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Capítulo XXIII

«La ira ofusca la mente, pero hace transparente el corazón».

—Nicolás Tommaseo.

Roma

La sensación de desfallecer se apoderó de mi cuerpo. Solo cuando no fui capaz de oír más palabras de Milán, mi primo hurgó entre los bolsillos de su pantalón, retirando un teléfono de ahí. No vaciló en desbloquearlo y mostrarme la pantalla con avidez. Quería mostrar la certeza de su punto. Y tal parecía ser cierto. El mensaje era claro y plausible, y no parecía fallar en ningún aspecto en lo que respectaba al número telefónico de mi madre, no obstante, sí que existía una incongruencia en aquel mensaje: el texto.

Conocía perfectamente a mi madre. Las palabras y la forma en la que fueron utilizadas no parecían coincidir con la descripción que la mayoría de las personas lograban atinar sobre Riley McGregor. Mi madre, escéptica y analítica, quizá hasta un tanto altanera, odiaba escribir de manera pesarosa. Porque esa era la palabra perfecta para describir su mensaje: pesaroso.

Milán, necesito que vengas a mi casa, por favor. Necesito que cuides de tus primos. Tu tío y yo necesitamos que nos hagas un gran favor, pero no le cuentes nada de esto a Roma, por favor, tampoco a tus padres. Algo malo está sucediendo en Vlerton. Te esperamos mañana al atardecer.

—¿Qué favor tenías que hacerles a mis padres, Milán? —La pregunta salió de mi boca de manera rápida, con un tono mordaz, ávido e insípido que no me caracterizaba, sin embargo, la poca paciencia y la confusión negativa se encontraban dominándome casi completamente. Nada de esto comenzaba a gustarme—. Habla, ahora mismo.

—No lo sé —dijo, confuso—. Me crees, ¿verdad?

No respondí, provocando que ambos nos sumiéramos en un extraño y pasmoso silencio. ¿Mi familia está viva? Un mal presentimiento se extendió sobre mis hombros. Evidentemente había algo que no cuadra en todo esto. Suspiré, pensándolo una vez más. Milán me dijo que sus padres se habían mudado a Carolina del Norte, no obstante, ellos estuvieron viviendo junto a mí durante todo un año desde que mi familia desapareció. Después me aseguró que había abandonado la universidad hace más de un año, sin embargo, los tíos afirmaban que él seguía estudiando. Entonces, ¿quién carajos está mintiendo?

¿Dónde diablos estás, abuela Samantha?

—¿Has hablado con la abuela Samantha? —pregunté, moviéndome de lugar, dándole espacio para que entrase junto a sus valijas al recibidor de la casa, hasta que por un segundo caí en la misma todavía se encontraba Maddox. Diablos, me había olvidado de él.

—¿No te dijo que se fue de viaje? —declaró, frunciendo más su ceño. Al ver mi negativa, suspiró, echándose hacia atrás, recostando su espalda sobre la pared del recibidor—. Se fue hace unos meses. Según ella, quería tomar un descanso. ¿Sabes a dónde fue, cierto? Su maravilloso país de ensueño, el mismo país del que desde que nacimos la abuela habla maravillas...

—Italia —respondí por él—. Ella tiene una pasión ferviente por ese país.

—Aprendimos lo básico del italiano con el paso de los años, prima, por algo ha de ser, ¿no? —musitó, dubitativo—. Hay quienes lo reniegan, pero el origen es el origen.

Como si nuestro origen fuese uno único. Inglaterra, Escocia, Italia, Estados Unidos.

Pese a que me gustaría discutir el tema lingüístico, no me centré en ello.

—¿Mi familia desapareció misteriosamente y la abuela Samantha simplemente se va de viaje? ¿No te parece que no hay lógica en eso? Además, ni siquiera me dijo algo sobre todo esto —suspiré—. Hay algo muy extraño en esto, Milán.

Milán cruzó sus brazos, pensativo. Suspiró reiteradas veces, intentando acompasar sus respiraciones a los movimientos de su cuerpo. Recargado sobre la pared del recibidor, solo obtiene perderse más entre la bruma de la copiosa situación.

En cuestión de segundos, la casa se resumió a nada, a lo inhóspita que solía ser. Mi mente me recordó que Maddox se encontraba en la parte trasera del jardín, sin embargo, como si una fuerza de jerarquía mayor se estableciese sobre mi cuerpo, quizá la curiosidad imperativa o la confusión concluyente, me negué a moverme de mi lugar. Mi cuerpo y mente se encontraban unidos a través de un único tema: mi familia.

—¿Quién es ese chico, Roma? —Oí la manera tajante en la que Milán habló. Observé con atención cómo mi primo se removió inquieto sobre su lugar, avanzando de manera firme hacia el umbral donde se vislumbraba la figura de Maddox. El pelinegro, no obstante, permaneció parado sobre su lugar, cruzó sus brazos sobre su pecho y solo se dedicó a observar a Milán con los penetrantes ojos azules que posee.

