•12•
Se hallaba frente al rey. Su rey.
Únicamente el grillete en su cuello era lo que le permitía a Todoroki Enji tenerla al fin con la cabeza gacha, sin sus orbes verdes mirándole con insolencia.
Aiko observaba sus manos, sin embargo. Le extrañaba tener puestos unos grilletes tan extraños, negros como el carbón en vez de unos hechos de hierro pulido.
— Ya puedes levantarte, Himura Aiko.— emitió, con su grave voz. Los temblorosos guardias se acercaron hasta quitar el grillete de su cuello, sacándole el peso para alzar la mirada.
— Me dijeron que deseaba verme, Su Majestad.
En la sala de audiencias parecía haber más invitados de los normalmente permitidos. Tanto los generales como príncipes y algunos de sus soldados eran testigos de su desprorable vista, con ropas sucias y sin haber tenido acceso a un trato dignamente humano por más de una semana.
Observó un poco el público, su vista no lograba enfocarse pero notó allí una presencia que no le gustó. Un cabello anaranjado se movía por entre la gente y la sola vista le dio mala espina.
— Así es. Dígame, Aiko, ¿por qué decidió cometer tal traición al reino que te cuidó por quince largos años?
— Estoy segura que cualquier palabra que salga de mi boca será usada en mi contra, Rey. Pero veo que hay una interesante presencia susurrando en su oído últimamente.— miró fijo a Monoma, quien se hallaba a un lado del Rey, lugar que normalmente le correspondería a ella. Él le sonrió, pero la expresión de la fémina no cambió.
— ¿Acaso osas decir que mis decisiones están siendo influenciadas?— Enji hizo el amague de levantarse de su trono.
Los ojos verdes no lo denigraban, lo veían con una calma abrumadora, insolentes a sus ojos, como si le dijeran que iba a romper sus esfuerzos en cualquier momento.
— Mi pacto de sangre me impide mentir, Majestad. Lo que diga frente a usted solo podrá ser la verdad y no simples conjeturas.
— Entonces dime, ¿acaso Kaminari Denki y Monoma Neito fueron atacados por alguien más?
— Si y no. Yo misma disloque el hombro de Monoma con mi Takeshi.— los soldados presentes ahogaron un grito de sorpresa por la presunta respuesta, comenzando a susurrar antes de que Aiko continuase con sus palabras.—En defensa propia actúe con violencia, fue el soldado quien, sin embargo, procedió a atacarme cuando me encontraba herida.
El acusado replicó de inmediato, con unos exagerados movimientos y alzando la voz mucho más de lo que Aiko lo estaba haciendo, cubriendo la suave voz de la general ni bien comenzó a hablar.
— ¡Eso es mentira, Su Majestad! Vi con mis propios ojos a esta criminal entablando una conversación con uno de los miembros más importantes de la llamada Liga, antes de soltar a los seres magicos y correr por el favor del rey de Bishajin. Traté de detenerla... Pero, ¡un simple soldado no puede hacer nada contra un general!
—¿Es eso cierto, Himura Aiko?
— No.
Aiko comenzó a hacer una mueca con la mitad de su cara apenas pronunció sus últimas palabras. Sus muñecas comenzaron a arder al igual que sus tobillos. Comenzó a sudar, le estaba quemando y su respiración se enlenteció. La boca se le comenzó a secar y cada respiración le dolía tanto que no lograba articular palabra.
— ¡Se atreve a mentirle al rey! ¡Observen como hierven sus grilletes como manifestación de la reptura de la promesa de sangre! — el rostro de Monoma estaba intentando esconder una retorcida sonrisa.
El ruido se instaló en el público, todos cuchicheaban, murmuraban o gritaban ofensas y conjeturas, gritos de indignación y de horror. Insultos en contra de ella y en como nunca debería de haber sido una general. Todos habían creído las palabras del rubio sin siquiera pararse a pensar detenidamente en los hechos.
Incluido el rey.
Con indignación, ladró ordenes de izquierda a derecha e inmediatamente, fue llevada de vuelta a su celda. Su sentencia había sido decidida.
Moriría en la horca por sus crímenes. Tan solo le restaban tres días de vida.
***
Una semana y media.
