Capítulo 1
Tendida sobre el mullido colchón, Beth giró levemente el rostro y centro sus ojos en la bella casita de muros grises y tejas rojas que se elevaba bajo el ventanal. En su interior, una muñeca de porcelana le devolvió la mirada con sus fríos orbes azules mientras reposaba sobre un silloncito forrado en terciopelo rojo.
Un rostro alegre y arrugado surcó su mente y sus labios formaron una sonrisa triste. Durante unos instantes, Beth creyó oír el fuego de una chimenea crepitar mientras una voz baja y ronca narraba con paciencia una vieja historia de princesas. También el alegre canto de un jilguero enjaulado mientras dos pares de pies avanzaban a ritmo lento por un sendero empedrado. Una risa llena de felicidad cuando unas manos regordetas sostuvieron con adoración el regalo en forma de inerte muñeca con vestido rosa...
Sintiendo un repentino picor en sus ojos los cerró. Tras lanzar un largo suspiro inspiró el fresco y limpio aire con olor a rosas que la envolvía.
-Mamá Franklin... -susurró inconscientemente.
Victoria Elizabeth Franklin era su nombre, pero ella, cuando apenas era capaz de levantar dos palmos del suelo, le puso ese apodo lleno de amor.
La anciana había sido la persona más importante de su corta vida y el pilar que soportaba el peso de su mundo. Convertida en la máxima responsable de su educación y cuidado durante su infancia, Mamá Franklin se había ganado un hueco inmenso en su adolorido y joven corazón desbancando la triste y pobre figura de su madre y opacando por momentos la de su ausente y osco padre.
Arrugó el ceño con disgusto cuando el rostro sombrío del hombre corrompió sus pensamientos.
-¿Señorita Lilibeth? -Beth se incorporó con la rapidez de un rayo y fijó sus ojos en la puerta blanca. Bajo el marco, y sujetando con fuerza el picaporte, la joven sirvienta dio un salto en su sitio ante su brusco movimiento-. Mis... mis disculpas, señorita -se apresuró a disculparse la recién llegada-. Pero llevo un buen rato llamando a la puerta y, al no recibir respuesta...
Beth negó con la cabeza.
-No tienes por qué disculparte, Anna -le restó importancia mientras se sentaba en el filo de la cama-. Ha sido culpa mía...
-Aun así no debí haber entrado sin su permiso, señorita -insistió Anna con la mirada baja-. No estuvo bien y fue un error. No volverá a suceder.
Beth chasqueó la lengua ante el gesto tan sumiso de la chica y, apoyando sus pies descalzos sobre el frío suelo, se acercó a ella.
-No digas tonterías -Cogió sus manos entre las suyas y las apretó con sentimiento-. Sabes que no me gusta que te culpes por mis despistes.
-Lo sé, señorita. Pero...
-¡Pa, pa, pa, pa! -la interrumpió-. No quiero oír ni una palabra más sobre este tema. ¿Por qué no mejor hablamos de tus dificultades para llamarme por mi nombre?
-No sería adecuado -dijo Anna.
-¿Ni siquiera estando las dos solas como ahora?
-Alguien podría aparecer sin previo aviso y...
-¡Oh, por el amor de Dios! -exclamó Beth poniendo los ojos en blanco-. ¿Quién podría interrumpirnos, eh? ¿Roger, quien se pasa todo el día intentando poner en marcha ese montón de chatarra del cobertizo llamado coche? ¿O tal vez la señora Evans con sus pisadas que se escuchan a diez millas de distancia? -dijo con exagerados aspavientos.
-¿Vuestra madre? -sugirió la sirvienta.
Al oír la mención de la mujer una carcajada seca y sin gracia salió de su boca.
-Claramente ella es la opción más lógica y peligrosa de todas las que hay -respondió con cierta burla. Al instante se arrepintió. Un silencio sepulcral se instaló entre ambas y una punzada de culpa dolió en su pecho. Avergonzada, Beth se giró, dándole la espalda a la chica. Sus mejillas ardían con fuerza-. O-olvida que he dicho eso, por favor -titubeó.