Caminé hasta tomar a mi primo a la altura del brazo. Ambos éramos impulsivos, pero Milán tenía situaciones donde solía superarme.

—Milán, él es Maddox McLaren, el vecino de al lado —Le expliqué. Milán no tardó en observarme incrédulo, mostrándome una mueca de notorio desagrado. Bufé por lo bajo, parecía un niño haciendo un berrinche cuando en realidad tenía casi veintiún años. Ignoré a mi primo, centrándome en Maddox. Sobre sus ojos surcaban dos emociones, la confusión y otra que era más sombría, escalofriante, pero que se fijaba únicamente en Milán, como si él supiese algo más de él—. Maddox, él es Milán McGrath, mi primo.

—¿Vecinos? ¿Por qué estás sola con él en semejante caserón? —bufó por lo bajo—. Solo Dios sabrá lo que hubieran hecho ustedes dos si yo no hubiera llegado en este preciso momento.

Oh, grandísimo idiota.

Me giré en dirección a él. Parecía que no lo reconocía, porque en realidad desconocía esta estúpida faceta de Milán. Habían sucedido muchas cosas en nuestra familia. Peleas, secretos, traiciones, mentiras y muchas cosas más que siempre morirían en boca de los miembros de nuestra familia, no obstante, el cambio de ciudades, la estadía de él en Washington DC y la mía en Vlerton maduró y pulió ciertos aspectos que parecíamos no conocer de nosotros mismos. No era que desconfiara de mi primo y parte de su familia, pero por ahora prefería mantenerme a raya e investigar por mi cuenta. Porque su aparición fue súbita e inesperada, así como la desaparición de mi familia.

—¿En serio, Milán? ¿Qué hay de malo con que un chico esté en mi casa? Ambos somos adultos, además si fuéramos a hacer algo, ¿qué problema tendrías tú? —Me jacté, impacientemente—. En New York jamás te repliqué cuando me pedías que te creara excusas para salvarte el culo de los propios tíos cuando tú te escapabas para irte con una chica diferente cada semana, Milán.

Un peso pareció haberse desprendido de mis hombros. Amaba a mi primo, después de todo, además de los abuelos y los libros, él fue mi única compañía decente en mi infancia y adolescencia, sin embargo, el paso de los años comenzaba a enseñarme que quizá ese amable y carismático niño de ojos verdes como el pasto y rubio como rayos del sol no seguía siendo el mismo que hace unos años.

El destino había hecho de las suyas y los caminos de la vida parecían querer enseñarnos que no siempre terminábamos de conocer a nuestros seres queridos, ni siquiera a nosotros mismos.

¿Qué vemos realmente?

Demostramos la mejor faceta que ellos quieren ver.

—Los dejaré a solas... —Maddox no perdió tiempo y simplemente comenzó a caminar en dirección al recibidor.

—Discúlpame por la escena de recién, Maddox. —dije, tomándolo por el brazo al llegar al pórtico de mi casa—. Él no es así...

—¿Así cómo? No te preocupes, Roma —Intentó esbozar una sonrisa, aunque la misma salió más bien como una pequeña mueca—. Ve adentro, presiento que tienes mucho que hablar con tu primo.

Decidí hacerle caso, sin embargo, me tomé el atrevimiento de despedirme de él depositándole un casto beso sobre su mejilla derecha. Lo vi enmudecer, tensarse e intentar esbozar una burlesca sonrisa. Creo que ninguno de los dos esperaba aquello. Lo único que pude hacer fue regalarle una sonrisa franca que fue devuelta con la misma sinceridad en cuestión de segundos.

Pero la burbuja de felicidad se rompió en milésimas cuando el pensamiento de la carta de su abuelo llegó a mi mente.

—¿Leíste la carta de tu abuelo? —dije, lentamente y en voz baja. Desconocía el por qué, pero no me agradaba la idea de que mi primo escuchase nuestra conversación, era más bien algo personal.

Su semblante cambió drásticamente. La tensión, el dolor y un sinfín de emociones y sentimientos llegaron hasta su rostro, descolocándome. Sólo entonces entendí que el contenido no era agradable.

—Lo hice, pero no te voy a contar ahora —habló haciendo grandes pausas entre cada palabra suya—. Solo puedo decirte que el contenido de esta carta es tan mordaz e inexplicable como lo que sea que esté sucediendo en Vlerton. Esto no solo se resume a la desaparición de tu familia, la muerte del alcalde Thompson o el asesinato de mi madre, mi abuelo y mi hermana. Créeme, hay algo mucho más grande y macabro maquinándose en un segundo plano en Vlerton. Esta carta me lo confirmó, Roma.

