Capítulo 18
Sus cuerpos fueron lanzados sin miramientos, rebotando con fuerza contra el duro suelo.
Las chicas, adoloridas, levantaron la cabeza y exploraron su entorno.
Estaban en un callejón sucio y oscuro de la periferia de la ciudad. Un lugar por donde casi nadie pasaba de día y, mucho menos, de noche.
Los ojos de Renée se desviaron hacia Beth quien se frotaba la mejilla maltratada.
Alargó su mano intentando llegar hasta ella, pero una patada en su pierna por parte de uno de los secuaces de Robinson la detuvo.
—Ni se te ocurra, guapita —le dijo.
Ella lo fulminó con la mirada, pero el joven simplemente se encogió de hombros y se acercó a sus dos compañeros.
Charles las contempló con una sonrisa torcida en su rostro. Sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa, se lo llevó a la boca, lo encendió y le dio una larga calada.
—Miraos las dos —les dijo expulsado el humo—. Tan seguras, tan altivas... Qué bajo han caído los poderosos.
Sus compinches se rieron tras él.
—Te vas a arrepentir de esto Robinson —masculló Renée con los dientes apretados.
—Oh, mi querida Renée —habló él arrastrando las palabras—. Creo que estás confundida... —Charles caminó en su dirección—. Porque vas a ser tú la que se arrepienta está noche. Tú... —El chico desvío los ojos hacia Beth—. Y tu novia.
—¡No te atreva-...!
Charly la calló dándole una patada en el estómago, sacándole todo el aire de sus pulmones.
—¡RENÉE! —gritó asustada Beth.
—¿Sabes, Dubois? —el chico se agachó a la altura de la rubia—. Al principio no podía comprender el porqué me rechazaste. Nadie lo había hecho antes, pero tú... —levantó una mano y comenzó a acariciar su despeinado cabello—. Te seguí. Mañana, tarde y noche fui tras tus pasos buscando la verdad. Al principio pensé que tal vez tendrías a alguien más, un novio oculto... Pero, imagínate la sorpresa tan desagradable que me llevé al descubrir tu secreto —sus dedos se enredaron en sus hebras tirando con fuerza de ellas—. Tu oscuro, sucio y pecaminoso secreto.
La soltó con brusquedad comenzando a andar en círculos a su alrededor.
—¡Eres un desgraciado! —le dijo Beth—. ¡Un rastrero y un retorcido!
—Lo de rastrero puedo aceptarlo, ¿pero desgraciado y retorcido? —Charles soltó una gran y ronca carcajada—. No, me temo que no. Esas son palabras que os describen muy bien a vosotras ahora mismo. Miraos, sois unas desviadas, una desgracia para vuestras familias. Sobre todo la tuya, pequeña Franklin —Charles le dio otra calada a su cigarro—. Pero no os preocupéis, después de esta noche volveréis al redil de Dios bien enderezadas —Charles miró a sus secuaces—. Ya sabéis qué hacer.
El par, con una sonrisa igual de sádica que la que portaba su jefe, se acercaron a ellas con pasos lentos y acechantes.
Cuando llegó las once y media de la noche los señores Franklin llegaron a la casa de Thomas Davies con el corazón en un puño. La desagradable sensación que atosigaba a Vivian se había acrecentado conforme el tiempo pasaba y apenas lo podía soportar.
Al llegar a la entrada, los esposos se encontraron con los amigos de su hija fundidos en besos y abrazos de despedida.
—Chicos... —saludó la señora Franklin con fingida calma.
—Señora Franklin —dijo Sally. Después, sus ojos se fijaron en la fornida figura tras ella—. Señor Franklin.
El hombre simplemente asintió con la cabeza.
—¿Sucede algo? —preguntó Ralph.
—Estamos buscando a nuestra hija —dijo Osbert.
—¿A Beth? —preguntó Thomas.
—Sí —La señora Franklin dio un paso hacia delante—. Sabemos que estaba aquí para celebrar tu cumpleaños, Thomas. Se suponía que debía estar en casa a las once como máximo, pero...
—No ha vuelto —finalizó su esposo—. No sabemos dónde puede estar y hemos pensado en venir aquí y preguntar.
Los tres amigos se miraron entre sí con preocupación.
—Hace mucho que no la hemos visto. Cuando terminó la fiesta ya no estaba —dijo Ralph
—Renée tampoco —apuntó Sally.
—¿Estás diciendo que se fueron antes? —preguntó la señora Franklin.
—Supongo que sí...
—¿Hace cuánto? —Las manos de la mujer comenzaron a temblar—. ¿Hace cuánto que mi hija se marchó?
