Capítulo XXXI
«El hombre puede trepar hasta las cumbres más altas, pero no puede vivir allí mucho tiempo».
—George Bernard Shaw.
Un hombre alto, canoso y de tez pálida sonrió frente mío. Las arrugas formadas sobre su rostro acompasaron cada una de sus gesticulaciones, esperando pacientemente una respuesta por mi parte.
—Oh, discúlpame, mi nombre es Robert. Robert Jones, jovencita.
Robert Jones.
—¿Crees que pueda sentarme aquí solo unos minutos?
Escudriñé al hombre que en un principio mostró una actitud sumamente afable. No dudé en cerrar el diario, escondiéndolo ciertamente de él en mi mochila. Aparté todo lo que había sobre la mesa, dejando únicamente la taza de café vacía.
—¿Qué desea, señor Jones?
Él se encogió de hombros, tomando asiento frente a mí.
—No estoy aquí como policía si es lo que piensas, no formo parte del trabajo de mis hijos, Roma, así que tu actitud a la defensiva no tiene motivos ahora mismo —observó el ventanal—. ¿Has disfrutado Vlerton?
Sonreí amargamente.
—¿Usted lo ha hecho? Según tengo entendido, así como yo, usted tampoco pertenece a este pueblo, ¿verdad? Aunque eso quizá no sea cierto, ¿verdad, señor Jones?
Una pequeña chispa de emoción atravesó por sus verdosos ojos, fusionándose entre el sarcasmo y la cólera que desapareció poco después.
—Veo que no has perdido el tiempo. Dime algo, ¿crees que una familia es capaz de desaparecer sin dejar rastros en un pequeño pueblo en la mitad de la nada?
Alcé una ceja, desafiándolo.
—¿A qué viene eso?
—Solo fue una pregunta. Me pareció vagamente familiar lo que sucedió —afirmó dubitativo—. A todos en Vlerton le sonaría vagamente familiar lo que sucedió.
¿Vagamente familiar?
—¿De qué está hablando, señor?
—Del caso de desaparición de tu familia, Roma, hubo un caso similar hace muchos años, décadas diría yo. Para ese entonces yo no conocía Vlerton, pero sé que Louis McLaren conoció muy bien ese caso.
Una familia desaparecida en este pueblo.
Pero en eso no era en lo que quería centrarme, sino en algo más, algo de mayor trascendencia.
—Déjeme que le pregunte algo, ¿por qué de todas las ciudades y los pueblos que hay en este país decidió elegir Vlerton? ¿Por qué un pueblo pequeño?
Robert alzó una ceja, observándome intrigado y divertido. Esa pregunta había circulado por mi cabeza desde que Kenneth nos había contado la historia de su supuesta procedencia.
—¿Por qué no un pueblo pequeño? Roma, los pueblos así son una mierda como lugar para vivir, pero son los únicos lugares donde encontrarás la realidad humana en auge, en su mayor esplendor. Aquí todo el mundo se conoce, todos saben lo que sucede día a día y aun así nadie habla, nadie confiesa, porque prefieren seguir viviendo su propia miseria, aunque sea una utopía para otros.
—Pero no es así —respondí firmemente.
Me observó con atención.
—Hablo de que la realidad humana, por muy porquería que esta sea, no es asunto suyo en lo más mínimo, señor Jones —continué con voz dura—. Así que dígame cuál fue el verdadero motivo que lo trajo a este pueblo. ¿Qué le ofrecía Vlerton que no le ofreció Denver?
Sonrió, dejándome ver una dentadura blanca, amarga y nostálgica.
—Paz.
♣♦♣♦
Un pequeño sendero hecho a base de pequeñas y pulcras piedras bañadas en su mayoría por nieve me recibió al salir de la cafetería. Las mismas emitieron leves crujidos mientras caminaba sobre ellas. Respiré profundo, inhalando el gélido oxígeno del punto máximo en invierno. Observé a mi alrededor, percatándome de que esta zona se encontraba, en su mayoría, inhóspita.
