•20•
La capital había quedado en completo silencio desde el último suceso, no había alma que no haya sentido el dolor desgarrador de la extrajera, ni siquiera el Rey y su más fiel súbdito se habían salvado. La gente estaba con un humor raro, se sentían mal por lo que le habían gritado, las amenazas de muerte y las maldiciones, la moral quedó por los suelos aún más cuando los individuos que casi habían sido vendidos a la esclavitud la habían reconocido como aquella mujer de cabello otrora rubio que los había quitado de las garras de los traficantes
Las silfides que aún rondaban por las brisas de entre los techos de las casas, comentaron de forma inocente, cuchicheando y canturreando como lo haría un juglar, contando de las pequeñas pero impresionantes hazañas de la arcana que logró atravesar el Valle Prohibido, y dejando en claro, que la persona que habían abucheado no se trataba de un humano corriente, sino de alguien oriunda del reino que había perecido fatídicamente hacía unas décadas. Las palabras sin malicia de las hadas del viento no hicieron más que poner peor a los pueblerinos, quienes además de estar tristes, estaban tensos, ya que desde que Kirishima Eijiro se había llevado a la mujer herida, el monarca de aquel reino seguía parado en el mismo lugar donde le había dado la espalda a ambos.
Katsuki no estaba mirando ningún punto fijo, su mirada vacilaba entre las caras de preocupación que estaban frente a él, preguntando de manera respetuosa que podían hacer para ayudar como si la bondad de sus corazones fuera suficiente para arreglar todo lo que estaba mal en el Rey. No habló, simplemente les respondía en silencio incapaz de formular palabra: “No hay nada que puedan hacer”.
Estaba seguro de que con la llegada de Aiko más el presunto exterminio de dos de los traidores explotaría la guerra y el tiempo se volvía limitado, necesitaba evacuar a toda la gente que pudiera de inmediato. Todos los límites del reino del lado oeste, noroeste y sudoeste estaban lo suficientemente alejados de Musutafu como para evitar un ataque, de forma rápida descartó la evacuación a la zona sur, aunque las costas siendo bañadas por el mar eran un tesoro nacional, un ataque naval causaría bajas enormes a su gente.
Podía enviar recursos y crear zonas de evacuación en lugares designados, lo más lógico para evitar que cunda el pánico era darle raciones de comida para un mes a cada familia y determinar fecha para cada uno para irse, pero eso debía resolverlo con sus subordinados para que no hubieran fallas.
Pensó, sin embargo, que si esa gente decidía quedarse en la capital, debajo de la misma había una bóveda centenaria usada anteriormente para la guerra, debía también fijarse el estado de la misma. Por lo que recordaba, una vez una persona entrase allí, la gente de fuera iría a perder por completo cualquier rastro, pero únicamente la realeza se acordaba de ella al permanecer sellada desde la última guerra.
Sin haberse percatado, una de las ancianas del pueblo tomó su mano y lo miró con preocupación, llamando a su honorífico y pidiendo que volviera al palacio. La vio a los ojos y al observar tal preocupación, su convicción por proteger aquel reino creció.
Vio las titiritantes mandíbulas de algunos de los niños pequeños que allí permanecían esperando a que sus padres volvieran a entrar a la casa, frotaban sus manos buscando algo de calor o se refugiaban en las faldas de sus madres. El sol estaba por caer trayendo consigo la promesa de una turbulenta noche de tormenta invernal, hinchó sus pulmones ordenando en voz alta que todos volviesen a sus hogares, recordando que a cualquier necesidad de leña, hambre o abrigo, el castillo brindaría ayuda.
Observó los copos de nieve caer sobre toda esa gente, que aunque les había gritado sonreían agradecidos de que su rey se preocupara por ellos, tomandose de las manos a aquellos cercanos miembros de la familia o entre los amantes más meloso. De repente en lo que se despedían unos de otros, nadie parecía notar la nieve que se acumulaba sobre sus techos y cabezas, mojando las invernales faldas o los suéteres de lana tejidos a mano, el frío sólo se notaba en los colores de sus orejas o en las mejillas hinchadas de tanto reír. De un momento a otro, irónicamente, Katsuki pareció ser el único helandose allí afuera.
