Capítulo XXVI Parte I
«No hay mayor dolor que recordar los tiempos felices desde la miseria».
—Dante Alighieri.
La noche se prolongó mucho más de lo que parecía. Pequeños copos de nieve se adherían al ventanal de mi habitación sin disimulo, misma acción que casi sin saberlo había captado por completo la atención de mi atenuante insomnio. Por experiencia propia sabía que el frío llegaba a ser realmente extremo en Vlerton, algo que ahora mismo me estaba manteniendo en vilo. Me giré sobre la cama, creyendo ser capaz de conseguir el bendito sueño, sin embargo, solo conseguí complicarme más, evaporando la idea de éste.
La casa se había visto afectada por completo debido a la oscuridad, careciendo de vida. Pequeños puntos negros aparecieron sobre mi vista cuando observé algo que me descolocó: mi puerta se encontraba entreabierta, algo que no era usual en mí. En cuestión de segundos, las diversas tonalidades obscuras de la habitación se fueron transformando en unas más claras, propias del día.
¿Ahora estaba delirando?
Una mujer se vislumbró en mi campo visual, sin embargo, no me dio tiempo a preguntar quién era o qué estaba haciendo, porque rápidamente una niña de al menos cinco años se presentó a su lado, hablando de forma jocosa, riéndose con la gracia y la inocencia propia de la niñez. Ambas congéneres poseían rasgos similares, pero lo más destacado era su blanquecina piel y su rubio cabello, cual rayo de sol.
La idea de saber quiénes eran se evacuó de mi mente tan pronto como me percaté de que ninguna de ellas fue consciente de mi presencia. Todo se encontraba pulcro, simétrico, complementándose con el entorno, cual perfecto recuerdo e imagen incapaz de revocarse. Ese recuerdo tenía años, años en los que jamás parecí ser consciente de ello.
¿Por qué no puedo ver sus rostros? Sucede lo mismo que en el cementerio.
¿Esto sería un sueño quizás o se trataba de un recuerdo oculto por la memoria?
Los precisos movimientos de la niña me alertaron, desconectándome de lo que estaba pensando. Su pequeño cuerpecito de tez blanquecina, junto a su hermosa melena rubia clara, se movió con una fragilidad propia de una bailarina de ballet, tanto que pareció dar saltos sincronizados hasta llegar a lo que fue su objetivo: la pared izquierda que hoy hacía parte de mi habitación.
Fruncí el ceño. Pequeñas crayolas se formaron sobre sus manos. De colores tan variados como las ideas que la niña pensaba plasmar en la pared. Una traviesa risa se escapó de su boca, girándose al mismo tiempo que observaba de soslayo a la mujer que, en forma de jarra, elevada flexionando sus brazos a la altura de sus caderas y posicionándolos sobre la misma. Era la típica forma en la que una madre parecía estar regañando a su hija, aunque en realidad no fuese así, porque ésta misma poseía un ápice jocoso sobre sus movimientos, por lo que noté que el regaño no iba tan en serio.
La habitación se encontraba inhóspita, aunque poseía un ambiente demasiado lúgubre, siendo que las telarañas, la oscuridad y la humedad parecían redundar de manera notoria en el ambiente, con muebles recubiertos de blancas y andrajosas sábanas, la mayoría cubierta de polvo y suciedad por los mismos años. Bastó mirar el estado de la habitación para preguntarme el por qué estarían esas dos mujeres en una petulante habitación que parecía datar de por lo menos quince años atrás.
La niña se acuclilló en silencio, haciendo una minuciosa pausa que acaparó sus paulatinos movimientos. Tres de sus cuatro crayolas cayeron al suelo, siendo estos los ruidos más acústicos dentro de la lúgubre e inhóspita habitación. Mi mirada se alternó entre ella y la mujer que no hizo nada por acercarse hasta la niña, sino que balanceó su rostro hacia la derecha, como si a través de dicho movimiento pudiese acceder de mejor forma al dibujo que la pequeña estaba haciendo.
