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Capítulo 4

Beth cogió una rebanada del esponjoso bizcocho y se la llevó a la boca.

—Mmmm... —saboreó con deleite—. Es increíble...

—¿El qué, cariño?

—Lo bien que sabe esto... —respondió la joven.

Una risilla se escapó de los labios de su madre al oírla hablar de aquella forma.

—Sí.

Vivian pensó que seguramente debería corregirla por su falta de refinamiento pero, después de sobrevivir a dos desencuentros en un día, sentía que su cuerpo no poseía ni las ganas ni las fuerzas suficientes para soportar la nueva discusión que seguramente surgiría en cuanto le comentara algo al respecto. De modo que, por el bien de ambas, se limitó a dejar caer su cuerpo contra el respaldo del asiento mientras veía a su hija comer y ella removía su té con lentitud.

—Y, además, sigue teniendo el mismo sabor... —comentó Beth.

La mujer enarcó una ceja.

—¿Y por qué tendría que tener uno distinto?

—No sé —se encogió de hombros la menor—. Después de dos años sin probarlo, pensaba que habría cambiado en algo... ¿Recuerdas las galletas de mantequilla que hace la señora Martin?

Vivian asintió.

—¿Qué les ocurre?

—Pues que ya no saben igual —dijo Beth—. Antes eran dulces y jugosas, pero desde que la mujer regresó de su viaje a Escocia hace unos meses...

—Comprendo.

—Parecen papel —sentenció Beth—. Le pregunté a la señora Martin del porqué de ese cambio la última vez que visité su tienda...

—¿Y qué te dijo?

—Que estaba experimentando con nuevos sabores.

—Vaya... —la señora Franklin le dio un pequeño sorbo a su té antes de dejar la tacita sobre la mesita de café—. Supongo que es por eso que dejaste de comprarlas...

—Ajá... —Beth dio un gran mordisco al trozo de bizcocho entre sus dedos—. Es una lástima —se lamentó con la boca llena—. Estaban muy buenas...

Vivian contempló con malestar cómo varias migas caían sobre el vestido de su hija.

—No deberías hablar con la boca llena —la reprendió—. Ni tampoco comer de cualquier manera. ¿Has visto cómo te has puesto? —con algo de brusquedad pasó una de sus manos por su pecho, limpiando la tela—. ¿A dónde se han marchado los buenos modales que con tanto esfuerzo te hemos inculcado? —se quejó—. Si te viera tu padre...

Beth puso los ojos en blanco mientras tragaba.

—Pues suerte para mí que no puede hacerlo —soltó alejándose de su toque—. Ciertamente, la casa está mucho mejor sin su presencia... Y nuestra vida también, ya que estamos.

—Beth...

—No puedes salir a pasear sin supervisión —siguió diciendo la chica con tono grave, intentando imitar la voz del hombre—, no puedes replicar, no puedes hablar sin permiso, no puedes apoyar los codos encima de la mesa al comer... ¡Buff! —Beth se llevó una mano a la frente y se dejó caer sobre los cojines—. Solo de recordar todas esas estúpidas reglas me da dolor de cabeza —se quejó.

Vivian suspiró ante la dramática actuación.

—Sabes muy bien que es así de estricto por tu bien —su hija profirió un bufido—. Él te quiere y se preocupa por ti.

—Si, por su puesto... —murmuró de vuelta Beth.

—Que no puedas verlo no quiere decir que no sea cierto —insistió su madre.

La joven chasqueó la lengua, disgustada.

—¿Podrías dejar de hablar de él, por favor? —Beth cerró los ojos y se masajeó las sienes—. Mi malestar está empeorando por tu culpa, madre. ¿Por qué no dejas de mentarlo...?

Vivian parpadeó, muda de asombro. La repentina acusación de su primogénita la había pillado por sorpresa. Su primer impulso fue sermonearla por su falta de respeto pero, al ver su perfil tranquilo y su semblante despreocupado, rápidamente cambió de parecer.

—Para mí que ha sido otra persona la que lo ha traído a esta conversación —le refutó con calma, a la espera. En su cabeza, una cuenta atrás de tres segundos dio inicio.

No llegó a agotarse.

—¡¿Perdón?! —Beth se incorporó veloz y con los ojos abiertos de par en par en su dirección. Era inevitable para ella saltar ante esa falsedad tan evidente y la mujer lo sabía—. ¡Pero si has empezado tú! ¡No mientas, madre!

—Yo solo he hecho un pequeño e inofensivo comentario —señaló la señora Franklin con cierta indiferencia—, y tú te has ido por las ramas.