Había tomado el hábito de caminar por su capital cuando podía estar en ella. El ojo de Dios había sido implementado nuevamente como parte del entrenamiento fundamental de los soldados y quien no aprendiera la debida manera de mantenerlo en todo momento, no podría ser parte de la guardia real de Bishajin por mucho tiempo más.
Los aldeanos siguieron su vida normal pero ahora estaban muy pendientes a cualquier minimo detalle. Su gente era minuciosa y el mismo truco no los iba a sorprender dos veces.
Deku y Uraraka habían partido hace tres días buscando brechas en las fronteras y esperaba no verlos pronto.
Kirishima, no obstante, rara vez le había dirigido la palabra durante todo ese tiempo. Se iba por largos ratos todos los días y solo acudía a su llamado cuando era algo relacionado estrechamente con su trabajo de escolta del rey. Ashido le había pedido que no le preguntara y que volvería pronto a la normalidad, pero conocía a su amigo y sabía que era lo que lo estaba molestando.
Noticias habían llegado del reino vecino la semana anterior, Aiko no había dejado de ser una traidora pero al parecer todo se iba resolviendo lentamente. Le quitó un poco de peso de encima saber que al menos, no la había devuelto para morir.
La brevedad con la que había sucedido todo lo había dejado aturdido. Aunque caminaba entre su gente y resolvía un par de negocios por aquí y por allá, estaba un poco enlentecido. Como si su cuerpo pudiera seguir moviéndose con el paso del tiempo pero no así su espíritu. Aquella criatura no podía generar tantos pensamientos en él, era sólo un sórdido humano, no existía algo especial en ello.
Adrede se obligaba a ignorar el hecho de que la fuerza de Aiko había llamado su atención, el solo pensar de combatir nuevamente en óptimas condiciones ambos, le aceleraba el pulso. Había sido formidable el único encuentro que habían llegado a tener, sus manos y músculos habían quedado vibrando de la fuerza con la que habían luchado; el sabor de la adrenalina aún lo podía degustar.
Mas, al perderse en sus pensamientos estaba cometiendo un error. Alguien chocó con brusquedad contra su espalda y le hizo soltar un taco. Tan solo ver el cabello verde por el rabillo del ojo le era suficiente como para ponerse de mal humor. Pero su amigo no lo dejó hablar, las palabras que soltó de manera cruda le secaron la garganta y por un breve instante, pudo sentir su pulso disminuir.
***
La voz ya se había corrido por cada rincón del reino de Musutafu: Himura Aiko moriría en tres días. El rey sin embargo, temía que huyera a Bishajin ni bien se diera una brecha, por lo que ahora su celda era custodiada por Aizawa Shota.
Él ni siquiera le había dirigido la palabra, sabía que podía sentirse decepcionado por todo lo que había sucedido y no lo culpaba.
Cada respiración le dolía, no sabía como identificar el sentimiento en su pecho. A ese punto, la jovialidad de la semana anterior le parecía un lejano recuerdo. No se creía capaz de haber podido pelear casi a la par del Rey del país vecino, sus manos temblaban al más mínimo cambio de temperatura y el frío de las mazmorras le congelaban los pulmones.
Se suponía que no fuera tan débil, pero era la realidad la que afrontaba y no podía esconderse detras de su título para excusar su incapacidad.
Aunque su estado físico comenzaba a adaptarse a la adversidad de una existencia sin mana como lo estaba siendo ella justo en ese momento. Poco a poco había ido haciendo entrenamientos físicos y estiramientos para no perder masa muscular, pero los síntomas de la abstinencia mágica eran severos y con el Segundo General vigilandola, le habían impedido siquiera respirar sin permiso.
En esas últimas horas, luego de su sentencia, había visto más de un soldado pasearse por allí en los ratos que Shota no estaba. Se intentaban burlar de la general, pero ella estaba tan adormecida en su mundo que siquiera llegaba a espabilar por contestar.
En leves momentos de lucidez, había oído de alguno de los nobles que habían ido a pavonearse por allí que se habían enterado de su deficiencia mágica y que probablemente moriría en menos de lo que canta un gallo. El barón que le había dicho aquello parecía estar muy bien informado cuando fue a despotricar frente a su celda, al parecer la gente con deficiencias mágicas o de mana, no solían durar más de un día a la intemperie, no sin antes contagiarse de alguna enfermedad altamente infecciona o morir por los síntomas de la abstinencia.