Una extraña voluntad nació en mí misma cuando fui ingenua al pensar que por alguna razón yo era ajena al recuerdo o sueño. Me vi capaz de avanzar por la habitación, perteneciendo a la escena, pero pasando desapercibida ante los demás integrantes de esta. Algo dentro de mí se removió. Si era para bien o era para mal, no logré concebirlo en el momento y solo fui capaz de seguir a mis pies que, parsimoniosamente, avanzaron cual persona perseguida en la oscuridad, lentamente, aunque de forma constante, siendo que en cada paso mis pies parecían aferrarse al parqué del suelo, como una advertencia temprana a un mal aún mayor.
El ruido, pérfido, vacilante y al mismo tiempo escalofriante, cual silbido arrasador e infundido en un petulante dolor que socavaba lo peor de cada uno, se escabulló entre los azares del viento, colándose por las rendijas mal tapadas de una habitación que parecía caerse a pedazos después de haber soportado lo peor del paso de los años. Decidí no centrarme en ello, pero no pasé desapercibido el hecho de que ese ruido era simplemente el preámbulo ante el mal augurio que parecía recién querer comenzar.
Me acerqué a la niña que yacía de cuclillas, dándole un aspecto más pequeño a su cuerpo, dibujando de manera empedernida y apresurada con las crayolas sobre el descolorido papel tapiz de la habitación. Una tras otra, las líneas fueron formando una, dos, tres, hasta diversas figuras más. Pero algo estaba mal. Fruncí el ceño, lo que ella estaba dibujando no se asemejaba para nada a los simples e inocentes dibujos infantiles que los niños solían regalarles a sus seres más queridos. Y no pude evitar ponerme nerviosa al ser consciente de que a medida que contemplaba con más cercanía esa zona específica de la pared, un estremecimiento, latente, certero y desconsolador, me recorría por completo de pies a cabeza.
¿Quién eres? ¿Quiénes son ustedes?
La pregunta me fue inevitable y se repitió, haciendo eco dentro de mi mente. Sonó diversas veces, hastiándome por no obtener una respuesta plausible a la misma y, al mismo tiempo, porque el dibujo de la niña comenzaba a acabarse y con él, el oxígeno que mis pulmones intentaban acumular. Pasmada, aterrorizaba e incluso asustada permanecí estática sobre mi lugar, creyendo y apelando a que ahora no me encontraba en un sueño, ahora me encontraba protagonizando una irreal pesadilla. Y por un momento solo quise negar, negar que este recuerdo fuese mío.
Entonces, en el cementerio...
—¿Qué estás dibujando, mi niña? —La voz de la mujer fue lo último que pensé oír. Su voz sonó calmada, tranquila y apaciguada, como si se encontrase completamente adaptada a las actitudes artísticas de la niña, como algo normal y cotidiano en ella. Su voz sonó igual y a pesar de los años seguía notándose esa confianza fluida que ella solía poseer.
—Abuela Samantha... —dije, creyendo que ella era capaz de oírme y verme, pero que errada me encontraba.
No era un sueño, muchos menos una pesadilla, era un recuerdo, vivo y claro que comenzaba a hacer que mi cabeza se replantease absolutamente todo desde ahora.
¿La abuela Samantha ya había estado antes en esta casa?
La niña finalizó su dibujo en cuestión de segundos y no vaciló a la hora de mostrarlo. El semblante de mi abuela, aunque no lo percibiese, podía intuir que había cambiado, tanto que al observar el dibujo sobre la pared un quejido lastimero salió de su boca. La niña no emitió palabras, apelando al silencio. Tampoco se movió de su lugar, sino que permaneció parada junto a su dibujo, observando de soslayo a la abuela Samantha. Entonces levantó su pequeño brazo, estiró uno de sus pequeñitos dedos, señalando las diversas y horripilantes figuras que yacían en el dibujo.
Entonces sucedió lo peor, con voz suspicaz, una que no parecía ser emitida por una niña de cinco años, pronunció unas sin iguales y escalofriantes palabras tenues.
—Él me dijo que debía hacer el dibujo, abuela —pronunció—. Me dijo que lo único que no muere es la verdad.
Cada pequeño vestigio de oxígeno abandonó mis pulmones, emitidos con fuerza y repelidos con una aún mayor. La garganta se me secó y si poseía voluntad de pronunciar alguna palabra, la misma había muerto en las profundidades más recónditas de mi garganta.
