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(7) El Museo del Universo

Aleksandar vio que Venecia estaba a punto de decirle algo justo cuando un intenso dolor dominó a su columna vertebral. Soltó un alarido ruidoso inevitablemente. El ardor más fuerte que sintió en su existencia se apoderó tanto de él que ella tuvo que sostenerlo para que no cayera. Durante su carrera intentaron apuñarlo, quemarlo e incluso había recibido un balazo, sin embargo, ninguno de aquellos incidentes se comparaba a la agonía de ese momento. El sabueso infernal grabó las huellas de sus garras en la espalda del detective.

La sangre brotó de sus heridas a mares, manchando su camisa inmaculada y el suelo. Rezó con la intención de que la bestia lo devorara con rapidez y piedad. Tardó unos cinco segundos en darse cuenta de que ya no lo oía.

Aun en los brazos del ángel, volteó y vio a Juriel, cubierto de un líquido negro y pegajoso que apestaba metal mezclado con otras inmundicias, sujetando al perro del hocico sin interesarle que sus dientes se le clavaran en sus palmas previo a partirlo en dos como si fuera una nuez. El sonido de los huesos crujir al romperse y la carne interna desgarrarse le causó un escalofrío en el cuerpo o quizá fuera por los zarpazos que recibió.

El cadáver de la bestia permaneció inerte entre medio de la gente. El gentío los observaba indirectamente, igual que alguien que busca algo a la lejanía y no lo localizaba con facilidad. Le adjudicó el fenómeno a la rubia, quien seguro puso un glamour para ocultarlos del escrutinio público.

―¿Estás bien? ―quiso averiguar ella.

El príncipe infernal se aproximó a ellos, jadeante.

―Un poco adolorido, pero me curaré pronto. Vayamos al museo.

―Yo estoy muriendo. Gracias por preguntar ―masculló Aleksandar, mareado.

No necesitó ni pestañear, se teletransportaron al instante. Aparecieron en la sala del apartamento de Venecia. Lucía diferente al estar libre de demonios e iluminada con lámparas regulares; más hogareña. Arrastraron a Aleksandar hasta uno de los sofás. Pavel y Amaranta salieron de la cocina a su encuentro. Su amigo fantasmal corrió con una desesperación mayor.

Venecia le hizo pedazos la camisa y se la quitó para facilitar todo. Él se lo permitió.

―Esto no es como imaginé que sería ―comentó ella, sentándose detrás de Aleksandar, quien no tenía fuerzas para evitar reírse―. Te reíste. Oh, debes estar tan mal. ¿Te duele?

―Como un infierno ―confesó Aleksandar.

―Oye, el Infierno puede ser muy divertido ―se quejó Jure.

―¿Qué sucedió? ―preguntó Pavel, interponiéndose entre el herido y el demonio.

―Nos engañaron. No había nadie y nos atacaron las mascotas de Belfegor ―farfulló Jure, molesto, y se suavizó en cuanto se dirigió a la rubia―. Déjame que te ayude.

―¿Y tus heridas?

―Ya sanaron ―aseguró, pero todavía brotaba sangre de sus manos.

―Yo voy a acelerar tu proceso de curación mientras tú lo sanas ―ideó Venecia y Jure asintió―. Vas a sentir algo de frío.

Los tres se acomodaron.

―Vas a sentir algo de calor ―le susurró Jure a Aleksandar en el oído al mismo tiempo.

Quiso cuestionar su advertencia. No tuvo tiempo. Resultó que no se trataba de una ligera brisa, se parecía a visitar la Antártida a la intemperie. La sensación de congelarse lo tomó por completo. Cerró su puño alrededor del borde del sillón. Sin alternativa alguna, aguantó el efecto secundario de ser curado. Le adormeció la zona y en menos de un minuto su congoja lo abandonó.

―Impresionante ―soltó Pavel con los ojos bien abiertos y posteriormente se lanzó sobre él para darle un abrazo.

―¡Oh, Dios mío! ¿Qué pasó? ¿Voy a morir? Debí ir a un hospital ―preguntó el detective, alterado.

―Bueno, si alguien de todos los presentes fuera hacerlo, el más probable serías tú ―enfatizó Amaranta, cruzada de brazos.

―Aunque no hoy ―aclaró Venecia con calidez―. Tendrás una cicatriz, eso sí.

