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(13) La zona vip de los pecadores

La situación le generaba un remolino de incomodidad en el pecho.

Aleksandar estaba sentado mientras Darka miraba enfurecida a Pavel como si pudiera revivirlo y matarlo.

La habitación en la que reposaban se caracterizaba por la alfombra debajo del sofá viejo, un modelo de televisión de hacía dos años que le había regalado el fantasma y el sector alejado donde yacía la cocinilla, la heladera y el lavaplatos. La casa de Jacob, el padre de su amigo, era más pequeña de lo que parecía en sus recuerdos. Contaba con dos dormitorios, una cocina que funcionaba como sala también, y un baño. Pese a que lucía sencilla, portaba unas vibras hogareñas que no guardaba cualquier vivienda.

Pavel creció en un hogar de clase media baja, pero con esfuerzo se convirtió en un policía de renombre que murió en cumplimiento del deber y salvando a civiles de criminales.

―Apenas nos hemos conocido, ¿cómo puedes estar tan enojada conmigo?

Después de la breve presentación que Aleksandar tuvo que hacer para que ellos entendieran el contexto de la situación, él había querido interrogar a Darka acerca de Requiel, mas la discusión que germinó entre ellos se lo impidió.

―¡Una cosa es decirle a mi novio que se vaya a la mierda y otra es poseerlo sin su permiso!

―Alek dijo que lo poseíste sin preguntarle.

Los espíritus lo miraron, suplicando una intervención.

―No me voy a meter en esto ni si me empujarán, así que continúen ―se encogió de hombros.

―¡Yo acababa de morir! ―gritó la chica gris.

―¡Mi papá pudo fallecer!

―¡Cállense! ―exclamó Aleksandar sin lograr contenerse por cinco minutos. Por algún motivo tenía las emociones a flor de piel, no obstante, prefería ignorarlas―. Pueden estar molestos, nadie les dirá que no. Solo que hay más personas que podrían ser asesinadas y lo que ha ocurrido es una pista.

―¿Este drama es una pista?

―Gracias por tu aporte, Darka ―replicó Pavel, disgustado―. Eres inhumana.

Aquella palabra activó algo dentro de Aleksandar.

―¿Cómo es posible que no se conocieran antes? ―planteó él―. Tú te criaste aquí y tú te mudaste con Requiel hace...

―Un par de años ―interrumpió ella―. Tiene razón, ¿cómo es que no sabíamos que fuimos vecinos?

La mente estaba trabajando a mil minutos por segundo como si en su cerebro hubiera agujas de relojería que hacían tictac por cada idea que se formaba. Una epifanía se originó su interior y debía decirla en voz alta para que no se le fugara.

―El padre de Pavel sufrió un ataque cardíaco, ¿no?

―Sí, ¿y eso qué tiene que ver? Mi papá es la persona más mundana que he visto.

―Hace unos meses me contaste que tus padres se estaban acercando, ¿qué tal si lo hicieron, no funcionó y tu madre fue al museo? ―articuló, escarbando en sus remembranzas.

―Asumo que yo sabría si hubieran vuelto.

―Pudieron haber sido cosas de escasas ocasiones que removieron sentimientos del pasado y ella quiso por fin dejarlo ir. Tal vez haya algo en el teléfono de Jacob.

―¿Dónde lo guarda?

―Debe estar en alguna de las alacenas. No me preguntes por qué lo pone ahí, ni yo lo sé.

El hombre se puso de pie y se dirigió con suma rapidez hacia los gabinetes de madera. En efecto, un celular bastante viejo y funcional yacía depositado allí. Sin premeditar el asunto, Aleksandar revisó los mensajes de Jacob en busca de confirmar su teoría. En el chat que compartía con la madre de Pavel, obtuvo la validación y más frases explícitas de las que predijo. Dios, suplicó para que alguien eliminará aquellas imágenes de su cabeza.

Pavel se inclinó con la intención de inspeccionar el contenido junto con él.

―No te aconsejo que mires ―objetó Aleksandar.

―¿Por qué?

―Bueno, él pudo ser una víctima fallida del Asesino Descorazonado ―masculló Darka, leyéndole el pensamiento.

―Nunca estuve tan feliz por el fracaso de otro —bufó Pavel, distraído.

―Todo este tiempo hemos estado pensando como humanos y olvidamos que el asesino no lo es. A diferencia de nosotros, no necesita estar cerca para arrancar un corazón, acomodar los muebles o borrar recuerdos. He visto a alguien mover autos sin tocarlos, sin dejar una huella digital, y Mirna dijo que tenía la memoria borrosa.

―Quizá no se debía al trauma, sino a que el homicida posee esa habilidad ―agregó su amigo.

―Eso no explica cómo no nos recordamos.

―Es un buen punto ―concordó Aleksandar y giró una de las tuercas de su reloj mental―. Habrá que consultar con Amaranta para averiguar si los poderes angelicales tienen efectos tanto en los vivos como en los fantasmas.

―Ahora le envió una esquela. ―Pavel se resguardaba en una esquina para escribir con tranquilidad la pregunta.

―La conexión no está entre los que han muerto, sino entre sus parejas. Tendría que investigar los antiguos domicilios de ellos para corroborarlo, sin embargo, ¿y si este edificio es cómo selecciona sus víctimas además del museo? ¿No lo entienden? Hallamos el patrón.

―La cosa es por qué. ¿Por qué este sitio de todos? ―indagó Darka.

―Creo que es hora de preguntarle a Venecia la historia completa.

