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Capítulo VII

«Todo hombre es como la Luna: con una cara oscura que a nadie enseña».

—Mark Twain.

El dolor continuó sobre mi pecho, perpetuo. Cerré los ojos brevemente. Quería esclarecer el desconcierto en mi mente, sin embargo, no me vi capaz de absolutamente nada. No podía moverme ni pensar. Nada. La sola mención de dicha frase había atraído a una vieja compañera de tortura, una voz que proclamaba un dominio que no poseía. Un martirio encarnado. Mi martirio personal.

—Jack —El hombre que poseía una mayor jerarquía dictaminó hacia su súbdito más fiel—. Llama de inmediato a Smith. No le mencionarás nada de esto, porque él sabe perfectamente lo que deberá hacer. Únicamente dile que procure dejar todo limpio y despejado en menos de dos días. De hecho, un día. ¿Comprendiste, muchacho?

La prolongada pausa emitida por el leal súbdito dio a entender su posición y respuesta.

—Entendido, jefe.

Apresurados pasos se oyeron a las lejanías.

—Volviendo al tema de esos molestos muchachos —prosiguió duramente. Pese a la abundante cólera sobre sus palabras, pude percibir vestigios de una aura calmada, enigmática y misteriosa—. Mark, tú y John se encargarán de ellos. Pero, si me entero de que esos idiotas volvieron a meter sus narices en cosas que no les incumben, yo mismo me encargaré de que ustedes dos paguen como es debido. Considérense con suerte si no los hago añicos. ¿Quedó claro, muchachos?

Silencio.

—Señor, ¿qué haremos con respecto a la chica McGregor?

Un escalofrío me recorrió completamente. Sentí como dos miradas se posaron sobre mí, sin embargo, no fui capaz de observarlos directamente. No quería ver en sus expresiones algo que había conocido durante años. Preocupación, miedo, temor o pena. Estaba harta y excesivamente cansada y, a estas alturas, la incertidumbre que siempre añoré conocer, ahora, solo comenzaba a molestarme, al punto de detestarla.

Familia McGregor.

¿Dónde están, familia mía?

Familia...

¿Los puedo llamar familia realmente?

—A veces la respuesta es más simple de lo que parece, Mark. La vida está repleta de oportunidades, tú debes saber aprovecharlas en el momento que es debido —vociferó con voz inaudita—. Es simple. Si la presa escapa de las fauces de su depredador, el cazador deberá estar alerta y aprovechar la oferta, porque su milagrosa oportunidad ha llegado. ¿Comprendes, muchacho?

Aprovechar la oportunidad.

Aprovechar la oferta.

Cada palabra del misterioso jefe salió con cierto grado de impunidad mayor al anterior. Una carcajada acompañó a sus desagradables palabras, como si hablar de mí se limitase a una placentera y divertida cacería. Gruñí internamente, conteniendo las ganas de blasfemarle en la cara al tipejo.

Hasta que me encontré con la verdosa mirada de Noah. Sus ojos, ardiendo bajo una tenue, pero potente mirada inquisidora que, no solo se encontraba cuestionándome algo en silencio, sino que también se encontraba a la espera incierta de algo más. Algo como un próximo movimiento o un siguiente paso, quizá. Sin embargo, como si supiera leer mi mente, su respuesta llegó tan pronto como se limitó a mover su cabeza, negando ante mis esporádicas conclusiones.

Tras aquello no logré oír nada más. Un agotador y espantoso silencio nos rodeó de manera cauta en lo que todos parecíamos contener la respiración por un tiempo que simuló ser eterno.

Cerré los ojos, apreté con fuerza mi puño e hice aquello a lo que terminé recurriendo en más de una ocasión cuando, de pequeña, solía entrar en ataques de pánico, cuando la ansiedad me carcomía con ímpetu.

Uno.

Due.

Tre.

Quattro.

Cinque.

Sei.

Sette.

Otto.

Nove.

Dieci.

Abrí los ojos, esperando a que mi corazón, casi desbocado, apelase a un estado más sosiego.

—¿Roma? —Ignoré todo tipo de llamado o atención que fuese dirigida hacia mí.

La idea de que ellos aun podían estar rondando a nuestro alrededor pasó letalmente por mi mente. Éramos jóvenes, pero no por eso idiotas.