Aleksandar volvió a respirar.

―Gracias. ¿Puedo pedirte algo?

―Lo que sea, corazón.

―¿Podría tomar una ducha?

―Qué casualidad. Yo también iba a hacerlo. Como sabrás, estoy a favor del cuidado del medio ambiente y el ahorro de agua. ¿Nos duchamos juntos? ―sugirió Jure en el tono más casual del universo.

Realmente Venecia y Jure eran el uno para el otro. Eran iguales en ese sentido.

―Me temo que no.

―No te preocupes, te acostumbrarás a su impudicia ―cuchicheó Amaranta con Pavel.

―Lo dudo.

―Ve tú primero ―indicó Aleksandar. Acto seguido, el príncipe infernal desapareció.

―¿Qué ocurrió con la fiesta, Mimin? ―consultó Venecia, dirigiéndose a su amiga.

―Se acabó. De repente, todos quisieron irse.

―¿Por su voluntad?

―Tal vez el que les haya dicho que, si no lo hacían, los reportaría, puede haber influido en su decisión ―inquirió Amaranta, siendo regañada―. ¿En serio no obtuvieron ninguna pista?

―Sabemos que es un ángel y que no sabe elegir una identidad falsa creíble.

―Espera, ¿Kevin mencionó que su nombre terminaba con "el"? ―interrumpió el detective.

―¿Y?

―¿Recuerdas que Bea dijo que se registró con el seudónimo de Toby Ybot y que Kevin aseguró que lo enviaron a limpiar la escena?

―Sí, todavía no veo el punto, Super Sherlock.

―Yo tampoco.

―¡Ah! ―exclamó Pavel―. Ya entendí. Es posible que ella no supiera su identidad, que únicamente supiera que es un ángel y que la persona que habló con este tal Kevin sepa quién es.

―Nos falta alguien por interrogar. Tenemos que regresar. ―La rubia se puso de pie, abatida por la nueva intriga.

―¿Para que intenten destrozarnos otra vez? ―advirtió Aleksandar, imitando su accionar.

―Así le estaremos dando la oportunidad de escapar.

―Puede transportarse en un santiamén. Creo que ese barco zarpó hace mucho.

Tras reflexionarlo, ella accedió. Él iba a proponer que fueran de vuelta al motel en la mañana temprano y se detuvo cuando la vio bajar la mirada hacia sus abdominales descubiertos y curvar sus labios en una sonrisa traviesa.

Su oficio no se trataba de atrapar criminales con conjeturas y pruebas, también pedía persecuciones y correr riesgos físicos, por lo que procuraba mantenerse en forma y Venecia lo notó. Se rascó la nuca, sucumbiendo ante la timidez por la presunción.

―¿Te acuerdas de que tenías hambre? Repentinamente, yo también ―comentó Venecia, insinuante.

―Ustedes me curaron, pagaré yo ―accedió Aleksandar, recuperándose―. ¿Qué deseas comer?

La rubia se lamió los labios.

―¿Tú estás en el menú?

―No ―respondió él, temiendo que se lo fuera a devorar como sabueso infernal.

―Qué triste ―dijo ella como si fuera un gobernador que acababa de perder las elecciones―. Dame helado de frutilla. Me levantará el ánimo.

Sacó el teléfono de su bolsillo para llamar al reparto a domicilio.

―¿Por qué te gusta tanto el helado?

―Es el mejor invento de la humanidad y se parece a la venganza. Frío, dulce y delicioso.

Como que ella, pensó Aleksandar. Se castigó por ello.

―¿Qué comen los ángeles? ―indagó Pavel, curioso.

―Cualquier cosa que nos guste y en la cantidad que nos plazca.

―Ella necesitaría comer cinco toneladas de una vez para subir un gramo ―contestó Amaranta con la expresión neutra.

―Si estuviera vivo, te envidiaría.

―Ya me lo han dicho.

―Me pregunto quién habrá sido. ―Amaranta parpadeó a propósito.

―¿De casualidad tendrás algo de ropa que pueda usar? ―solicitó Aleksandar con timidez.

―¿Por qué? ―cuestionó Venecia, frustrada.

―Porque no me gusta andar por ahí medio desnudo. Lógicamente.

―Es una pena. Lógicamente.

―¿Me prestarías o no?

―En tal caso, pídele a Jure. Su ropa es mejor que la mía.