***

Venecia lloró durante el resto del día, pero al caer la noche se prometió a sí misma hacer lagrimear a otros. La verdad se basaba en que se separaría de Jure por más que lo amara y le doliera. Dos personas rotas no se reparaban juntas, se rompían aún más. Ella tomaría un pegamento y pegaría las piezas de su corazón antes de entregárselo al demonio. Para eso tendría que vengarse. La esperanza era lo último que moría e iba que achicar la lista. La oscuridad no era de un color oscuro, era roja, y se lo demostraría a Mihael.

Entonces, fue de visita al Averno.

Después de todo, era un ángel que podía ir a todos lados menos al cielo.

Empleó la entrada del plano mortal que lucía igual que un cráter volcánico que se activaba cada vez que un ser sobrenatural lo usaba como portal. Aunque la lava que emanaba no quemaría con la intensidad que la llamarada infernal.

En un parpadeo se hallaba frente a la Puerta del Infierno que daba la ciudadela que gobernaba Lucifer. Se trataba de una construcción gigantesca de más de veinte metros de alto hecha de bloques de piedras formadas a partir del sufrimiento de los pecadores que agonizaban en los Círculos del Infierno. El dolor era un material en ese plano, era algo que no solo se sentía, se podía ver, tocar y oler.

Un camino pavimentado con las buenas intenciones del que brotaban raíces marchitas cogía forma a medida que avanzaba. El aire apestaba a azufre y simonías. Rastros de una lluvia de cenizas y polvos infernales ensuciaban su ropa y la intoxicaban tanto que experimentaba una sensación similar a ahogarse. Allí uno se infiltraba si estaba muerto o maldito, en consecuencia, su maldición no tenía efecto allí. Si bien no debía recolectar corazones rotos de otros, el suyo era el que estaba en juego allí.

Había un ettin en la cima de las dos torres de vigilancia que monitoreaban a los intrusos que visitaban las calles del pecado. Los individuos la examinaron con sus cuatro cabezas. Algunos mencionaban que aquellas bestias infernales les asustaban tanto como a los humanos los ponía nerviosos pasar por el control de las fronteras entre países.

Ella no entendía lo malvado que decían que habitaba en sus pieles duras y grisáceas cubiertas por una capa fina de pelaje, colmillos más largos que unas piernas regulares, su porte similar al de un ogro y su tamaño superior al de un rascacielos. El detalle menor era que apestaban a cadáver por no permitirse abandonar el puesto en las atalayas. Como no la atacaron, supo que no le impedirían el paso.

Le abrieron las formas de los seres que fueron poderosos que quisieron escapar sin éxito y permanecieron estancadas en el portón monumental, como si fueran esculturas de demonios cornudos, barqueros de la muerte y relatos elaborados sobre la roca de la puerta. Una ventolina fugaz y caliente que arrastraba baladros y clamores impactó en el rostro de la rubia. La aparición de un ruido tan fuerte en un silencio de cementerio le causó una jaqueca emocional.

Transitó en el paisaje de colores exinanidos con la capa sinople que la abrigada al guarnecer un arnés de cuero sintético, un top apretado y unos pantalones blancos. El solitario sonido de sus botas le hacía compañía, aunque ella sabía que había cientos de ojos que la miraban desde los rincones más umbríos. Nunca se estaba solo en el Infierno y todavía no descifraba si era algo bueno o aterrador.

Debido a que teletransportarse en aquel territorio no se destacaba por ser un acto idóneo, estaba forzada a trasladarse a pie, por lo que no existía la posibilidad de obviar el siguiente tramo.

Un puente de cristal conectaba el metro de terreno firme con los dominios diabólicos. Aquello no la alteraría de no ser por los ríos que corrían dentro del foso que protegía la Tierra del Fuego de los asedios.

Las corrientes estaban divididas por la construcción frágil y diáfana.

Una fluía con agua tan fría que no solo helaba los huesos, congelaba el alma, con una capa de hielo que impedía que los espíritus en pena emergieran del maremoto que se daba bajo la superficie, pero no que los vieran.

La otra circulaba con torrentes de magma que derretían en un segundo a los condenados en un ciclo infinito de quemaduras y tortura. Los que nadaban en ese constante tormento eran los prisioneros predilectos de Lucifer porque cometieron los peores crímenes.

Funcionaba como una amenaza decorativa que advertía que cualquiera que lo desafiara terminaría en las piscinas del sufrimiento. Venecia olvidó su traje de baño a propósito.

Había una colección de pequeñas casas pegadas que parecían estar ruinas de lo polvorientas y destruidas que mostraban sus fachadas descuidadas, al menos la mayoría de los propietarios prefería fingir que no las habitaban. El resto brillaba del ocio y donaire con los techos abovedados y las estructuras formadas con los esqueletos de sus enemigos y encantos demoníacos. Todas estaban inclinadas, dando la sensación de que hacían una reverencia. A ella le resultaba exagerado que las construyeran con tales materiales. Los humanos comprendían más el arte de la arquitectura en ese sentido.

El edificio principal se hallaba al final del pasaje que lucía como una réplica oscura de la Catedral Suprema de la Ciudad Dorada, donde vivían los más allegados al ángel en jefe igual que un rey con su corte. No disponía de paredes comunes de ladrillos, sino que ostentaba paredes vivas de llamas mates. Se presentaría en la laberíntica residencia del Diablo y la zona vip de los pecadores.

Los espectros alados que volaban alrededor del templo con sus alas membranosas con algunos agujeros que sacudían los vientos, sus fauces similares a las de los antiguos dragones que vio en el pasado, y sus largas colas con púas venenosas la avizoraron y chillaron por la intromisión.

