Capítulo 14
La cena aquella noche en la casa de los Franklin fue, a grandes rasgos, amena y tranquila. Sus padres se dedicaron a conversar sobre asuntos que a Beth poco podían importarle en ese momento.
Mientras el patriarca bebía de su copa de vino atento a las palabras de su esposa, Beth tomó otra cucharada de su sopa con desgana. En cuenta el líquido pasó por su esófago, su cuerpo comenzó a temblar y su estómago se retorció. El reflejo de las náuseas atacó su garganta.
Era algo extraño cómo la salud robusta que siempre había acompañado a la joven, ahora parecía haberse resquebrajado a una velocidad anormal.
Tal vez, lo que había acontecido en la casa de Renée había ayudado a esa degradación.
Su mente trajo de nuevo el fresco recuerdo del beso compartido y, sintiendo una opresión inmensa en su pecho, soltó la cuchara sin miramientos sobre el plato.
Sus padres, debido al estruendo que hizo el cubierto al caer, cesaron su charla y la miraron.
-¿Qué ocurre, Lilibeth? -inquirió con fuerza su padre. Su ceño se encontraba ligeramente fruncido.
-Nada, padre... -respondió Beth con dificultad. Sus sienes comenzaban a punzar de una forma muy desagradable.
-¿Entonces, por qué armas este escándalo? Has puesto la mesa perdida -la regañó.
-Osbert... -dijo la señora Franklin intentando calmar a su marido-. Hija, ¿seguro que estás bien? -preguntó con visible preocupación-. No tienes buen aspecto...
Y era cierto. El rostro de Beth estaba surcado por una mueca de malestar malamente disimulada y su piel clara estaba mucho más pálida de lo normal.
-Sí, es solo... Me duele mucho la cabeza -terminó con un hilo de voz.
Al escuchar sus palabras, el semblante de Osbert Franklin se suavizó.
-¿Quieres que llamemos al médico? -dijo Vivian.
-No, madre -negó Beth con una débil sonrisa-. No es necesario, solo... solo necesito descansar un poco -otro pinchazo la obligó a cerrar sus puños bajo la mesa.
-En ese caso, hija, será mejor que te retires a tu habitación. El que te quedes aquí podría ser contraproducente -habló el señor Franklin con tono pausado.
Beth asintió al hombre.
-Gracias, padre... -Después, se levantó y se encaminó hacia la salida con paso lento bajo la atenta mirada de ambos adultos.
Cerró la puerta con más fuerza de la que pretendía, pero es que, en el estado tan lamentable en el que se encontraba, era incapaz de medir sus fuerzas. Prácticamente, era un milagro que hubiera llegado a su habitación sin tropezarse con sus propios pies.
Con un fuerte nudo en su garganta, Beth se dejó caer contra el colchón. Cuando su cuerpo tocó la suave colcha de flores, dejó salir todos los sollozos que había estado conteniendo durante la cena. Y, en el proceso, comenzó a arañar su ropa y su piel, a revólver su cabello con desesperación. Se sentía arder.
La mente de Beth daba vueltas alrededor del mismo tema una y otra vez, mareándola.
«Renée, Renée, Renée...».
Su corazón sangraba al pensar en ella. Había sido tan inmensa la euforia al estar a su lado, tan electrizante su toque, tan amorosas sus palabras...
Sabía la verdad detrás de ese dolor instalado en el seno de su ser. Sabía la respuesta detrás de todas las emociones que la francesa despertaba en ella desde hacía tiempo, detrás de aquella muestra inmensamente íntima de afecto.
No podía evitar compararse con Eva, esa mujer primigenia que cayó en la tentación, pues ella misma lo había hecho al morder una manzana con nombre propio.
Y se había sentido bien el hacerlo, maravilloso, increíble...
Sin embargo, no debía ser así, ¿cierto? No, claro que no.
Porque sus suspiros no se habían mezclado con los de un hombre, sino con los de una mujer.
Y eso era un hecho inaceptable y aberrante digno de ser castigado.
El rostro de su padre apareció como un destello cegador en su mente. También lo hizo la cara de Charles Robinson, la de sus amigos. Después, en sus oídos reverberó una voz desconocida y maliciosa. Una que la condenaba y marcaba:
«Desviada -decía-. Desviada... Desviada...».
Beth llevó un puño a su boca y lo mordió, impidiendo salir un grito desde las profundidades de su cuerpo. Luego intentó ahogar su llanto contra la almohada.
Durante largas horas, la morena aulló su pena sin consuelo, drenando las fuerzas de su cuerpo poco a poco, cayendo, así, en una inevitable y negra inconsciencia.
Cuando abrió los ojos nuevamente, se encontraba tendida de espaldas en su cama y bajo las sábanas, con cientos de cojines bajo su cabeza, un camisón blanco cubriendo su cuerpo y algo húmedo y suave posado sobre su frente.
«¿Por qué tengo un paño en la cabeza?».
Parpadeó en todas direcciones, deteniendo sus ojos sobre la figura sentada junto a ella.
-¡Hija, has despertado! -exclamó feliz su madre-. Estábamos tan preocupados...
-¿Qué... qué ha pasado? -preguntó con voz pastosa.
-Enfermaste, cariño -le respondió Vivian-. Mucho. Antes de que tu padre y yo nos fuéramos a dormir, decidí acercarme a tu habitación y verificar que estabas bien. Lo que dijiste en la cena me dejó muy intranquila...