Al caminar me detuve ante la mediana estatua que había frente a la antiquísima edificación. Observé los rasgos de esta, se trataba de un hombre de mediana edad en el centro, mientras que a ambos lados yacían una mujer y un hombre años más jóvenes. El paso del tiempo se denotó sobre las tres estatuas en las que la oxidación no había tardado en llegar. Sonreí, observando la singularidad de cómo estaban vestidos las tres personas más icónicas de esta cafetería.
Hasta que encontré el pequeño cartel que hacía alusión a ellos.
8 de diciembre de 1892. En esta fecha arribaron por primera vez los fundadores de la cafetería Gioia en tierras norteamericanas. Gennaro Gioia junto a sus hijos Giuseppe y Mariastella Gioia, inmigrantes italianos, provenientes de Castelluccio Superiore, en la provincia de la Basilicata, Italia.
Dos años después, el 7 de junio de 1894, la cafetería Gioia abría sus puertas por primera vez en Vlerton de modo que, hasta la fecha, ha acompañado a este pueblo por más de 120 años.
Los fundadores fallecieron hace muchos años ya, pero la tradición italiana que desde un principio se instauró jamás se perdió. Permanece aún en estas tierras, a miles de kilómetros de su madre patria, permanece en cada descendiente de esta familia que logró fusionar un amor por la literatura y la cocina, dando lugar a la cafetería Gioia.
Así, en honor a un nuevo aniversario, lo celebramos junto al lema de la familia Gioia: E' facile essere italiano, ma io sono Lucano.*
—Es increíble, ¿no? —La sutil voz de Josephine fue oyéndose más cercana, hasta que la silueta de la fémina se visualizó a mi lado—. Ese muchacho joven de ahí es Giuseppe Gioia, él era mi bisabuelo. Los hermanos Gioia perdieron a su madre cuando eran unos niños, él tenía seis y su hermana a penas tres años. Aun así, Gennaro supo criarlos él solo en un país que estaba bajo constantes guerras, hambrunas y pobreza, así hasta que logró traerlos a tierras americanas buscando una mejor vida, mientras que su familia, vida y cultura quedaron en un pequeño pueblo de las montañas con siglos de historia. Existen tantas historias sobre las peripecias que los inmigrantes pasaron y aún siguen pasando —susurró lentamente, sintiendo cada una de sus palabras—. Pero bueno, no te llenaré la cabeza de cosas mías, dime, ¿todo bien, Roma?
Josephine estaba con los brazos extendidos sosteniendo una gran fuente llena de algún tipo de contenido que quedó tapado bajo blancas telas. Parte del artilugio entre sus brazos tapaba su rostro por lo que cuando elevé mi mirada ella tuvo que girar su blanquecino rostro para que desde otro ángulo pudiera verla. Simpáticamente me regaló una sonrisa que yo no tardé en devolvérsela, esta mujer me caía bien, pese al poco tiempo que la llevaba conociendo.
—Déjame que te ayudo —proclamé, dando un paso al frente. Sin embargo, ella volvió a esbozar otra sonrisa, retrocediendo un paso mientras negaba moviendo su voluptuoso cabello rubio—. Josephine, ¿todo bien?
No tardó en aclararse la garganta rápidamente.
—Muchas gracias, pero no es necesario. Esto es un pedido que encargaron, lo llevaré a la camioneta para hacer la entrega.
La detuve instantáneamente.
—¿La cafetería Gioia hace pedidos a domicilio? —Mi pregunta no pretendía ofender, sin embargo, me asombraba el hecho de que hablara como si Vlerton tuviese más de diez mil habitantes cuando no llegaba a la milésima.
—El pueblo es pequeño, por eso muchas veces hacemos entregas a aquellas personas mayores que no pueden salir de sus casas, sin embargo, este reparto es importante.
El mismo grado de importancia resonó de manera impetuosa en su voz. Mi rostro se contrajo ante la impetuosa curiosidad que brotó en mí.