Tomé un leve respiro, moviéndome vagamente contra el arbusto. Hablar en italiano solía relajarme desde que la abuela Samantha me habló sobre dicho método de relajación. Según ella consistía en algo simple: solo debes de hablar lo más básico en un idioma ajeno al tuyo. Aunque, el italiano era de todo menos ajeno a mi causa. Desde mi nacimiento comprendí que mi familia materna sentó sus bases hablando equitativamente en dos idiomas, tanto en inglés con en italiano, aunque jamás conocí la razón exacta al por qué de esto último.

Los McQuaid no poseen ni una sola pizca italiana.

—¡Señor Jones! —La sutil, pero desesperada voz de una fémina irrumpió el letargoso silencio, completamente anti pacifista, que predominaba a nuestro alrededor. A la desesperación le siguió el ruido de la fusión entre su acelerada respiración y una inquietante ansiedad—. El alcalde Thompson está preguntando por usted, señor. Se debe al incendio del instituto Magnolia. Los bomberos afirmaron que hay tres víctimas. Un hombre, una mujer y un niño. Le pido, por favor, que me acompañe, jefe.

—Esto era lo que me faltaba... —Soltó bruscamente el jefe de los policías, ahora apellidado Jones—. En el día de hoy el alcalde Thompson decidió deleitarnos con su magnífica presencia. Increíble, muchachos.

Sorprendida abrí levemente la boca; su tono áspero provocó que junto al veneno y al sarcasmo transformasen a sus palabras en verdaderos volcanes de cólera, con magna activo a punto de estallar.

—De acuerdo, señorita Harper —Aceptó resignado—. Si eso es todo puede retirarse. Yo todavía tengo unos asuntos pendientes junto a mis muchachos. Usted comprenderá, gracias.

A las lejanías se oyeron sonoros, pero lentos y constantes pasos. Tras eso, un suspiro se escapó de entre los labios de Jones, siendo el preámbulo para la sucesión de golpes, sonoros y poderosos que se encestaron sobre el tronco hueco de un árbol viejo. Fruncí el ceño. ¿El tipo era demente? Observé confundida a los chicos, expectante a la espera de una respuesta que parecía ser tan legible sobre sus ojos como la misma claridad del agua.

Jones era un verdadero psicópata, pero no era el único en Vlerton.

No.

Este pueblo era una escalera de jerarquías y alguien, con mucho más poder que un policía, podría fácilmente ocupar el eslabón de psicopatía.

Los pueblos pequeños tienen un trasfondo histórico que a muchos enorgullece, a otros admira y a otros, los que verdaderamente conocen el pueblo, solo los espanta y repugna. Un pequeño pueblo donde cedes todo tipo de cordura, dejando tu suerte al destino.

Esa era la descripción perfecta para Vlerton.

Observé sigilosamente a Noah. El chico aún permanecía brindando furtivos afectos, un tanto tranquilizantes, sobre la cabeza de Sienna. En cuestión de segundos, sus ojos se conectaron con los míos, y cómo si supiese claramente lo que iba a cuestionar, su respuesta llegó a través de su verdosa mirada, impasible, dura e intrigante: no hagas preguntas de las cuales, terminarás arrepintiéndote de oír su respuesta.

—¡Diablos! ¡O sea que ese maldito imbécil volvió! —Estalló Jones colérico, esparciendo con furia sus iracundas palabras—. ¡Desapareció hace menos de un año y ahora vuelve para cuestionar nuestro trabajo! Ese imbécil. Solo por tener el puesto de alcalde cree que es impune a cualquier cosa... veremos cuánto dura esa faceta.

Una pausa le siguió en sus pensamientos, mientras que, esparcido sobre el silencio, se oyeron las carcajadas tenues de los secuaces ineptos de Jones: John y Mark.

—Al viejo Thompson le convenía no haber vuelto a Vlerton —Le susurró el primero a su colega—. Pero fue tan idiota como para desconfiar de una furtiva y cálida advertencia. Yo creo que el alcalde no comprendió tus palabras, Mark.

¿Lo habían amenazado con no volver a Vlerton? ¿Los policías locales habían hecho eso con el propio alcalde? ¿Qué tipo de pueblo es Vlerton?

—Jack.

—¿Señor?

Un suspiro se escapó de entre los labios del jefe.

—El tema de los McGregor se pospondrá hasta nuevo aviso. En su lugar, dile a Smith que posponga todo lo que le ordené. Todos somos conscientes de que las cosas no saldrán bien si tenemos al sabueso Thompson caminando por ahí por Vlerton.