El más grande de los individuos fue surcando los aires para ir en picada hacia Venecia. Tenía los ojos de ónix cargados de una furia animal. Ella no retrocedió del umbral de la edificación cuando vislumbró el fuego azulado que este preparaba en su garganta. Se cruzó de brazos, igual que alguien que aguardaba la llegada del autobús.

Una silueta masculina surgió de las sombras de los alerones y el espectro alado desvió su ruta para aterrizar suavemente a varios metros de distancia como cualquier ave de volumen masivo. El dueño le había enviado la orden de no rostizarla sin siquiera pronunciar una vocal.

―¿Cambiaste de opinión y decidiste volver, esposa? ―inquirió el Diablo sin lucir sorprendido por su visita.

―No ―negó la rubia y viró a los espectros alados por un segundo―. Ellos van a incinerar a la persona equivocada un día de estos.

Lucifer arqueó los labios hacia arriba en una sonrisa, bueno, diabólica.

―Es que, a diferencia de mí, no les agradan los ángeles.

―Eso explica su temperamento. Conviven contigo ―argumentó Venecia sin titubear frente a su presencia.

No flaquearía como en la mañana.

La única manera de impresionar al Diablo era ser peor que él.

―¿A qué has venido? ―indagó el regente del lugar con una expresión vacía.

―Lees mis pensamientos. Lo sabes ―suspiró ella.

―Es que oírte hablar y verte usar la boca es uno de mis incontables placeres culposos ―le susurró el Diablo al oído.

Lucifer era todos los pecados en uno. Así que, era difícil resistirse a él. Tendría que hacerlo por su propio bien y proseguir con la búsqueda del asesino.

―Si me dices cuál es el grillete luciferino que falta, no te privaré de eso.

―¿Por qué no se lo preguntaste a Juriel?

Escuchar su nombre le quemó más el pecho de lo que la bestia escupe fuego lo hubiera hecho. Fue como colocar hierro ardiente sobre una herida reciente. Lucifer lo sabía y por eso lo dijo. El martirio de los demás encabeza su lista de actividades festivas.

―Jure tiene otros asuntos que atender.

―Por ejemplo, engañarte.

La rubia frunció el ceño tanto que le recordó al detective lento.

―¿Y cómo dices que me miente?

―Los Pecados Capitales y yo estamos en una reunión de emergencia por él. Tu querido Juriel no solo está desaparecido de nuestros mapas rastreadores, ha sido acusado de robar los demás grilletes.

―¿Por qué él haría eso? ―interrogó sin creerle ni una sílaba.

―¿Te acuerdas de lo que te conté? Si el Paraíso es un lío, el Infierno es un desastre. Puede que quien pienses organizó una pequeña revuelta en la Ciudad Celestial, pero Juriel ha creado una revolución silenciosa aquí.

Y de repente, el acertijo de Claudia tuvo sentido.

En ningún momento de su milenaria existencia deseó tanto estar equivocada.

Por más que Venecia quisiera rehusarse a fiarse de la palabra de Lucifer, debía hacerlo. El Diablo no mentía. Además de caer para gobernar el Infierno, decir la verdad a cualquier costo fue su condena.

Mientras lo acompañaba a la reunión con la nobleza demoníaca, se zambullía en las posibilidades.

Jure no era un prisionero por voluntad propia, él era el carcelero. Tenía las llaves de los calabozos y decidía quién quedaba encerrado y a quién liberar. La pregunta correcta no sería cómo robó los grilletes luciferinos, sino por qué. De los millones de demonios, ¿por qué él?

Ella se fiaba de aquel príncipe casi tanto como confiaba en sí misma. Incluso si había traicionado a todos los seres de cada plano, no le mentiría.

Anhelaba que eso fuera cierto. No resistiría una segunda felonía por parte de alguien que amó. Una vez que se entraba en el Infierno, quemarse era inevitable, y no pretendía que su corazón se hiciera cenizas otra vez.

Llegó a destino sin su abrigo. El salón principal se abría frente a sus ojos, igual que la grieta en una cueva antigua con las paredes de fuego tan sólidas y oscuras que se asemejaban a la obsidiana. En el interior retozaban los monstruos llenos de ambición. Bueno, no se trataba de monstruos en específico, sino que de los amos del lugar y sus apariencias engañaban.

―A veces dormir es tan agotador. También respirar ―se quejó Belfegor.

Acto seguido, soltó un suspiro dramático y se reclinó en una silla muy mundana para ornamentar la estancia. Nadie estaba sentado, excepto él. Todavía tenía las facciones suaves, el pelo largo y teñido de rojo, los ojos cafés y rasgados, la nariz respingona y una estatura elevada. Su larga bata de dormir se adoptaba al estilo que empleó siglos atrás. No había cambiado mucho desde la vez que lo vio.

―Yo puedo solucionar eso, ¿o no, Satán? ―respondió Satanás, acariciando un gato chartreux de pelaje cambiante que le resultaba familiar como si fuera su bien más preciado.

En ese instante recordó la mañana en que fue a visitar a Atliel y el interrogatorio en el convento. Aquel gato miserable trabajaba de espía y mensajero privado. No negaba que se trataba de un buen disfraz porque, ¿quién sospecharía de una criatura adorable, suave y regordeta?

En ocasiones Satanás le resultaba simpática con sus amenazas. Al contener mucha ira en su anatomía, se la pasaba haciendo ejercicio y peleando, por lo que portaba el abdomen más marcado y los brazos fornidos y se notaba a través de su vestido negro. Además, lucía una espléndida melena negra con rizos creados a partir de su magia, unos ojos oscuros y felinos, y unos labios delgados. Era la princesa más hermosa de los demonios y la única.