—Oh, claro, eres nueva en Vlerton, no lo sabes. En menos de dos semanas será la fecha de fundación del pueblo y la cafetería Gioia es la encargada de suministrar la comida al banquete y demás, aunque por ahora, solo llevamos comida a los funcionarios que están organizando todo. El gran bufete será el próximo domingo. No deberías perdértelo Roma —Me guiñó un ojo—. Cosas mágicas, algunas inexplicables, suceden cada año que se festeja un nuevo año de fundación de Vlerton.
Una extraña sensación quedó en mí ante sus últimas palabras. Fruncí el ceño, viendo como su cuerpo se alejó de mi radar de visión y se perdió metros más allá en dirección al inmenso bosque donde supongo estaba la camioneta de la que ella habló en un principio.
El viento matutino, gélido y horrendo del invierno chocó de frente en mi rostro, moviendo mi bufanda de lado a lado, así logré salir de la ensoñación que las palabras de la señora Gioia me habían dejado. Una pequeña y extraña risa se escapó de mí e inevitablemente negué con fuerza, eso último que sus palabras me habían hecho sentir era, sin duda, una banalidad que mi mente se había propuesto. Entonces, no lo dudé y emprendí camino hasta el estacionamiento donde el viejo auto familiar me esperaba.
Caminé unos pocos pasos, observando a las lejanías el Opel Astra y el paisaje inhóspito de Vlerton, bañado en historia que ahora se encontraba sumida bajo la gélida nieve.
—Es bello, ¿cierto? Algunas veces los humanos necesitamos un lugar donde respirar, solo aire fresco, una soledad ambigua y mantener ciertas lejanías con respecto al mundo, sin embargo, las malas lenguas son siempre el punto central de un pequeño pueblo, ¿no lo crees?
Me giré rápidamente ante la dueña de aquella angelical voz. No tardé en identificarla con facilidad. Pelo azabache, cual carbón, unos lindos y grandes ojos del mismo color que sobresalían ante una tez bronceada y envidiable para cualquiera. La mujer que quizá rondaría los sesenta años permaneció en silencio ante mi exhaustiva observación que finalizó con una pequeña sonrisa por su parte.
—Es increíble —admití, aunque sin especificar a qué me refería—. Es la segunda vez que escucho la misma idea en diez minutos, señora. He de pensar que ya es algo instaurado por estos lados de los Estados Unidos.
—¿El hecho de que suceden cosas milagrosas y extrañas cada año? No, no lo es, no es nada más que una verdad que cada persona aprende criándose en un pequeño pueblo aislado del resto de la sociedad de su país —admitió con voz perspicaz y ávida. Ella parecía haberme leído la mente al entender exactamente a qué me refería—. No eres de por aquí, ¿verdad? No parece que te hayas criado en un pequeño pueblo.
Aunque sus últimas palabras sonaron un tanto ásperas, extrañamente no las tomé a mal.
—No sé si es un alago o una crítica, señora —esbocé una escueta sonrisa—. Pero le daré la razón en su última pregunta. Soy de New York.
El ceño de la mujer cambió como si estuviera analizándome, evaluándome.
—Así que naciste en la gran manzana, dime, ¿qué te trae a este pueblo? Dudo que sea por trabajo o estudios, Vlerton no tiene nada de eso para ofrecer —El sarcasmo salió potentemente, rechinando con fuerza y severa molestia—. O quizá sea por amor...
Esta vez, sin embargo, fui yo la encargada de elevar mis cejas demostrando una contundente confusión.
—¿Usted es de este pueblo, señora?
No entendía el por qué, pero ahora todo ambiente hogareño parecía haberse esfumado en cuestión de unos pocos segundos, dejando a su paso un ambiente gélido, frío y sumamente tenso, esto ya no era una conversación, ahora más bien se trataba de un interrogatorio. Y el misterio que la extraña y desconocida mujer desprendía no hizo de otra que llamar aún más mi atención, ignorando a mi lado racional e intuitivo.
