Capítulo II
«El teatro no puede desaparecer porque es el único arte donde la humanidad se enfrenta a sí misma».
—Arthur Miller.
La idea de volver a mi casa jugó un buen papel sobre mi mente. Me llevó unos minutos comprender que las consecuencias de pasar más tiempo en las penumbras del bosque Goths Forset no eran agradables.
En un punto del camino, mi vista, pérfida, me jugó una mala pasada, provocando que me desviara del camino predilecto que el sendero me proporcionaba. De eso había transcurrido un buen tiempo y a esta altura lo único que podía ver eran árboles, árboles y más árboles, sin omitir el extenso dolor que surcaba a lo largo de mi pierna derecha.
—Magnífica idea se te ocurrió, Roma —El reproche poco surtió el efecto deseado. Las palabras no curarían mi desorientación o la sangre que comenzaba a brotar desde la herida en mi pierna—. ¿Por qué salí sin el teléfono?
A mi alrededor, los usuales ruidos de las curiosas lechuzas e incluso alguna que otra ardilla escapando ante mi presencia eran, de cierta forma, reconfortantes. La oscuridad de la noche había influido sobre el drástico cambio de temperatura; manteniéndose una gran diferencia entre el calor húmedo de Vlerton y el frío abismal del bosque.
Sobre mis oídos se coló una dulce melodía que sonó a las lejanías. No parecía ser producida por un humano, era tan profunda que lograba transmitir con sinceridad cada una de las emociones que profesaba el autor de esta. Embriagadora, nostálgica, potente, triste y quizás calmante. Capaz de hacernos recordar esos recuerdos varados en las profundidades de nuestra mente, esos que están guardados celosamente para nosotros. Los únicos recuerdos que nos hacen sentir vivos.
Mis ojos comenzaron a cerrarse lentamente al compás de la dulce melodía. Entonces recordé las tardes más alegres de mi infancia. Primero en New York, la amada ciudad natal de mi madre y después en Londres, ciudad que vio nacer a mi padre. Sonreí amargamente. Los viajes, las constantes mudanzas y la poca comunicación fueron desgastando el vínculo familiar hasta el punto de exterminarlo en su mayoría. Llegamos así, a un punto en el que nuestra familia solo supo confrontarse a sí misma.
Mi cuerpo se encontraba entumecido a tal punto que, tras aquel recuerdo, me fue imposible moverme. Intenté avanzar en la dirección que creía correspondía a la angelical melodía, no obstante, mis movimientos se vieron interrumpidos por la descoordinación que había entre cada parte de mi cuerpo provocando que cayese a la tierra húmeda.
Voy a quedar atrapada acá, maldita sea.
Rápidamente una incandescente luz artificial me cegó. Cerré los ojos, deseando que la hastiosa luz se apartase de mi rostro. Para mi sorpresa, aquella petición se cumplió tan pronto como lo deseé. Suspiré y de no ser por el dolor que se descargaba en forma de dolorosas puntadas me hubiese reído; aquella escena se asemejaba al de una película de terror, mi cuerpo encajó a la perfección con el aspecto de las víctimas que, en dichas películas intentaban escapar de sus atacantes o posibles asesinos y que, asimismo terminaban en un mismo final: la muerte.
¿Cómo diablos le voy a decir a los tíos sobre todo esto?
Algunas descabelladas respuestas pasaron por mi cabeza, sin embargo, ninguna logró convencerme. Pasé un buen tiempo en la misma posición en la que intenté meditar una buena, pero crédula mentira. Aunque, al cabo de unos segundos lo comprendí: mis opciones se encontraban reducidas a cero. No había palabras que me aseguraran una buena coartada, sobre todo al ver el delicado estado de mi pierna derecha.
Por un momento recordé la luz de la linterna y a la persona tras la melodía angelical que, sobre ese mismo momento, había cesado su armónico cantar. Sin embargo, mi sorpresa fue tal cuando al observar a mi alrededor, sobre las lejanías, yacía un hombre que, por desgracia la oscuridad me impedía ver mejor. Se encontraba de espaldas a mí, pero la luz de la linterna alumbraba simbólicamente su trabajo y ahí capté a la perfección lo que él se encontraba haciendo: pintando.
La luz artificial alumbraba el lienzo y el caballete que yacían frente suyo. El hombre, sentado sobre una roca amorfa, plasmaba con suma concentración sus ideas sobre el lienzo repleto de una gama de colores vívidos. Parpadeé varias veces y por meras casualidades, en uno de sus movimientos fui capaz de ver tan solo vestigios de su rostro. Era joven, quizá un poco mayor que yo por una leve diferencia de años.