―¿Qué?

Hablando del demonio, él reapareció vestido con un suéter gris de cuello alto, un saco largo y unos tejanos claros, viniendo desde el corredor con una botella de ron del tipo caro y añejo del que Aleksandar jamás bebió. Tanto él como Venecia lucían igual que dos modelos salidos de un desfile de moda de alta costura con tan solo respirar.

―Algo que ponerme.

―Por supuesto. Un crush de ella, es mi crush también.

Chasqueó los dedos y un traje color carbón fue depositado sobre uno de los cojines. Aleksandar lo agarró sin chistar.

―Fíjate si es de tu talla, si no puedo tomar tus medidas personalmente y buscarte un atuendo más apropiado ―agregó el demonio.

―Aprecio la atención, pero iré a ducharme.

―Es la última puerta a la derecha ―explicó Venecia, cordial.

Realizó el pedido a domicilio y le dio el dinero a la rubia. Luego, siguiendo las instrucciones de ella, él se metió en el baño que medía el doble del suyo, equipado con una espaciosa ducha encerrada por unas paredes de cristal, una bañera de ensueño en el fondo y un clásico lavabo con un espejo colgado. Arrojó su camisa al cesto de basura. Se desvistió un poco avergonzado, ya que aun a su edad le incomodaba dormir o bañarse en otro lugar que no fuera su casa. A la brevedad, terminó de higienizarse y enfrentó a los individuos en la sala. Todos estaban sentados con sus objetivos puestos en el televisor que reproducía un episodio de Maleficaes y Tronos, o eso supuso.

―¿Cuál es su personaje favorito? ―preguntó Pavel al grupo.

―Desde luego, Nerys ―contestó Venecia con total seguridad, aferrándose al postre que debió haber llegado mientras Aleksandar estaba ocupado.

―Estoy sin comentarios.

―¿Qué? Ella es asombrosa. Dime, fantasmita. ¿Cuál es el tuyo?

―Hrvoje.

―Me estás jodiendo, ¿no?

Amaranta ocultó su sonrisa, rascándose la nariz. Juriel aprovechó la distracción del ángel y le robó una cucharada de helado. Aleksandar se asentó en un sillón individual sin entender ninguna de las referencias.

―Sí, y puedo debatir por horas las razones.

―Genial, porque tenemos todo el tiempo del mundo. Hagamos una votación. ¿A quién prefieren?

―Voto por Hrvoje ―manifestó Jure.

―Uno pensaría que estarías de mi lado ―se quejó Venecia, probando su postre―. El sabor amargo de la traición.

―Es que hablo de los personajes ficticios y tenía uno que se parecía a él.

―¿Tuviste un dragón? ―interrogó Aleksandar, asombrado por la idea.

―Cuatro, para ser exacto.

―¿Mimin?

―Nerys.

―Habrá que ver la serie otra vez para desempatar.

Aleksandar logró ver toda la temporada uno antes de quedar noqueado por el cansancio del día. Sus sueños estuvieron hechos de tinieblas y sabuesos infernales.

***

Ella no podía creer que se había olvidado de él. Su auto preferido descansaba en el estacionamiento del Motel Satélite con una multa en el parabrisas. Por suerte, nadie había osado profanarlo. Exhaló aliviada. Oculta detrás de unos lentes de sol que la protegían de la luz del amanecer, llevó su mirada hacia Jure. Cuando ingresó en el recinto, lo siguió.

La mitad del cuerpo de Bea colgaba del mostrador y la otra estaba conectada a esta por un hilo delgado de vísceras rojizas. Las marcas de los dientes afilados del monstruo comprobaron sus sospechas. Había sangre seca por las paredes, trozos de carne esparcidos por ahí y los vestigios de incendios menores. El olor de sus restos despedazados y la imagen que regalaban al poseer moscas volando en su entorno no eran gratificantes. Venecia esquivó ese rincón.

―¿Todavía piensas que te tendió una trampa? ―inquirió Jure, histrión.

―Admito que existe la posibilidad de que Bea no nos haya querido estafar ―le comunicó la rubia.

Recorrieron los pabellones y encontraron los dormitorios vacíos. No avistaron a ninguna entidad. En cuanto iban a darse por vencidos, se toparon con la pareja que ingresó al hostal al momento de huir en el cuarto piso. La chica estaba cubierta de rasguños profundos que provocaron un terrible desangramiento que culminó en su muerte. El músculo roído del muchacho revelaba la causa de su deceso. Cielos, esas eran formas violentas de morir.