—¡Oh! Hemos cambiado de papeles ahora, interesante —carcajeó—. Respondiendo a tu pregunta, sí, sí soy de este insignificante pueblo, aunque llamarme natural de Vlerton sería una increíble y tangible mentira, hace muchos años renuncié a lo que durante décadas llamé hogar. Ahora mi vida está al otro lado del océano Atlántico.
—¿Europa? —indagué.
Ella no tardó en asentir, prosiguiendo con sus palabras.
—Italia —finalizó.
—Y si renunció a Vlerton, ¿qué la trae de nuevo a este pueblo? —susurré segundos después de que la pregunta carcomiese mi mente.
Ella no lo demostró, pero diversas emociones y sentimientos surcaron por sus ojos, un atisbo de curiosidad, dolor, esperanza, mismas cosas que no tardó en volver a ocultar.
—Supongo que se trata de lo mismo que te trajo a ti, ¿no? —susurró lentamente, observándome desde una posición en la que sus cambios habían quedado sujetos ante lo gélido del ambiente.
Sus palabras me descolocaron, pausando mis movimientos y provocando que un frío y mal presentimiento recorriese mi cuerpo.
—¿Disculpe?
—Tú buscas a tu familia, mientras que muchos aquí buscamos venganza contra el origen de todo mal en Vlerton, el mismo que comenzó con una familia que, así como la tuya desapareció, pero hace cincuenta y dos años —musitó.
Las alertas siguieron escalando niveles magistrales de atención y peligro cuando, contra todo pronóstico, la mujer tomó una servilleta de su bolso, entregándomela sin vacilar. ¿Cómo diablos sabía ella sobre mi familia? Por un momento tuve la intención de alejarme, no obstante, no lo hice, había algo en ella que, aunque me dijera que era peligroso, no me hacía temer, sino preocuparme e investigar.
—¿Quién es usted?
La mujer no me contestó, sino que permaneció estoica sobre su lugar, observándome. En cuestión de segundos su mirada se tornó otra.
Esta vez no me agradó para nada.
Había dolor en ella, mucho dolor. Y un aspecto sombrío que no supe interpretar, pero que lejos de agradarme me causó un profundo desazón en mi interior.
En sus ojos logré interpretar algo que todo humano parecía poseer.
Odio.
Odio hacia alguien más.
—Fue un placer conocerte, querida. Realmente comprobé un hecho fidedigno, eres la clara copia de tu abuela, Samantha Harrison —sonrió, poniéndose un extraño y exuberante sombrero de color negro—. Estoy segura de que pronto nos volveremos a ver, Roma McGregor.
La mujer desapareció tan pronto como musitó lo último, dejando a mi cuerpo tenso, con el corazón bombardeando sangre con la misma fuerza que una locomotora, con latidos arrítmicos y desenfrenados, que acompasaban a cientos de preguntas sobre mi nublada mente. No obstante, segundo después, comprendí dos incógnitas dentro de sus lacónicas palabras.
Ella conocía a mi abuela.
Ella conocía el apellido de soltera de mi abuela.
Pero, sobre todo, ella sabía quién era yo.
¿Quién diablos era esa extraña mujer?
♣♦♣♦
Aun sobre mi lugar y con un perpetuo martirio en mi mente tomé el papel que la mujer me había tendido, leyéndolo rápidamente.
Tres podrían guardar un secreto si dos de ellos hubieran muerto.
—Benjamin Franklin, ¿eh?
Observé confundida y sobresaltada a Josephine, pensando que se había ido a hacer los encargos.
—¿Qué?
—La frase, quiero decir que la frase es de Benjamin Franklin —aclaró—. ¿Por qué la escribiste?
—Josephine, ¿viste a la mujer con la que recién hablé? ¿Sabes quién era? Realmente necesito que me lo digas, por favor.
Ella, no obstante, no respondió, sino que tomó una profunda bocanada de oxígeno, cerrando la boca y negando vagamente con sus hombros. Sí sabía quién era, pero no quería decírmelo.
—No, realmente lo siento, Roma.
Está mintiendo.