Suspiré, tomando una nota mental a futuro: debía conocer al alcalde Thompson. Alias «el sabueso Thompson».

—¿Qué hacemos con los niñatos esos?

Un estruendo gutural se escapó de la garganta de Jones.

—Sobre la búsqueda de esos malditos mocosos, suspéndanla también. ¡Mierda! —Estalló en cólera, sin paciencia una vez más—. Bien saben que la relación entre las familias Chambers y McLaren con la familia de Thompson es mucho más que buena. Eso se puede tomar como una grandísima desventaja contra nosotros.

—¿Qué hacemos entonces, señor?

Otro suspiro.

—Detesto realmente tener que admitirlo, pero solo nos toca esperar —vociferó—. Él llegará de Toronto mañana en la tarde, hasta entonces esperaremos con cautela. Sin embargo, no olviden que la reunión quedó pactada para la semana siguiente. Procuren tener la información que se les pidió, muchachos, si no, conocen las consecuencias.

El oxígeno se escapó apresuradamente de mis pulmones tan pronto como sentí que esos hombres abandonaron la inquietante escena. Por un momento me permití cerrar los ojos, a sabiendas del gran lío que yacía creado sobre mi cabeza. Una pequeña, pero deliberada línea se había creado para separar a cada deliberada pregunta de mi parte racional.

Me recliné contra el inmenso arbusto, sin molestarme porque la textura de éste fuese de los más incómoda. En ese momento cualquier dolor físico pasó a un segundo plano, dando lugar a la gran tensión que albergaba mi magullado cuerpo. ¿Qué diablos acaba de suceder?

Los oficiales Mark y John.

Jack, quién de los tres, parece ser el que más respeto le tiene a su jefe.

Su jefe, el temible Jones.

Sin olvidarme del alcalde Thompson. Además de la mala relación que él y Jones parecen tener.

¿Ellos eran las figuras de autoridad que este pueblo poseía?

—Debemos volver a casa, Roma. Es por esto por lo que les dije que el sendero Indira no era bueno —demandó con sutileza Sienna. Su voz salió rasposa y trémula. Ella aún permanecía sobre el cuerpo de Noah, refugiándose en él.

Ignorando el momento tétrico a nuestro alrededor, sonreí. No conocía a Sienna, pero sabía que la misma faceta que ahora se encontraba demostrando era una que pocas veces había dejado salir a la luz. Ese aspecto tímido y frágil que, cuando se ve rodeada de gente se torna uno tosco y arisco.

Pero la burbuja de la utópica felicidad se rompió, como lo efímera que era, explotó.

—Vamos a ir a mi casa. Ustedes y yo debemos de aclarar una infinidad de cuestiones. Sobre todo, las cosas que están sucediendo en Vlerton y que están más relacionadas con mi familia de lo que yo creo.

Me tragué el dolor que mi herida manifestó cuando me moví. No fui consciente de lo que sucedía hasta que, parándome, mi vista comenzó a tornarse borrosa y difusa. De pronto todo se tornó complicado e inverosímil.

El sendero se tornó un laberinto. Logré divisar múltiples caminos que, a fin de cuentas, todos me llevaban al mismo punto en concreto: a la nada. Mi sentido de orientación se extravió tan pronto como una arraigada figura impotente se alzó frente mío, compuesta por una singular variedad de exóticos árboles. El obscuro páramo intentó engullirme y en cuestión de segundos, mi cabeza comenzó a dar vueltas hasta que el suelo me acogió como su mejor compañía.

Una puntada atrajo un increíble escalofrío que se acentuó en la zona superior de mi rostro. El conocido pitido de inconsciencia perforó sobre mis oídos, y antes de lograr desplomarme por completo, escuché las átonas y desesperadas voces de Noah y Sienna.

Increíblemente no aclamé por ayuda, porque sabía que en las penumbras de la oscuridad yacía, ciertamente, la paz. Un lugar en las penumbras que carecía de preocupaciones, dolores físicos o emociones. Solo era eso, oscuridad.

Uno.

Due.

Tre.

El golpe llegó a mi cabeza tan pronto como perdí el conocimiento.

♣♦♣♦

—¿Están seguros de que ella va a despertar?

El preocupante murmullo de Sienna se coló por mis oídos. Es definitivamente tras eso y unos débiles balbuceos por parte de Noah que, asustadoramente, retorné a la realidad, a mi realidad.