Dio un profundo suspiro, soltando una pesada nube de vaho frente a sus rojas narices, con la mirada rubí un poco cansada y bajando la vista hasta sus dedos enrojecidos por la temperatura.
Hacía frío, tenía frío, desde que había perdido el tacto de Aiko ni siquiera su piel de dragón lo había salvado de lo gélido del mundo exterior.
...
Cuando Kirishima arribó al castillo, todos estaban sorprendidos de su desesperación. Cargaba una mujer ya pálida como la nieve, con unas ropas empapadas y con tanta suciedad que era difícil diferenciar si lo que el dragón había traído era una muchacha o ya era un cadáver.
Quien lo recibió con preguntas fue Ashido Mina, una de las leales subordinadas del Rey. Los siempre curiosos ojos dorados de Mina se abrieron en sorpresa al reconocer a quien llevaba en brazos y no tardó en ladrar órdenes, indicándole con prisa a Kirishima que debía dejar a la paciente sobre la cama y encender rápidamente el fuego para templar la habitación.
Las sirvientas que fueron llamadas por Ashido enseguida se dieron cuenta del estado de hipotermia, no perdieron el tiempo siquiera en echar a Eijiro a otra habitación, con bastante brusquedad y rompiendo la tela que seguía enfriando su piel la dejaron en ropas interiores para luego comenzar a dejar su piel al desnudo, fue Eijiro por su propio mérito que decidió salir de la habitación a buscar mantas a que quedarse viendo como desvestían a alguien casi inconsciente.
Aiko temblaba mientras que las mujeres a su alrededor secaba su piel para comenzar a subir su temperatura, el frío tornó morado sus labios y sus dedos estaban teñidos de un azul enfermizo, debajo de sus ojos las ojeras de cansancio se marcaban más y sus mejillas estaban notablemente más hundidas, dándole una apariencia casi cadáverica.
Eijiro tocó la puerta con todas las mantas que pudo llevar en sus brazos, pero Mina no le permitió entrar y simplemente tomaron las mantas. Cubrieron por completo su cuerpo, dejando únicamente su cabeza por fuera y cuidando de no tocar o frotar los brazos o piernas, fueron ocho mantas en total, pero su temperatura seguía sin subir. Como si hubiera adivinado la situación, Kirishima se asomó por la puerta con los ojos cerrados evitando así cualquier vista inapropiada y les ofreció una infusión caliente que le habían entregado el personal de la cocina.
Sin perder tiempo, Ashido tomó la infusión y se acercó a Aiko.
— Señorita Aiko, debe beber esto, por favor, coopere.
Levemente hicieron pasar el líquido por sus labios, esperando pacientemente a alguna reacción de su parte.
El fuego crepitaba haciendo que allí dentro pareciera verano, las ascuas que se escapaban de la chimenea por las inmensas llamas más el continuo agragado de leña, con la esperanza de que ese calor le devolviera el color a quien yacía inconsciente, estaban haciendo sudar a quienes se encontraban dentro de las cuatro paredes de la habitación. Pero no les importó cuando notaron que luego de un rato, las mejillas de Aiko volvieron a teñirse de un sano color arrebol.
...
El camino para bajar hasta la bóveda era escabroso y sería un peligro para los ciudadanos de edad avanzada, el olor a humedad apenas era superado por el nauseabundo hedor a excremento de rata, siendo también que mientras más bajaba, los grados centigrados aumentaban y supuso que la acumulación de aquellos animales podría ser mayor más abajo.
El camino era un oscuro túnel y a pesar de que habían múltiples farolas con aceite de ballena como para que ardiera la luz por lo menos por tres días repartidas a lo largo del túnel, el calor podría agravar y sería peor para sus súbditos. Lo anotó en su lista de cosas por arreglar.