¿Cómo no iba a conocer a alguien que había nacido y se había criado en el mismo pueblo que uno? Más aun cuando poseían edades similares. Era simplemente imposible, vieras por donde lo vieras. Sin embargo, decidí no insistir, no preguntaría más e investigaría por mi propia cuenta.
Estrujé el papel entre mis manos y simplemente lo guardé en mi bolsillo. Mas tardé podría razonarlo en mayor profundidad.
Me centré en el enigmático rostro de Josephine Gioia y su manera imperativa de observarme, misma como si quisiera sacar de mí, algo de importante valor.
Aun así, no le presté atención.
Ante eso, una idea atravesó mi mente cual relámpago, descarrilado y fugaz. Desbloqueé mi teléfono, entré a WhatsApp, buscando un nombre en particular, así cuando lo obtuve, tomé foto de todos los nombres de las víctimas del usurpador y le mandé la foto a la persona. Segundos después, un pequeño mensaje en el que le pedía amablemente que investigar acerca de las desapariciones o paraderos de cada una de esas personas.
Me centré en la pantalla una vez más cuando el mensaje de respuesta de Bobby llegó. Afirmó positivamente ante mi pedido, pero se justificó diciendo que demoraría unos pocos días en obtener toda la información solicitada. Suspiré tranquila cuando leí el mensaje, de cierta forma, me agradaba que Bobby hubiese sido de las pocas personas útiles y coherentes en Vlerton.
♣♦♣♦
—¿Un número desconocido? —oí mientras mostraba los mensajes que me habían llegado.
—¿De qué lista habla? —inquirió Sienna haciendo referencia al contenido del mensaje.
—Una lista que está en uno de los diarios que mi abuelo dejó, la misma contiene nombres y apellidos de las personas que desaparecieron o fallecieron a manos de un asesino en serie en Vlerton —musitó Maddox sentándose a mi lado.
—¿Cómo supiste eso? Tú no leíste el diario.
Maddox observó de soslayo el clima a través del gran ventanal. No emitió palabras que justificasen sus anteriores palabras, así chasqueó la lengua y volvió a fijar su azulada mirada sobre la mía verdosa. Y por un pequeño momento me permití analizarlo, parecía haber cambiado de ayer para hoy, realmente lo había hecho. Su aspecto se encontraba deteriorado, como un hombre de batalla que aun daba señales de lucha, su rostro que siempre permanecía impasible e indiferente ante el mundo ahora era uno avasallado y derrotado que anhelaba descansar tranquilamente, sin problemas ni tedios de por medio.
—Después hablaremos de eso —admitió—, ahora hay algo más importante para saber, ¿los trajiste?
Aunque en mi interior no quisiera ceder, lo hice. Cerré la boca y no pregunté nada más. Sin dilaciones moví mi mano hasta alcanzar la mochila, agarrando por enésima vez los diarios del señor McLaren.
El chico abrió con avidez el segundo cuaderno, pasando las páginas una a una, no tardó en detenerse a leerlas, sino que fue salteando muchas de ellas y simplemente continuó hasta llegar a una de las páginas deseadas, la antepenúltima, una que en realidad se encontraba vacía. Quitándole la humedad y lo amarillento de la hoja no había absolutamente nada más sobre ella. Sin embargo, Maddox la analizó con pasión, maravillándose ante la misma, como si se tratara de un tesoro oculto a su visión, aunque igual de perceptible.
—¿Qué sucede, primo? —Noah posó una de sus manos sobre el hombro de su primo. Maddox, por consecuencia, lo observó, aunque absorto de sus palabras, mientras que después apartó levemente el brazo y lo volvió a depositar sobre la mesa.