―Anticristos, ¿por qué eres tan violenta? ―replicó Belcebú, alías Baal―. ¿Dónde está el cíclope rostizado que pedí hace un minuto? Tengo hambre.

Él había aumentado varios kilos desde la última vez que lo vio, mas conservaba su cabello negro bien corto, los ojos café un tanto saltones, la nariz pequeña y su mirada alegre. El tic nervioso de pisar el suelo de caliza con impaciencia no lo abandonó.

Mammón o Mam, como prefería ser llamado, carraspeó la garganta, esquivando la mirada de los presentes. A pesar de que era uno de los peores demonios, se comportaba tímido con su apariencia joven, cara estilizada, pelo de un blanco sobrenatural y sus ojos opacos.

―Te aseguro que ha sido ella ―acusó Leviatán, delatando falsamente a Satanás.

Él se rascó el mentón, probablemente creyendo su propia mentira. Portaba una barba de unas tonalidades de negro un poco más claras que las de su pelo espeso, ojos marrones y un alma llena de envidia.

―¿Es verdad? ―indagó Belcebú, furioso―. Por eso no me junto con ustedes. No soportan que uno posea algo que el otro sí.

―O quizá es porque no queremos verte lloriquear. ¿Cómo un demonio puede ser tan sensible? ―formuló Satanás.

―O porque nadie aguanta a nadie ―remarcó Lucifer, honesto―. Ese no es el asunto que discutiremos en esta reunión.

―Asumí que seríamos nosotros ―planteó Mammón en un tono bajito―. ¿Qué hace Sereda aquí?

La relación de Venecia con los Pecados Capitales no había terminado muy bien hacía dos siglos, por así decirlo. Jure era la excepción a la regla.

Lucifer y ella se aproximaron a la Mesa de Sacrificios, donde se realizaban las ofrendas demoníacas durante el Pandemónium.

―Porque es la persona más cercana a Juriel, los asesinatos se relacionan con ella, y porque lo digo yo y soy un jodido dictador ―contestó Lucifer sin que le importara lo que opinaran.

―De acuerdo. ―Los perversos nobles asintieron a coro menos Leviatán.

―También podría ser el perfecto anzuelo para engañarnos.

La rubia arrojó su abrigo sobre la mesa, perezosa.

―Tranquilo, hoy no estoy de pesca.

―Sería una completa idiota por venir, bueno, al Infierno sin protecciones, y ella no es una idiota a diferencia de ti ―defendió Lucifer, impaciente.

―Yendo a lo que nos compete, ¿en qué fecha vamos a ejecutar a Juriel? Tengo que destruir un pueblo de mi región el miércoles, un banquete especial el viernes y no puedo tomarme más de cinco minutos ―consultó Baal, alzando la mano igual que un niño del preescolar.

―¿Van a matarlo? No tienen evidencia de que fue él ―intervino Venecia, jadeando porque la mera mención la alteraba.

―¿Pruebas? ¿Qué somos, mortales? ―masculló Belfegor, frunciendo los labios.

―No me tientes. Aún no olvido que tus mascotas casi me devoran por accidente ―aclaró ella, acordándose de la noche en que escaparon de los perros infernales.

―Fue un pequeño error. Sabes que a ellos se entusiasman con la cacería.

―Díselo a Kevin.

―¿Quién es ese?

―El bocadillo que se comieron.

―No importa. Lo justo es justo ―apostó Satanás.

A pesar de que lo conocían hacía milenios, no les afectaba el asesinato del príncipe. Los demonios no amaban, al menos no la mayoría.

―¿La justicia no es muy humana para ustedes?

―No cuando se trata de matar. El que mata, gana, y nosotros no somos perdedores. Es la regla ―contestó Mammón.

―¿Quién está a favor? ―quiso averiguar Belfegor.

Gracias a que allí no persistía el concepto de que se era inocente hasta que se comprobara lo contrario, todos votaron a favor de la cacería de Jure.

―Ha sido un horror verlos ―se despidió Satanás y los demás desaparecieron al siguiente segundo igual que ella. Se trataba de un poder exclusivo de ellos.

La rabia le había dado una mordida grande, largando el veneno en su interior con suma rapidez, y le enfriaba la sangre. Las corrientes heladas recorrieron las venas del ángel y se exteriorizaron a través de sus manos como proyectiles de fragmentos de hielo.

Seguía siendo una adicta con el corazón roto que cometía equivocación tras equivocación. Fallaba y se tropezaba sin cesar. Lo malo de ser etéreo como las nubes era que por más que procurara aferrarse a algo, terminaría tocando aire y no se saciaría ni con un festín.

La crearon como un ángel, no obstante, se había hecho un demonio a voluntad.

Venecia se amaba, pero odiaba las cosas que hacía porque una vez que tenía roto su corazón, su centro de operaciones, era bastante fácil destrozar el resto de sí.

De repente, vino a su mente la vez que Aleksandar se rehusó a que lo curara porque le correspondía sanar su sufrimiento solo a él y eso la inspiró pese a que fue un acto cotidiano.

Evitar los daños no los haría desaparecer.

―Solo tú podrías convocar hielo angelical en las profundidades del Infierno. ―Lucifer depositó un brazo al costado de ella―. Hubieras sido un serafín magnífico.

―No interesa qué puedo hacer o quién pueda ser, importa quién soy y qué hago ―respondió, colérica―. ¡Por el odio de los impíos! Quisiera saber cómo están tan seguros de que ha sido él.