La puerta de la bóveda era de hierro puro reforzado con encantamientos antiquísimos que estaba seguro que los mismísimo antiguos monarcas habrían tallado, los círculos parecidos a una mezcla de alquimia, runas y magia exponían la intervención de algún viejo dragón con sangre real. Al momento que logró abrirla y echar un vistazo dentro, notó la gran cantidad de recursos allí resguardados, preservados con tanto cuidado que ni siquiera el polvo era capaz de tocarlos, no encontró ratas ni cucarachas a la vista, siquiera duendecillos del polvo.
Una breve mirada dentro y fuera de la bóveda fue suficiente para él, decidió que finalmente era hora de volver aunque se encontraba un tanto reacio a hacerlo. La empinada subida era otro factor de peligro, las rocas que se desprendían y la tierra hacía más difícil poder afirmar los pasos y resbalarse era tan fácil como respirar, aunque para Katsuki no representó gran dificultad.
Su piel volviendo a entrar en contacto con el exterior solo lo hacía querer volver a esconderse en alguna parte para no regresar al palacio y a las mirada que tal vez Aiko tendría para él, su mente había creado un escenario donde el personaje central eran los orbes verdes de Aiko observándolo fijamente, susurrando en silencio recriminación y odio por haberle quitado su poder volviendola débil como un recién nacido. Pero él nunca había sido un cobarde, a lo largo de su vida siempre había mirado al peligro directo a los ojos, así lo había hecho incluso con Bahamut, pero algo le decía muy dentro de él que debería evitar encontrarse con la consecuencia de sus actos esa vez.
Fue incapaz de oír esa voz dentro de su cabeza aunque no del todo, le hizo destraídamente un poco de caso al hacer cuanta labor se le cruzara en el pueblo como excusa para llegar un poco más tarde al palacio, limpio techos, amasó pan, cargó pesados costales y cantidades inhumanas de leña, incluso cuando la noche cayó sobre sus hombros y la nieve se acumulara en su vestimenta, no se detuvo hasta que prácticamente los plebeyos lo echaron de vuelta al palacio.
Caminó con paso lento e ignoró a absolutamente todas las personas que le reprocharon andar por ahí sin su mano derecha, a la perspicaz mirada del monarca no se le escapaba el verdadero ánimo de sus sirvientes a pesar de los esfuerzos de los mismos por tratar de ocultar la inquietud detrás de preocupación hacia él.
Katsuki dio órdenes directas sin siquiera responder a los sirvientes haciendo que todos callaran y acataran con tan solo unas palabras, sabía muy bien que nadie en su palacio era ignorante, él aborrecía profundamente la ignorancia y la carecia de pensamiento crítico, inclusive la servidumbre era capaz de saber lo que podría significar el albergar a un traidor del reino vecino en alguna de sus alcobas: temían a la guerra.
No era para mucho menos, el acto de bondad del monarca era entendido por sus allegados y Aiko era bien recibida en el reino por sus actos, pero eso no quitaría que Musutafu puso un elevado precio por su cabeza y el que ella hubiera logrado cruzar la barrera podría ser utilizado de excusa para los humanos para enlazar los destinos de Aiko y Bishajin como si fuesen aliados, para los plebeyos tan sólo quedaba esperar por quienes se habían aventurado al reino vecino, deseando que volvieran a salvo a casa.
Katsuki caminó sin detenerse hasta su propia alcoba, sin reparar en sacarse la nieve que humedecía su ropa abrió las dos puertas que daban paso a su recamara hallandola vacía, la gente a su alrededor no dejó pasar la mirada de cuestionamiento del rubio y rápidamente contestaron, suponiendo que era lo que él habría esperado encontrar allí.
— La señorita Aiko está en la alcoba que anteriormente habría sido preparada para ella, Su Majestad. Kirishima Eijiro la llevó él mismo hasta allí—. Se apresuró a comentarle la Jefa de Sirvientas, esperando no levantar el enojo de su parte. Sin embargo, el Rey sólo asintió.