Súbitamente, se escuchó un quejido acompañado por la respiración agitada de alguien que moriría en menos de una hora. Procedieron a adentrarse con cautela en el cuarto con temática de fiesta de disfraces. Vislumbraron a un demonio enfundado en la anatomía de un hombre delgado de cuarenta años al que le faltaba un cuarto de su pierna izquierda rodeado por un charco de un líquido rojo oscuro. La punta del hueso, los tendones expuestos y el muslo destrozado no le daban un buen pronóstico.

―¿Lo has visto? ―consultó, indiscreta. Jure negó con la cabeza―. Oye, tú, moribundo. ¿Quién eres?

―Trabajo aquí ―farfulló el desconocido, fatigoso. Inspiró como si fuese su último aliento previo a ahogarse en un océano―. ¿Quiénes son ustedes? ¿Me ayudan?

Si fuera cualquier otro, tal vez lo hubiera hecho. Pero tanto Jure como Venecia sabían que se podía tratar del cómplice del asesino. Todos eran sospechosos.

―Oh, no soy un alma caritativa.

―Incluso si lo hiciéramos, no tendría caso. Morirás en treinta minutos después de un sufrimiento insufrible ―expuso el príncipe infernal sin un ápice de gentileza.

―¿Qué mierda quieren? Mejor mátenme de una vez.

―Si nos respondes lo que te preguntamos, quizás. ¿Conociste a Kevin?

―¿Kevin, el idiota?

Al parecer todo el mundo lo llamaba así.

―Sí, ese. Lo enviaste a realizar un trabajo de limpieza recientemente. Necesito que me digas quién te lo pidió a ti.

―Fue un ángel ―articuló y un silenció se apoderó de él.

―¿Por qué el suspenso? Nadie te está interrumpiendo ―enfatizó la rubia―. ¿Su nombre es Mihael? ¿O Adriel?

―No, es Geliel. Limpié su alcoba, le conté de nuestros servicios extra y Kevin se encarga de esas cosas. Solo soy un mensajero.

―¿Eso es todo? ―interrogó Jure, aburrido con la simpleza del asunto.

―Sí. ¿Ahora me asesinan, por favor? ―suplicó el demonio menor.

―Tengo una idea más creativa ―soltó Venecia, mordiéndose el interior de la mejilla―. Pues, llévale este mensaje a la muerte.

Entonces, le rompió el fémur izquierdo con un chasquido de su poder, ocasionando que el extraño gritara tan fuerte que podrían haberlo oído en las Cuatro Ciudades. Sabía que aquello haría que su desenlace fuera más doloroso y por eso lo hizo. No hacía falta asesinarlo para vengarse, pues eso aclamaba su código de honor. Si había alguien dispuesto a limpiar una escena del crimen para que no atraparan a un maldito asesino, lo merecía.

No pronunció ni una sílaba más. Carecía de los ánimos que se requerían para continuar con la investigación patética que giraba más que un remolino. Puso en marcha sus pies y avanzó lejos de allí, casi trotó con tal de estar fuera del edificio. Jure se presentó más tarde.

―No tiene ningún sentido. ¿Geliel? Ella no salió en sus cinco milenios de la Ciudad Dorada y ahora resulta que asesina mortales.

―Pasaron dos siglos. Muchas cosas cambian. Tú lo hiciste ―recalcó Jure, sereno.

―Yo no cambié ―recordó Venecia con pesar. La destruyeron―. Y no interesa porque eso no explica su motivo.

―Volvamos y pensémoslo con tranquilidad.

―No creo poder calmarme ―masculló ella, despilfarrando su paciencia.

―¿Y qué tal si trato de distraerte? ―sugirió el príncipe infernal con suavidad.

Ese tono de voz significaba una cosa: sexo. A Venecia le encantaba esa voz.

―Veamos si lo logras.

Él caminó en dirección a ella hasta que se toparon con el maletero del auto que habían ido a buscar. Sin ningún tipo de restricción o aviso, la empezó a besar como un animal. Poseyó sus labios, jugueteó con su lengua y la acopló con seguridad. Venecia no tardó en caer ante la distracción y llevó sus manos a la espalda del demonio para tantear sus músculos fornidos y enterrar las uñas. Cielos, y solo estaban empezando.