De manera involuntaria y con las pocas fuerzas que mi cuerpo cargaba, intenté arrastrarme hacia él. No lo logré. En su lugar, mi visión comenzó a tornarse borrosa, siendo acompañada por leves mareos que lograron descolocarme. Fui obligada a cerrar los ojos cuando supe que estaba a punto de colapsar.
¿Por qué alguien pintaría a esta hora y en este lugar?
Es simplemente extraño. El pueblo de Vlerton en sí, era extraño.
El hecho de arrastrarme por la tierra provocó un sonido gutural que atrajo la atención del chico artista. Increíblemente, éste no se inmutó, denotando una profunda calma al verme, tanto como si me conociera, aunque para mí, él era un perfecto desconocido.
Intenté con todas mis fuerzas enfocarme en su apariencia, quise escudriñarlo con la mirada, analizarlo, pero simplemente no pude. Mis ojos, doloridos y somnolientos no me cedieron dicha capacidad, además de que mi cuerpo, ya magullado, se encontraba a punto de cruzar la fina línea que separaba a la cordura del desmayo y la plena oscuridad.
Tuve la intención de hablar, pero mis propias cuerdas vocales me lo negaron. En cuestión de segundos otro mareo azotó mi cuerpo y éste terminó siendo el que culminó mi situación: mis ojos comenzaron a cerrarse y el sentimiento de desfallecer cobró vida. La oscuridad se infundió en mí, logrando ceñirse a mi cuerpo como si se tratara de una segunda piel.
El dolor provocó que diversas sandeces se escapasen de mi boca. Intenté controlar el estúpido impulso por soltar balbuceos incontrolables, incoherencias que no denotaban cordura, sin embargo, una vez más no fui capaz.
En cuestión de segundos, la oscuridad clamó por mi cuerpo. Caí en un estado catatónico, de oscuridad y tranquilidad en el que sólo reinó el silencio. Un lugar dónde no había temor ni pérfidas preocupaciones que me afectaran. Un lugar donde la realidad no le jugaba malas pasadas a una misma.
♣♦♣♦
—¿Crees en las palabras de ese muchacho?
Un prolongado dolor de cabeza se acentuó en la parte posterior de mi cabeza, logrando extenderse y descender hasta mi columna vertebral. Un quejido se escapó involuntariamente de mi boca cuando la chillona voz de la tía Audrey sonó nuevamente, haciendo que el dolor de cabeza solo aumentase.
—¿Realmente me estás preguntando eso, mujer? ¿Acaso no ves el estado de tu sobrina? —La anodina voz del tío Charles caló fuerte, de modo que sentenció la discusión entre él y su esposa, sin embargo, la tía Audrey no conocía ese tipo de final—. No te preocupes por lo que dijo el muchacho. Diablos, desde que sucedió lo de ellos te has vuelto demasiado paranoica, Audrey.
—¡Ah, yo soy la paranoica! Dime, ¿viste el maldito estado en el que se encuentra Roma, Charles? —Le espetó sin paciencia alguna.
Todavía con los ojos cerrados, la leve molestia que cargaba conmigo misma aumentó en demasía. Suspiré. Estaba harta. Harta de que lo mismo volviese a suceder otra vez. Ellos eran una réplica de mis padres. Las discusiones entre ambos no hacían de otra que aumentar día tras día. Agradecía que ambos se preocuparan por mí cuando mi familia desapareció, pero desde que ambos llegaron a Vlerton su relación matrimonial comenzó a desgastarse.
¿El problema es nuestra familia?
No. Hace mucho tiempo había comprendido que todas las familias en este planeta tienen y tendrán problemas. La familia perfecta simplemente no existe.
¿Qué hubiera sido de la familia McGregor sin sus secretos, falsas apariencias, mentiras y engaños?
Esta familia es un caso perdido.
—¡Maldita sea, admítelo, Charles! Hoy fue el primer día que ella salió de la casa después de un año de confinamiento... ¡Y mira cómo está! Ella apenas y puede apoyar la pierna derecha. Diablos, Roma lleva todo el día inconsciente.
Poco a poco, la voz de la tía Audrey fue traspasando la delgada línea que separaba a su voz de ser colérica y chillona, dejando a su paso una voz más fragmentada, sutil y átona, hasta que finalmente abandonó la habitación. Suspiré. El infierno había comenzado, otra vez.
Esto va a terminar mal, algún día todo se va a ir al carajo, familia.