-Como desee -dijo Anna sin emoción.
-Bien... -Beth jugueteó con sus dedos sin saber qué más hacer o decir. Pero el ligero carraspeo de la sirvienta la sacó del apuro... y la hizo recordar-. ¿Puedo saber por qué me buscabas, Anna? -le preguntó.
-La señora pregunta por usted -respondió-. Al parecer está un poco preocupada por vuestra tardanza...
-Claro, claro... -musitó ella-. ¿Dónde se encuentra?
-En el jardín, señorita.
Poniendo distancia entre ambas, Beth se aproximó al ventanal y miró al exterior. Tal y como le había dicho, Vivian Franklin se encontraba lánguidamente tendida en un diván bajo la sombra de los árboles.
-¿Desde cuándo?
Anna desvío levemente sus ojos hacia el pequeño reloj de cuco que colgaba sobre el pulcro escritorio.
-Media hora.
Beth asintió.
-Dile que en un minuto me reuniré con ella.
-Por supuesto. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted? -le preguntó.
-No.
-Entonces, me retiro -Dicho esto, Anna salió de la habitación sin hacer ruido.
Beth contempló unos instantes el espacio vacío que había dejado la chica antes de centrarse nuevamente en la Señora Franklin. Sus ojos siguieron con detenimiento el lento movimiento de su brazo al coger la taza de té que había sobre la mesita junto a ella. La escena provocó que el nudo que se había instalado en su corazón se apretara con fuerza.
Cuando la silueta de Anna apareció en su campo de visión se apresuró a salir del dormitorio dejando tras de sí un par de zapatos olvidados en algún rincón.
-¡Oh! Ya estás aquí, Beth -dijo la Señora Franklin al verla aproximarse-. Empezaba a pensar que te había ocurrido algo malo.
-Siento la tardanza, madre -se disculpó la joven mientras se sentaba a sus pies.
La mayor negó con la cabeza y le dio un sorbo a su té.
-¿Qué te ha tomado tanto tiempo? -le preguntó con una ceja alzada-. Se suponía que ibas a decorar tu habitación un poco, no a cambiar la distribución del mobiliario.
-No ha sido así -replicó Beth-, pero es que había tantas cosas de mi infancia allí, tantos recuerdos, que no he podido evitar... emm... perderme un poco -respondió con los ojos fijos en el ribete de su vestido.
Su madre compuso una sonrisa.
-No debes disculparte, cariño. Pero sabes que ese tipo de "viajes" que haces no me gustan -expuso Vivian-. Llevas dos años así, Beth. Y me preocupa.
-Lo sé -musitó Beth mientras luchaba por aguantar un bufido de fastidio por tener que escuchar el mismo argumento nuevamente.
-¿A dónde has ido esta vez? -Beth se mordió el labio inferior, sopesando si debía contestarle o no con la verdad. Largos y silenciosos segundos flotaron sobre ellas. Segundos en los que la joven perdió su mirada en los rosales que adornaban el muro que había al otro lado del jardín-. ¿Hija, me has escuchado? -La voz de su madre interrumpió sus pensamientos-. ¿Has vuelto a "viajar" de nuevo? -Beth agitó su cabeza-. ¿Entonces...?
-Creo que la respuesta podría desagradarte -confesó la joven.
Su madre se carcajeó mientras depositaba la taza sobre el pequeño plato que había en la mesilla.
-¿Y por qué sería así?
-Porque... -titubeó ella-. Porque cuando estaba arriba he visto la muñeca de porcelana, esa del vestido rosa y el sombrerito de paja, y yo...
-Tu abuela -adivinó Vivian.
-Sí.
-Comprendo -murmuró la mujer quien cerró los ojos y apoyó la cabeza contra uno de los almohadones que había tras su espalda.
Beth rodó los ojos al ver su reacción.
-Sabía que te enfadarías...
-No es cierto, Beth -negó su madre sin abrir sus párpados.
