•3•
Arrastraba sus pies con dificultad mientras intentaba con su mano de parar el sangrando causado por la herida en su abdomen y con la otra utilizaba su espada como apoyo. Sus músculos dolían a horrores en su vago intento de seguir adelante por aquel estrecho camino que había encontrado escondido en la montaña.
Chasqueó la lengua en señal de frustración al oír a lo lejos el sonido del galope de los caballos y las voces de incontables hombres gritando amenazas acompañadas con su nombre.
Estaba perdida y a punto de perder la consciencia.
Sus pulmones comenzaron a cerrarse al aire, sus vendas estaban completamente manchadas de su fluido vital. Un poco de desesperación comenzó a colarse bajo su piel, forzando sus piernas a moverse.
Si no la asesinaban los bandidos, terminaría siendo comida de dragón, pues estaba consciente de que con cada tembloroso paso que daba, se adentraba más en los dominios de aquellas magníficas y aterradoras bestias. Al menos tenía la certeza de que aquél chico-dragón que había liberado hace meses no estaba tan lejos de casa como había creído.
No supo si el pitido en sus oídos era causado por la altura o en señal de que ya estaba perdiendo demasiada sangre, pero encontró una cueva y perdió el sonido de los caballos en su persecución.
Cayó desplomada al inicio de ésta, apenas pudiendo arrastrarse patéticamente con un brazo un poco más tratando de que hacer más complicada su búsqueda. Con la respiración pesada y mucho esfuerzo, logró recostarse en una de las paredes de la gélida cueva. Su mano libre que hasta ese momento no había soltado la empuñadura de su arma, se aflojó, provocando un leve ruido metálico que de igual manera hizo eco en toda la profunda cueva.
Apretó con fuerza su herida, preguntándose como era posible que un general como lo era ella hubiese bajado tanto la guardia.
Su aliento salía en forma de vaho mientras que sus ojos se iban desenfocando cada vez más, perdiendo de vista poco a poco las estalactita que amenazaban con caer al suelo como lanzas al más mínimo soplido del viento.
Un terrorífico gruñido inundó la cueva sacudiendo el alma de Aiko y las estalactitas en el techo. De la pura oscuridad sólo se distinguían dos ojos carmín que amenazaban con desgarrar su cuello en un momento.
Un lobo blanco salió de las sombras, mostrando sus grandes colmillos como una muerte segura, con ojos llenos de odio, odio que seguramente englobaba a todo humano que se atreviera a cruzarse en su camino.
Lo único en lo que podía pensar Aiko es que ese lobo era enorme en comparación a los pequeños que había liberado, llegando a pasarse por su mente que de seguro aquellos pequeños sólo eran cachorros y que esa era una madre sedienta de sangre y venganza.
De detrás de tan esplendorosa criatura, salieron los tres pequeños que había liberado, comprobando así su hipótesis. Los pequeños lobos blancos la reconocieron, después de todo había sido el único humano bondadoso que habían conocido en sus cortas vidas.
La general se sentía confundida por no saber que era lo que sucedía frente a sus somniolentos ojos, los pequeños parecían enfrentarse a la que intuyó era la madre, pero poco podía hacer para intentar comprender la situación.
Sabía con exactitud qué era lo que iba a sucederle pues ya estaba sintiendo los fríos dedos de la muerte acariciando su piel con más cariño de lo que había hecho veces anteriores. Apretó los dientes evitando así que comenzaran a castañear por lo gélido que comenzó a sentir su cuerpo. Su camisa blanca estaba hecha jirones, inútil ante el frío arrasador de un amanecer de mediados de otoño.
No importaba si los pequeños querían salvarla de ser comida de lobo, después de todo, la muerte estaba a la vuelta de la esquina.
— No lo logré...— musitó con sus últimos alientos—. No lograré volver a casa ésta vez, Príncipe Shoto.
Y todo se volvió oscuridad.
...
El silencio del Valle siempre le había parecido perfecto para dormir bajo las estrellas. Su fuerza le había brindado la seguridad de poder dormir donde se le antojase sin que nadie intentara nada en su contra.
No si tenían dos dedos de frente como para no cometer tal acto suicida.
Su mente divagaba de un lado a otro en pensamientos sobre el recuerdo de su fiel dragón Kirishima Eijiro y el nombre de la persona que debía agradecer — tragandose su orgullo — por haber salvado a su amigo de una posible muerte o esclavitud eterna.
