Capítulo 3
—Sea bienvenida de nuevo, señorita Lilibeth —la saludó Roger con una tenue sonrisa.
—Gracias.
Con un simple asentimiento, el hombre cerró la puerta tras de sí y se perdió en uno de los pasillos laterales. Ajustando el peso que tenía en sus brazos, Beth se desplazó con la agilidad y sigilo propios de un gato sobre las alfombras que tapizaban el suelo.
Cuando estaba a punto de alcanzar la entrada oculta que conducía a la zona del servicio, el calmado repiqueteo de unos zapatos de tacón la hicieron detenerse.
Anna, quien acababa de salir de la habitación situada al fondo del corredor, se acercó a ella con su fiel bandeja de plata pegada al pecho.
—Señorita... —dijo al llegar a su altura.
—¿Está muy enfadada? —preguntó.
—Debería apresurarse —le aconsejó la muchacha. Después, se inclinó levemente hacia ella y susurró—: su madre ya estaba disgustada por su repentina marcha, y si a eso se le suma el que llega tarde a almorzar...
—Ya... —la interrumpió. Beth desvío la mirada brevemente a la habitación de la que había salido la chica antes de centrarla en el pequeño reloj de cuero que colgaba de su muñeca—. Cinco minutos —suspiró—. Solo cinco minutos... —Cerró los ojos con fuerza varios segundos antes de abrirlos y dibujar una sonrisa forzada intentando aparentar tranquilidad—. Poco podemos hacer ya, ¿no? —Anna la miró con seriedad, sin creerla. Se notaba a la legua que estaba fingiendo—. En esta vida hay que ser valientes... —La sirvienta asintió a sus palabras antes de enfocarse en el bulto que cargaba. El peso de la caja pareció aumentar haciéndola recaer en ella—. ¡Ah, sí! Toma —Sin mucho tacto, Beth le tendió el bulto a Anna.
—¿Qué es? —le preguntó mientras acomodaba el paquete en uno de sus brazos.
—Un bizcocho de frutas —respondió—. Necesito que se lo lleves a la señora Evans. Dile que es para servirlo a la hora del té.
Anna parpadeó.
—¿Es por esto que habéis salido como un vendaval de la casa?
Beth rio ligeramente ante la incredulidad impresa en sus palabras.
—Es el dulce favorito de mi madre —dijo—. Esta mañana estaba un poco triste y se me ocurrió la genial idea de ir a comprar uno para hacer que se animara. Pero ahora... No sé si será suficiente —confesó con una mueca.
—Recemos porque así sea...
Tras decir esto, Anna se perdió tras la portezuela blanca y ella siguió adelante con pisadas lentas y desganadas.
Cuando llegó a su indeseado destino, se detuvo bajo el marco para analizar, desde una perfectiva levemente alejada, el entorno hostil en el que estaba a punto de sumergirse.
Las cortinas de tonos claros que colgaban sobre los amplios ventanales abiertos se mecían gracias a la suave brisa que entraba del exterior. Los rayos del sol iluminaban las paredes cubiertas de papel azul y pinturas de paisajes floridos. En el techo colgaba una lámpara de araña repleta de cristales de la que surgía una sutil melodía cada vez que el aire en movimiento la mecía. En el centro, varios pies por debajo de ella, una amplia y larga mesa de ébano ocupaba casi por completo el espacio junto con las doce sillas tapizadas en tela dorada que la rodeaban. Y en una de ellas, la que se situaba más a la izquierda y delante de su persona, estaba su silenciosa madre dando buena cuenta de su comida.
Un minuto después, y tras comprobar que la señora Franklin se encontraba inmersa en su tarea sin dar signos de percatarse de que se hallaba tras su espalda, Beth tomó aire y se encaminó, con el corazón acelerado, hacia la silla frente a la que se situaba el segundo juego de cubiertos.
Cuando sus posaderas descansaron sobre el asiento mullido le lanzó una rápida mirada a la mujer antes de coger la cuchara, sumergirla en la sopa y llevársela a la boca.
—Beth.
La joven, al oír el tono frío con el que su madre dijo su nombre, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Hundiendo levemente los hombros, tragó con fuerza el trozo de patata que daba vueltas en su boca y volvió a tomar otra cucharada.
—Hoy la sopa está realmente deliciosa, madre —comentó en un más que pobre y patético intento por desviar la conversación.
Como era de esperarse, no funcionó.
—Beth.
—Y las patatas... —siguió diciendo ella—. Están muy tiernas y jugosas.
—Beth.