Aunque el viento osó llevarse sus palabras, las mismas permanecieron sobre mí. Permanecieron ahí, vivas, latentes, lacónicas, letales y pérfidas. Por un momento todo se mezcló y no supe distinguir qué fue lo peor. Si las serias palabras de Maddox acerca de toda esta tramoya o las mentiras, los engaños y los secretos que la desaparición de mi familia comenzaba a mostrarme.

Entré a la casa creyendo encontrarme con Milán, sin embargo, me encontré con una inhóspita sala principal. Al no encontrar la presencia de sus valijas supuse que había subido al segundo piso, entonces extrañada al saber que mi primo no conocía mi casa decidí subir las escaleras en su búsqueda.

Un extraño presentimiento se presentó sobre mí al avanzar por cada escalón. Agradecí y maldecí al mismo tiempo haber heredado el buen oído que siempre caracterizó en mi familia materna. El ruido no se detuvo y retumbó sobre el ala oeste, ala que se encontraba completamente inhóspita. Fruncí el ceño, parecía que era como si estuvieran rompiendo algo en mil pedazos.

El ruido se oyó a las lejanías mientras me adentraba en dicha ala. Lentamente fui caminando sobre las penumbras del taciturno pasillo. Mi mirada se fijó sobre el decorado antiguo que yacía en cada puerta a lo largo de este. Eso fue una de las principales diferencias que encontré al llegar a esta casa, la diferencia abismal entre el ala este y oeste. Simétricamente parecían iguales, pero se diferenciaban entre lo cálido que una era y en lo que la otra osaba fallar. El ala este parecía una casa familiar, gigantesca y un tanto fría, pero el ala oeste era la contraposición. Navegaba entre las penumbras, asemejándose más a un hotel que a una casa residencial.

Por cada dos puertas yacía un candelabro bañado por telarañas. Así la parte más tétrica de la casa no radicaba en su oscuridad, sino en el sentimiento putrefacto que la misma parecía desprender, la desazón de no alojar vida alguna. A través de una fingida firmeza continué avanzando y observé el barniz pulcro y blanco de las últimas puertas donde un extraño número comenzaba a presentarse sobre ellas. Todo en este pasillo desprendía un aire del siglo veinte.

Era como un viaje al pasado.

El frío llegó a horrorizarme a tal punto que terminé abrazándome a mí misma en busca de una inexistente fuente de calor. Era consciente de que la calefacción no funcionaba en esta parte de la casa, no obstante, eso no evitó que el viento se adueñase del pasillo, haciendo que el frío se proclamase como rey imperante sobre la zona.

—¿Milán, estás ahí? —Atiné a llamar, rezando de manera milagrosa que quien quiera que estuviera ahí fuera simplemente mi primo. Sin embargo, al no obtener respuestas caí en la cuenta de que la persona detrás del ruido no era precisamente mi primo—. ¿Quién diablos anda ahí?

Una vez más no recibí respuestas.

Cerré los ojos, agudizando mi oído para poder entender detrás de qué puerta pertenecía el ruido. Lo que en un principio fue un ruido lejano, pronto comenzó a ser cercano. Entonces un último ruido hizo de las suyas antes de que el silencio volviese a reinar, imperante y letal sobre esta ala del pasillo. No tardé en abrir los ojos con avidez, esbozando una pequeña y maquiavélica sonrisa. El ruido fue lo suficientemente prolongado como para saber a cuál puerta correspondía.

La ansiedad, la imprudencia y la adrenalina hicieron de las suyas, dominándome una vez más. No pensé cuáles serían mis siguientes movimientos, solo los realicé, cual local irracional. Corrí, sin importarme la cordura y el ruido hacia la puerta en concreto. El número que poseía no era de mi agrado, no creía en cosas supersticiosas, pero aquel enigmático número pareció ser una maldición a lo que sea que me estuviera adentrando al abrir la puerta.

05

Mi falsa firmeza se evaporó al tocar el picaporte, entonces un semblante sombrío y tenso me inundó. Un suspiro pesado se escapó de mi boca, siendo el preámbulo ante la horrífica escena en la que me vería inmersa desde el umbral de la habitación. En cuestión de segundos observé catatónica la escena que impidió que mis articulaciones se moviesen. Se trataba de un completo desastre.

Abrir esa habitación me confirmó cómo me transporté al pasado, al siglo veinte. El papel tapiz era de un color verde oliva, áspero y desgastado que ahora se encontraba rasguñado, roto y desprendido de las paredes. En el centro yacía una cama vieja y desordenada con un edredón carmesí sucio y disperso por el suelo. Dos viejos sofás de colores similares al edredón yacían volteados contra el suelo. Los armarios de madera que en algún momento brillaron por la juventud que poseyeron ahora se encontraban con sus puertas completamente abiertas, la madera dañada y sus cajones dispersos a sus alrededores.