―¿A dónde iremos? ―curioseó, recuperando el aliento.

―¿Por qué nos iríamos? ―contestó Jure, arrastrando sus palmas por las piernas del ángel―. Algunos follan en secreto, pero nosotros lo haremos en aquí, allá, en todos lados, y te aseguro que te haré gemir más que todas esas personas.

La rubia tragó grueso debido a la anticipación.

―¿Omitiste el detalle de que estamos en medio de la calle?

―A mí no se me olvida nada.

En consecuencia, levantó un glamour alrededor del coche que los volvía invisibles ante los ojos de los demás.

―Yo puedo hacer que sí. ―Venecia alzó una ceja antes de besarlo inmoderadamente.

Un ardor excitante comenzó a formarse en su entrepierna a medida que Jure dejó de acariciarle las terminaciones nerviosas de la nuca para descender por su clavícula y avanzar a sus senos. Él se deshizo de los botones delanteros del vestido color salvia que usaba en la actualidad, agarró con cada mano uno de sus pechos y presionó ambos pezones con el pulgar de una manera escandalosa y deliciosa.

Venecia tiró la cabeza para atrás, aun manteniendo la poderosa conexión de sus bocas, devorándose. No interesaba qué tanto escuchase los ruidos típicos de la ciudad como transeúntes, paseando o conductores en sus respectivos coches. Estaba olvidándose de todo.

Cuando retorció el dedo, un gemido se escapó de ella y eso provocó que lo hiciera con más fuerza. Un escalofrío de placer se extendió por sus nervios. Su sexo se estaba hinchando por la necesidad de ser tocado. La humedad de allí aumentó de inmediato, nublando su juicio. Quería más que nada satisfacer ese fuego interno, por lo tanto, empezó a desabrocharle los tejanos a Jure.

Percibió el modo en que la dureza del demonio también estaba al límite. Venecia aprovechó para robar su atención, tomó su miembro firme con las manos y subió y bajó a paso lento. Él jadeó, liberando un poco de su líquido preseminal, a medida que el ángel incrementaba la velocidad. No obstante, la sujetó de la muñeca para detenerla en seco.

―Ni pienses que me voy a correr en un lugar que no sea dentro de ti ―advirtió Jure con fiereza.

―Entonces, hazlo ―rogó Venecia con los labios hinchados.

Utilizando la inclinación para su beneficio, Jure colocó las manos en la zona sensible del culo de la rubia y la ayudó a sentarse sobre el borde del capó del vehículo. Entonces, el deseo bestial no vaciló al momento de apoderarse de ambos.

Ella procedió a recostarse y separar las piernas hasta poner un pie en cada extremo del auto, notando la manera en que estaba tan mojada que manchaba parte de sus muslos. Mientras tanto, él le quitó las bragas, se ubicó en medio y se deslizó con una lentitud demasiado caliente y placentera.

Los músculos de Venecia se tensaron al igual que las paredes de su vagina y tuvo que apoyar las palmas en el vidrio del coche. Apretó los dientes, gozando de la sensación de estar llena, sin embargo, abrió la boca para liberar sus gemidos en el instante en que recibió las siguientes embestidas.

―Míralos ―demandó Jure, agarrándole la barbilla para que pusiera la mejilla contra el capó y contemplara los autos que pararon a pocos metros de ellos por el semáforo.

―Prefiero mirarte a ti ―masculló ella, rodeando la cintura de él con las piernas para afianzarse más.

―Venecia ―retó, imperante.

―Juriel ―gimoteó como si le pidiera que no se detuviera.

Aunque él no suspendió esos maravillosos movimientos en ningún momento. Igual que un huracán, movía su polla dentro y fuera de Venecia. Como si estuviera ahogada en un mar de placer, olas y olas de corrientes eléctricas la invadían con las embestidas que venían en un ritmo divino.

―Grita más alto y míralos ―continuó el príncipe infernal, observándola a ella en simultáneo que la penetraba sin censura―. Mira lo aburridos que parecen mientras nosotros estamos así. Grita para que sepan que nunca escucharan gritos así porque solo yo te los puedo provocar ahora. Mira cómo van sus aburridas vidas, pero yo puedo decir que te vivo follando. Sé que quieres, mi preciosa pagana.

