstalada en su naturaleza que le hace entender que utilizando su ingenio cualquier tipo de mal puede beneficiarlo, incluso si se trata de quitar a alguien de su camino. Si un plan se construye de manera minuciosa no debería haber fallas, sin embargo, las hay, porque el creador es humano, un ser imperfecto, por lo que las fallas llegarán en su debido momento —admití, desconociéndome—. No obstante, si el creador del plan comienza a creer que el suyo es perfecto, es recién ahí cuando las fallas comienzan a aparecer. Por lo que yo diría que para hacer desaparecer a alguien no importa tanto la manera en la que lo hagas, sino la forma en la que debes tratar de no ser descubierto. Son las pequeñas cosas que terminan desencadenando un mal mayor.
—Espléndida respuesta. ¿Y si fuera intencional? ¿Y si la mente maestra de un plan quiere dejarse descubrir?
—Entonces no es una falla, solo es una medida más que se ajusta al plan del creador. Si quiere dejarse descubrir es porque necesita que los demás reconozcan su protagonismo en el plan y no precisamente de buena manera, aunque sí como el ideador de algo plenamente ilícito, sin embargo, no por eso podemos admitir que el ideador del plan nos dejará el camino fácil. Jugar con la mente de la gente es un punto clave.
—Para ser que eres una joven de poco más de veinte años sabes bastante de estos temas, Roma.
Ante eso no contesté, prefería simplemente no hablar de eso con alguien a quien apenas conocía.
—Un accidente de coche. Y no cualquier accidente. Los frenos del auto fallaron durante la llegada a una peligrosa curva por la carretera que divide a Goths Forset en dos. Eran cerca de las tres de la mañana y no era la primera vez que algo así sucedía, sin embargo, tuvo una magnifica peculiaridad su accidente, ¿sabes?
Hubo una pequeña pausa por su parte.
—El auto volcó metros más adelante, saliéndose de carril y enterrándose en el comienzo lateral del bosque, pero lo curioso es que los cuerpos de los pasajeros que iban dentro no quedaron varados dentro del vehículo, sino que se encontraron metros antes del accidente, como si hubiesen sido arrojados antes de que el motor del vehículo explotara... Además, después salió un dato importante en el informe policial, ellos... no murieron debido al accidente, sino después del mismo —mencionó.
—¿Cómo se sabe eso? Estoy segura de que usted no fue testigo ni mucho menos, señor. Entre su edad y la mía no hay mucha diferencia y hablamos precisamente de un hecho que ocurrió hace veinte años.
Él asintió dándome la razón.
—Exacto, sin embargo, sabes lo que dicen, pueblo chico, infierno grande, nada dura realmente en secreto en este pueblo. Si quieres que un secreto dure, asegúrate de que nadie lo sepa, ni siquiera gente de confianza. Muchas veces, la traición proviene primeramente desde la familia —aseguró decidido, doblegado en odio sobre las últimas palabras—. Al día de haber ocurrido el accidente se encontraron los cuerpos de sus tíos y su primo que carecían de energía vital, estaban, dicho de otra forma, en sus últimos minutos de vida, yendo en agonía hacia el más allá. Escuché por ahí... hace muchos años ya que las marcas en sus cuerpos no demostraban que hubieran muerto producto del accidente.
De pronto el joven dudó de la veracidad de sus palabras, deteniéndose a la mitad de la historia. Había algo en su voz un tanto difusa ante mis oídos que ambiguamente me hizo fruncir el ceño en desconfianza. No sabía el por qué, pero en discordancia con mis sentidos, mi cuerpo yacía absorto ante el movimiento sutil de su boca, la elocuencia de sus palabras y la extrañez de su mente, a tal punto que irme u oponerme a sus palabras me fue absolutamente imposible.
—¿Qué le sucede? —indagué al ver que el joven movió su cabeza hacia diversas direcciones, en la búsqueda de algo o alguien más a quien yo desconocía formase una presencia importante e inoportuna en nuestra conversación.
—Lo siento, pero todo parece indicar que nuestra conversación ha de quedar para otro momento, señorita McGregor. Sepa disculparme por la confusión generada en su mente, pero hay una cierta presencia inoportuna que amerita que esto sea contado otro día —masculló en voz gutural, silenciosa y casi raposa—. Nos volveremos a ver, téngalo presente.
Las palabras de él me cayeron como un balde de agua fría, tajantes y duras. No había empatía en su voz ni mucho menos alegría, solo seriedad.
Pequeñas gotas de agua comenzaron a descender del cielo, aunque poco me importó esto además de las arraigadas consecuencias que la tempestad traería sobre mi cuerpo, porque si con esa persistencia conseguía detener al joven hombre y lo convencía de que hablara sobre el resto de la tragedia que involucraba a la familia McGrath y McQuaid.