Había sido alentador saber que ella había sobrevivido hasta ese momento, tanto a la abstinencia como a estar en la intemperie de unad mazmorras frías y de mala muerte.
Y continuó su castigo.
A dos días del juicio final, fue transferida a una celda a mitad de la plaza principal, con sus manos restringidas con grilletes suspendidos en el aire y dejándola en una posición lo más incomoda posible. Tal como si fuera una atracción de circo, la gente le lanzaba comida y rocas de vez en cuando, pero ella ya no sentía nada.
La habían condenado a la horca, eso era lo único que estaba en su mente. Tal como si fuese uno de los bandidos que tanto le habían pedido en buscar, ahora era ella quien se dirigía a un fatídico final.
Empezó a dudar de su credibilidad. Aunque su promesa de sangre y el castigo dependía de a quien se la había otorgado, no podía poner en duda que aquello que había experimentado frente al rey había sido posiblemente la manifestación de la misma. Miles de preguntas comenzaron a rondar su cabeza, las dudas de que tal vez si había hecho lo que Monoma había dicho comenzaba a tomar sentido en su cabeza. Tenía unos parches blancos en su memoria sobre su niñez, podría haber sucedido lo mismo, tal vez.
Juraría haber aceptado la muerte. Si no podía proteger a Musutafu, ¿que sentido tendría seguir con vida? No tenía a dónde ir, estaría sola de nuevo. Su tan amada gente no le creía, su apreciado ejército, sus subordinados, pensaban de ella como si fuera una completa criminal. Que más daba morir.
Vivir sin tener algo que defender, no era vida para ella.
Una roca un poco más pequeña que un limón la sacó de su trance luego de golpearla en la ceja con gran fuerza. Volvió en sí, buscando con su borrosa mirada a quien la había hecho sangrar, encontrándolo sin mucho esfuerzo. Recordaba a esos soldados, a uno de ellos lo había enfrentado hace unos meses luego de dudar de su habilidad, si no mal recordaba, quien parecía haberle lanzado la roca era a quien había dejado inconsciente. Reconocía que sin duda había enojado a unos cuantos nobles, ese joven estaba segura que era uno.
— ¡General Aiko! ¿Qué sucedió con lo que no debíamos subestimar a las mujeres? ¡Creo que fue usted quien se sobrevoloró!— gritó con soberbia el joven. Ella no se inmutó en responder, decidió volver a hundirse en sus pensamientos que prestarle la atención que él deseaba.
Los hombros comenzaban a dolerle por haber tenido los brazos suspendidos en el aire por casi 12 horas.
Otro golpe. Esta vez una roca le dio en un seno, le había dolido más que el anterior pero no hizo muecas de dolor o siquiera había emitido un ruido, agravando la violencia.
— ¡Vamos perra! ¡Llora o algo!— enojado, el noble tomó un palo de escoba, quitándoselo a una señora de las manos. Metió el palo entre los barrotes y lo primero que hizo fue levantar el rostro de la general por el mentón. Ella miraba al suelo y respiraba con tranquilidad, como si no estuviera herida y simplemente se encontrara en paz. Un cura que se hallaba no muy lejos de la escena, detuvo al chico.
— Vamos, hijo, no sucumbas a la violencia. Esta pecadora obtendrá su castigo. No manches tus manos con un trabajo que no te corresponde.— el joven pensó sus palabras e hizo el amague de alejarse de la celda, pero tan solo el cura cerró sus ojos con alivio, el soldado golpeó con un movimiento vertical el hombro de la general.
La paciencia no era algo que caracterizara a Aiko, apenas un segundo golpe fue a ser efectuado a uno de sus brazos con la notable intención de romperlo, ella tomó el arma de su agresor, irguiendose en su celda. Únicamente tenía sus manos encadenadas, pero habían sido tan tontos de dejar libres sus piernas. Apenas tomó el palo, dio una patada delante de si, golpeando entre los barrotes a su agresor en el estómago y dejándolo sin aire.
Con una elasticidad digna de una bailarina, estiró de forma recta su pie hasta tomar el palo que tenía en su mano entre los dedos de sus pies, acto seguido, desechó el arma fuera de la celda.
Volvió a su quietud, todos la miraban anonadados a las vistas de que ella siempre pudo haber reaccionado, hasta comenzaban a especular que podría sacarse esos grilletes si quisiera. Pero, más allá de las especulaciones, todos se preguntaron lo mismo: ¿por que desechó aquella potencial arma?