Él se apartó en una muestra de desinterés en el asunto.

―Ayer encontraron rastros de hierba y la esencia de uno de los íncubos de sus filas y algo en la caja de seguridad de Satanás. Fue casi lo mismo con el resto.

A ella no le costó intuir cuál incubo había sido.

―Sytry.

―Sí, exactamente ese ―apuntó sin un gramo de estupor―. ¿Cómo lo supiste?

Venecia apretó los ojos, negándose una vez más a defraudar la fe de su pareja eterna. Tal vez Sytry abusó de la confianza de Jure y él pagaba el diezmo.

―Porque lo he visto hoy. ¿Cuándo se dieron cuenta de que fueron robados?

―En la madrugada.

Jure se había marchado de la casa de los padres de Aleksandar diciendo que tenía que lidiar con asuntos importantes en el Infierno.

¿Se refirió a eso?

―Que alguien que trabaje para él no implica que lo hizo.

Santa mierda, sonaba tan ridícula.

―Dudo que un íncubo menor se atreva a hacer algo sin su permiso.

―¿No se supone que los demonios hacen lo que se les venga en gana? ―preguntó Venecia sin ser capaz de inventar una excusa más elaborada.

El Diablo se detuvo a escasos centímetros de ella y se relamió los gruesos labios como si pudiera saborear los recuerdos de la historia oscura que compartieron.

―¿Quieres que te dé un ejemplo?

―No vine para eso ―argumentó, contemplando sus ojos que brillaban de un dorado angelical y destilaban la perversión demoníaca.

―No, pero puedo hacer que te quedes por esto.

Venecia gimió ante la velocidad de él. En un impulso más rápido de lo que ella podía prever, Lucifer rodeó su cintura con ambos brazos tan fuerte que le resultaba imposible no querer fundirse en ellos. Estaba a la altura perfecta para analizar los vicios en su mirada y los secretos ocultos en su boca.

Una vez se sintió identificada con aquel ángel rebelde. Ambos habían iniciado revoluciones, amado y fueron traicionados, no obstante, él sí se transformó en el monstruo que todos decían que era y ella aún luchaba por no imitarlo.

―Puedo irme sin inconvenientes.

―El problema será que no querrás.

Con un chasquido, Lucifer hizo que apareciera una botella de cristal que contenía una bebida de color durazno. Sabía perfectamente que era: licor de lycoris radiata, más conocida como la flor del Infierno.

―¿En serio? ―bufó Venecia con los recuerdos pecaminosos que asociaba con aquel tono de voz.

―Sé que matarías por un poco de diversión ―se encogió de hombros, desplegando la adicción en la que él se podía convertir con facilidad.

Podía escuchar las alarmas dentro de su cabeza, diciéndole que saliera corriendo porque un sorbo bastaba para caer en la perdición. Mas la dependencia que había dejado atrás volvía con cada segundo en el que elegía quedarse. El cuerpo le temblaba al revivir esa sensación monstruosa de descontrol.

―Yo no mato, torturo.

Dicho eso, ella soltó un gruñido e intentó arrebatarle la botella de la mano, pero él se la apartó y tomó un trago por su cuenta.

―Pues, tortúrame ―pidió Lucifer, lamiéndose los labios.

―Es aburrido si quieres que lo haga ―vociferó Venecia con sinceridad.

―Por eso prefieres que te torturen, ¿o no? ―alegó él, poniendo el gollete de la botella en el mentón de la rubia para que levantara la vista―. Por eso vienes al Infierno, me buscas a mí y me provocas porque en secreto te gusta.

―¿Y qué? ―dijo Venecia previo a tragar grueso.

―Te fascina que te haga esto porque lo mereces. Te excita que te coma viva hasta que no quede un trozo de ti. Te encanta liarte conmigo para perder el control y probar que eres incluso peor que yo ―añadió Lucifer con una sonrisa asquerosamente soberbia―. Lo hacías hace dos siglos y continúas haciéndolo ahora. ¿Sabes cómo lo sé?

Ella volteó los ojos, burlándose de su seguridad.

―No, ¿cómo?

―Puedo oler lo mojada y ansiosa que te estás poniendo a kilómetros y solo para que te pregunte una cosa.

―¿Qué? ―consultó a sabiendas de que no mentía.

―¿Quieres que haga lo que tu cabeza ya imaginó?

Venecia titubeó con todas sus vivencias de su antigua estadía allí, pasando por su mente, eclipsada por los efectos del mero perfume de la flor del infierno. No obstante, se necesitó un asentimiento para que el desorden comenzara.

―Esa es mi esposa.

Había tratado de mantenerse serena y no realizar ninguna acción, mas le resultó imposible no aferrarse a sus antebrazos cuando él apretó la mandíbula a la vez que la empujaba hacia la mesa y con una mano le separó las piernas en busca de meterse en medio de ellas. Después de todo era Lucifer. Portaba el poder de todos los tipos de ángeles y las habilidades de cada especie de demonio, incluidos los del amor y los sexuales.

―Abre la boca ―le ordenó el Diablo.

No vaciló y cumplió con la orden. Tras eso, él procedió a vaciar el contenido de la botella en su boca y ella lo bebió sin importar que fuera demasiado rápido en el proceso. El sabor era delicioso, antinatural y electrizante como una poción mágica. Estaba hecho. Rápidamente, hizo efecto en Venecia.

En cuanto Lucifer apartó el envase, el ángel comenzó a reír. Los colores se mezclaban entre sí, creando imágenes más potentes, y los olores se evaporaron hasta que el único restante fuera el aroma embriagante de la piel de Lucifer. De repente, estaba consciente de los cosquilleos de sus poderes en cada fibra de su ser y eso funcionaba como un afrodisíaco angelical. Parecía surreal, igual que una pesadilla excitante.