—Deberíamos felicitar a la señora Evans por...
—¡Lilibeth Grace Franklin! —la joven dio un pequeño salto ante el repentino grito, provocando que, sin querer, la cuchara se deslizara de sus dedos y cayera sobre el plato, salpicando el mantel. Llevó sus manos a su regazo y las entrelazó, temiendo lo que se avecinaba. Su madre la había llamado por su nombre completo y eso solo podía significar una cosa—. Ven —Beth tomó aire con fuerza y se sentó recta contra el respaldo de la silla, resistiéndose—. Ven aquí —volvió a ordenarle. Tras chasquear la lengua con disgusto, la chica se levantó con lentitud y se aproximó a su costado. La señora Franklin cogió la servilleta de tela y, tras limpiarse a conciencia la comisura de la boca, la dejó nuevamente sobre la mesa—. ¿Tienes algo que decirme? —le preguntó con los ojos fijos en los suyos. Beth torció el gesto y agachó la cabeza, evidenciando su malestar interno—. ¿Beth...?
—Lo siento —murmuró.
—¿Cómo has dicho, querida? Creo que no te he oído bien...
—Lo siento —repitió con una pizca más de fuerza.
—¿Y por qué lo sientes?
—Por haberme marchado de casa de mala forma.
—¿Y...? —insistió Vivian.
—Y llegar tarde al almuerzo —La señora Franklin asintió, complacida—. Solo han sido cinco minutos... —añadió Beth en voz baja y entre dientes, sin poder evitarlo.
Su madre arrugó el ceño.
—¿Cómo?
—¡Que solo han sido cinco minutos, madre! —espetó Beth levantando la mirada—. ¡Solo me he retrasado cinco minutos! Sé que no te gusta la impuntualidad, pero...
La mayor se tensó ante su arrebato. Los orificios de su nariz expandiéndose.
—¿Recuerdas la última vez que ocurrió algo semejante? —habló cortante, obligando a la menor a guardar silencio.
Beth quiso negar, pero todo lo que su cuerpo le permitió hacer en ese instante era cruzar las manos tras su espalda, agachar la cabeza, morderse la lengua y aguantar.
«Dios, ayúdame —imploró en su mente».
—Tenías once años y te quedabas en la casa de tu abuela —siguió diciendo la señora Franklin con los puños cada vez más apretados ajena a sus pensamientos—. Faltaban veinte minutos para la hora de la cena, todo el servicio estaba atareado, Mamá Franklin estaba en cama y ni tu padre ni yo habíamos llegado aún de nuestra visita a la familia Bennett. Así que, dado que tenías vía libre para hacer lo que deseabas sin que nadie pudiera decirte nada, te fuiste a escondidas a explorar los jardines.
La oscura ceja de Beth se movió involuntariamente ante sus palabras... Y su boca también.
—No me fui a escondidas —replicó—. Le pedí permiso a Mamá Franklin.
—¡Tu abuela estaba enferma y apenas era consciente de lo que ocurría a su alrededor! —le recriminó alterada Vivian. Beth se estremeció con violencia ante su arranque y se encogió aún más en su sitio. La mujer cerró los ojos intentando serenarse. Sabía que su estado actual no le hacía bien—. Dos horas, Lilibeth. Estuviste dos horas desaparecida cuando se suponía que serían solo cinco minutos. Cuando llegamos y tu abuela nos dijo lo que había sucedido nos asustamos muchísimo. Pusimos toda la mansión patas arriba buscándote, e incluso llamamos a la policía —Silencio—. Lo recuerdas, ¿verdad?
—Sí —afirmó con un hilo de voz.
—Tienes diecisiete años, Beth. Ya no eres una niña —Beth se removió incómoda en su lugar llevando las manos tras su espalda—. Pero, a veces, posees comportamientos impropios de una persona de tu edad y no pueden tolerarse, hija.
—Madre, yo...
—No —la volvió a interrumpir con brusquedad—. Debes comprender que todas las acciones tienen consecuencias, y que no siempre el mundo tiene que reír las gracias de uno por mucho que se piense que así debe ser. ¿Lo has entendido? —la menor asintió con esfuerzo. Un sollozo luchando por salir de su interior—. Bien. Ahora ve y termina de comer —concluyó con cansancio.
La joven, con los ojos húmedos y un nudo asfixiante en su garganta, se sentó abatida en la silla y sumergió la cuchara en el líquido frío bajo la triste mirada de su madre.