Todo había sido saqueado, profanado.

Mi mirada terminó en lo que alguna vez fue considerado un gran espejo, uno que en más de una ocasión reflejó el aspecto de las personas que habitaron esta habitación, y que ahora se encontraba completamente desecho, fragmentado en miles de cientos de pedazos de vidrio que se esparcían a lo largo del suelo. Ya no quedaba nada de él, sin embargo, eso no fue lo peor. Ahogué un grito cuando observé el ventanal.

Justo al lado de la cama había un ventanal cuadrado que se encontraba abierto de par en par. No quedaba absolutamente nada de vidrio en ninguna de las ventanas y las cortinas se encontraban completamente rasgadas, cortadas a propósito. No dudé en caminar hasta la misma, escuchando como el vidrio crujía bajo mis lentas pisadas. Mi respiración se contuvo al ser testigo de cómo pequeños fragmentos de vidro se encontraban bañados bajo una espesa tinta carmesí.

Sangre.

Me asomé por el ventanal sin tocar la base de este, siendo consciente de aun existían vestigios de vidrio sobre la misma. Desde aquel lugar obtuve una vista perfecta y privilegiada del exterior. No dudé en bajar la mirada directo al jardín y de ahí al bosque Goths Forset. Sin embargo, no ignoré el hecho de que, sobre el suelo, perfectamente cubierto de nieve, yacían las huellas de la persona que saltó desde la ventana. Las mismas comenzaban en esta casa y se perdían en dirección al bosque.

Mi pulsación se disparó, mientras que otro mal presentimiento me recorría. Alguien había ingresado a mi casa. Habían utilizado esta ventana como medio para ingresar a una habitación putrefacta y vacía, pero ¿cómo? La habitación se encontraba en el segundo piso y era extremadamente difícil subir hasta ella, a menos que utilizaras una escalera o cualquier otro medio.

Aunque no tiene que haber entrado necesariamente por la ventana, Roma. Esta casa es inmensa.

—¿Quién eres y qué diablos buscabas? —Me dije a mí misma, girándome y observando cómo había quedado la habitación—. Porque es obvio que algo buscabas, ¿verdad? Si no, no hubieras hecho el ruido que hiciste, entonces ¿qué diablos buscabas? —susurré, observando lentamente cada recoveco del lugar—. A menos que en vez de buscar algo quisieras dejar algo...

Me volteé rápidamente, como si sintiese una presencia a mis espaldas. Sin embargo, me encontré con la nada. No había nadie más junto a mí. Nadie además de un papel que yacía pegado contra la pared a mis espaldas.

Un papel.

No dudé en arrancarlo, dispuesta a leer el contenido que yacía sobre el mismo. No tardé en reconocer la tipografía, sin duda se trataba de una de las más típicas y usadas hoy en día. Times New Roman. Mis ojos recorrieron con avidez cada palabra, haciendo que en cuestión de milisegundos una variada gama de fervientes emociones se apoderase de mí. Rabia, cólera, confusión, pero, sobre todo, unas inmensas ganas de venganza.

Mamá y papá McGregor estarían muy decepcionados si su hija mayor no hiciese caso y no fuera obediente como las demás niñas. La curiosidad puede matar a las personas imprudentes, Roma. Te advertiría sobre el peligro que corres al investigar algo que no te conviene, pero déjame adivinar... ¡No me harás caso! ¿Te cuento algo? Sangre impura y rebelde corre por tus malditas venas, niña, por eso sé consciente de tus actos y decisiones. A veces la familia debe pagar las consecuencias de los actos impulsivos de los demás, ¿no crees? Ten paciencia, pronto lo entenderás.

Bienvenida a Vlerton, Roma McGregor.

Atentamente: El Usurpador.

♣♦♣♦

La noche fue más letargosa de lo que pensé. El insomnio fue mi compañero una vez más, haciendo que mi mente no dejase de pensar.

Alguien había entrado con suma facilidad a mi casa.

El caos de ayer se convirtió en la tapadera más grande en la que me vi involucrada. Milán llegó minutos después al percatarse de que no me encontraba en la sala principal. Según él, se encontraba en el segundo piso, sin embargo, él apeló al hecho de que jamás escuchó ruido alguno.

Ya nada me sorprende ahora mismo.

Tras aquel pensamiento bebí un sorbo más de café. Eran las siete y treinta de la mañana y yo me encontraba sentada en la cocina, observando la plácida vista que el bosque cubierto por la nieve me ofrecía. Pese a que mis ojos se aferraban a aquella imagen, mi mente no podía dejar de pensar en aquel imbécil. «El Usurpador», así es como se hacía llamar.

Usurpador.