Ya hacía poco menos de un año desde que descubrí la peculiar forma a la que la tía Audrey suele recurrir cuando desea canalizar, de manera no civilizada, sus enojos o frustraciones: a través del alcohol. Era una pena, pues tanto el tío como yo sabíamos que el alcohol se había apoderado de la mayor parte de su cuerpo. Sin embargo, ceder no se encontraba dentro de los conceptos conocidos para ella. En más de una ocasión intentamos ayudarla a que detuviera su excesivo consumo, no obstante, todo terminó en un brutal estado etílico que después condujo a que el tío Charles intentase dormirla antes de que ella cometiese una imprudencia.
—¿Tío?
Parpadear un sinfín de veces fue la medida que me vi obligada a tomar para acostumbrarme a la hastiosa luz artificial de la habitación.
—¡Roma! Niña, me diste un susto bastante grande —Tomó mi rostro entre sus manos ásperas, cerciorándose de que me encontrase en perfecto estado. Después de obtener su inquisitiva aprobación, sus ojos castaños descendieron hasta centrarse en mi pierna derecha—. ¿Por qué diablos hiciste eso, Roma? ¿Querías morir acaso? ¡Diablos, llegaste después de las diez y media de la noche, sino fuera por ese muchacho que te rescató...! ¡Ah!
El tío pausó su sofocado y desesperado regaño, llevó una de sus manos hasta la altura de su pecho, posándola sobre esa zona y comenzó a respirar pausadamente. A Charles McGrath le habían diagnosticado arritmia cardíaca hace más de tres años por lo que constantemente debía estar entre cuidados y tratamientos intensivos.
—Tranquilízate, tío, respira profundo e inhala. Eso, hazlo otra vez —Le sonreí, tragándome internamente el dolor que sentía mi cuerpo. Él debía estar tranquilo o de lo contrario pasaría un mal mayor—. ¿De qué muchacho hablas?
Él suspiró.
—Olvidé su nombre, pero gracias a él estás sana y salva. Créeme, no deseo saber qué te hubiera pasado si te hubieras quedado desmayada todo ese tiempo en esa carretera mortal —Entre sus palabras hubieron meditadas pausas que dejaron a la vista la preocupación que se había instalado sobre su rostro, no obstante, su aspecto sombrío fue lo que más me llamó la atención. Miedo y preocupación.
Charles se movió nerviosamente sobre la habitación, hasta que finalmente logró llegar hasta el desgastado sofá carmesí que yacía en la esquina de ésta. Suspiró. Así estuvo unos segundos en los que no emitió palabras, sólo apeló al silencio, observando y observando.
¿Qué está sucediendo ahora?
Otra estocada de dolor recorrió mi cuerpo al instante cuando logré tomar asiento sobre la cama. Un quejido se escapó de mi boca, atrayendo la mirada preocupada junto al cuerpo tenso de Charles, sin embargo, con un vago y leve ademán de manos lo tranquilicé o por lo menos lo intenté.
—¿En la carretera? —Las palabras se distorsionaron debido al dolor emanado por mi cuerpo.
Admitía que todas sus palabras habían sido como nuevas incógnitas para mí, aunque solo una palabra bastó para que mi curiosidad, abarrotada, se colmase. Pocas veces mi mente me jugó una mala pasada, sin embargo, sé perfectamente lo que ocurrió antes de mi desmayo en las profundidades del bosque. Recuerdo claramente haberme salido del camino que tomé, cayendo y lastimándome, hasta que me encontré con el misterioso chico que, mientras pintaba un peculiar cuadro se percató de mi presencia. Después de eso, en mi mente, a los hechos cronológicos le sigue el súbito desmayo, pero sin duda que la palabra carretera no encajaba en ninguna parte de la realidad.
Charles suspiró pesadamente. No contestó, meditando una respuesta en lo que alborotaba algunos mechones castaños que caían molestamente sobre su frente.
—Sí, la carretera —Asintió reafirmando una realidad que, en mi mente no se reproducía como verdadera.
Pasaron unos segundos en los que mi ceño se fue frunciendo. Al comienzo de su respuesta logré percibir algo extraño en sus prolongadas y lacónicas palabras, pese a ello, decidí apelar al silencio y seguir escuchándolo. Algo en mi interior me decía que debía conocer al emisor que le profirió dicha información falsa, aunque tuviera ciertas y vagas sospechas.
—Llevabas una hora desmayada sobre la carretera que está próxima al bosque para cuando ese muchacho te encontró, Roma. Dios, agradezco que realmente no sucedió nada peor que eso. Según él, te encontrabas a unos pasos del corazón del bosque, ¿imagínate lo que te hubiera sucedido si te adentrabas en él? —Una mueca de pavor se apoderó de su rostro blancuzco y sudoroso—. He escuchado historias sobre diversas cosas que sucedieron en ese bosque, hija. Lo más probable es que quizás no vivirías para contarlo si te hubieras adentrado ahí, Roma.