—¡Sabes de sobra cómo me pongo cuando hablas de él, así que no te hagas la inocente! —le espetó su hija con fuerza.

—¿Qué no me haga la inocente? —La mayor entornó los ojos y acercó su rostro poco a poco al suyo.

Beth se reclinó cada vez más hasta que su espalda volvió a reposar sobre los almohadones y la distancia entre ellas fue casi inexistente. Su madre mantenía sus pupilas fijas en las suyas, sin moverse. El vello de su cuerpo se erizó y un cosquilleo de nerviosismo recorrió sus extremidades anunciándole que algo estaba a punto de suceder.
Tras unos segundos de tenso silencio y rígida quietud notó, en la periferia de su visión, un sutil movimiento. Tan sutil, que parecía una ilusión.

Para su desgracia, no lo era.

La chica apenas alcanzó a lanzar un jadeo de sorpresa antes de que los largos dedos de su madre comenzaran a pasearse sin tregua por sus sensibles flancos.

—¡No, no!... ¡Ja, ja!... ¡Para! —suplicó entre risas—. ¡Por favor! —pero Vivian, en vez de apiadarse, intensificó las caricias obligándola a retorcerse como un gusano intentando escapar de su agarre—. ¡NO!... ¡JA, JA!... ¡BASTA! —le pidió con mayor fervor mientras daba manotazos contra su piel, intentando frenarla.

—Hummm... —meditó Vivian deteniendo sus manos. Una pausa después, compuso una sonrisa juguetona de oreja a oreja—. No —Y volvió al ataque.

Soltando un chillido de puro terror, Beth se contorsionó nuevamente dando patadas al aire.

—¡¿POR QUÉ, POR QUÉ?!... —le preguntó con esfuerzo.

—Tienes que aprender a respetar a tus mayores —explicó la señora Franklin entre carcajadas. Estaba disfrutando de lo lindo.

¿Cuándo había sido la última vez que había visto a su hija divertirse de aquella forma? ¿Cuánto hacía que ambas habían compartido un momento tan íntimo como ese?
No podía recordarlo.

—¡¡N-NO!!... —jadeo Beth con los ojos llorosos y con la voz entrecortada por el esfuerzo—. ¡¡JA, JA!!... ¡¡MADRE, PI-PIEDAD!!...

—No.

—¡¡POR FAVOR!!...

—No.

—¡¡MADRE!!...

—¿Has aprendido la lección?

—¡SÍ, SÍ!... ¡Ja, ja!... —gritó Beth sin apenas fuerzas en su cuerpo—. ¡Por favor!...

Y ahí, viendo su rostro exageradamente rojo, con las lágrimas surcándolo y el pecho subiendo y bajando como un fuelle, la señora Franklin supo que la chica había tenido más que suficiente. Retiró sus manos con lentitud y las colocó sobre su regazo.

—¿Y bien? —le preguntó con diversión.

—Dios... —Beth tomó una gran bocanada de aire. Sus pulmones ardían y sus costados punzaban—. Creía... uff... creía que me asfixiaría...

—O que te orinarías encima.

—Sí... —dijo Beth débilmente mientras seguía intentando calmar su respiración —. Eso también... —Ambas rieron.

Unos repentinos golpecitos en la puerta rompieron la atmosfera apacible que las envolvía.

—Adelante —dijo Vivian.

Un segundo después, Anna se adentró en la biblioteca con su característico porte sereno.

—Señora Franklin —saludó la sirvienta. Vivian le devolvió el gesto con un leve asentimiento—. Señorita Lilibeth...

—Hola... Anna... —le respondió esta con dificultad.

—¿Sucede algo? —demandó la mayor.

—Hay varias personas en la entrada que preguntan por la señorita Lilibeth, señora —respondió Anna.

Ante esto, Beth se irguió sobre sus codos.

—¿Por mí?

La chica meneó la cabeza afirmativamente.

—No sabía que teníamos visita —le dijo su madre con sorpresa y algo de reproche.

—Ni yo —musitó Beth—. Ahora regreso —Apoyándose en el brazo de su madre se levantó y, abrazándose uno de sus costados doloridos, salió de la estancia seguida de Anna.

Cuando la biblioteca se hubo sumido en el silencio, Vivian cogió la taza de porcelana y se la llevó a los labios.

Arrugó la nariz con disgusto.

—Está frío...

Beth paseó sus ojos por su cuerpo y compuso una mueca de hastío en cuento se percató de su aspecto desaliñado. Se atusó el cabello y tiró varias veces de la falda del vestido en un esfuerzo inútil por eliminar las arrugas que la surcaban.