El tipo se veía en la sagrada potestad de interferir en la vida de los demás y tomar a su santo antojo lo que se le placía, ¿a eso se debía su seudónimo? Sin embargo, cuanto más lo parecía pensar, más difícil parecía tornarse la idea en sí. ¿Usurpar qué en concreto? Poder, identidades, cargos, vidas, personas o algo más que escapaba a mi pensar. Quizá la corrupción en Vlerton era más grande de lo que los chicos o yo creíamos.

De lo que si estoy segura es que el caso de la desaparición de esos jóvenes extranjeros, Josh Lambert y mi familia comenzaba a relacionarse más entre sí.

—¿Qué está pasando por esa cabeza ahora mismo? Te he estado hablando durante diez minutos y no me has hecho caso en ningún momento, prima —Oí la voz de Milán, desconectándome de mis pensamientos. Milán McGrath se encontraba frente a mí con una taza de café entre sus manos y una mirada burlesca, pero confusa sobre su rostro—. Buenos días a ti también, Roma.

—Pasaron ya más de dos años y me había olvidado de lo sarcástico que podías llegar a ser en cuestión de minutos —Me reí, centrando mi mirada en el contenido de la taza. Aunque más allá de eso, volví a observar a Milán. Éramos primos y tras su postura confiada había algo más. Lo conocía, se encontraba nervioso—. ¿Qué te sucede? Te conozco, Milán, tú no eres de las personas a las que gusta levantarse temprano. Y son las siete y treinta, primo. ¿Me vas a decir por qué estás tan nervioso?

Él alzó la vista, haciendo que su verdosa mirada chocase con la mía. Dolor y confusión eran los sentimientos más controversiales que atravesaban a través de ese verde claro. Milán no era así, siendo que muchas veces poseía una actitud optimista o un tanto sarcástica, pero jamás negativa, porque siempre se empecinaba en hacer reír a la gente.

—Mi padre no contestó ninguna de mis llamadas durante la noche, mi madre tampoco. Es cierto que nuestra relación no es la mejor, pero es raro que ni siquiera mi madre contestara mis llamadas —murmuró, afligido—. ¿Sabes? Extraño al abuelo Ricky, él sabría qué hacer en estos momentos, ¿no crees?

Asentí efusivamente, mientras una sonrisa nostálgica se imprimía sobre nuestros rostros. Ricky McQuaid era, sin lugar a duda, un hombre excepcional. Teniente coronel del ejército estadounidense, un hombre que se desvivía por su familia, el cual, de manera trágica, la enfermedad cancerígena nos lo arrebató a una edad temprana.

—Con el abuelo aquí todo sería diferente. Somos conscientes de que él siempre nos dio los mejores consejos que pudieron existir. ¿Cuántas cosas aprendimos de él, Milán? Nuestros primeros campamentos, los falsos crímenes que debíamos resolver en menos de una semana o las lecturas a medianoche en el tejado de su casa. Realmente lo extraño —suspiré al borde de la emoción, mientras contenía una lágrima traicionera que luchaba por descender por mi mejilla derecha.

—Si él hubiera estado aquí, ¿qué crees que nos hubiera dicho? —inquirió.

Sonreí.

—Probablemente nos hubiera dicho lo mismo que solía decirnos cuando nos hacía resolver los casos que él y la abuela nos creaban a modo de estimular nuestras mentes. «Si no existe un culpable, alguien o algo que justifique todo lo que sucedió, entonces nada está resuelto, sino que, de forma inversa, todo se encuentra en un punto inicial. Si la intuición dice que algo está mal, entonces definitivamente hay algo que está mal. No teman a errarle a la hora de encontrar la verdad, es preferible errar, pero acertar con el verdadero culpable que no fallar y atrapar a un falso culpable. He ahí una gran dualidad, porque han atrapado a dos culpables, en primer lugar, al falso victimario de un caso, y, en segundo lugar, a sus propias consciencias, presas de la penosa culpa».

¿Qué se pasó por tu cabeza, abuelo, al enseñarnos esto a los siete años?

—Eso me hace recordar, ¿te acuerdas cuál fue el primer lema que el abuelo Ricky nos hizo aprender? Nos lo hizo repetir una y otra vez durante dos veranos seguidos, ¿te acuerdas? —Esbozó una pequeña sonrisa, riendo—. Siempre lo repitió de una manera tan seria que llegó a asustarme las primeras veces. Todavía recuerdo el tono frío y meticuloso que empleó para decírnoslos. «La corrupción es inevitable en el ser humano. Es simple de entender, dale el uso de la razón y obtendrá poder, déjalo que su poder madure y obtendrás un completo desastre. Ese es el ciclo de la vida dentro de la naturaleza humana».

Suspiré.

—La dualidad en el ser humano. Avanzar y retroceder al mismo tiempo —Le aseguré, lamentándome una realidad—. ¿Qué piensas hacer hoy?