―¿Qué haces? Dame el resto ―solicitó la rubia, viendo que sobraba un poco.

―Tú eres mi presa, yo decido cómo te lo doy ―aclaró Lucifer, imperativo.

Acto seguido, puso una de sus manos en la curva de su trasero con tal de tentarla más. Ahogó un gemido al percibir el miembro erecto tan cerca de su entrada. Meneó las caderas por instinto ante la novedosa y urgente necesidad que había surgido en su interior.

―Puedo irme y todavía... ―soltó sin terminar la oración.

―¿Aún qué? ―replicó, enterrando la cara en su cuello.

Lucifer le regaló una mordida en el lóbulo de la oreja previo a atacar las terminaciones nerviosas con besos prolongados y lamidas juguetonas. Venecia puso las palmas sobre el pecho fornido con la intención de alejarlo, sin embargo, terminó aferrando su puño en la camisa. Su cuerpo era peligrosamente insaciable.

Entonces, él agarró la botella y empezó a tirar el licor sobre el cuerpo de ella desde sus hombros, pasando por sus senos y finalmente su vientre. La caída del líquido le robó un gemido. Se iba esparciendo como un veneno. Estaba mojada en más de un sentido y su piel se calentó ante la bebida.

―Eso creí ―susurró el Diablo, triunfal.

―Me da igual lo que pienses, no pares ―logró articular, prediciendo lo que se aproximaba

Él arrojó la botella contra la pared y los cristales volaron por los aires. No se molestaron en corroborar dónde fueron a parar. Gracias a que sabía que rechazaría el gesto, Lucifer no subió hasta su barbilla para besarla, sino para deleitarse con su futura victoria. Luego descendió directo y sin demoras a los pechos.

Despedazó el top con los dientes con la facilidad de un experto, no solo haciendo que rebotaran sus senos, sino que exponiendo también los pezones duros. Un gemido claro y fuerte se escapó de ella en cuanto se metió uno en su cavidad bucal y después el otro en el interminable de ciclo de un deleite corrupto. Los chupó sin piedad, provocándola al extremo de que su intimidad yacía más que lubricada.

―Son tan divinamente perfectos. Los extrañé tanto ―farfulló el Diablo, hablándole a los pechos de ella.

Venecia soltó una pequeña y lujuriosa risa.

―¿En serio, Lucifer?

―Disculpa, estoy tratando de tener una conversación importante.

Arqueó la espalda en cuanto Lucifer desistió de rodearla con los brazos y pasó el índice por la tela húmeda de su entrepierna. Venecia se meneó, dominada por el roce candente. Él puso la mano sobre sus labios mayores. Ya no sabía si quería que la masturbara o la penetrara sin moderarse. Subía y baja, arrastraba los dedos e incluso presionaba desde afuera, mas no la tocaba directamente. Le enojaba que la tentara por deporte.

―Dilo.

―¿Qué?

Ella bajó la mirada, contemplando el modo en que él hablaba, entre tanto, le cedía corrientes de una embriaguez retorcida.

―Di con palabras lo que tu deliciosa humedad ya me ha dicho.

―Fóllame, maldito ángel diabólico.

Él no se entretuvo más de un minuto en ellos ni en morder la punta de las aureolas endurecidas y descendió para deshacerse de los pantalones y las bragas del ángel en un segundo. Ella cedió ante la lujuria en tanto se paraba de frente otra vez y se dispuso a quitarle el saco y romperlo en pedazos la camisa con las extremidades temblorosas de una furia acompañada de ansias. Quedó vestida solo con el arnés.

Lucifer se deshizo de su propio cinturón para bajarse los atuendos restantes, dejando a simple vista su erección monumental. No se observaron con romanticismo ni nada por el estilo, lo que habitaba entre ellos se basaba en la pasión carnal.

―No planeo permitirte escapar, no otra vez.

―Yo no te pertenezco ―refutó porque lo de ser sumisa no iba con su personalidad, sino con su sexualidad.

Él le agarró la nuca, exigente. En ningún instante bajó la guardia.

―Aunque no seas mía, voy a tomarte entera en este momento y rogarás que no te suelte.

La atrajo con una actitud imperiosa y metió su miembro firme de una embestida. No aguardó a que su vagina se acostumbrara a la introducción y siguió dando estocadas sin meditarlo. Venecia tampoco había esperado que fuera cariñoso, por lo que colocó las manos sobre las nalgas de él en busca de controlar el ritmo furibundo de anhelo. La respiración se le había desbocado a causa del frenesí de adrenalina que la poseía.

Oleadas de un placer invasivo se habían apoderado de sí a medida que la velocidad de las entradas y salidas se apresuraban. Era una secuencia de goce mezclado con dolor que no se comparaba con nada. Cuando el delicioso clímax se avecinó, Lucifer procedió a agarrarle los muslos con fogosidad para levantarla de la mesa y continuar de pie. La sostuvo con fiereza y no se contuvo en absoluto.

Ella se afianzó a sus hombros, rendida, porque la fruición le había robado el resto de su voluntad. El abdomen plano del antiguo ángel, actual demonio, parecía una pared con la cual chocaba su busto. Arraigó las piernas alrededor del torso de él, percibiendo que el éxtasis vendría pronto. Sin embargo, él comenzó a moverse con lentitud en un acto de tortura.

―No me sueltes ―jadeó Venecia para complacerlo.