Con el nuevo acontecimiento haciendo mella, nadie se atrevió a volver a molestar a la prisionera en los días que restaron hasta su deceso.
La obligaron a cambiarse de ropa una vez la sacaron de la plaza principal, le quitaron el sucio vestido que había llevado desde su llegada y le ordenaron vestirse con un camison blanco un poco más limpio que su piel, tirandole agua helada para que pudiera asearse un poco antes de su juicio y brindandole un nuevo camisón. Su cabello goteaba, sus labios estaban morados, el otoño no le tenía piedad a los débiles así como el invierno. Podría haber sido mostrarle piedad brindarle una toalla para secar la humedad de su piel y cabello, por eso la gélida brisa era la que secaba su cabello goteante y el agua en sus clavículas.
Para su suerte, ese día, un agradable sol abrazó su piel. Como una reconfortante recompensa, paró unos segundos, mirando al cielo con sus ojos cerrados y aprovechando los cálidos rayos del cuerpo celeste.
Tiraron de las cadenas que ataban sus manos y ahora pies, pero no era fácil lidiar contra la fuerza de una exgeneral y menos con una con tal renombre.
Con sus pies descalzos, comenzó a caminar desde la torre donde la tuvieron presa una semana. El camino de piedra era cruel con sus doloridos pies, al igual que la gente.
Ella mantenía su mirada arriba, mientras que todos en la capital murmuraban cosas sobre su enmarañado cabello o la sangre en sus muñecas por la brusquedad de los tirones a sus grilletes. Encontró entre la sórdida multitud caras conocidas, dueños de locales a los que transitaba con anterioridad, señoras que siempre hacían una caminata por esas calles y ella las acompañaba, niños con los que jugaba, hombres que había ayudado, mujeres que había apoyado. Tantos rostros y tantos retazos de historia, ella los recordaba perfectamente, a ellos, sus nombres y a cada una de sus historias. Sonrió y paró en seco frente a sus caras conocidas, haciendo una última raverencia de noventa grados.
— Lamento las molestias.
Volvió a su caravana de insultos y aquellos rostros no la miraban con desprecio, algunas lágrimas caían por los rostros marcados por los años, algunos gritos de justicia salían de las gargantas de los valientes y su nombre, en las bocas de quienes habían compartido su historia con ella, sonaban tan dulces que casi deseó que todo fuese diferente solo por protegerlos a ellos, a quienes creían en ella.
En la plaza de ejecución, frente al rey sentando no muy lejos con sus hijos a un lado, yacía una plataforma con una cuerda esperando por su cuello. La hicieron subir a la plataforma de madera, empujandola desde detrás para hacerla perder el equilibrio, pero no lo lograron. La pusieron de frente al público y comenzaron por decir su nombre completo, cual había sido su título y su riqueza y que pecado la había condenado a la horca. El verdugo especificó claramente cada uno de sus errores, sin saltarse ninguno y en qué había consistido su castigo hasta ese momento. Leyendo el rollo que contenía toda la información que debía decir, el hombre miró al rey antes de dictaminar su veredicto.
Mas, el verdugo guardó silencio y desde detrás de sí, Aiko oyó pasos rechinando en la madera, una nueva persona había subido a la plataforma.
— Todos alguna vez hemos oído la leyenda de la mejor soldado en batalla, la más delicada y grácil. Todos hemos oído sobre La Dama de Guerra.— reconoció la voz del emisor, dudaba en no hacerlo. Estaba de espaldas a él, mirando al público.— Pero, ¿que tanto egoísmo y secretos ha guardado esta mujer hasta el día de hoy?
Monoma hablaba con tal tranquilidad, tal parecía un erudito a ojos y oídos de los plebeyos. Las palabras dulces no cesaron hasta que llegó el momento de revelar el plato principal.
— Es bien sabido que todos los capaces de utilizar y manifestar mana, nuestros científicos y hechiceros reales, tienen cierto rango de investigación, ya que su energía no da a basto y deben de recargarse o meditando en puntos de mana o descansando. Pero, ¿y si existiera una fuente casi inagotable de mana? De ser así, nuestros investigadores podrían hacer más hallazgos, hacernos progresar como reino y como sociedad.