— Dejen de seguirme, vuelvan a trabajar—. Mangoneó en su usual tono brusco, pero reconfortado a los súbditos actuando con su normal forma de ser.
A la hora de retirarse, cerraron las puertas detrás de él dejándolo solo entre esas cuatro paredes. Katsuki dio una profunda respiración y decidió cambiarse de ropa a su atuendo usual, encontrando para su sorpresa de que lo habían desaparecido de su closet. Dio otra profunda inspiración, disipando la cólera que comenzaba a hervir en su garganta, no necesitaba eso.
Decidió vestirse con lo más simple que le habían dejado a la vista, una fina camisa de satén blanco liso y unos pantalones igual de simples completaron su atuendo, sin deshacerse de sus botas hasta media pantorrilla.
Seguidamente, sin poder evitar volver a darle vueltas al tema que rondaba en su mente, sus ojos se toparon con la caja rectangular transparente que contenía el sello de Himura Aiko, con tan sólo un chasquido de sus dedos la prisión de aquella esplendorosa arma desapareció y la tomó entre sus manos. Al tacto, Takeshi era cálida, desprendía un calor similar al calor corporal, alguna vocecilla en su mente no pudo evitar preguntarse si tal vez así de cálida sería su dueña, si sus sedosos cabellos color sol serían una seda entre sus dedos tal como parecían ser o si su piel podría estremecerse bajo el tacto de sus yemas ásperas, se preguntó si su piel sería igual de suave que su mirada cuando veía a alguien que no fuera él, porque esos orbes verdes nunca lo habían mirado con algo que no fuera formalismo o cansancio. Se mordió el labio con fuerza al darse cuenta de que no estaba en sus cabales, él nunca había pensado en una mujer de esa forma y no lo iría a hacer en ese momento ni con esa persona, puesto que para Katsuki estaba demasiado claro que él de todo el mundo, no tenía derecho siquiera de imaginar acariciar alguna de sus claras hebras.
La noche cayó hasta sus horas más oscuras, el cielo rugía con furia azotando con sus vientos a las ventanas del castillo que parecían prometer estallar en cualquier momento, las copas de los árboles se movían de forma violenta desprendiendo sus precarias hojas al viento y la gente de Bishajin temió lo peor: haber hecho enojar a las serenas hadas del viento. Katsuki sabía que aquellas pequeñas juguetonas ya habrían vuelto a sus hogares en lo alto de la montaña y que eso se trataba de una tormenta normal para la época, pero entendía que hubieran caído en la superstición luego de oírlas halagar a Aiko justo después de haberlos oído ofenderla. Las silfides eran protectoras con la gente que se ganaba su simpatía.
Miró por la gran ventana que daba a su extenso balcón, fuera se acumulaba la nieve y en el vidrio lentamente se cristalizaba la escarcha, bloqueando la vista hacia fuera. En sus manos aún mantenía a Takeshi y estaba reacio a dejarla ir, debía ir a devolver eso a su espadachín, mas sabía bien que una vez entregara ese calor, no lo volvería a sentir otra vez.
Apretó la mandíbula e hizo el vano intento de escupir esas sensaciones fuera de su cuerpo, debía cumplir con el deber; sus acciones, aunque iban dirigidas para la protección de su gente aún así habían herido a alguien inocente y lo habían lastimado por dentro.
Esperó a que fueran altas horas de la madrugada sin dormir, esperando que no hubiera nadie en pie como para detener su camino, sus pies lo dirigieron a la habitación que él mismo había seleccionado para la comodidad de la huésped algún tiempo atrás. Frente a su puerta para su mal gusto, yacían sentados en el suelo y dormido uno encima del otro Kirishima Eijiro y Ashido Mina, ellos roncaban presas de un profundo sueño y Mina abrazaba muy de cerca el brazo de Eijiro, seguramente buscando el mayor calor corporal que este poseía.