―Bésame ―pidió él, ralentizando más la bienvenida del punto diabólico y milagroso―. Bésame o vete.

Se estaba vengando por lo ella había dicho más temprano. Pese a que sabía que significaba que lo hiciera, no lo premeditó demasiado. En ese momento, follar le ganaba a pensar.

Lucifer la recibió, gustoso y abrió la boca aún más. Venecia osciló, en tanto, él introdujo su lengua, lo que le arrebató un clamor profundo. Puso una palma en la nuca del hombre en busca de profundizar el beso.

La besaba como lo que era: el maldito rey del infierno.

Entonces, él recuperó la celeridad. El ruido de sus cuerpos colisionando fusionados con los gimoteos de ambos reinó en la sala. Una capa ligera empezó a cubrir sus frentes gracias al potente calor apasionante que los azotaba en olas expansivas. Le dolían los músculos, mas no podían detenerse tan próximos al clímax. Las caricias se hicieron torpes porque toda la concentración se la había llevado el placer.

Segura de que el orgasmo se acercaba en su máximo esplendor, se dispuso a realizar movimientos veloces debido al ímpetu de la escena. Enterró las uñas en los omoplatos del ángel caído, en simultáneo, él le apretaba el culo con vigor. Las embestidas desnudaron cada centímetro de ella y se lo enseñaron a él. Ya no controlaba los gemidos que emanaban de su boca, menos lo que sucedía.

―Conque ningún orgasmo ―comentó Lucifer, follándola feroz.

―He tenido mejores ―expuso para provocarlo.

Centenares de corrientes eléctricas recorrieron sus terminaciones nerviosas para detonar como bombas orgásmicas. Su intimidad caliente, lubricada e hinchada hizo que sonriera al por fin cumplir con lo que había pedido. Un segundo más tarde, recibió la descarga de Lucifer. El semen chorreó por la cara interna de sus muslos y se deleitó con la suavidad del mix de los jugos de los dos mezclándose.

―¿Mejores? ―preguntó él.

―Mucho ―aseguró ella.

Él no demoró en encaminarse de vuelta a la mesa y salir de su interior. No se terminaba de recuperar cuando, en aquel estado de embelesamiento, la hizo girar y le agarró las muñecas.

―¿En la Mesa de Sacrificios? ―consultó Venecia con ironía.

―Así es como serás recompensada ―festejó Lucifer.

Después de pedirle que empapara su dedo con saliva sin pronunciar palabras, lo introdujo en su culo hambriento de más éxtasis. Fue diseñando círculos en su ano, igual que un pintor bosquejaba su obra maestra. Espasmos involuntarios de complacencia le impedían pararse apropiadamente. Restregó las nalgas contra la pelvis del soberano. La sensibilidad era más grande en aquella zona íntima, por lo que el segundo orgasmo se avecinaba con más velocidad. Así, en cuanto sintió su polla dura como piedras infernales, él sacó el dedo, la hizo trastabillar a la orilla de la mesada y la inclinó en busca de tener un acceso directo.

―Esto no es un secreto, pero eres divinamente perfecta para mí. ―Él hizo una pausa para admirarla mientras estaba de espaldas―. Desde todos los putos ángulos.

El contacto frío con el mueble la había inducido a un estremecimiento que no le disgustó en absoluto. Apoyó la mejilla contra la mesa para acomodarse. Lucifer le dio una nalgada tan fuerte que el eco retumbó en la habitación, en consecuencia, ahogó un suspiro y distanció las piernas para entregarse con más facilidad.

Gracias a que su verga era demasiado grande para que entrara por aquel agujero dilatado que seguía siendo pequeño por naturaleza, insertó la punta y se movió hasta estirarlo lo más que podía. Una vez que la penetró por completo, las convulsiones placenteras la hostigaron sin parar.

Las palabras se quemaron en alguna parte. La primera embestida fue brutal, afanosa y poderosa. Provocó que clavara sus uñas en su propia espalda porque él nunca liberó sus muñecas. Dictaminó que era doloroso y extremadamente delicioso.

―Y soy tan afortunado porque estás aquí, permitiendo que te posea a sabiendas de quién soy, dejando que te recuerde que te comportas como una ninfómana y accediendo a que te folle por culo en la mesa en la que mueren todas mis presas ―declaró Lucifer sin detener sus movimientos magníficos―. ¿Por qué te gusta que te haga esto?

―Porque también soy una presa ―gimió Venecia, hipnotizada por el placer.

―¿Y quién eres? ―preguntó, sin embargo, sonaba como una orden.

―Tuya.

Por ahora.

Una vez que el Diablo obtuvo la respuesta que anhelaba, le dio al ángel lo que su cuerpo deseaba. Los siguientes embates no le permitieron ni respirar. Los testículos golpeaban el exterior de ella y esos azotes solo aumentaban las sensaciones increíbles que la devoraban en el interior. Soltaba gemido tras otro como si fuera el idioma que departía. Eso brindaba el sexo malvado.

El segundo orgasmo ardió en todo su cuerpo, casi tanto como el Averno. Le resultó incomparable. Dejó de ser un ángel caído, de ser Venecia y se convirtió en placer. Se corrió de inmediato. Lucifer alargó el orgasmo tanto como pudo. Dio un par de estocadas más y cayó rendido sobre ella, eximiendo el líquido. El Diablo era su Pesadilla de Placer.

Y, entonces, ella cayó en la tentación.