-Madre...
-Entré y te encontré profundamente dormida -siguió explicando la mujer-. Tenías la ropa y los zapatos puestos y no dejabas de quejarte en sueños. Me acerqué a ti para tratar de calmarte, pero cuando te toqué... -se interrumpió chasqueando la lengua-. Estabas ardiendo, y te costaba respirar -La señora Franklin suspiró temblorosamente-. Estábamos muy asustados. Hacía tanto que no sufrías una fiebre tan alta... Tuvimos que llamar urgente al doctor.
-Pero ahora estoy mejor -dijo Beth en un intento por calmarla-. Me siento mejor. Me he recuperado rápido y...
-¡¿Rápido?! -exclamó su madre-. Beth, tu recuperación ha sido de todo menos rápida.
-¿Qu-qué quieres decir?
-Llevas tres días inconsciente -respondió. Beth ahogó un jadeo de sorpresa-. El doctor nos dijo que era algo normal, que tu cuerpo, al luchar contra la enfermedad, se agotaba y tenía que recuperar fuerzas...
-Tres días... -Beth tomó aire y tragó con dificultad, asimilando sus palabras.
-Tus amigos han preguntado por ti -la informó.
-¿Qué les habéis dicho?
-Que tenías un catarro y que estabas en cama por ello -En ese momento, una inmensa ola de sopor invadió el cuerpo de Beth, obligándola a cerrar los ojos-. Oh, mi niña. Debes estar tan cansada... Y yo aquí, molestándote -Vivian le acarició el cabello con ternura-. Iré a decirle a tu padre y al doctor que has despertado, ¿de acuerdo? Tú descansa.
Beth volvió a asentir con lentitud.
Después, su madre besó su frente y salió de la habitación.
Tardó casi una semana en recuperarse lo suficientemente como para salir de la cama. Tras conseguir volver a comer y vestirse por sí misma, el doctor le aconsejó que diera paseos diarios para reforzar su salud. Según él, el aire fresco y el sol mejorarían su vitalidad y su aspecto algo demacrado.
Ella no quería hacerlo por razones más que obvias e intentaba excusarse para ello de todas las formas posibles. Pero su madre (apoyada desde una retaguardia lejana por su padre) se mantuvo firme en hacer cumplir las instrucciones dadas por el galeno, intentando convencerla día y noche.
Al final, Beth no tuvo más remedio que ceder a sus pedidos con tal de evitar una más que probable migraña.
Cuando pisaba el exterior, lo hacía siempre enganchada al brazo de la joven Anna quién, en todo ese tiempo, se había vuelto su sombra y sus oídos en la ciudad, poniéndola al tanto de todo cuanto en ella acontecía.
Una tarde, mientras ambas daban un tranquilo paseo por el parque, sus amigos, que también habían decidido salir a tomar aire fresco, las abordaron:
-Estábamos muy preocupados por ti, Beth -le dijo Sally mientras la abrazaba.
-Tu madre nos dijo que estabas en cama, enferma -comentó Ralph con preocupación.
-Fuimos a verte varias veces, pero... -habló Thomas.
-Agradezco vuestra preocupación, chicos. Pero ya veis que estoy perfectamente -le dijo con una escueta sonrisa Beth.
-¿Perfectamente? Perfectamente diferente, querrás decir -soltó mordaz el rubio-. ¿Te has visto?
Beth suspiró.
-Chicos...
-No es por apoyar las palabras tan bruscas de Thomas, pero tiene razón, Beth -dijo Sally-. Es como si fueras otra persona. No sonríes como antes, pareces triste todo el tiempo...
-Eso es porque aún no me he recuperado del todo -se excusó la morena.
-¿Entonces, si aún estás mal, por qué estás aquí fuera? -preguntó Ralph.
-Eso me pregunto muchas veces, Ralph.
Los tres amigos parpadearon confusos ante lo que había dicho.
-¿Sabes...? -habló Sally tras unos instantes de incómodo silencio-. Renée estaba muy preocupada -El cuerpo de Beth se estremeció al oír el nombre de la francesa. Su cabeza llenándose con las imágenes de su último encuentro-. No dejaba de preguntarnos por ti, si te habíamos visto, sí sabíamos algo...
-Pues decidle cuando la veías que estoy bien...
Dicho esto, se despidió de ellos de forma apresurada alegando que llegaban tarde a algún lugar y se alejó con paso torpe junto a Anna.
Así fue pasando el tiempo poco a poco. Con caminatas obligadas junto a Anna, charlas cortas y secas con sus amigos y sin cruzarse ni una sola vez con Renée a quien, por suerte o por desgracia para ella, solo había visto un par de veces y desde la distancia.
Hasta una tarde en la que Anna y ella fueron a la modista para recoger varias prendas.
La criada había entrado sola al abarrotado establecimiento, pues Beth no había estado dispuesta a entrar en aquella ratonera llena de telas y cuerpos. La agobiaba demasiado.
Mientras esperaba que la chica saliera, la inglesa cerró los ojos disfrutando del calor que le causaban, una mano pálida y fría asió su muñeca.
Y, con un jadeo entrecortado, Beth fue arrastrada hasta un callejón oscuro sin la mínima la oportunidad de resistirse.
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