—Espere, ¿puede decirme al menos algo más? ¿Su nombre? Tengo el presentimiento de haberlo visto antes, señor.
El hombre se deshizo de mi agarre con suma facilidad. Dejó con tranquilidad mi mano y procuró tomar cierta distancia entre nosotros como si mi cuerpo desprendiera algún tipo de peligrosa radioactividad. Él observó de soslayo las tumbas de mis tíos y la de Milán, elevó su mano derecha, señalándolas y murmuró con voz neutra, aunque tan pacifica que llevó a darme escalofríos.
—Dime, ¿sabes por qué le llaman «la tragedia del 2002»?
Negué con parsimonia. Las pequeñas gotas de agua comenzaron a caer con más insistencia, no obstante, me encontré a mí misma en la cúspide de importancia y curiosidad con respecto a la conversación de modo que por nada del mundo me perdería ver cómo el hombre terminaba de sentenciar sobre la principal pregunta que había surgido en mi mente.
—Bien. Ese año, además del fallecimiento de tu familia, encontraron el cadáver de una persona que llevaba una década desaparecida. Era una adolescente, hija de un importante banquero de Vlerton.
—¿Me puede decir quién era ella?
—Sé que pronto lo descubrirás.
—¿Me dirías al menos tú nombre? —musité, firme y decidida.
Eso hizo que él detuviera su lento y prolongado andar, me dio la espalda y por un momento giró su rostro cual pequeña fracción de movimiento volvió a sonreír, acompañado del indiferente movimiento de sus hombros que para rematar todo punto final en una conversación habló con voz mesurada y reflexiva.
—Pronto lo sabrás, querida. Pero déjame asegurarte que por el momento he de decirte que las mentiras tienen patas cortas —Los vestigios de su sonrisa se borraron con rapidez—. Nos veremos más pronto de lo que tú crees, Roma McGregor.
♣♦♣♦
No supe cómo ni cuándo ni donde hallé la voluntad para despegar mi absorto cuerpo de las imágenes que mi mente me proyectaba en más de una ocasión. El desconocido joven con el que había entablado una extraña conversación en el cementerio había desaparecido hacía más de una hora, mismo momento en el cual mi teléfono sonó indicándome que la vida en Vlerton era tan taciturna como foránea e inexplicable.
—Es un tema peligroso y delicado en el que te estás metiendo, Roma. Cuales aguas profundas te estás dejando guiar por la atracción y te olvidas de la magnitud de esta.
Esas habían sido las primeras palabras de Bobby Shepard cuando ingresé, completamente empapada a su oficina. Mi visión de las cosas había cambiado, disminuyendo para bien o para mal, pero en un principio la noté diferente, más asfixiante. Bobby no estaba solo, sino que Maddox se encontraba junto a él.
—Sé que es peligroso, Bobby, pero no puedo simplemente quedarme callada ni hacer la vista a un lado. Todos aquí sabemos que hay algo oscuro en Vlerton, algo que vincula a más de una familia, sé cuan petulante y avasalladora ha sido la vida en éstas últimas décadas para muchos, es por eso por lo que no puedo omitir los hechos que sucedieron hace treinta años. Simplemente no puedo, Bobby, y no pienso hacerlo.
Oí suspirar profundamente a Bobby, mientras que el tic nervioso en su pierna derecha que solía caracterizarlo apareció, sin embargo, no tomó un cigarrillo para tranquilizarse, sino que inhaló y exhaló con fuerza, yo había sido testigo de cómo él había dejado de lado el cigarrillo hace unos días.
Me centré en Maddox que me tendió una toalla para que me secara el cuerpo. La lluvia y el incesante frío habían aumentado en su totalidad, contrastando con el perpetuo calor que se infundía dentro de la oficina de Bobby.
—¿Qué haces aquí? —Le dije en voz baja, al ver que Bobby comenzaba a sacar una pila de papeles provenientes de diversos cajones de su escritorio. Los fue apilando uno a uno hasta que terminó, centrándose en nosotros y finalizó señalándome con ímpetu.
—Yo lo llamé, me pareció conveniente. Ahora bien, niños, siéntense, tenemos mucho de qué hablar —masculló bebiendo un pequeño sorbo de café de una taza de porcelana que yacía a su lado—. Roma, no fue fácil conseguir la información que me solicitaste, pero no por ello fue imposible. Comenzaremos por los primeros tres nombres y apellidos: Shane, Indira y Ruby Sallow. Ellos desaparecieron respectivamente dos días antes de que aparecieran muertos. Y cabe destacar que entre desaparición y desaparición hay dos años de diferencia. Shane Sallow desapareció en diciembre de 1970, Indira Sallow en agosto de 1974 y Ruby Sallow en octubre de 1974.
—¿Dónde se encontraron sus cuerpos? —Le pregunté, tomando asiento frente a él. En ese momento, Bobby había preparado dos tazas de cafés para nosotros de modo que con ellas en mano los tres nos enfrascamos en una conversación sin precedentes, absolutamente llena de incógnitas.