Mantuve, de manera casi imperativa, los ojos cerrados durante un prolongado tiempo. Me removí levemente en mi lugar, hasta ser consciente de la superficie blanda sobre la que me encontraba.

—Ella ya se despertó, Sienna —Una voz desconocida retumbó muy cerca mío. Masculina, grave y con cierto tono áspero, el tono gélido que empleó para hacerse oír fue bastante exagerado y perturbador—. Sin embargo, se abstiene de abrir los ojos. ¿Me equivoco, McGregor?

¿Cómo es que este tipo sabe quién soy?

Obligada, abrí los ojos. Parpadeé varias veces intentando acostumbrarme a la incandescencia de la luz artificial. Una vez logrado me centré en ellos, topándome primeramente con los semblantes preocupados de Noah y Sienna, sin embargo, mi atención se desvió hacia alguien más. Hacia el desconocido que yacía en el lugar donde me encontraba.

Él no me observó, ni siquiera alzó su mirada. Permaneció sentado sobre un pequeño sofá azul marino. No emitió palabra alguna. Su rostro se encontraba bañado bajo un semblante impasible, serio y carente de emociones visibles. Poseía una aura misteriosa y enigmática que, ahora mismo, se encontraba ignorándome para centrar su atención en el ventanal cuadrado del lugar, como si fuese de mayor importancia.

—¿Cómo te encuentras, Roma?

Ignoré levemente la pregunta que Sienna y Noah me hicieron, esquivándola sin preocupaciones. Mi atención se encontraba fija en el misterioso muchacho que pretendía pasar desapercibido en la conversación.

—¿Cómo supiste que estaba despierta? —inquirí.

—Simple. Por tu respiración. La frecuencia respiratoria entre una persona dormida y una persona despierta no es la misma, vecina.

No se molestó en observarme al hablar, sino que su completa atención se centró por completo en el cristal del ventanal. Bufé molesta. La última de sus palabras retumbó en mi mente. «Vecina». ¿Él era mi otro vecino? He de suponer que debe ser el muchacho del que Sienna, tan escuetamente, me contó.

—Sin embargo, si me lo preguntas, no es muy difícil de intuir cuando tú estás dormida y cuando no, Roma —Esbocé una falsa y tensa sonrisa cuando percibí el tono burlesco y pretencioso en sus últimas palabras.

Genial. El tipo era un frívolo imbécil de primera.

Lo ignoré, centrándome en Noah y Sienna otra vez.

—Les agradecería si me dijeran dónde estoy —Pedí sin más, para más tarde señalar al idiota de mi vecino, suspirando tensa y desganadamente—. Agradecería también que me dijeran quién diablos es este tipo. Gracias.

Ante mis palabras oí un murmullo de su parte.

Lo observé molesta. Su pretenciosa y fría actitud me cayó como un balde de agua fría que ciertamente me irritó en demasía. Arqueé una ceja, dispuesta a escudriñarlo descaradamente. Él me descubrió, sin embargo, no puso objeción. Poseía rasgos similares a los de Noah, como las pequeñas y diversas pecas que surcaban a lo largo de su rostro. Solo que, a diferencia del primero, éste poseía muchas menos. En lo alto de su rostro, dos lagunas azules que súbitamente representaban indiferencia y frialdad. Y después estaba su cabello azabache. Negro cual carbón.

—Deja de observarme, McGregor —masculló, molesto—. ¿Cuánto tiempo se supone que ella va a estar en esta casa, Noah?

Soltó un suspiro cansino en lo que revolvió con vehemencia su cabello azabache. En cuestión de segundos se levantó hasta llegar a una pequeña repisa de la habitación. Del lugar retiró un pequeño cuaderno y, sin observarnos, volvió a tomar asiento como en un principio.

—Te lo advierto —musitó con voz calmada sin alzar la vista de su cuaderno—. Deja de observarme, McGregor.

Alcé una ceja con incredulidad. Era una pena que lo que él tuviese de bueno, también lo tuviese de idiota malhumorado.

—Discúlpame tú a mí. Quería comprobar si tu idiotez era ilusoria o si realmente careces de modales respetuosos hacia los demás —Contraataqué sin darle oportunidad a replicar—. No te preocupes, la respuesta me quedó clarísima.

Noah decidió cortar con la tensión del momento, carraspeando levemente. Muy por el contrario de Sienna que sólo se dedicó a intercalar miradas inquisidoras entre el misterioso tipejo y yo.