Le importaba una mierda que hubiera miles de autos estacionados ahí, lo arriesgado que era que quizá uno de ellos sí los viera follando igual que unos salvajes, o que pasara gente. El morbo era superior a esos ínfimos detalles. Estaba gritando. No decía ninguna palabra en particular. Simplemente, quería gritar de lo bien que se sentía.

La boca se le había secado, el sudor recorría su anatomía y el aire se condensaba a su alrededor. Oyó el sonido de sus pieles, chocando, el chillido del auto al sacudirse por el vaivén de sus extremidades y el ruido de las bocinas ajenas sonando. Estaba tan cerca de la fruición que todo parecía más intenso.

Los ojos de Jure se tornaron negros y comprendió que se acercaba al clímax. Requirió una estocada más para que sintiera su potencia inundándola. Aquello aumentó la sensibilidad de Venecia en su interior, ya lubricado y rebosante en un estado de embeleso. No obstante, el demonio no concluyó su accionar después de estar cerca alcanzar su propio orgasmo. Aguantó para ir en busca del de ella. Las embestidas siguieron arrastrándola a lo más profundo del punto más deleitoso de la lujuria. Arqueaba la espalda de manera intermitente, degustando el maravilloso sabor de la lascivia. Venecia no podía aguantar mucho más.

―Hazlo ―se limitó a formular Jure, adivinando.

Él conocía todos sus gestos y principalmente los que hacía en la intimidad, y eso solo la prendía más.

El orgasmo la golpeó directo en una avalancha expansiva que desactivó y activó a su cuerpo al mismo tiempo. La descarga de Jure la acompañó más tarde. El placer fue tan grande, amplio y titánico que, tras aferrarse al vidrio, terminó causando que este se rompiera en miles de pedazos por la fuerza ejercida. Ella estaba muy ocupada en la liberación de aquel goce que no le preocupó que los trocitos de cristal que cayeron en el interior del auto o el estruendo de la explosión. Tampoco le consternó que un par de ciudadanos pasaran trotando en simultáneo que gemía a más no poder.

Entre tanto, recobraba el sentido, Jure salió de su interior, se arregló en un segundo y tiró de ella con suavidad para acomodarla en una posición más cómoda y acunarle la cara con las manos.

―¿Estás bien? ―le preguntó, acariciándole el pelo en un gesto más que cariñoso.

―Estoy de maravilla ―respondió, embelesada con su cercanía―. ¿Y tú?

―Casi lo lograste. Hiciste que no me acordara de nada, pero creo que ni tú eres capaz de hacerme olvidarte.

―Eso es muy dulce para alguien que acaba de follarme como un salvaje frente a todo el mundo ―comentó Venecia con una sonrisa.

―Lo dice el ángel que me está sonriendo luego de destrozar su auto mientras tenía un orgasmo ―replicó Juriel, alzando una ceja.

―Te culpo por eso. ―Ella miró de soslayo al parabrisas trasero que estaba hecho mierda y se volvió a él.

―Acepto el cargo con gusto.

―¿Y ahora qué hago con el auto? ¿Lo desintegro?

―No borres el recuerdo. Deberíamos hacer una aparición en el Museo del Sexo ―sugirió el demonio, enterrando los dedos en el cabello rubio del ángel.

―Si guardáramos un souvenir cada vez que nos hemos acostado, no habría suficiente espacio en la galaxia y lo sabes ―expuso, contando mentalmente.

―Qué bueno que el universo es infinito.

Al final, Venecia lavó cualquier rastro de su excitación en el vehículo y lo envió a alguien para que lo reparara porque había pagado un montón por el modelo y por la memoria que había creado allí.

Tras eso, fue al museo junto con Jure. Al abrir la puerta del departamento, distinguieron a la pareja de espíritus conversando acerca de la línea fantasma en la cocina. No había rastro de Aleksandar.

―¿Y Super Sherlock?

―Despertó hace unos quince minutos y se marchó. Supongo que fue a casa ―informó Pavel.

―Es una pena ―suspiró Jure, honesto.

―Ni que lo digas ―concordó Venecia.

―¡Ah! Llegó esto. Es una invitación ―exclamó Amaranta, señalando al sobre la encimera.

―¿Para qué?

―El funeral de Biserka.

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