Se insultaba a sí mismo el hecho de no haber protegido su reino lo suficiente como para que hubieran logrado llevarse a un gran dragón como lo era el que estaba durmiendo a sus espaldas o algunos de los habitantes del bosque que estaba bajo su custodia.
Fue cerrando lentamente sus ojos, sin despegar la vista de aquel cielo que iba siendo lentamente cubierto por el amanecer, hace años le encantaba echar una mirada hacia arriba antes de conciliar algo de sueño.
Gritos llamando a su nombre llegaron a sus oídos. Reconocía esa voz y le hizo casi enojar el hecho de que todavía no hubiese vuelto a su casa como se lo había ordenado hace dos días.
— ¡Kacchan! ¡Kacchan! — su amigo llegó agitado a su paradero, con la ropa sucia y marcas de quemaduras en sus manos, lo que le llamó la atención, mas no iba a preguntar. Kirishima a sus espaldas se había despertado de su profundo sueño por los gritos desenfrenados del peliverde—. ¡Es ella! ¡Tienes que ayudarla!
Por unos momentos se le vino la imagen de la pequeña brujita de cara redonda que siempre acompañó a Izuku Midoriya a todos lados desde que se habían vuelto a encontrar hace seis años, pero algo le dijo que no se trataba de ella.
Midoriya se paró un momento a respirar bocanadas de aire.
— Aiko... Primer general de Musutafu, Aiko Himura— musitó entre jadeos.
Kirishima se levantó de un salto, volviendo a su forma humana en un parpadeo. Se acercó al humano a zancadas con el corazón en su pecho latiendo desenfrenado.
— ¿Donde está, Midoriya-kun?— cuestionó de manera casi agresiva, tomando al peliverde por el cuello de su desgastada camisa. El humano continuó respirando de forma errática, consiguiendo responder segundos después de hecha la pregunta.
— En el campamento humano... Ella liberó a todos los prisioneros, pero ahora está herida, no sé si ha conseguido escapar.
Kirishima lo soltó al instante, provocando con tal movimiento impulsivo que su interrogado cayera de trasero al suelo, dándose un buen golpe.
El dragón le dirigió una mirada a su rey quién apenas había escuchado lo que el humano tenía para decir, se colocó su capa roja con una atípica expresión seria.
— Vamos, Kirishima.
Se subió al lomo de su alado amigo, recorriendo kilómetros en instantes y sobrevolando el campamento en llamas en algunos minutos. La mayoría de las tiendas de campaña estaban ardiendo en el fuego y los humanos apenas podían manipular agua con sus débiles magias para conseguir que el incendio no fuera más allá.
Era claro para el Rey que todo aquello había sido un sabotaje de alguien demasiado astuto. Ordenó a Kirishima rastrear su olor, encontrándose que ella no se hallaba ya en el campamento.
El dragón siguió su débil aroma enmascarado por un fuerte hedor a sangre y humo, los caminos por donde había andado eran claros para la vista de un dragón y por la gran cantidad de sangre que había ido dejando un mortífero rastro en la tierra cubierta por vegetación.
El olfato de Eijirō los llevó hasta una gran cueva oculta en la montaña. El tamaño de la cueva tenía las medidas perfectas para albergar sin problemas a algún dragón o algunas de las peligrosas especies del bosque, haciendo que pensamientos pesimistas pasaran por la mente de ambos.
Kirishima se tomó la molestia de hacer una antorcha antes de ingresar a la cueva apenas iluminada por los débiles rayos del sol naciente. La tierra y el polvo creaban una extraña masa por las cantidades exorbitantes de líquido carmín derramado en el suelo.
Un gruñido llenó la cueva, allí no estaban solos. Los grandes ojos brillantes dispuestos a luchar era de lo poco que podían distinguir en aquella oscuridad. Un gran lobo blanco entro en su rango de luz, dejando a la vista su natural y mortal majestuosidad.
Ninguno se acobardó por la latente amenaza y avanzaron otro paso. Encrespado, el animal gruñó de manera más profunda, poniéndose en el camino de ambos.
Kirishima dió otro paso, comenzando a hablar.
— No hemos venido a causar daño, somos dragones, queremos ayudar a la humana que tienes detrás, loba — musitó el pelirrojo, adoptando una postura inofensiva. Sin embargo, los ojos de la bestia no veían a Kirishima, sino al rubio de ceño fruncido y postura orgullosa que se hallaba a sus espaldas.
— Ya tienes a tus cachorros, perro, ahora dame a la humana antes de que muera y lárgate, estás muy lejos de tu cucha — la loba soltó aire por su nariz, ofendida por la forma en la que había sido llamada.