Idiota desconocido.

Hasta que caí en cuenta de algo con mayor relevancia al momento.

El lugar en el que nos encontrábamos no se trataba de mi habitación, ni siquiera estábamos en mi casa.

—¿Es divertido fisgonear en propiedad privada? —vociferó, alzando la mirada—. Responde, McGregor.

Lo observé, frunciendo el entrecejo. Su cuerpo emanaba una aura presuntamente indiferente y quizá frívola, que junto al grado de presuntuosidad de sus palabras llegó a molestarme.

—Pues discúlpame por tener ojos en el rostro, idiota —musité con ironía.

Él no me contestó, en su lugar, apeló al silencio como un sutil modo de respuesta.

Entonces se giró, contemplándome fijamente en silencio, hasta que, segundos después, bajó su mirada para situarla sobre su pequeño cuadernillo.

Entonces, misteriosamente y con un acentuado deje de intriga, habló:

—Si miras durante largo tiempo a un abismo, el abismo también mirará dentro de ti.

Friedrich Nietzsche, me recordó mi mente.

Lo ignoré. No estaba de humor para absolutamente ningún tipo de sarcasmo o pérdida de tiempo. Necesitaba respuestas, respuestas urgentes y desesperadas.

—¿Me equivoco al decir que nos encontramos en tu habitación?

Entorné mis ojos en dirección al desconocido chico que en ningún momento elevó su mirada.

Azul, negro, blanco y una pequeña gama más extenuada de colores fríos predominaban a lo largo de su habitación. Era sin duda masculina. Una cama, repisas llenas de libros y diversos posters colgados en la pared blanca contra el ventanal. Aspiré, hipnotizada, dentro se desprendía una embriagante colonia; una mezcla entre pino y cítricos.

Sin embargo, percibí algo que, lejos de asustarme, solo me causó mayor intriga: la ausencia de fotos o cuadros familiares a lo largo de toda la habitación. Ninguna, absolutamente ninguna foto.

¿Es normal no tener siquiera una foto familiar en un recuadro? Ni siquiera mi familia había llegado a tal grado de accionar que, entre sus prevalencias y disfunciones, poseía utópicas fotos familiares a lo largo de nuestra antigua casa en New York.

—No abras la boca si de ella no van a salir palabras realmente importantes, McGregor.

La ira creció en mí, sin embargo, logré contenerme.

—Dentro de la inmensa mierda utópica e insípida que se esparció dentro de mi familia, una de las pocas cosas que siempre se jactó como verdadero fueron las presentaciones. Jamás están de más. Entonces te conviene hablar, señor indiferente. ¿Nombre y apellido?

«O sea que lo conociste. Lo conociste a él». Las palabras de Sienna retumbaron en mi mente.

Oh.

Interesante.

Demasiado interesante.

—No, la presentación está de más —Sonreí, lejos de ser amablemente—. Maddox McLaren, ¿verdad?

Su respuesta fue un vago resoplido.

—Eres inteligente —admitió—. No preguntes lo obvio, McGregor.

Entorné los ojos. Resoplé, molesta y cansada.

—Escúchame, McLaren —Le dije, intentando no elevar mi voz—. Poco me interesa que seas mi vecino, no pretendo entablar una amistad contigo, ni más ni menos, sin embargo, déjame decirte que con ese carácter de mierda no llegarás a ningún punto. ¿Piensas caerle bien a alguien fuera de este esotérico pueblo?

Sus hombros se balancearon, señalándome su resta de importancia al asunto.

—No pretendo ni deseo caerle bien a una díscola extranjera.

Díscola.

Extranjera.

Arqueé una ceja. Una pequeña punzada atravesó efímeramente la parte frontal de mi rostro, en lo que intenté que el color carmesí, bullicioso y colérico, no inundase sobre este.

—¿De qué hablas? —espeté—. Tú, yo y todos los presentes en esta habitación nacimos en los Estados Unidos.

Él negó como si no lo entendiera, aunque ciertamente no lo entendí.

—Ese es precisamente el problema, McGregor. Naciste en este país, sí, pero no naciste en Vlerton —sentenció, cortando el asunto desde la raíz—. Eres una extranjera, una forastera en estas tierras. 

Nota:

¡Nuevo personaje! Roma está comenzando a descubrir vestgios de la tramoya en la que Vlerton está involucrado. ¡Leo sus comentarios! 

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