— Papá, ¿de que está hablando?— Fuyumi oía con horror por donde iba aquel discurso, sin entenderlo completamente. Pero el pueblo se veía emocionado, poder hacer hallazgos significaba una mejora significativa para el pueblo, hasta podría mejorar la economía si se estudiaba en ese ámbito, pero la princesa no terminaba de entender que tenía que ver Aiko con aquello.
— Hace teinta años, uno de nuestros anteriores reyes intentó acceder a esa fuente de energía. Una raza egoísta, capaz de, con tan solo uno, mantener a toda una capital en movimiento. Pero los arcanos fueron necios, hicieron caer a Arthinea y nos condenaron a todos a no poder avanzar.
Viendo la forma en lo que lo contaba Monoma, el tan llamado Reino Rojo o Arthinea, había sido egoísta por negarse a entregar a su gente y en cambio protegerla. A Shoto le parecía absurdo, solo esperaba el momento indicado para dar la señal y sacar a Aiko de allí, pero la cháchara del rubio ya le estaba irritando. Días planeando con exactitud cada cosa como para que aquel extraño comenzara a dar un discurso absurdo sobre reinos y razas caídas, alterando sus planes.
— ¡Los arcanos fueron viles! Tenían la extraña capacidad de formar lazos y pactos familiares con criaturas con tal de aguantar su poder, así fue como pudieron matar a miles de los nuestros en aquel genocidio. Pero que la imaginación no los engañe, los arcanos tenían muchas historias detrás de sí, pero la cruda realidad es que criaturas tan peligrosas se veían exactamente igual a nuestra ex Primer General.
Los gritos ahogados en la multitud no se hicieron esperar, los más ancianos comenzaron a mirarla con desprecio, pero Aiko no sabía de que estaba hablando Neito, así que simplemente lo estaba ignorando. Un hombre viejo fue el primero en alzar una piedra, lanzandola a la fémina inmóvil, gritando sandeces que ella no terminaba de entender. Antes que comenzara una lluvia de insultos y de piedras, Monoma se interpuso, calmando a la enfurecida multitud.
— ¡Estamos de suerte! Himura Aiko no tiene familiar pero sí su mana sellado, por lo que consiguiendo saber donde esta su sello y estudiarlo, podríamos acceder a una fuente inagotable de energía para Musutafu.
Sin dar un aviso, le quitó la daga al verdugo de su cinturón y rasgó el camisón húmedo de Aiko por la espalda. Apenas intentó tocar la piel de la mujer, un cabezazo le fue acertado. Aiko se levantó con el camisón a medio caer, podría soportar cualquier humillación, que hicieran trizas su honor y orgullo, pero jamás permitiría lo que adivinaba aquel patán pretendía.
No pensó demasiado bien que es lo que debía hacer, simplemente actuó por instinto cuando oyo el sonido de la tela siendo desgarrada. El verdugo intentó someterla con un instrumento mágico, de descargas eléctricas. Sus piernas flaquearon, pero no dolía tanto. Tomando el mango del artefacto, se lo arrebató de las manos al hombre.
— La magia de Denki duele más que tu juguete.— exclamó suavemente, rompiendo a la mitad el artefacto, inutilizandolo.
Automáticamente más personas subieron a la plataforma, eran los soldados que estaban protegiendo al público de cualquier arrebato y protegiendo al rey de cualquier motín. Fueron rápidos para intentar doblegarla, pero no contaron nunca con que la general podría usar como ventaja las armas y conseguiría romper las cadenas de sus manos. Rápidamente, le arrebató una espada a uno de los soldados y terminó por desarmar a los restantes, rompiendo las cadenas en sus pies que limitaban su movimiento.
Oyó la voz del rey a lo lejos, mas su concentración estaba en sus enemigos y no llegó a oir con claridad. Desde el público, un grito infantil llamó su atención. El pequeño de cabello negro estaba aterrorizado y temblaba mientras que un soldado, al que había lanzado de la plataforma, lo amenazaba manteniendo una daga pegada peligrosamente a su garganta.
Detuvo cualquier movimiento, petrificado sus articulaciones mientras que el niño la miraba con desesperación, llorando llamando a algún héroe. Kouta era el nombre del niño, había conocido a sus padres y coincidido con su tía en algunas misiones. Nunca había jugado con él, pero el niño le había llegado a hablar de que quería crecer para ser un caballero tan fuerte como el héroe que admiraba.
