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Capítulo 10

Al día siguiente había una gran tensión entre ambas.
Beth no podía mirar directamente a los ojos a Renée. Tampoco entabló una conversación distendida como solían hacer al finalizar sus sesiones de estudio, centrándose únicamente en realizar los ejercicios que le había puesto la rubia quien, sentada sobre la cama, contemplaba a la joven sin apenas pestañear.

Renée no era estúpida y sabía que sus palabras eran las causantes de aquella molesta situación. Tenía que reconocer que ese lapsus (uno del que había conseguido salir indemne con mucho esfuerzo) había sido un error y una imprudencia por su parte.
Pero es que no sabía que le sucedía con la joven morena.
Durante años sintió una fijación por ella fruto de los fuertes celos que le profesaba y, por ello, siempre iba en su busca.

Pero, ¿y ahora?
Desde que su relación se volvió más amable y cercana no había hecho más que desear estar a su lado, pasar tiempo con ella. Quería conocerla, conocerla de verdad y desde cero, sin prejuicios y sin pasado de por medio.

En aquel encuentro a la sombra del viejo molino, Renée sintió una fuerte conexión con la chica en el mismo instante en el que le habló sin tapujos sobre sus problemas. ¿Tendría que haber sido más reservada? Posiblemente, y más siendo quien era su confidente ese día. Pero no quiso hacerlo. Algo en su interior se lo impidió.
Cuando la abrazó desconsolada y la chica la calmó con sus suaves caricias y su voz, un escalofrío recorrió su cuerpo. Y, cuando le dijo que, pese a todo, no la odiaba, su corazón se hinchó de felicidad.

Era extraño lo que le sucedía con Lili (porque para ella era y siempre sería Lili por mucho que se empeñara en corregirla). Cuando estaba a su alrededor no podía evitar centrar toda su atención en ella, como una polilla que va directa a la luz. Y, cuando ella la miraba y le sonreía su pecho se calentaba.

Desgraciadamente, ahora todas esas sensaciones maravillosas se habían esfumado, dejando tras de sí un mal sabor de boca y un vacío dentro suyo. Era como volver al pasado.
Y no deseaba eso.

Por ello, cuando las dos horas que solían durar sus clases pasaron y llegó el momento de que Beth regresara a casa, la detuvo en el umbral de su puerta y le pidió perdón.

Al principio, Beth se mantuvo reticente, rehuyendo su mirada, pero, tras varias súplicas y algún que otro comentario un "poco" estúpido por su parte, la inglesa finalmente aceptó sus disculpas con una sonrisa.

Una semana después, ambas volvían a tratarse como si nada hubiera sucedido.
Paseaban solas o en compañía del resto de sus amigos. En muchas de esas salidas (cuando eran únicamente ellas dos), Renée caminaba con un viejo cuaderno marrón bajo el brazo. Era pequeño y sus páginas que naturalmente debería estar en blanco, se encontraban llenas de dibujos y garabatos que fascinaron a Beth desde el primer momento que los vio.

Desde que era pequeña, a Beth siempre le había gustado pintar y dibujar. En algún punto de su infancia, había llegado a soñar con ser una gran artista y crear cuadros tan bellos como los que decoraban las paredes de su casa en Londres. Le pidió a sus padres que contrataran a tutor para que la instruyera, pero su progenitor, quien tenía unos pensamientos que diferían demasiado de los suyos, se negó. Y allí murieron sus ilusiones.

Y es por eso que, cuando descubrió que la francesa compartía su misma afición y que, además, lo practicaba con libertad se sintió alegre y un poco celosa.
Muchas veces, mientras hablaban de cualquier cosa sin importancia, la chica abría el cuaderno y, tras sacar un carboncillo de uno de los bolsillos de su vestido, se ponía a hacer rayas y círculos sobre el papel.

Cómo en esa ocasión.
Se encontraban sentadas en un pequeño banco cerca del hospital.

—Ojalá yo pudiera dibujar igual de bien que tú —le dijo Beth ensimismada con sus trazos.

—¿Y por qué no habrías de poder? —preguntó Renée con los ojos fijos en su tarea.

—Nunca he tenido quien me enseñe —respondió Beth con simpleza.

—Si a tí te gusta y tienes motivación, no necesitas nada más.

—Supongo que tienes razón... —Beth compuso una mueca de disgusto.

—¿Entonces por qué no lo haces? —Renée enarcó una ceja en su dirección.

—Mi padre piensa que es una perdida de tiempo.

—No le hagas caso —resopló Renée soltando el carboncillo. Después, sopló ligeramente sobre el dibujo, eliminando las pequeñas virutas negras de la superficie.

—Es más fácil decirlo que hacerlo —murmuró Beth con tristeza —¿Has terminado ya el dibujo? —le preguntó arrimándose a la chica.

—Sí.

—¿Puedo verlo?

—Claro.

Renée le tendió el cuaderno, pero, antes de que Beth pudiera rozarlo siquiera, una mano desconocida pasó entre ellas y lo interceptó.

—Sí, Renée, vamos a ver tus estúpidos dibujos —comentó alguien con burla tras ellas.

Ambas levantaron la cabeza en dirección al recién llegado. Era Charles Robinson, y no venía solo. A unos pasos de distancia, un grupo de chicos de su edad contemplaban la escena con diversión.

—Dámelo, Robinson —le espetó Renée.