Escuché, en un estado catatónico, cada una de sus palabras. En un principio quise replicar, pero mi mente simplemente no pudo concebir que la historia que en mi cabeza se desarrollaba, en la realidad se encontrase distorsionada. Parecía una ilusión que camuflaba sus mentiras bajo la realidad, tornándola un rompecabezas.
¿Entonces todo se trató de una ilusión? Sin embargo, todo se sintió tan real.
—¿Recuerdas qué muchacho me trajo a casa, tío? —pregunté, esperanzada por obtener una respuesta favorable.
Esperé con intriga una respuesta de su parte que, en un principio, se resignó a darme. En su lugar se levantó apresurado, logrando desplazarse a sus anchas por mi habitación. Llegó hasta el mueble de madera caoba que yacía en una esquina y tomó un vaso de agua y una blancuzca pastilla. Suspiró y se giró en mi dirección, tendiéndome ambas cosas. Tomé el analgésico sin dudar, la cabeza me estaba matando de dolor.
—Según sé, ese muchacho es vecino nuestro. Concretamente de la casa que está al final de la calle —Se limitó a responder—. El muchacho me dijo que después de hacer unos recados para su familia volvía para su casa justamente por la carretera por la que tú saliste a caminar, Roma. Él te encontró en el mismo estado físico con el que llegaste: desmayada y con esa herida sobre la pierna.
¿Qué?
No me vi capaz de replicar las palabras del tío Charles. Respiré pesadamente en lo que el estupor en mi rostro desencajado se aplazaba por unos cuantos minutos más. En mi mente todos los hechos cronológicos parecieron situarse uno detrás del otro y, sin embargo, no existía ninguna visible concordancia entre lo que el tío Charles murmuró, lo que nuestro misterioso vecino le contó y lo que yo viví en carne propia.
¿Será que ese chico fue el mismo con el que me encontré en el bosque? ¿Por qué mentiría?
Con cierta rapidez diversas respuestas me llegaron a la segunda pregunta. Ciertamente las personas suelen mentir para tapar sus debidas razones. Quizá mintió para ocultar sus actividades nocturnas o... quizá no se trataba de la misma persona.
—¿Ese muchacho te dijo su nombre?
Charles fijó su mirada sobre el ventanal cuadrado de la habitación. Una pequeña mueca se escapó de sus labios. Resoplé observándolo. Si no lo conociera diría que está mintiendo o esquivando lo inevitable, sin embargo, lo conozco desde que era una pequeña bebé, y sé perfectamente que esa mueca en él significa dos cosas: preocupación o ansiedad. E internamente tiendo más a inclinarme por la primera opción. Solo mi intuición, pero sé que algo o alguien lo inquieta.
—Él me dijo su nombre, pero no lo recuerdo. Roma, hoy... no es un buen día. Hay muchas cosas rondando en mi cabeza. Ya sabes, la edad, el estado de tu tía y bueno... la fecha de hoy...
Hoy.
Hoy era cinco de febrero. Ya había pasado un año de lo de ellos. Hoy se cumplía un año desde su desaparición.
La nostalgia me invadió de manera abrupta y de pronto no pude controlar la profunda tristeza que me incitó a llorar sin contenerme. No fueron sólo unos días o unos meses, hoy se cumplía un año. Un año muy duro en el que me negué a creer que ellos ya no se encontraban junto a mí. Trecientos sesenta y cinco días en los que me encerré en mí misma, absorta en la soledad de mi habitación. Día tras día observando por el ventanal la inmensa infraestructura del bosque. Anhelando, en más de una ocasión, que ellos cinco volviesen. Y rogando al cielo para que nunca me dijesen: «Ellos están muertos, Roma».
Ellos jamás les importaron.
Todos en Vlerton comenzaron a rendirse ante la esperanza de poderlos encontrar con vida. Todos cedieron ante su búsqueda. Primero la policía, después le siguió la poca familia que me quedaba y entonces solo quedé yo. Sola y varada en mis pensamientos, sabiendo que algún día volvería a tener noticias de ellos. Y ese día llegaría antes de que este año acabase.
—¿Por qué lo hiciste? —No supe interpretar la dura y perpleja mirada que Charles McGrath me dirigió—. Jamás creí de tu interés por el arte, Roma.
Antes de que terminara de hablar, sus ojos ya se encontraban fijos; brillando con un peculiar interés sobre un objeto mediano que yacía en una esquina de la habitación.
—¿De qué hablas?
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