Milán dejó de lado su taza, centrando su atención sobre mi última pregunta.

—¿Recuerdas a la tía Cassie? —preguntó—. Por esas casualidades se mudó a Southbury hace unos cuantos años y según tengo entendido ese pueblo está a unos pocos kilómetros de este por lo que pensé en hacerle una pequeña visita. Cassie es la única hermana de mi padre, por eso pensé que podría saber acerca del paradero de mis padres. No sé a qué hora volveré, pero lo más probable es que me quede en la casa del tío Thomas durante unas horas. ¿Quieres venir conmigo?

Negué, no solo porque se trataba de su familia, sino porque contando con la ausencia de Milán tendría tiempo para investigar ciertas cosas por mi cuenta.

—No sabía que Cassie vivía por estos lados del país, creí que ella y Thomas seguían viviendo en New York —Le confesé—. ¿Sigue con lo del bufete McGrath?

Cassie McGrath era la tía paterna de Milán. La hermana menor y única del tío Charles. De ella siempre conocí muy poco, pero sabía que nunca estuvo de acuerdo entre el matrimonio del tío Charles y la tía Audrey, situación que generó tensiones entre ambas familias. Sin embargo, se presentó en diversas veces en mi casa, lugar donde descubrí ciertos detalles de ella. Era abogada y una de las fundadoras del pequeño bufete de abogados McGrath, homónimo al apellido de su familia, además de que se encontraba casada con Thomas Darren, capitán del ejército estadounidense que se había retirado tras hacer sus últimos servicios en Afganistán.

—Claro que sí, la abogacía es su pasión, así como la milicia es la pasión del tío Thomas. Con respecto a lo segundo, sí, a mí también me sorprendió, o sea, ellos siempre fueron de ciudades grandes, metrópolis, sin embargo, ahora prefirieron decantarse por un pequeño pueblo que de seguro no llega a tener el doble de población que tiene Vlerton —mencionó, catatónico.

—¿Una aparente y momentánea tranquilidad, quizá? —Le dije. No tardé en levantarme y dejar cada cosa de la cocina en su lugar. Observé el bosque junto al salvaje clima, dicha imagen solo provocó que mi insaciable imprudencia y curiosidad aumentasen, provocando que la idea de despejar mi mente y fisgonear por ahí llegaran hasta mi cabeza.

—¿A dónde vas?

Me encontraba enfundada en una calza deportiva de color negro bastante abrigada y dos sudaderas del mismo color, mientras que mi cabello se encontraba firmemente recogido a través de un moño un tanto desordenado.

—Voy a salir a correr un rato, quiero aprovechar la frescura de la mañana para despejar la mente. Quédate tranquilo, volveré sana y salva, Milán —Le dediqué una breve sonrisa a modo de que se tranquilizara—. Te dejé las llaves colgadas en el recibidor, cierra bien la puerta cuando salgas. Créeme, la seguridad en este pueblo es una mierda.

Deposité un casto beso en su mejilla, alborotando su rubio cabello como cuando éramos niños. Agarré mi teléfono, colocándome los auriculares inalámbricos. No tardé en salir disparada de la cocina, no obstante, una pregunta que llevaba muchos años sobre mi cabeza comenzó a picar vorazmente, exigiendo una respuesta que calmase su voraz apetito.

—¿Algún día me contarás por qué te llevas tan mal con tus padres? —susurré queriendo detenerme, aun sabiendo que no recibiré una respuesta positiva.

Milán se tensó, y cualquier atisbo de felicidad y alegría desapareció de su rostro, dando lugar a uno serio, impasible y sombrío.

—Somos primos, Roma, sabemos muchas cosas el uno del otro, pero hay cosas que deben permanecer en secreto incluso para gran parte de la familia, créeme, es por el bien de unos cuantos más que de otros.

♣♦♣♦

Mientras una pequeña onda de vaho se escapó de mi boca, coloqué la playlist en modo aleatorio. En cuestión de segundos, All Star de Smash Mouth comenzó a sonar, sonreí, mientras comenzaba a tararearla en voz baja.

El frío no tardó en inundarme, quedándome clara una de las desventajas de salir a correr en pleno invierno. Froté mis manos, haciendo que por lo menos éstas entrasen en calor. Me coloqué la capucha de la remera, acomodándomela sobre la cabeza y tras verificar la hora en mi teléfono comencé a correr suavemente, primero calentaría o de lo contrario me lesionaría.

No había planeado un pequeño mapa mental de la ruta por la que hoy iba a correr, pero mi profundo interés yacía en recorrer el bosque y las zonas aledañas a este. Comenzaría por la ruta que era engullida por los frondosos árboles de este y quizá indagaría más aún.