Sentada en una cómoda y elegante Chaise Longue en una esquina de la biblioteca, la mujer pasó la página desgastada del pequeño libro que sostenían sus delgadas manos. Al fondo, las negras agujas de un reloj de péndulo indicaban que solo faltaban seis minutos para que dieran las cinco, lo que significaba que la hora del té estaba prácticamente a tan solo unos parpadeos de distancia.
A Vivian, desde que era una niña, siempre le había encantado ese momento del día. Un gusto que, sorprendentemente, compartía con su hija. Sobre todo, por el simple hecho de que rara vez coincidían en algo.
Una punzada de tristeza la atenazó al pensar en ella. Sin poder evitarlo, rememoró por décima vez la discusión que ambas habían protagonizado en el comedor.
Amaba a Beth con locura. Lo hacía desde que supo que vendría al mundo y ese simple hecho era el que la hacía flaquear más veces de las que le gustaría a la hora de mostrarse como una figura de autoridad. Y, ahora su hija se tomaba unas confianzas que no debía y se comportaba de forma incorrecta.
En el fondo se culpaba. Sentía que, si no hubiera sido una figura ausente durante su crecimiento obligándose a delegar sus responsabilidades en alguien más, nada de esto estaría sucediendo y todo sería mucho más sencillo.
«No te martirices, Vivian &dijo una voz en su mente—. ¿Qué otra cosa podías hacer?».
Nada. Esa era la respuesta que siempre se daba a sí misma. Sabía que era cierto y, sin embargo, había ocasiones, como la que se había presentado durante el almuerzo, en las que se cuestionaba cuan certera era esa afirmación.
Vivian cerró los ojos con fuerza al oír el estruendo que hizo el reloj al marcar las cinco en punto e, internamente, agradeció la distracción que le produjo de su propia mente. Abrió los párpados con lentitud y pasó la hoja nuevamente sin haber terminado de leer la anterior.
Su momento preferido del día había llegado y, sin embargo, no tenía las ganas ni las fuerzas para disfrutarlo.
No si sabía que su hija estaba disgustada con su persona.
—Beth... —suspiró con tristeza. Después reajustó su postura y volvió a centrarse en su lectura.
Sorpresivamente, la puerta de la silenciosa biblioteca se abrió de forma brusca y su hija, llevando en sus brazos una bandeja muy similar a la que solía usar Anna, entró con paso firme y mirada fija al frente. Con evidente curiosidad, la señora Franklin contempló cómo Beth se encorvaba ligeramente al depositar un plato cubierto sobre la mesa que había a sus pies. Desde su posición pudo inspeccionar su delicado rostro y notó al instante su semblante inexpresivo y ausente y el rojo que bordeaba sus iris oscuros.
Otra punzada fue directa a su corazón.
Sin levantar la mirada, Beth dio media vuelta y se alejó con la espalda muy recta. Vivian enarcó una ceja al ver cómo la menor se detenía a medio camino, justo cuando estaba a una sola pisada de abandonar la estancia, con la mano aferrando con fuerza el picaporte dorado y con el rostro vuelto hacia el solitario pasillo.
—Ahí tienes el motivo de por qué llegué tarde, madre —habló en tono bajo. Su voz apenas era un susurro—. Espero que sea de tu agrado.
Y con estas palabras salió cerrando con lentitud la puerta tras de sí.
Extrañada por sus palabras, Vivian dejó a un lado el librillo y levantó la tapa plateada. No pudo evitar soltar un jadeo de sorpresa ante lo que encontró pues allí, frente a ella, un perfecto y esponjoso bizcocho de frutas la saludaba.
«Mi bizcocho favorito —se dijo—. Me ha traído mi bizcocho favorito...».
Y, entonces, las extrañas palabras de despedida que su hija le había dedicado esa mañana mientras se alejaba a la carrera cobraron sentido.
«...¡A hacerte feliz!...».
Una inmensa oleada de culpa la sobrevino. Su hija le había traído aquel bizcocho para animarla después del desencuentro de esa mañana y la había reñido por ello.
—Oh, Beth... —su voz se quebró.
Sin pensar, la señora Franklin se levantó veloz como un rayo y salió de la habitación en su busca.
Cuando estuvo frente a la puerta cerrada levantó la mano y le dio tres toquecitos con sus pálidos nudillos. Al no obtener respuesta giró el pomo y, muy lentamente, desplazó la hoja y se asomó al interior.
Su ceño se frunció con disgusto al verla tendida sobre la cama de cara a la ventana.