-¡Sí, sí lo es! -exclamó su hija repentinamente alterada. Su puño golpeó con fuerza el diván-. ¡Siempre que te hablo de Mamá Franklin te enfadas!
La mayor abrió sus ojos oscuros y la miró.
-¿Por qué habría de enfadarme al oír hablar de la mujer que tanto me ha ayudado? -le preguntó con seriedad mientras se inclinaba en su dirección. Su hija enmudeció al ver cómo los delgados y pálidos brazos de la mujer apenas podían sostener su peso-. ¿Por qué debería estar molesta con quién tanto bien nos ha hecho, hija? Yo... -De repente, una brusca tos seca la asaltó obligándola a cubrir su boca con su mano.
-Madre... -Conforme los espasmos seguían sucediéndose, la joven percibió como la Señora Franklin se volvía cada vez más y más pequeña sobre el diván y más y más pálida, haciendo que las ojeras bajo sus ojos y las venas de su cuerpo resaltarán como una pincelada oscura en un lienzo en blanco. Con un nudo en su garganta, Beth la ayudó a tenderse nuevamente. Después, cuando su cuerpo dejó de sacudirse, la envolvió con sus brazos y ocultó su cara en su cuello. La culpa la asfixiaba-. Lo siento, madre -sollozó-. Debí haber tenido más cuidado. Es mi culpa que estés así... Soy una mala hija...
-No, cariño -intentó calmarla la mayor-. No lo eres. Eres la mejor hija que una madre podría desear -Alzó su mano y comenzó a acariciar su mejilla-. Sabes que nunca me enfadaría, ni contigo ni con tu abuela. Pero debo confesarte que hablar de ella me causa... tristeza.
-¿Por qué?
-Porque, cada vez que pienso en Mamá Franklin, recuerdo todas las veces en las que no pude estar a tu lado cuando eras pequeña y me siento mal por ello...
Beth alejó su rostro del cuello de su madre y la miró.
-Eres buena madre -le dijo-. La mejor.
Pese a la pequeña sonrisa que recibió en respuesta, la tristeza se reflejaba con fuerza en las pupilas de Vivian.
La joven posó la cabeza sobre su pecho y escuchó el rítmico latir de su corazón.
«Debes cuidar de tu madre, Beth -oyó decir a su abuela en su mente-. Si se siente triste, devuélvele la felicidad con una sonrisa, y si su cuerpo duele, cuéntale una historia tan larga e hipnotizante que se olvide por completo de que existe ese tormento».
Pero lo había hecho y, ahora, se sentía la peor persona del mundo. ¿Cómo podría enmendar su error?
-¿Señora? -La repentina voz de Anna la hizo alejarse del cálido cuerpo de su madre-. Aquí le traigo las pastas que pidió.
-Déjalas en la mesa, Anna -La sirvienta depositó la pequeña fuente de porcelana donde le había indicado antes de alejarse con la bandeja plateada entre sus brazos-. Ayúdame, hija -Cuando Beth terminó de acomodar a su madre en una posición sentada, esta cogió una de las pastas y se la llevó a la boca. Su hija permaneció con los ojos fijos en el humeante montón mientras masticaba-. Mmm... -saboreó-. Están deliciosas. ¿No quieres una?
-Prefiero el bizcocho -musitó la joven.
-Cierto -concordó la mujer-. La verdad es que a mí también me gusta más el bizcocho, pero...
En ese instante una lucecita se encendió dentro de la cabeza de Beth. Sintiendo un fuerte impulso recorrer su cuerpo, la joven se levantó de un salto haciendo que Vivian, quien tranquilamente tomaba un sorbo de té, casi dejara caer la delicada taza de porcelana al suelo del susto.
-Ahora regreso -Y se alejó a la carrera en dirección a la casa.
-¡¿A dónde vas?! -le gritó su madre-. ¡Beth!
Y la joven, mientras seguía avanzando por la hierba, gritó:
-¡A hacerte feliz!
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