El vecindario se encontraba como siempre, inhóspito. La idea no me aterró y sin presuras comencé a correr paulatinamente. Desconocía cuánto tiempo correría, pero mi cuerpo comenzó a tomar más en serio la corrida tras pasar las estructuras quemadas del instituto Magnolia, solo cuando poco a poco comencé a adentrarme en la carretera que era engullida por el bosque.

Suspiré pesadamente, la música seguía sonando, pero se había visto acompañada en un segundo plano de los usuales ruidos que provenían del bosque. Ruidos de la naturaleza y de los animales. Por un maldito milisegundo todo parecía tranquilo, pacífico.

Los minutos fueron pasando, las canciones se fueron agotando y mi cuerpo me fue demostrando lo cansado que comenzaba a encontrarse. No obstante, a pesar de todo, no pensé en detenerme. Mi cuerpo se tensó aún más cuando no cedí, avanzando unos cuantos metros más, sin embargo, no logró coordinar ante mi petición y terminé deteniéndome ante el evidente cansancio que comenzaba a entumecer a mis músculos. Me agaché a un lado de la carretera, quedando en cuclillas y con mis manos apoyadas sobre mis rodillas. Cerré los ojos, intentando que mi cuerpo reaccionara ante los arrítmicos movimientos de mi pecho, subiendo y bajando sin control tras ser acompañado por un pulso arrítmico y una respiración dificultosa.

Intenté seguir corriendo, pero simplemente no pude. Y lo que en un inicio comenzó con un profundo dolor, en cuestión de segundos, terminó con una profunda curiosidad. Me encontraba a unos pocos metros de la estatua de los fundadores de este pueblo.

Los hermanos Vlerton.

La estatua parecía estar hecha a base de un material similar a la piedra, sin embargo, la oxidación comenzaba a hacer aparición. Observé a ambos hombres. Uno de ellos poseía el cabello largo y ondulado, mientras que el otro lo llevaba mucho más corto. Una escueta, pero orgullosa sonrisa yacía plasmada sobre los rostros de ambos. Continué observándolos, centrándome en sus ropas, que eran las propias del siglo XVII.

Ambos hermanos se encontraban abrazados entre sí, mientras que uno de ellos, el de pelo corto, poseía su mano levantada en dirección al este, como si estuviera indicando el camino que debíamos de seguir. Tuve la voluntad de hablarle a ambos hermanos, pero mi acción fue acallada tras observar el pequeño cartel que yacía junto a ellos.

Los hermanos Amadeus y John Vlerton, los fundadores de Vlerton.

Amadeus Vlerton (1599-1675)

John Vlerton (1595-1660)

Siempre honraremos su valentía. Donde quieras que estés recuerda: «El Sol de la familia Vlerton te guiará a casa».

10 de marzo de 1623.

Estoy frente a los creadores del acertijo que Ankara McLaren me contó. El mismo que pasó de generación en generación, y que, misteriosamente, mi abuela me enseñó a mí.

—Estoy segura de que la abuela Samantha nació en New York, señores, entonces, ¿por qué ella conocía su acertijo ultra super secreto? —Le hablé a las estatuas como si ambos hermanos fueran capaces de oírme y brindarme una respuesta plausible—. Hermanos Vlerton, ¿son conscientes de que este pueblo es una completa tapadera de secretos, engaños y mentiras? ¿Qué querían conseguir al fundarlo?

Suspiré aireada.

Si tan solo la abuela estuviera aquí para que me pudiera aclarar diversas cuestiones en mente nada de esto sería tan difícil o complicado, pero no, ella no está y yo ya no sé qué creer.

Mis padres y hermanos seguían desaparecidos.

El tío Charles y la tía Audrey no contestaban mis llamadas. Además de que ellos ni siquiera me contaron que ahora vivían en Carolina del Norte.

Mi madre había mensajeado a Milán para que viniese a Vlerton.

Milán abandonó la universidad hace año y medio, y ni siquiera se encontraba en New York en el momento, sino que ahora residía en Washington DC.

Pero la cereza del pastel era sin duda Samantha McQuaid, la querida matriarca de la familia que, según Milán, ni siquiera se encontraba en tierras estadounidenses, sino que había salido en un abrupto y misterioso viaje hacia Italia. ¡Italia! ¡Habiendo semejante caos en su familia en este país, ella se encontraba en Italia!

Tranquilízate, recuerda mis palabras, prima.

Si tan solo estuvieras aquí.

Somos las ovejas negras de nuestras familias, ¿no crees?

Necesito tu ayuda, necesito respuestas, prima.

Lo sé y siempre estaré ahí. Pero recuerda lo que te digo, Roma, pase lo que pase y por todo el miedo que tengas, jamás vuelvas a pisar Inglaterra. Al menos en los Estados Unidos estarás a salvo de la familia McGregor, prima.