—Anoche tuve un extraño sueño, aunque más bien se le podría llamar recuerdo. Era víspera de noche buena. Al lado de la chimenea estaba el abuelo Louis sentado sobre un enorme sofá carmesí y yo a su lado, observando maravillado cada cosa que hacía o decía. Él sostenía un libro entre sus manos, negándose a soltarlo. En todo eso, sé que hubo una conversación de la cual su pequeño preludio me es difícil de recordar, sin embargo, recuerdo el final de la conversación —susurró, acariciando con anhelo la amarillenta página del libro—. El abuelo alternó la mirada entre la chimenea, el libro y después la finalizó en mí, sonrió emocionado, aunque triste y simplemente me dijo: «Maddox, muchacho mío, te diré algo, ¿cómo crees que se comprende un libro? La respuesta lógica de uno sería: leyéndolo, desde un comienzo hasta su final. Pero, hablemos de perspicacia, ya no existen sistemas para poder entender un libro, ni un comienzo o un final. Maddox, si habláramos de información fidedigna, entonces las últimas páginas serían demasiado peligrosas en cuestión de ocultarlas, es por eso por lo que hay páginas anteriores a ellas, valiosas. La antepenúltima. Muchos leen el comienzo y el final, pero se olvidan de leer lo importante, lo que está en el medio, lo más valioso, el desarrollo que sustenta todo de manera universal».
—¿Crees que él ocultó algo en esa página, en la antepenúltima? —indagué.
Maddox negó rápidamente, asegurándome que mi pregunta estaba mal formulada. Cerró los ojos, llevó ambas manos a cada lado de sus ojos y refregó éstos que debido al mismo cansancio ya comenzaban a tornarse pesados, adoptando un color rojizo.
—No lo creo, estoy seguro, Roma. Cuando me mostraste las portadas de los diarios en la cabaña de Kenneth tuve un pequeño déjà vu en el que creí haber visto de pequeño esta misma portada —Señaló el segundo diario—. Lo que sí no sé es por qué el abuelo ocultó información en estas hojas y cómo lo hizo realmente.
Aquellas últimas palabras eran las mismísimas incógnita de todas. ¿Dónde ocultó la información? La antepenúltima página, además de estar amarillenta y húmeda, carecía de cualquier otro signo de contacto con la vida humana o la tinta creada por el mismo. Entonces, ¿cómo y por qué Maddox recordaba aquellas palabras del señor Louis?
—Pero tiene algo que ver con los nombres que aparecen en la lista, ¿verdad? Si ocultó algo aquí es porque tiene que ver con el asesino en serie del que dice aquí, si no, ¿por qué lo haría? —dijo Sienna, plenamente confiada.
Entonces comenzaron las hipótesis, una tras otra.
—Si realmente hay información oculta en esta hoja, debe haber algún mecanismo para poder verla, entenderla o leerla siquiera.
Aun cuando no había nada más que una superficie amarillenta y rugosa, la hoja en sí misma denotaba poseer algo extraño. Entonces, guiada por mis instintos, llevé mi mano a la misma y la deslicé sin seguir ningún tipo de patrón en específico. El papel a pesar de ser antiguo no era similar a las demás hojas, por el contrario, parecía ser más pesado y corrugado. Una idea surgió en mi cabeza y sin dudarlo agarré el vaso de agua que yacía sobre la mesa y lentamente vertí un poco sobre la hoja. Mi intuición me decía que, si había algo ahí y a simple vista no salía a relucir, entonces a través del agua lo haría.
El señor Louis McLaren era un genio del ingenio, el sigilo y ocultar información.
Descendí mi mirada hasta la hoja que ahora se encontraba traslúcida en agua, sonreí sabiendo que ya no era la misma y que ahora si mostraba lo que verdaderamente ocultaba: un mensaje. La hoja había vuelto a su color original, un blanco puro que se encontraba acompañado de un mensaje escrito con letra clara y delicada.
—Increíble.
Tres podrían guardar un secreto si dos de ellos hubieran muerto.
Un jadeo se me escapó involuntariamente. Abrí los ojos de par en par al ver lo que decía. No podía ser cierto. No podía tratarse del mismo mensaje. Contra todo pronóstico y ese mal desazón en mí, retiré de mi bolsillo el pequeño papel que la mujer misteriosa me había brindado. La caligrafía era diferente, pero el mensaje era el mismo, era la misma frase citada por Benjamin Franklin.