¿Quién en su sano juicio le había podido decir y pedir eso a una pequeña de no más de cinco años?
Observé entonces con un horrible pánico, la imagen que yacía reflejada sobre el descolorido tapiz de la habitación. La imagen abstracta era, sin duda alguna, el más puro reflejo de una persona psicópata. Era la abstracción de una horrenda distopía de la cual la niña se vería como una testigo a la hora de dibujar.
No había, en todo el sentido de la palabra, como no horrorizarse al contemplarlo y replantearte dos veces la cordura del psicópata que habló con la niña. Solo por un momento me pregunté si el Usurpador tendría algo que ver en ello. Habían pasado años entre la realidad y el recuerdo, quizá quince años, sin embargo, al observar el dibujo, una única palabra fue capaz de llegar a mi mente: usurpador. Un usurpador y un carroñero, avaricioso ante las ansías de obtener poder, así como de arrebatar vidas inocentes.
La altitud sobre con la que había sido hecha la primera imagen parecía coronarlo como el rey de los cielos, compitiendo con la existencia de un todopoderoso más allá de nuestro universo. Así la niña diseñó una pequeña persona arriba, bien en lo alto de su dibujo, toda ceñida a un color negruzco, casi como si su apariencia no importase o que, por el contrario, se encontrase corroída y corrompida al ser comparada con semejante color. Diversas nubes flotaban a su alrededor, pero en vez de ser grisáceas, éstas eran rojas. Un espeso color carmesí las contorneaba, desprendiendo a su vez pequeñas gotas del mismo color que caían sobre la tierra donde yacían todos los seres mundanos. A excepción de él.
Mas abajo en el dibujo yacía un bosque sumido por completo a la obscuridad nocturna. Sin embargo, la tierra de este no era negra, sino que poseía una horripilante característica: era de color carmesí. La tierra se encontraba bañada de sangre, no obstante, eso no fue lo peor, porque lo más repulsivo de todo que en cierta forma llegó a apenarme, enojarme y darme arcadas al mismo tiempo fue lo que se dibujaba debajo de dicha tierra del bosque. Cadáveres. Cuerpos sin vida de diversas personas. Todas distribuidas de tal manera que llegó a ser planeado por una mente magistralmente siniestra.
Pero había algo más.
Cada cuerpo poseía un mensaje, una marca, una clave que se refería a un número en particular. Todos se encontraban numerados, sin embargo, no era una guía cronológica, puesto que faltaban números, casi como si hubieran interrumpido la secuencia numérica.
El horror detonó sobre mi rostro. No era un psicópata quien había diseñado el dibujo, sino más bien un sociópata. Sea cual sea el mensaje que quería destacar, lo acababa de dejar muy claro, sin saltarse ningún detalle de por medio.
—¿Quién te dijo eso, Roma?
El oxígeno que ya había escapado de mis pulmones volvió solo una vez más para jugar con los arrítmicos latidos de mi corazón. No supe distinguir sobre a qué debía prestar atención, primero el hecho de que extrañamente había podido distinguir el rejuvenecido rostro de la abuela o el simple y macabro hecho de que esa niña parecía ser yo, Roma McGregor. Ese recuerdo era mío, y era solo tangible porque yo misma lo había vivido, creado y recreado, pero ¿con quién hablé de niña como para hacer semejante y horrendo dibujo?
—Él. El señor me dijo que como tú ya habías hecho tu vida, él también tenía derecho a hacer la suya, pero que las cosas que sucedieron jamás serán olvidadas —musitó la Roma de cinco años, cual robot maquinizado repitió aquellas palabras como si hubiera sido una orden estrictamente necesaria.
Mi respiración se estancó, ¿quién carajos era esta niña?
Soy yo.
—¿Él te dijo algo más? —La voz de la abuela sonó alerta y su mirada, altamente inquisitiva y preocupada, parecía querer revocar cualquier deje de duda sobre su mente. Así cual instinto primitivo y precavido, caminó hacia la pequeña Roma de cinco años y acurrucó sus mejillas entre sus manos. No quería tranquilizarme, sin duda, tampoco se quería tranquilizar ella. Solo quería chequear que no hubiese ningún vestigio de cabos sueltos redundando por mi verdosa mirada infantil.