—Precisamente a ese punto quería llegar —Bobby hizo una pequeña mueca de desagrado—. Roma, quizá no conozcas el lugar todavía, pero Maddox, ¿te suena el nombre Indira de algo en Vlerton?
Maddox, sentado a mi lado, no lo dudó y respondió con precisión lo primero que le vino a la mente.
—El sendero Indira, el de la leyenda —admitió, luego de responder su semblante cambió y fue consciente de la magnitud de las palabras de Bobby cuando razonó lo que había detrás de la supuesta leyenda—. Oh... entiendo, ¿la leyenda entonces es cierta?
—Hay una parte de la historia que ustedes, al ser demasiado jóvenes no saben, chicos. Hace cincuenta años se encontró el cadáver de una chica en esa parte del bosque Goths Forset. Su cuerpo llevaba sin vida unos dos o tres días en la zona, una corbata alrededor de su cuello le había rematado las ultimas esperanzas de vida, ella había sido estrangulada, además también se encontró un par de corbatas atadas alrededor de sus manos y pies. Los policías que estaban presentes no tardaron en reconocer quién era la chica, Indira Sallow —masculló por lo bajo—. En aquel entonces su padre era el jefe de policía de la comisaría de Vlerton. Erick Sallow, un tipo tosco y borracho que disfrutaba de ver sufrir a la gente.
—Entonces Shane, Indira y Ruby Sallow eran familia, ¿cierto?
Bobby asintió.
Ruby Sallow era la esposa de Erick Sallow y la madre de los jóvenes. Ella trabajaba en la biblioteca central de Vlerton, era una mujer reservada de la que poco se conocía. No obstante, ¿saben lo más curioso de todo esto? Es que los casos de Shane, Indira y Ruby, pese a que ocurrieron con dos años de diferencia, tuvieron la disyuntiva de que el caso de Indira se consideró como un asesinato, porque lo fue, mientras que el de su hermano y madre aún sigue considerándose una desaparición. Ya saben, sin cuerpo no hay tal crimen. Un caso que se cerró hace muchos años —murmuró pensativo—, pese a que desde los años setenta hasta ahora no se han podido encontrar sus cuerpos.
—Pero si los cuerpos de Shane y Ruby jamás aparecieron y el de Indira sí, ¿cómo supo el señor McLaren que los tres fueron víctimas del usurpador? Se supone que si no hay cuerpo no hay tal crimen —pregunté, insatisfecha al saber que las preguntas, lejos de disiparse en mi mente, no solo esclarecían dudas, sino que generaban muchas más. Aquello avivó el sentimiento de nostalgia al recordar lo que el abuelo Ricky me decía con frecuencia en mi niñez: «los dilemas son perpetuos en la mente humana, Roma».
—A través de una carta. El viejo Louis McLaren, que Dios lo tenga en la gloria, era como un viejo sabueso. No decía, admitía o hablaba de un hecho sin que antes su nariz de detective no le hubiese confirmado con hechos creíbles cuán fidedignos eran los mismos —rectificó decidido—. La carta llegó a sus manos veintitantos años después de los hechos, en torno al año 1995. Por aquel entonces Vlerton estaba en un estado de decadencia del que ningún pueblo podría levantarse... Yo llevaba más de diez años trabajando para Louis y fui el único de todo el grupo al que Louis le contó sobre la carta y bueno... también sobre la creación de los dos diarios que tienes en tu posesión, Roma.
Sin embargo, Maddox objetó con avidez, dejando sin descanso al hombre frente nuestro.
—La carta era del usurpador, ¿verdad? ¿Qué decía, Bobby?
El hombre suspiró con pesadez. Sus manos temblaron y su voz, trémula y vacilante pareció quebrarse en cierto punto.
—Todo tenía una razón de ser y existir. Él adjudicó la responsabilidad a una presunta maldición que se ciñó, extendiéndose sobre Vlerton hace cincuenta y dos años, todo porque él exterminó a los principales cabecillas de la familia Sallow: Shane, Indira y Ruby Sallow. Una familia maldita.
—¿De qué maldición habló?
Él tardó en procesar la información y aunque así fuera, tragó con fuerza, permitiendo que un silencio, extenuado y escalofriante acompañase de fondo a las incógnitas bañadas con el ruido de la voraz tormenta que se desataba con fuerza sobre Vlerton.
—De la muerte —admitió cabizbajo—. Todo parece indicar que cada dos años una persona está destinada a morir en estas tierras. Si su cuerpo se halla o no, eso ya es cosa del destino. Vlerton es esto, una tierra maldita.
Pero los segundos pasaron y una incógnita se debatió con ambigüedad en mi mente. Había algo extraño en esto y parecía que no era la única en la oficina que lo presentía.
—Mentira.
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