Sally negó, nerviosa.
—N-no..., N-no lo sé...
—¿Ninguno se fijó en el momento en el que abandonó la casa? —inquirió Osbert Franklin con dureza.
—H-había mu-mucha gente, se-señor —tartamudeó Thomas ante la mirada fiera del hombre—. Y m-música...
El señor Franklin gruñó con disgusto.
—¿Thomas? —preguntó una voz de mujer.
Los tres jóvenes se giraron hacia el interior de la casa. Una mujer menuda salió al exterior secándose las manos con un paño.
—Mamá —dijo Thomas.
—Hijo, ¿qué es todo este alboroto? Tu padre está en la cama —sus ojos oscuros recayeron sobre el matrimonio frente a ellos—. Señores Franklin...
—Señora Davies —saludaron ellos de vuelta.
—Es una alegría verlos a ambos, aunque sea en un momento tan poco usual como este.
—Sentimos venir a molestarla en horas tan intempestivas, pero tenemos un gran problema —dijo Vivian retorciéndose las manos.
—¿Un problema? —la mujer se cruzó de brazos.
—Se trata de Beth, mamá —dijo Thomas—. Tendría que haber regresado hace un buen rato a casa, pero aún no lo ha hecho...
La mujer asintió ante sus palabras.
—Su hija no está aquí, señores.
—Lo sabemos —dijo Osbert—. Los chicos nos han dicho que mi hija y una amiga suya se marcharon antes de tiempo de la fiesta.
—Así es —confirmó la mujer—. Las pillé a la salida. Me dijeron que estaban cansadas y que volvían a casa...
—¿Y sabe usted sobre qué hora fue eso?
La señora Davies frunció el ceño, pensativa.
—Pues serían las diez o diez y poco...
—¡¿Las diez?! —exclamó alterada Vivian.
—¿Está usted segura? —dijo Osbert con preocupación.
—Sí, completamente.
—Oh, Dios mío... ¡Oh, Dios mío!... —comenzó a decir la señora Franklin consternada—. ¡Más de una hora...! ¡Osbert, es imposible que se tarde tanto en llegar a casa desde aquí!
—Lo sé.
—¡Mi hija, mi pobre niña...!
—Vivian, cálmate... —le pidió el hombre.
—¡NO, OSBERT, NO ME DIGAS QUE ME CALME! —espetó ella—. ¡LO SABÍA, LO SABÍA! ¡LE HAN HECHO ALGO MALO! —El cuerpo de la señora Franklin comenzó a flaquear, amenazando con caer.
—¡Escúchame! —le gritó su esposo mientras la sujetaba con fuerza—. Vamos a encontrarla, ¿de acuerdo?
—¡Oh, Osbert!... ¡Mi corazón duele tanto...! —sollozó Vivian.
Osbert Franklin la envolvió en sus brazos y besó su coronilla.
—Lo sé, lo sé. Pero tienes que ser fuerte —le dijo—. Por Lilibeth.
La señora Franklin asintió débilmente.
—Venga conmigo, señora Franklin —dijo la madre de Thomas—. Le prepararé una tila.
Con lentitud, la señora Davies condujo a la preocupada madre al interior de la casa.
Cuando hubo desaparecido del campo de visión del señor Franklin, este cuadro los hombros y tomó aire con violencia.
—¿Alguno sabe de alguien que pudiera querer hacerle daño a mi hija? —preguntó.
—Mi primo —soltó Ralph—. Charles Robinson.
—¿Tu primo? —interrogó el hombre—. ¿Ese matón que da golpes sin ton ni son?
—Así es, señor.
—¿Y por qué las atacaría?
—Tuvieron un desencuentro hace un tiempo —comenzó a decir el joven—. Charles se metió con Renée y su hija la defendió.
—Además —se sumó Sally—, Renée y él ya tuvieron algún que otro altercado previo a este.
El señor Franklin frunció el ceño.
—Mi primo es una persona rencorosa, señor —dijo Ralph—. Muy rencorosa.
Ese comentario erizó el vello del señor Franklin.
Tras esto, Osbert se alejó de la casa seguido por los chicos (menos Sally, pues esta había preferido quedarse a ayudar a la señora Davies a calmar a la angustiada madre) rumbo a la comisaría.
Allí se encontraron nada menos que con Étienne Dubois quién había ido a denunciar la desaparición de su hija.
Cuando solo faltaban cinco minutos para la media noche, los amigos y progenitores de las chicas, junto con una patrulla de policías, desfilaron por las calles de Winchester en su busca.
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