—Samantha, ¿qué sucede? —En mi campo auditivo sucedió algo que llevaba tiempo sin presenciar: poder oír la voz del abuelo Ricky una vez más. Él caminó lentamente hacia la puerta donde nos encontrábamos, su cabello, entre mechones castaños y otros un tanto blanquecinos, comenzaban a denotarse despoblados, demostrándonos sus primeros meses dentro de la lucha constante contra el cáncer.
—Debemos irnos, Ricky, él aún sigue aquí —Le susurró, queriendo que no los escuchase—. Incluso habló con Roma.
Y entonces desperté.
Diversas gotas de sudor frío me recorrieron por la frente, descendiendo por esta, cruzando con ímpetu por mis mejillas hasta caer sobre algún punto de los gruesos edredones de la cama. Me senté de golpe sobre la misma, con un profundo dolor de cabeza, una respiración forzosa, intranquila y anormal, así como unos latidos muy arrítmicos. Mi mano no tardó en volar sobre mi frente, en un acto reflejo por corroborar si poseía fiebre. Si bien el recuerdo me había dejado mal, un estado enfermizo y un tanto afiebrado parecía haberse adueñado de mi tras haber oído y visto cada una de las revelaciones anteriores. Eso me llevaba a la gran pregunta de todas. ¿Por qué no soy capaz de recordar ninguno de esos recuerdos? Intenté vagar dentro del gran baúl de mis más añejos recuerdos, pero los que son anteriores a los seis años parecían estar tan difusos e incompletos que difícilmente puedo recordarlos o verlos con exactitud.
¿Sería verdadero? ¿Aun seguiría ese dibujo sobre el papel tapiz? Esas dos preguntas redundaron dentro de mí. Sin embargo, no dejé a mi lado racional pensar, sino que me levanté corriendo los edredones hacia el suelo, caminé hacia la pared que se encontraba tapada por un mueble de madera. Sin dilaciones empujé el mismo, era pesado y al moverlo, una onda de polvo y humedad se escapó de él, atosigándome un poco, mientras tanto un espeso y agudo chirrido terminó con dejarlo quieto. El papel tapiz era viejo, poseía un color verde opaco y tenía ciertos desgastes a lo largo de la pared.
El frío caló fuerte sobre mi cuerpo, pero sobre esa zona específica de la pared sentí que una mayor onda friolenta se había instaurado. Abrí la boca, dejando escapar una pequeña onda de vaho que se desvaneció en el aire, solté un pequeño quejido desganado cuando descubrí que sobre el papel tapiz no había absolutamente nada a excepción de su vejez. Nada. Ni ningún dibujo ni palabras ni ninguna otra señal de vida que haya dejado una pequeña Roma de cinco años.
Una idea bastante precipitada surcó por mi mente, retumbando en ella. Entonces, viendo que mi lado racional e irracional parecían coincidir en lo mismo, me levanté apresurada. Caminé hasta la pequeña mesa de luz al lado de mi cama, abrí el cajón superior de la misma y de ahí retiré una tijera negra. La misma se ciñó a mi mano y no dudé en caminar nuevamente hasta la zona de la pared y de ahí, tras una respiración profunda y con un golpe certero, inserté el filoso metal de la tijera. Presioné con fuerza, como si estuviera conteniendo la sangre que brotaba de una letal hemorragia. En cuestión de segundos, bajé en secuencia el filo de la tijera, formando una gran línea que partía el papel tapiz a lo largo y ancho. Pasaron unos pocos segundos y por fin sonreí satisfecha al observar la nueva imagen que el papel tapiz me regaló.
La misma imagen que aparecía en el recuerdo de hace quince años. No había cambiado en lo absoluto, a excepción de que había sido tapada por un papel tapiz del mismo color y vejez. Lo observé una vez más. El número de víctimas no había descendido, muy al contrario de mis arrítmicos latidos que solo parecían aumentar en demasía. Toqué el dibujo con mis dedos, tenía la extraña sensación de hacerlo. Al mismo tiempo, solo logré que un extraño escalofrío me recorriera por completo, acentuándose sobre mi cervical, lugar que parecía contener cada mala sensación o presentimiento que se enfundaba en mí.