Cuando creyó que su apariencia era lo suficientemente aceptable como para mostrarse al mundo le hizo un gesto con la cabeza a Anna y esta, sin decir palabra alguna, abrió la puerta.

Y, entonces, una masa grande y pesada calló a sus pies arrancándole un grito de sorpresa y espanto.

«Pero, ¿qué...?».

—¡Argh, mierda...! —se quejó el bulto—. ¿¡Quién ha sido el listo que ha abierto la puerta!?

Mientras el chico sentado en el suelo se frotaba la zona golpeada en su cabeza, Beth se dedicó a examinarlo con detenimiento. No pudo evitar sentir que había algo familiar en él.

«Abrigo gris enorme...».

—Ha sido culpa tuya —lo regañó una voz de mujer desde el exterior—. ¿Para qué te apoyas ahí si sabías que iban a abrir?

«Gorro marrón raído...».

—¿Y yo que sabía que iban a hacerlo justo en este momento? Podrían haber avisado —se defendió el otro mientras intentaba ocultar varios mechones rebeldes de pelo bajo la cubierta oscura.

«Cabello rubio...».

—Eres de lo que no hay... —volvió a hablar la desconocida—. Menudo espectáculo. Mira, mira como se ha quedado la pobre Beth. De piedra.

—Maldita seas... —murmuró él antes de girarse en su dirección—. Buenas tardes, princesita —le sonrió—. ¿Qué tal estás?

«Sonrisa de idiota...».

—Thomas —dijo Beth con reconocimiento. El joven asintió ampliando la mueca de sus labios—. No esperaba que nuestro reencuentro se produjera de esta forma —confesó.

—Ni yo tampoco —admitió él a la par que le tendía una mano—. ¿Me ayudas?

La joven enarcó una ceja y se cruzó de brazos. Anna, quién hasta ese momento había sido una espectadora muda, se adelantó dispuesta a socorrerlo. Una mirada fugaz de su parte bastó para detenerla.

—Puedes irte —le dijo. Después, volvió a centrarse en el joven con pose altanera sentado a sus pies—. ¿Por qué debería hacerlo? —le preguntó—. Has allanado mi casa, Davies.

—No, no, no... Me he caído dentro, que es muy diferente —matizó Thomas mientras seguía con los ojos los pasos lejanos de la sirvienta.

Beth rodó los ojos.

—Ya.

—¿No vas a ayudarme? —volvió a preguntarle.

—No.

—¿De verdad?

—Sí.

—Qué amable de tu parte, princesita —bufó él.

Ella simplemente pasó por su lado dándole una "pequeña" patada en la espinilla arrancándole un gemido de dolor.

Al salir, una chica ataviada con un gabán negro se acercó.

—No le hagas caso, Beth —le dijo—. Ya sabes cómo es...

—Por eso mismo aún no lo he pedido a Roger que lo eche a patadas.

—Es que no da para más, el pobre.

—¡Os estoy oyendo, par de arpías! —les gritó Thomas.

Las dos rieron con ganas antes de fundirse en un afectuoso abrazo.

—Me alegra que hayas vuelto, Beth.

—Y a mí el haberlo hecho, Sally —dijo Beth mientras acariciaba su espalda—. Pensé que, después de dos años ausente las cosas habrían cambiado—. Alargó una mano y acarició una de sus largas trenzas—, pero ya veo que no...

—Para qué hacerlo si están bien como están.

—Cierto —Beth apretó ligeramente sus hombros antes de que sus ojos se desviaran hacia la figura silenciosa que descansaba contra la fachada de piedra—. Ralph.

—Beth.

—Te preguntaría por cómo te va la vida, pero...

Ralph abrió la boca, listo para responderle. Pero ningún sonido llegó a salir de su interior.

—¿Y a mí? —preguntó una voz desconocida interrumpiendo al joven—. ¿Tampoco vas a preguntarme..., Lili?

El rostro de Beth se crispó.
Con lentitud, como si le doliera moverse, la joven se giró encarando a la persona que se encontraba despreocupadamente ocupando el primer peldaño de la escalinata.
Una repentina ráfaga de aire hizo bailar su vestido y cabello, trayendo consigo un sutil aroma mentolado y las quejas de los jóvenes junto a ella.
No se inmutó.

Cuando el viento se detuvo, la silueta seguía allí: alta, esbelta, con ojos chispeantes llenos de picardía y un mohín burlón colgando de sus labios de fresa.
Al verla, las pupilas de Beth se contrajeron al ritmo creciente que marcaba con cada latido su corazón.

Y, mientras sus puños se apretaban con fuerza y sus nudillos se teñían de blanco, los pensamientos de la joven se redujeron a una sola palabra:

«Renée».

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