XXXI
Despierta...
Dominic...
¡DOMINIC!
Dominic abrió los ojos impregnados en sangre. Miro desorientado a todos lados, ya estaba oscuro, los faros de la calle estaban encendidos, dejando entrar una tenue luz por la ventana de la sala. Se levanto débilmente y se dejó caer sobre la silla que ocupo horas antes. El reloj sobre la pared marcaba las cuatro con siete minutos. Un olor a putrefacto inundaba la atmosfera, el cadáver de José comenzaba a apestar.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Diez, once horas? Era muy tarde, se había desmayado por demasiado tiempo. Miro hacia la sala buscando el cuerpo desangrando de José, debía de deshacerse pronto de él. Era tarde, todo Crownless estaba dormido, era el tiempo perfecto para arrastrar el cadáver y llevarlo al lugar donde alguna vez, en una vida que de nuevo le parecía lejana, arrojo a su tía.
Se levanto de la silla y encendió la luz de la sala. Un escalofrió le recorrió el cuerpo al ver que el cadáver no estaba en el piso. Estaba sentado, junto al cadáver de Humberto, ambos en misma posición, el cuello recargado sobre el soporte dejando ver la profunda cortada en sus cuellos. Dominic quedo paralizado por una extraña fuerza; le fue imposible siquiera emitir un grito.
¿Qué demonios está pasando?, se preguntó.
A su espalda el sonido de los trastes moviéndose le causo un escalofrió de la nuca los pies. De pronto la risa de dos niños se escuchó haciendo eco por todo el departamento. Pisadas y golpes sonaron cada vez más fuertes hasta que en desesperación Dominic se liberó de la fuerza que lo tenía inmóvil y cayó al piso. Frente a él dos pares de pies pequeños, uno más que el otro, se posaron descalzos, Dominic asustado levanto poco a poco la mirada y se topó con los cuerpos de los hijos de Humberto. Lo miraban con la misma expresión que tenían en sus sueños. En sus cabezas relucía el hoyo negro y vacío de la bala que les arrebato la vida.
—¿Él fue quien nos mató, papi? —Preguntaron los niños.
—Sí. Fue él —Contesto una voz ronca atrás de ellos.
Dominic giro de inmediato la cabeza. Humberto y José lo miraban con odio. Dominic comenzó a llorar, y ellos se reían de él. Incluso los pequeños se reían de las lágrimas derramadas de Dominic.
—¡BASTAAAA! —grito desesperado.
—Ahora ellos te humillan —Dijo la voz de José.
—Dimi, Dimi, Dimi. Estas enloqueciendo —Chillo la voz de Humberto.
—¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA!
Las luces se apagaron de repente y permanecieron así unos segundos antes de encender de nuevo. Dominic abrió los ojos con miedo y se dio cuenta de que todo había sido una ilusión. El cadáver de José seguía tirado en el piso y Humberto y sus hijos no estaban allí.
Has enloquecido, se dijo y volvió a caer desmayado.
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