— Tu insolencia será lo que te asesine, Rey Dragón — ninguno se sorprendió al oír la voz femenina dentro de su cabeza.
La comunicación de los lobos blancos se daba de manera telepática y únicamente con las personas a los que ellos se les diera la gana, aunque pocos habían escuchado la voz de alguno de éstos ya que pocos salían con vida de un encuentro directo.
La loba se apartó titubeante, dejando que la luz de la pequeña llama iluminara a lo que trataba de proteger. Los dos dragones soltaron un taco de forma unísona al ver el deteriorado estado de la mujer joven.
Repleta de moratones, cortes y una gran herida que apenas había dejado de sangrar.
— Lamí sus heridas más graves, pero ella no está para nada bien. Las propiedades curativas de mi saliva poco pudieron hacer, sus heridas son demasiado críticas. Habría muerto de no ser por mis cachorros — volvió a hablar la loba, ésta vez detrás de ambos jóvenes quienes estudiaban el estado crítico de la herida—. Es una humana bondadosa, sin duda. Ella salvó a mis cachorros, arriesgándose a morir.
Si bien estaba prestando atención a la voz dentro de su cabeza y a todo lo que parloteaba, el Rey se encontraba estudiando las heridas de la fémina, tratando de trazar un plan para no perder más tiempo.
Se irguió con su natural pose orgullosa, asomándose al inicio de la cueva la cual estaba a pocos pasos de una aterradora y mortífera caída.
— Kirishima, quedate con ella— ordenó a su fiel amigo, dejándose caer un segundo después en picada por el abismo. Desplegó sus alas después de mucho tiempo. Odiaba la idea de necesitar la ayuda de alguien más, pero no veía otra opción. No sólo estaba en deuda por Kirishima, sino por todas las otras vidas de su pueblo que había salvado la noche anterior.
Sus heridas eran mortales y no sobreviviría sin una ayuda extra. Para su mala suerte, en su entrenado cuerpo lleno de poder, no había una pizca de magia que pudiera curar. Su única opción era cara redonda y sabía que el único en ese bosque que conocía el paradero de la brujita era la persona que menos deseaba ver.
Volvió al lugar donde se suponía que iba a dormir, tomando por una pierna al peliverde y alzando el vuelo de nuevo.
— Deku, maldito, iremos por cara redonda— Midoriya no preguntó, limitándose a indicarle el paradero de su amiga al gran Dragón.
No había pasado ni siquiera dos horas y Katsuki estaba de vuelta con la pequeña brujita y Deku.
Uraraka Ochako se puso manos a la obra ni bien puso un pie en tierra firme. Pidió la ayuda de Kirishima y de la loba blanca mientras que los dos restantes se mantenían al margen de todo, brindando ayuda cuando era necesario.
Luego de aplicar sus básicos conocimiento de magia curativa, Ochako pidió privacidad a los hombres para limpiar y vendar. Sintió su garganta secarse cuando tuvo que pasar el paño húmedo por la espalda de la general, grandes cicatrices ya con varios años de antigüedad cubrían la mayor parte de la piel pero sin llegar a deformar en su totalidad.
No pudo evitar soltar una exclamación de terror al solo imaginar por todo lo que había sido sometida. Mas las cicatrices de su paciente no sólo se encontraban en ese lugar, al prestar más atención descubrió cicatrices viejas en sus muñecas y talones, y una que otra en sus piernas.
— Esclavitud— se sobresaltó con la voz en su cabeza. La loba, quién había sido la única en quedarse en la cueva junto a ella, observaba con pena el maltratado cuerpo—. Lo he visto antes, los humanos azotan a los suyos dejándoles este tipo de marcas.
— Éstas cicatrices ya tienen años... Debió tener una infancia llena de dolor... Pobre Aiko-san— susurró Ochako, envolviendo lentamente las nuevas heridas y cubriendo las viejas.
...
Ya no tenía frío, en cambio, un calor agradable la envolvía y el dolor de sus heridas no estaba. Su primer pensamiento fue que la muerte era muy placentera al sentirse recostada sobre algo muy cómodo pero duro y cálido, envuelta en lo que le pareció un pedacito de nube por la suavidad que sentía contra su piel. Creyó que el Averno era un poco más frío de que se lo habían contado.
El agradable calor la envolvía como una manta y la falta de dolores le hacía desear estar allí por siempre, luego notó que su cama ejecutaba movimientos lentos y tranquilos, como si de una respiración se tratase. Alarmada, decidió abrir sus ojos.