—Hmmm... Déjame que lo piense —El chico giró la cabeza hacia el grupo—. ¿Qué decís chicos?

—¡No! —gritaron todos a coro.

—Ya ves, Renée... —dijo Charles con falsa inocencia—. El pueblo ha hablado.

—¡Déjate de estupideces y dámelo de una vez! —le gritó la rubia.

Se levantó del banco y alargó el brazo en un intento por atrapar el cuaderno. Fue en vano pues Charles levantó por encima de su cabeza el objeto, obligándola a dar varios brincos para intentar alcanzarlo.

—¡Vamos, Dubois, puedes hacerlo mejor! —vociferó un chaval larguirucho y con gafas.

—¡Charly, haz que salte más alto! —gritó un chico regordete.

—¡Sí, hazlo! ¡Así podemos verle la ropa interior!

Un aluvión de carcajadas los envolvió.

Beth, que hasta ese momento había permanecido muda de la sorpresa, se levantó con los puños apretados.

—¡Déjala en paz, Robinson! —le gritó.

—¡Vaya, vaya! ¿Pero qué tenemos aquí? —Charles posó sus ojos saltones sobre ella y la recorrió de pies a cabeza—. Si es la pequeña Lilibeth Franklin...

—¡No te metas con ella! —le espetó Renée.

Charles ni se inmutó.

—¿Ahora te revuelcas con la inmundicia, pequeña Lilibeth? —el chico soltó una risotada—. Pensaba que, al ser de alta alcurnia, tendrías mejor gusto a la hora de elegir tus... amistades —finalizó mirando a Renée con desprecio.

La rubia gruñó, cada vez más enfadada.

—Tal vez mis gustos sean pésimos, pero los tuyos, Robinson, son igual de malos —Beth se cruzó de brazos—. A final de cuentas hasta hace poco tú también querías revolcarte en esa misma inmundicia. ¿O me equivoco?

Se escuchó un sonoro jadeo.

Charles entrecerró los ojos.

—Ya veo que tu nueva amiga te ha contado nuestra bonita historia de amor —el joven compuso una sonrisa torcida—. ¿También te contó cómo intentaba seducirme para hacer cosas indebidas?

—No —dijo Beth—. Pero si me ha hablado sobre cómo recibiste una patada en tus "tesoritos" por querer hacer cosas indebidas.

Renée se llevó ambas manos a la boca, conteniendo a duras penas una carcajada. Varios miembros del grupo de Charles no tuvieron tanta suerte, ganándose una mirada furibunda por parte del muchacho.

—No te conviene enfadarme, preciosa —le dijo a Beth cuando sus ojos volvieron a caer sobre ella.

—Ni tú a mí.

—¿Me estás retando? —le preguntó con voz ronca y desafiante—. Te recuerdo que yo soy un hombre y tú eres... —volvió a mirarla de arriba a abajo—. Una niña.

—Tal vez lo sea —repuso Beth—. Pero esta niña puede hacértelo pasar muy mal, hombrecito —la chica pronunció la última palabra con lentitud, algo que sacó de sus casillas a Charles.

—¡Eres una perra! —con un fuerte grito de enojo, el chico se echó hacia delante, dispuesto a abalanzarse sobre ella.

Sus amigos a duras penas pudieron contenerlo.

—¡Charly, no! —le dijo el chico de las gafas—. ¡No puedes tocarla, si lo haces...!

—¡ME IMPORTA UNA MIERDA! —espetó colérico Charles. Renée, con rapidez, recogió el cuadernillo que había resbalado de las manos del chico y se situó al lado de Beth, quién permanecía impertérrita ante la escena—. ¡SOLTADME IDIOTAS! ¡VOY A PONERLA EN SU SITIO!

—¡Déjate de estupideces, Charles! —le grito el joven regordete—. ¡¿Es que no recuerdas quién es su padre?! ¡Si se entera de que le has hecho algo te encerrara en la cárcel para siempre, o algo peor!

Al escuchar esas palabras, Charles dejó de forcejear.

—Desgraciada... —masculló entre dientes. Con un movimiento brusco de su cuerpo consiguió zafarse del agarre de sus amigos—. Eres una desgracia, Franklin —le dijo a la joven con la respiración acelerada. Levantó el brazo y la apuntó con un dedo—. Que sepas que la próxima vez no tendrás tanta suerte, ¿me oyes? Voy a ir a por tí —Después, escupió a sus pies y se alejó seguido de sus acólitos.

Cuando se perdieron en la distancia, Beth soltó todo el aire contenido en sus pulmones.

—¿Estás bien? —le preguntó preocupada Renée.

—Sí, sí... —dijo Beth con rapidez—. Ha sido muy intenso...

—Has sido muy valiente —comentó Renée mientras limpiaba la cubierta de su cuaderno con la mano—. E inconsciente. Robinson te acaba de añadir a su lista de enemigos.

—Y, seguramente, ahora mismo la esté encabezando.

—No lo dudes —Renée la miró, seria—. Tienes que tener cuidado con él, Lili. No está muy cuerdo. Si fue capaz de acorralarme en un callejón...

—No me preocupa —dijo Beth—. Sabe que no le conviene hacerme nada, ni siquiera intentarlo.

—Por tu padre.

Beth asintió.

—Si te soy sincera... Creo que esta es la primera vez que me alegro de ser hija de quien soy.

Ambas rieron y comenzaron a caminar con tranquilidad rumbo a casa.

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