—¿Beth? —No hubo respuesta. La mujer se adentró en el dormitorio y se sentó sobre el colchón. La chica no se movió—. Beth... —Alargó su brazo intentando alcanzar su hombro, pero ella se desplazó torpemente sobre la colcha, alejándose.
—Vete —musitó con enfado la chica.
Vivian sintió cómo la punzada de culpa se acrecentaba en su pecho.
—Sabes que no lo haré. No sin que hablemos antes —Nuevamente silencio.
Todo lo que pudo hacer la señora Franklin fue quedarse allí sentada y esperar. Sus ojos comenzaron a vagar por la habitación deteniéndose con interés en los pequeños cuadros que salpicaban las paredes, en la estantería llena de discos y en el par de zapatos desperdigados de mala manera junto al armario—. Siempre tan descuidada... —rio por lo bajo. Miró una vez más la espalda de Beth y se mordió el labio, sintiendo cierta impotencia ante su inexistente reacción—. He... he visto el bizcocho, Beth —Giró nerviosa la alianza dorada en su dedo antes de proseguir—. Me ha gustado mucho.
En la periferia de su visión, notó un ligero movimiento. Una sonrisa minúscula de alivio y victoria se dibujó en sus labios.
—¿De... de verdad? —tartamudeó su hija aún sin verla.
—Sí.
—¿Y te lo has comido?
—Aún no.
Ante aquella respuesta Beth giró el rostro en su dirección.
—¿Por qué? —le preguntó mirándola sobre su hombro.
—Porque prefiero compartirlo contigo —respondió con simpleza.
Ante esta declaración tan honesta, la joven se incorporó y apoyó su cuerpo contra los almohadones.
—¿Eso significa que ya no estás enfadada conmigo?
—Sí y no —le dijo entre risas su madre—. No estoy enfadada, pero sí algo molesta, Beth.
Mordisqueando el interior de su mejilla, la joven se sentó junto a ella con los pies descalzos colgando fuera de la cama.
—Madre... —Beth apretó las sábanas ligeramente, nerviosa—. Sé que tienes razón al decir que tiendo a comportarme como una energúmena sin pensar en nada más...
Los ojos de Vivian rodaron al escucharla.
—Yo no he dicho es-...
—Y también que tienes todo el derecho a reprenderme por ello —siguió hablando, haciendo caso omiso a sus palabras—, pero no puedo evitarlo.
—Lo sé.
—Lo intento, madre. De verdad que sí —expresó su hija con tristeza mientras se encogió de hombros—. Cada mañana, nada más despertar, me miro al espejo y me esfuerzo por mentalizarme y autoconvencerme de que debo ser una persona mejor y menos problemática. Y, cuando creo que he conseguido mentalizarme y que puedo conseguirlo termino metiendo la pata...
—Cariño... —la señora Franklin tomó una de sus níveas mejillas—. El propósito de mis enfados y regaños no es el de transformarte en otra persona, sino en corregir aquello que, llegado el momento, pueda causarte daño y dificultades... porque no todo el mundo aceptará el ver y el hacer las cosas igual que tú —Beth se apoyó contra la palma de su madre y cerró los ojos, centrada en su voz dulce—. Soy tu madre y te amo tal y como eres.
—¿Incluso con mis locuras?
—Sí, hija —asintió Vivian—. Incluso con tus locuras.
Ambas rieron.
Los ojos de Vivian se empañaron al ver una lágrima solitaria descender por la piel de Beth. Por instinto, la envolvió con sus brazos y la atrajo a su pecho.
—Lo siento —sollozó la menor.
—Yo también, cariño. Yo también... —musitó la mayor contra su cabello desordenado.
Un rugido ahogado rompió la calma que reinaba en la habitación e interrumpió el hilo de sus tristes pensamientos.
—Perdón... —se disculpó Beth con las mejillas sonrosadas.
Vivian parpadeó deshaciéndose de la humedad adherida a sus pestañas y le dedicó una sonrisa tierna.
—Bueno... Creo que tus tripas nos están diciendo de que es momento de poner fin a toda esta melancolía y centrarnos en otra cosa —la mujer se levantó mientras sujetaba la mano de su hija—. Vamos.
—¿A dónde? —quiso saber Beth.
—Pues a degustar ese postre tan suculento que me has obsequiado —le respondió con obviedad en su voz—. ¿A dónde más podría ser?
Con una nueva luz iluminando su rostro, Beth se bajó de la cama de un salto.
—¡Le pediré a la señora Evans que prepare té! —exclamó.
Después, se soltó del brazo de su madre y salió atropelladamente de la habitación.
Vivian la siguió entre sonoras carcajadas.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro