Una Tarde Lluviosa
Cuando lo conocí, él apenas acariciaba los veinte años mientras que yo era un hombre que rebasaba ya las tres décadas. Él vivía en un pequeño cuarto en el segundo piso de un edificio antiquísimo cuya planta baja levaba haciendo de librería más de cincuenta años, y su vida de estudiante robaba casi todo su tiempo.
Estudiaba medicina, venía de fuera y leía más libros que nadie en su clase; vivir sobre una librería hacía de su pasatiempo una rutina. El olor a papel recién encuadernado y páginas olvidadas por el tiempo inundaba el edificio completo y perfumaba todas las habitaciones.
Me topé con él por forzada casualidad un día de lluvia, de esos que sorprenden a los caminantes desafortunados que no llevan ni un abrigo con el qué cubrirse. Yo iba huyendo del tremendo aguacero que me alcanzó camino a casa cuando doblé la esquina hacia la calle de los libros, como solía llamar a Donceles. Cuánta suerte tuve esa tarde.
La librería más antigua de toda la calle aún no cerraba y el dueño logró verme pedir asilo mientras luchaba por no perder el equilibrio sobre la acera lisa y resbalosa que amenazaba con tirarme.
Después de un rato esperando sin éxito a que la lluvia cesara, entró a la tienda un lindo joven de cabello castaño y piel del color exquisito de la leche con café. Saludó con una sonrisa gentil al hombre de pelos grises y bigote poblado que estaba detrás del mostrador y soltó al aire un comentario trivial sobre la peste de clima que estaba azotando la ciudad.
Todo a mi alrededor se volvió borroso. Solo podía ver a aquel chico sonriendo y caminando por entre los estantes, como si saludara a cada uno de los libros con una caricia en el lomo.
Él inició la conversación al casi chocar conmigo. Rompió el hielo de la manera más simple posible y yo solo pude contestar un monosílabo. Al verme hecho una sopa me ofreció subir a su apartamento, sosteniendo que la lluvia no se detendría hasta mucho rato después.
Esa invitación lo cambió todo.
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