— Eso es, Aiko. Si te mueves un centímetro más, ese niño morirá. Deja esa espada.
— ¡No! — el grito del niño no la detuvo.
No titubeó y soltó el arma, al igual que sus esperanzas de respuestas o de patearle a Monoma una última vez el trasero. Se mordió la lengua, no debía hablar. Siendose fiel por primera vez, siguiendo un instinto que había sabido de su existencia al estar en Bishajin, se rindió.
Protección, eso es lo que era ella. Tanto su alma como su espada, siempre habían estado para proteger. Con las lágrimas del niño cayendo, ella también lo hizo.
Calmó su ira, su arrebato, su violencia y le sonrió, prometiendole en silencio que todo iba a estar bien.
Cayó de rodillas en señal de rendición, mirando a algún lado que no fuese a la gente que creía en ella, sintiendo la desesperación de quienes la apreciaban, pero no podía poner su orgullo o pudor por delante de la vida.
Alguien detrás de sí terminó por rasgar su camisón y su espalda quedó al aire, pero no lo supo por el frío que se suponía debía sentir, sino por el gemido ahogado de quienes la veían desde detrás.
No oyó más la voz de Monoma, pero si de los caballeros que había agredido. Como si fuese una busqueda del tesoro por una supuesta marca, los soldados quitaron por completo su camisón dejandola desnuda frente a la multitud. Buscando mantener su pudor, cerró sus muslos y tapó con un brazo sus pecho, pero el soldado que amenazaba al niño apretó más fuerte la daga contra su cuello sacándole un hilo de sangre. Y Aiko cedió a los tirones de las manos que intentaban ver detrás de la barrera de sus brazos. Pero no había nada. Allí, la gente del público veía una barbaridad por parte de la autoridad y un cuerpo marcado por la guerra. Shoto estaba siendo consumido por la furia, pero debía tragarsela. Él no actuaría en esa ocasión, no podía hacerlo si deseaba proteger a Aiko. Volteó a ver a su padre y sus ojos parecía estar consumidos por la avaricia. De repente, se levantó de su trono y se asomó por el palco, gritando a todo pulmón.
— ¡Rompe tu sello! ¡AIKO! — era la voz del rey Enji. Este grito no hizo que Aiko levantara la cabeza, pero si que pensara algo en medio de todo el caos. Si rompía su sello, sería la fuente de energía de la que Monoma hablaba. Inagotable por un par de generaciones, pero su conciencia dejaría de existir en el proceso. Su cuerpo se volvería una masa de energía pura inestable y hasta podría dejar de existir todo Musutafu, como había pasado con Arthinea.
Era inhumano, ni siquiera era un trato digno para un animal de carga, pero su rey deseaba que fuese esa fuente.
Los soldados entre risas que escondían a la gente, intentaron abrir sus muslos con la excusa de que debían cerciorarse de que allí no se hallaba el dicho sello. Entre el forcejeo y los gritos que se comenzaban a alzar en la multitud, un ruido atronador partió el cielo en dos. El destello de la ira del cielo cayó sobre el hombre que hería al inocente niño, dejándolo libre y devolviendolo a su tía.
Dos cintas envolvieron los cuellos de los depravados soldados, apartandolos al mismo tiempo que una capa caía sobre los hombros de la desnuda mujer. Con una entrada digna de mitología, tomando uno de ellos a la helada rubia en sus brazos y cuidando de cubrirla bien, hablaron al unísono.
— ¡Yo, Sero Hanta, me declaro traidor de Musutafu!
— ¡Yo, Kaminari Denki, me declaro traidor de Musutafu!
Desaparecieron en un parpadeo, llevandose a la traidora consigo. Los equipos de rastreo mágico se volvieron inútiles ya que parecían no ser capaces de usar magia y ni bien el rey Enji se levantó para retirarse enfermo de cólera, su hijo lo detuvo.
— Ya no tienes errores que enmendar. Te acabas de enterrar hasta el cuello.
Enji vio a su hijo menor irse, enseguida volteando a su hija, esperando por una mirada solemne o un gesto suave. Pero los ojos de Fuyumi comenzaron a opacarse y su mirada no encontró optimismo suficiente como para dejar pasar aquel acto.
***
Ahora se viene lo chido.
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