—¿Con quién diablos me encontré de niña? —Me susurré a mí misma, contorneando mis pequeños dibujos de cada una de esas personas que a mi entender fueron víctimas de alguien que se creyó capaz de decidir entre vivir la vida humana o no y quién tiene derecho a su goce o no.
Él es un sociópata.
Decidí entonces centrarme en la secuencia que a través de pequeños y horripilantes números parecían señalar a las personas. No era normal, eso era obvio, y la secuencia parecía romperse momentáneamente para que después siguiera con su más monótono curso. Estimé un total de diecisiete víctimas, de las cuales solo existían catorce números dados, entonces, la pregunta fue inevitable, ¿por qué faltaban tres números en el dibujo? Una idea vagó en mi mente, si faltaban tres números, faltaban tres personas, entonces, lo más llamativo a la intuición sería que esas tres personas habrían sobrevivido a la trágica y funesta muerte, pero ¿quiénes? ¿quiénes son esas personas que poseen los números 4, 14 y 17? Si tan solo siguieran un patrón sería más fácil.
Mi mente dejó de pensar por una pequeña brevedad en la que mis sentidos parecieron funcionar por separado. Mi vista se centró en otro punto clave que no podía pasar por desapercibido. El lugar donde yacían dibujadas cada una de esas personas: el bosque. En los Estados Unidos existían una infinidad de bosques, pero como el que había dibujado, solo existía uno. Un único bosque era capaz de asemejarse a él en cuanto a cuan grotesco podía ser, cuan llamativo solía ser o cuan por esotérico podía pasar desapercibido. El bosque Goths Forset.
—¿Con quién te encontrarse hace quince años que causó tanto impacto como para hacer este maquiavélico dibujo?
Me refregué ambos ojos con las mangas de mi pijama. Hace muchos años había escuchado que la vida en sí misma no es fácil, pero jamás creí que esas palabras, más sutiles al habla que a la práctica, serían de poca comparación a la hora de tratarlas en la realidad.
Caí hacia atrás con las esperanzas por los suelos, y con un viviente sueño que parecía recién querer comenzar a llegar. Me llevé ambas manos a cada lado de mis sienes, refregándolas a ambas, pensando en las últimas palabras antes de que el recuerdo desapareciera de una manera tan abrupta, así como llegó a mí.
El mensaje del tal usurpador, las desapariciones de esos jóvenes extranjeros, la abuela Samantha, los tíos Charles y Audrey, la sospechosa muerte del alcalde Thomson, así como la de la señora Hoffman, sin olvidar que ahora también estaba el extraño dibujo que hice cuando era niña, cuando según mis inexistentes y difusos recuerdos de dicha época hice con la plena consciencia de los abuelos Ricky y Samantha McQuaid.
Sin ser consciente, el sueño llegó de a poco, hasta que el Dios Morfeo me aceptó de brazos abiertos, como una fiel más a su alabanzas. Me removí más en mi lugar, no me iba a parar hacia la cama de nuevo, no obstante, la pared estaba lejos de asemejarse al sinónimo de comodidad, pero los bostezos no pusieron oposición y mis parpados, presos de sí mismos, se fueron cerrando de a poco, hasta que la oscuridad me invadió, induciéndome a ella.
Nota:
¡Hola, aquí Caro! Después de tanto tiempo (la culpa es de la universidad) he vuelto con un capítulo nuevo. Quiero aclarar que este capítulo quedó muy largo y por eso decidí dividirlo en dos partes.
Es un regalo para celebrar mi cumpleaños 💖.
Muchas gracias por leer, votar y comentar. Próximamente subiré la próxima parte de este cap.
PD: Ya va quedando bien poco para que la historia de Roma vaya llegando a su fin, ¿tienen teorías ya?
No se olviden de seguirme en Instagram (@carobgioia) donde próximamente estaré anunciando más novedades y sorpresas en relación a este y a los libros que le seguirán (tranquilos que se tratará de una saga con historias independientes).
¡Grazie mille!
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