Lo primero con lo que se encontró fue una antorcha que era una de las fuentes de luz que iluminaban lo que, luego de una leve inspección, concluyó en que era una cueva. No se encontraba muerta en lo absoluto y esa calidez no estaba ni cerca de ser el infierno que creía le esperaba.
El agradable calor provenía de una extraña capa que servía como manta. No quiso saber que era lo que usaba como cama pues la no tan suave piel y lo que sentía que envolvía celosamente sus caderas le daba una pequeña idea de lo que podría tratarse.
Respiró en profundidad, intentando simular que seguía sumida en un profundo sueño y volviendo a cerrar sus ojos.
Comenzó a inspeccionar con su mente todo su cuerpo. No sabía con certeza si se encontraba desnuda, pero sentía la mayoría de su cuerpo vendado. Supuso con obviedad que si no estaba muerta, era porqué habían curado sus cortes y heridas. Por lo seca que sentía su lengua y garganta, comenzó a calcular cuánto tiempo podría hacer que yacía inconsciente y bajo el cuidado de aquellos extraños; dos días aproximadamente.
La bestia detrás de ella hizo una
movimiento que tensó todos sus músculos al instante y cortó con su respiración a la par que con sus pensamientos, dejando su mente en blanco. Sin moverse un milímetro, inicio una búsqueda con la vista de su espada, comprobando finalmente que ésta no se hallaba en la cueva. Tuvo que eliminar varios planes que tenía en mente al verse desarmada pero inmediatamente comenzó a maquinar aún más.
No conocía las intenciones de sus rescatistas, su espada tenía el símbolo de su reino con su rango siendo que cualquier persona con un mínimo de conocimiento sabría que era ella, tanto que hasta podrían haber planeado curarla esperando a que despertara para finalmente comenzar con hipotéticas intenciones de sacarle información. O simplemente eran personas amables que la encontraron y no permitieron que cruzara al otro lado aún.
Pero el dragón a sus espaldas le hacía dudar sobre si ellos eran las personas amables o lo había sido ella al adentrarse en aquel valle escondido entre las montañas del que casi nadie lograba salir con vida.
Dudó en moverse, hace varios minutos que estudiaba la acompasada respiración de la bestia, determinando que ésta se encontraba dormida al fin y al cabo. La extravagante capa que le fue puesta como manto se resbaló hasta el piso revelando sus sospechas, su camisa hecha jirones había desaparecido junto a las ensangrentadas vendas y en su lugar había vendaje blanco y pulcro cubriendo hasta el más mínimo rasguño, como si sólo hace algunos momentos que hubiera sido cambiado.
Un movimiento fue necesario para que volviera a su lugar de inicio, sus heridas aún no habían curado lo suficiente como para que pudiera levantarse para buscar su espada y huir. Vió varias complicaciones en intentar huir de aquél valle, la más importante era que carecía de su armadura en ese momento por las prisas de evitar la muerte hace algunas noches al descubrir la traición entre sus hombres.
— No deberías moverte, humana, un sobreesfuerzo podría matarte— la profunda voz le caló hasta lo más profundo, paralizado sus músculos al detectar el peligro—. Ni deberías de estar viva— ubicó que la personas dueña de esa voz se halla sobre ella, es decir, sobre el lomo del dragón que utilizaba como cama.
No fue necesario pensar mucho para saber que él había sido quién la sacó del peligro y que había visto cada pequeño movimiento que hizo.
— ¿Quién eres?— susurró con la garganta seca y rasposa, mas no recibió respuesta alguna de la otra persona—. Gracias por salvarme, desconocido. Lamento mucho las molestias, en cuanto pueda ponerme en pie, desapareceré de tu vista.
La otra persona seguía sin responderle y la única que parecía tener intenciones de entablar una conversación era Aiko.
Con su carácter naturalmente terco, volvió a hacer el intento de ponerse en pie, obteniendo pararse pero con un gran dolor. Deducía que seguramente sus heridas se habían vuelto a abrir, mas ignoró éste hecho comenzando en la búsqueda de su preciada arma.
— ¿Que estás haciendo, estúpida? ¡Debes mantener reposo!— ignoró las groseras palabras de la persona sobre el dragón, recorriendo la gran cueva con la mirada y dándole la espalda a ambos.
Un sonido llamó levemente su atención pero lo ignoró.
— ¿General Aiko?— extrañada, volvió la mirada a la nueva voz, hallando frente a sus ojos al pequeño dragón que había liberado hace ya varios meses.
Por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa sincera brotó en su rostro.
— Hola, hermoso Dragón.
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