Lucifer era todo lo que se suponía que no debía desear y lo que anhelaba con una vehemencia irracional. No era bueno. Realmente no lo quería. Lo necesitaba de un modo que llegaba a odiarlo. Despertaba algo que todavía no comprendía. Hacía que su lado oscuro y bestial saliera a la luz, pero no la hacía sentir culpable, sino que la maravillaba con las posibilidades. La llevaba a la oscuridad y le mostraba las estrellas escondidas.

El problema era que él, al igual que el sentimiento que la dominaba, era demasiado. Demasiado intenso, perverso y cruel. Así que era mejor tenerlo lejos. Lo había logrado por dos siglos y ahora tiró ese logro por la borda.

Con su anatomía fundida en los vestigios del clímax se enteró del terrible error que cometió. Con las décadas se volvió una adicta a aquella emoción que la envolvía en la alucinante cima, que se olvidaba de quién la arrastraba hacia allí y de que tal vez no se trataba de la persona más adecuada para volar.

Mas, yacía ahí, con la exacta sensación que tuvo siglos atrás y con Lucifer besándole las cicatrices de las alas que perdió. El encanto de la maldad era que sentía tan bien y Venecia lo podía comprobar en ese instante. Por algo se había casado con el mal personificado. Ese era su diabólico secreto.

―¿Por qué tuviste que irte? ¿Cómo es posible dejar esto? ―suspiró Lucifer contra su piel―. Estar lejos de ti es un verdadero infierno.

Si lo seguía escuchando y tocando, Venecia no se iría jamás. Por lo que en cuanto Lucifer se alejó para darle espacio, ella se arregló con sus poderes y se puso su abrigo con la intención de marcharse.

―Esto está tan mal.

―Y es tan bueno.

―Jamás debí haber venido aquí ―farfulló para sí misma con la adrenalina exudándole por los poros.

―Pero lo hiciste ―inquirió él sin molestarse en vestirse―. Eso tiene que significar algo.

―Sí, que estoy loca ―replicó Venecia con sinceridad.

―No, la locura es que sigas huyendo ―masculló el Diablo, agarrándola de la muñeca con suavidad para acercarse su rostro―. ¿Por qué te vas si es obvio que deseas quedarte?

Venecia iba a responderle, sin embargo, se detuvo de golpe al vislumbrar en el umbral de la puerta a Jure con Sytry.

***

El detective casi sufrió un susto de muerte con la aparición del fantasma.

Aleksandar revisaba el historial de las parejas de las víctimas en la sala de investigaciones de la comisaría y Amaranta se presentó sin previo aviso. Incluso detectó un brillo de diversión en los orbes grises. Le gustaba asustar a las personas, o a él en particular. Apenas se situó a su lado, Pavel sonrió y Darka resopló, mortificada.

―La respuesta es sí.

A pesar de que no alzó la vista de su portátil, prosiguió con la charla. El estar rodeado de muertos le hizo darse cuenta de que debía salir más.

―¿Qué?

―Algunos ángeles y demonios pueden controlar recuerdos de los espíritus ―respondió Amaranta.

―¿Venecia puede?

―No, según lo que sé, solo ángeles de la muerte o del tiempo y demonios de alta categoría. Aunque son raros. No se muestran mucho.

―Jure es la excepción, ¿no?

―No podría ser de una manera distinta ―suspiró Darka, bajo el hechizo del Tercer Pecado Capital.

―¡Lo encontré! ―Los tres fantasmas se arremolinaron alrededor de Aleksandar―. El esposo de Kiara vivió en tu casa antes de que tus padres se mudaran, Pavel.

―¿Qué?

―Puede que no lo recuerdes porque eras pequeño y no por un asesino sobrenatural ―comunicó Amaranta, dándole palmadas al hombro.

―Eso es insultante para mi memoria. Recuerdo que desayuné hace diez años.

―¿Qué fue? ¿Café y medialunas, lo más básico del mundo? ―indagó Darka, desafiante.

―Fue una porción de pizza vieja y un jugo de naranja para la resaca. Había bebido la noche anterior.

―Te lo acabas de inventar.

―¡Qué no!

Aleksandar y Darka rodaron los ojos, mimetizados.

―Tanta sincronización da miedo ―murmuró Amaranta.

―Créeme que, si pudiera, no lo haría ―musitó él, regresando a lo importante―. La novia de Owen y el de María convivieron unos meses en uno de los apartamentos del mismo nivel que ustedes. Y la chica que le escribió a Ben diciendo que iría al museo fue la compañera de casa de otra que todavía vive ahí. Todo está conectado con ese edificio.

―Tuvo que pasar algo ahí que parezca ordinario para nosotros y para el homicida sea crucial ―apoyó Pavel.

―¿Qué pudo haber ocurrido? ―preguntó Amaranta al igual que los cuatro se lo cuestionaban en sus conciencias.

―Algo, ¿no lo oíste? ―pronunció Darka.

Entonces, Mike ingresó con su bata blanca y un café cargado.

―Pensé que te vendrían bien unos mililitros de cafeína, amigo.

Justo cuando creyó que el trío de espíritus permaneció callado por cortesía, Darka habló:

―Lo conozco.

―¿Cómo? Mike prácticamente vive aquí abriendo cadáveres y escribiendo reportes forenses ―informó Pavel, confundido.

―Gracias. Lo necesitaba ―le respondió Aleksandar al único individuo vivo aparte de él.

―En la panadería donde trabajo. Me acuerdo de haber visto a Venecia y verlo entrar luego de ella. Petra le vendió un pastel, pero fui yo quien lo atendió el día que morí. ¿No lo mencionó?

Aleksandar no había querido alarmarse por el dato hasta que Mike chasqueó la lengua:

―No, no lo hice.

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