Sus pisadas fueron demasiado ligeras esperando no despertarlos, algo que le molestaría aún más que Kirishima mofandose de él sería Ashido cuchicheando con las sirvientas chismes con historias fantasiosas de amor que seguramente lo tendrían a Aiko y él como protagonistas. Cerró la puerta detrás de sí sin siquiera haber hecho un solo ruido, volteando y para su sorpresa hallando unos ojos verdes que lo observaban fijamente.
— Lo estaba esperando, Rey—. Murmuró en voz suave. Su rostro poseía un mejor aspecto aunque su cama tenía aproximadamente todas las mantas del palacio, ni siquiera le había dado la oportunidad a Katsuki de dejar la espada mientras dormía y retirarse.
Ella no dirigió su intensa mirada a su espada, sus ojos estaban clavados en los suyos como si pudiera saber todo lo que estaba pensando con tan sólo mirar fijamente, desnudando su alma y haciéndolo sentir vulnerable, era una mirada suave y sabia, no común en una mujer joven pero parecía ser característica de Aiko, sus ojos que parecían entender lo que estaba sintiendo sin que él hubiera dicho una palabra o sin que tan siquiera hubiera bajado la mirada. Se notaba que se había dado un baño, su cabello era de nuevo de su usual tono y las manchas de suciedad habían desaparecido, vistiendo un camisón blanco que la hacía resaltar del resto de la habitación.
Los pasos de Katsuki lo llevaron hasta la derecha de la cama de ella donde seguramente alguna de las sirvientas habría olvidado aquel banquillo y tomó asiento, tratando de que sus huesos no se trabaran o de que su postura no expresara lo que estaba pensando.
Sin dudar, puso la espada sobre sus piernas en un delicado movimiento, tal como si fuese una ofrenda a una Diosa, pero no se atrevió a soltar la empuñadura. Aiko observó su espada con nostalgia, pasando delicadamente las yemas de sus dedos por la hoja y las escrituras sobre ella, cuando sus ojos se posaron en la empuñadura y con los nudillos blancos de Katsuki incapaz de dejar ir a Takeshi, ella hizo algo inpensable para su yo de semanas atrás.
Su mano se posó sobre el dorso del monarca haciendo que se sobre saltara. En confusión, Bakugo miró desde su mano a ella repetidamente, buscando una respuesta, pero las palabras no lograron salir de su garganta porque cuando sintió su tacto y sus ojos mirándolo con suavidad, su capacidad del habla se esfumó.
Aiko sonrió con tristeza. El lenguaje corporal de Katsuki hablaba por él, desde que había entrado por la puerta: sus hombros levemente decaídos, las ojeras de no haber dormido desde hacía tiempo, sus labios temblando por el intento de no morderlos o apretarlos en una fina línea, era evidente para ella. Había visto esas mismas expresiones en el campo de batalla y cuando se derrumbó frente a él en el primer encuentro, no pudo dejar pasar la expresión que Katsuki había hecho inconscientemente.
— Todo está bien.
Fue apenas un silbido de voz, con sus débiles manos tomando las del Rey, acogiendolas entre sus palmas. El rostro de Katsuki mantenía su usual ceño fruncido, pero por alguna razón, no la replicaba ni separaba sus manos, no tenía fuerza para hacerlo.
— Sé la razón por la que conservaste mi espada, necesitabas proteger a tu gente sobre todas las cosas, tú no sabías de mi sello y nunca podrías haber adivinado todo lo que vino después.
— Ángel, ¿que estás-
La palma de Aiko que subió desde el dorso de su mano hasta su mejilla lo acarició como una madre amorosa, sabiendo a simple vista que nunca iba a admitir sus dolencias en voz alta y que si fuera por él, todos sus sentimientos lo consumirían desde silencio. Esbozó una leve sonrisa, apenas curvando las comisura de sus labios.
— No fue tu culpa, Katsuki.
***
Buenaaas, ¿que les pareció el capítulo?
Gracias por sus palabras y por leer 🥰🥰
— Nynia.
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