—¿De dónde sacaste ese papel? —La pregunta de Maddox salió con una desesperación innecesaria que demostraba cuánto parecía desgarrarse por dentro al no poder avanzar dentro de la tramoya que se estaba formando en Vlerton.
—Una extraña mujer me lo dio hace un rato. No hablamos mucho, pero ella sabía quién era yo cuando yo no le dije nada sobre mí —expliqué—. Entonces mencionó que era de Vlerton, pero que hacía mucho tiempo había renunciado a este pueblo, además me dijo que buscaba lo mismo que yo y que muchos en este pueblo.
—¿Qué cosa? —preguntó Sienna.
—Venganza.
Silencio.
—¿De dónde dijo ser?
—De Italia —murmuré rápido.
El interrogatorio parecía haber subido a otro nivel.
—¿Te dijo algo más?
Asentí con vehemencia una vez más, balanceándome con ansias sobre el aterciopelado asiento carmesí.
—Que los problemas comenzaron en Vlerton con la desaparición de una familia, así como la mía, pero hace cincuenta y dos años.
Maddox sacó su teléfono, entró a la aplicación de la calculadora y rápidamente nos mostró su pantalla. En ella figuraba el año que daba como resultado de la resta entre nuestro año actual y cincuenta y dos: 1972. Fruncí el ceño al ver aquel número una vez más. Había algo extraño. No dudé en tomar el diario, abriéndolo sobre las primeras hojas, ahí donde figuraban los nombres y apellidos de las primeras víctimas del Usurpador. Una mezcla entre asombro y miedo se fusionó en mí al contemplar el primer nombre de la lista, su apellido y la fecha en la que falleció.
Shane Sallow – 15/12/1970.
—¿Será acaso una casualidad? —mencioné, señalando el nombre, viendo como a continuación le seguían dos personas con el mismo apellido: Indira y Ruby Sallow, tres personas que habían fallecido o desaparecido con una diferencia de dos años.
¿Es acaso esto lo que quería decir el señor Louis y esa mujer?
No.
Ellos mencionaron que tres podrían guardar un secreto solo si dos de ellos estuvieran muertos, entonces, ¿a quiénes se referían?
♣♦♣♦
Giré en una curva, adentrándome a la carretera que partía en dos al bosque Goths Forset y que finalizaba en mi vecindario. La pantalla de mi teléfono brilló, indicándome que una llamada perteneciente a un número desconocido estaba cayendo. Estacioné el vehículo a un lado de la carretera, apagué el motor y tomé el teléfono con parsimonia. De alguna extraña manera sabía que el teléfono no pertenecía a la misma persona desconocida que hace días me venía acosando.
Desbloqueé la llamada solo para que una voz agitada, trémula y campante hablase, petrificando mis músculos y dejando una muy mala sensación en mí.
—Señorita McGregor, lamento informarle que sus tíos han fallecido.
*Canción: Fiore di Lucania (Inno della ruralità lucana) — Unione Musicisti di Basilicata.
Nota:
¡Hola, aquí Caro!
¡HE VUELTO! Hacía semanas que no podía actualizar debido a que entré en semana de parciales en la universidad (por cierto, soy estudiante de ingeniería en Logística), pero ahora sí que estoy de regreso con todo, así como los McGregor.
Paso a decir que este capítulo tiene un toque muy personal, porque parte de la historia que Josephine le contó a Roma acerca de la estatua frente a la cafeteria es en realidad la historia de mi familia materna. Giuseppe Gioia, el bisabuelo de Josephine, es mi tatarabuelo. Obviamente que para este capítulo modifiqué su profesión, alguna que otra fecha y el país al que llegó su hermana, su padre y él, pero lo demás que afirmó Josephine es cierto.
Sin más que decir, ¡prometo actualizar pronto!
¡Espero que les haya gustado el capítulo!
¡Grazie mille por todos los votos, comentarios y el apoyo que me dan!
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