Mis manos temblaron, intentando bloquear las palabras que Naomi, mi prima paterna, me había dicho hace unos años en una de mis tantas crisis. Por aquel entonces ella residía en Inglaterra y pese a que se había criado bajo el régimen estricto y abusivo de su madre, hermana menor de mi padre, había salido adelante como psicóloga y como la hermana mayor que siempre necesité.

Naomi siempre fue consciente de los peligros que la familia McGregor acarreaba en Inglaterra, del pasado que ambas vivimos en la capital británica, por eso siempre se empecinó en que jamás debía volver a pisar Londres.

Escúchame, Roma, todo se complicó aún más desde que la abuela Agostine falleció. Más de uno en nuestra familia se vio salpicado. Por eso te pido, no vuelvas a Inglaterra. Pronto sabrás de mí. Te quiero, prima.

Pero eso no fue así.

Naomi no volvió a contestar mis mensajes ni llamadas después de esas palabras. Así fue como a los dieciséis años fue la última vez que supe de ella o de mi familia paterna.

Van a pasar más de cuatro años.

Un ruido me alertó, desconectándome de mis erráticos pensamientos. No tardé en girarme para observar cómo detrás de mí pasó una camioneta Chevrolet a toda velocidad, tan rápido que parecía que en cualquier momento derraparía. Logré seguirla con la mirada hasta que se perdió en el horizonte.

No pude procesar nada cuando, en cuestión de segundos, la policía pasó a toda velocidad, siguiendo la misma ruta de la camioneta Chevrolet. Un mal presentimiento me tomó desprevenida. Y al seguir con la mirada las diversas patrullas policiales confirmé mi segunda pérfida, temida y obvia sospecha: una ambulancia va detrás de la policía. Entonces, algo realmente grave sucedió.

Los perdí de vista una vez más, pero eso no quitó que la tranquilidad antes adquirida volviera a su lugar. Nada estaba bien. Además, el ruido de las patrullas y de la ambulancia aún se sentía por lo que intuía que, lo que sea que haya sucedido, se encontraba realmente cerca de donde estaba. No lo pensé dos veces y corrí a toda velocidad en la dirección de donde provenían los ruidos. Mi corazón comenzó a bombear con fuerza, preso del propio miedo de saber con lo que me encontraría.

Esto no se trataba de una simple persecución policial, había algo más.

Hasta que lo vi.

La camioneta Chevrolet se había incrustado contra un árbol del bosque, saliéndose de la carretera y expulsando a su conductor metros más allá sobre el frío pavimento. No obstante, aquello no parecía un accidente, había demasiada sangre para tratarse de eso. Además de que la presencia de tantas patrullas policiales me alertó de algo peor, algo más sádico y temeroso.

Un asesinato.

En silencio me acerqué aún más hacia la escena. Mi presencia parecía ser ignorada por la mayoría de los funcionarios que trabajaban en la misma. Suspiré lentamente y seguí avanzando, bordeando la escena desde una perspectiva que podía tener acceso total a la misma. Pero lo que vi me horrorizó todavía más.

No había sido un accidente.

Las especulaciones de que realmente se trataba de un asesinato comenzaron a cobrar mucha más fuerza. La ira se desenvolvió dentro de mí de manera inigualable y por un momento quise gritar, golpear y blasfemar hasta quedar afónica.

Por eso él habló de ser consciente de nuestras acciones. ¡Maldito imbécil!

Blasfemé en silencio al cielo, ella no merecía esto, ¡No lo merecía! Lágrimas traicioneras comenzaron a descender por mis mejillas, y mientras el llanto me inundaba no podía dejar de observar su rostro. Con una mirada catatónica, perdida y carente de vida, pero que aun así podía reflejar su dolor, su pérdida, su tristeza e ira. Su vida le fue arrebatada en un instante y usaron un maldito accidente de tránsito para tapar el crimen.

Entonces lo supe. La sangre que la cubría bajo un charco de mentiras injustas sería vengado, justificado, aunque la ley no apelase por aquel lado.

Tú me lo pagarás, maldito imbécil.

Por la vida de Clarissa Hoffman que se le fue arrebatada de manera injusta. 

Nota:

¡Hola, aquí Caro! 

¡Hoy tocó un capítulo más largo para celebrar que el martes me recibí de desarrolladora de software! Es algo que todavía estoy procesando por la propia emoción (*insertando una imagen de Caro saltando de la emoción*) y era por eso que decidí celebrarlo de la mejor forma: con un capítulo nuevo de los McGregor.

Y un presunto crimen... 

¿Creen que Roma tiene razón y es un crimen? 

La historia está próxima a llegar a sus 3k en lecturas, así que les tendré unas sorpresitas en el correr de los días. 

¡Grazie mille por todo su apoyo! 

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