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Reflejos de Carne y Alma

Disclaimer: InuYasha pertenece a Rumiko Takahashi. Yo sólo estoy jugando con los personajes.

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Naraku se retuerce.

La primera señal de su regreso a la conciencia es la visión nítida que recupera al abrir los ojos, sorprendentemente, con ambos funcionando.

Las revelaciones llegan en una oleada densa y veloz, inundando su mente a un ritmo que casi lo desconcierta. Se ha acostumbrado a la falta de sensaciones en gran parte de su cuerpo, por lo que esta repentina avalancha de información es abrumadora. No experimenta frío alguno y, de hecho, está cálido por primera vez en... ¿días?, ¿semanas?, ¿meses? Siente sus brazos y piernas, y cuando flexiona los dedos de las manos y de los pies, éstos responden como si estuvieran todos intactos, curvándose a través de una textura húmeda y pegajosa: sangre, piel, músculos. Al tomar una respiración profunda, percibe cómo sus pulmones se expanden sin esfuerzo, y la frescura del aire no le causa ningún dolor en la boca ni en la nariz.

Se encuentra en su habitación, envuelto en su propia calidez. Aunque la sensación de una camisa de fuerza lo acosa, lucha contra el pánico emergente. Con esfuerzo, inhala profundamente, deleitándose en la simple capacidad de respirar sin temor a dañarse los pulmones. Poco a poco, comienza a relajarse, deslizándose hacia la libertad.

Montañas de mantas, ropas amontonadas, muchas de ellas de Hitomi. Y no sólo eso, también parece haber una colección completa de vendajes caseros: gasas, vendas Ace e incluso tiras adhesivas con Mickey Mouse. Pero lo más sorprendente son los fragmentos de tejido desgarrado, desprendidos de lo que podría haber surgido de esta violenta metamorfosis; los restos de una criatura, las mudas de piel de un arácnido: él mismo.

El lugar está lleno de estas extrañas reliquias de su tormento.

Naraku apenas comienza a liberar su mitad superior y siente el hormigueo del aire fresco de la habitación cuando Hitomi interrumpe:

—Oh, Dios mío-

Alza la vista y lo ve parado en la puerta.

Su gemelo permanece inmóvil, aparentemente ajeno a todo lo que le rodea. La sangre, la desnudez, los restos del capullo de Naraku, su milagrosa recuperación; nada de eso parece importarle. Simplemente... se ve aliviado, rebosante de ese tipo de felicidad agridulce y afilada con la que Naraku está tan familiarizado.

Todavía lleva la ropa del día anterior y continúa siendo Hitomi, pero luce más desgastado de lo que Naraku recuerda, con nuevas arrugas y cicatrices. Aunque, en realidad, Naraku no estaba en su mejor momento como para fijarse en detalles tan evidentes... Además, es más efectivo medir la vida de su gemelo por las tragedias que ha experimentado en lugar de unidades de tiempo.

Suele tener ese efecto en las personas. Probablemente por eso no le quedan muchos amigos.

Bueno, a decir verdad, no tiene ninguno.

Luego, Hitomi avanza como si estuviera a punto de arrancarlo de la cama, y Naraku se prepara mientras es envuelto en un abrazo contundente que, extrañamente, no le causa dolor, a pesar del pequeño gruñido de molestia que su hermano emite cuando lo hace.

Hitomi huele increíble. Realmente increíble. Mucho mejor que el hedor a matadero que emana de Naraku, felicitaciones por su talento para no contaminarse. Jabón, pino, tierra húmeda del bosque, un toque de sangre, todo con una sensación de alivio. Incluso el cansancio y el estrés parecen tener un aroma agradable.

Naraku le devuelve el abrazo y hunde su rostro en su cuello, inhalando profundamente, deleitándose en sentirse completo de nuevo. Comienza a notar que es un poco extraño poder percibir el alivio de Hitomi a través del olfato, pero se separa.

—Me alegro mucho de que todo terminara —dice Hitomi mientras Naraku lentamente se obliga a centrarse—. Yo... no sé qué diablos pasó, todo ha sido una locura, una pesadilla —niega con la cabeza—. No deberías haber tenido que pasar por eso, Naraku —comenta con sinceridad, aún sin soltarlo del abrazo—. Pero estoy contento de que finalmente estés mejor. Esa... cosa... que te sucedió...

—Uh —balbucea Naraku, cuando su hermano hace una pausa brusca, pareciendo incapaz de nombrar su extraña condición. A lo largo de los años, Naraku no está seguro de haberlo visto hablar tanto a la vez.

Hitomi se aleja un poco, mirándolo con una sonrisa melancólica.

—Hubo momentos en que pensé que te perdería para siempre. Has pasado por un infierno, pero aquí estás, y eso es lo que importa. No sé cómo lo has logrado, pero estoy agradecido de tenerte de vuelta.

Naraku no responde, su cerebro sobrecargado luchando por ponerse al día. Sobre todo porque mover la lengua lo hace darse cuenta de que probablemente puede hablar. Su lengua ha regresado. Se siente diferente de lo que recordaba, pero tal vez es sólo porque ha pasado mucho tiempo desde que tuvo una lengua normal y funcional que no le doliera como si le hubieran clavado un alfiler.

Quizás.

Naraku se lleva la mano a la boca y explora con los dedos. Sus dientes también han vuelto, pero está seguro de que éstos, al menos, no son los que tenía antes. Parecen más afilados, con una cantidad excesiva, desafiando la lógica de cuántos deberían caber en su cavidad bucal. Algunos de ellos se asemejan a agujas, formando una sonrisa que roza lo ominoso si decidiese esbozarla.

Su corazón galopa en su pecho, fuerte y sano. Pero incluso eso le parece extraño y familiar al mismo tiempo. Puede jurar que hay más de una cosa bombeando en su interior, en un ritmo alienígena y eficiente de tira y afloja, como una sinfonía caótica que late en su organismo.

En el fondo de su mente, una voz le murmura que ésto es lo que siempre fue, lo que siempre debió haber sido. Se pregunta si es lo que siente un depredador en la cima de la cadena alimenticia.

Hitomi lo está mirando, lágrimas surcando su rostro mientras traga saliva. Naraku reprime el impulso de lamerle las lágrimas y se da cuenta de que la habitación está a oscuras, pero él puede ver claramente; su visión, como nunca antes, se siente aguda y excepcional, como si sus ojos hubieran alcanzado una nueva forma de percepción, incluso mejor que la de cualquier animal nocturno. Y con cada bocanada de aire, mil sabores diferentes forman mosaicos en su lengua.

—Naraku, ¿estás... bien?

Naraku se levanta de la cama y comienza a pasearse por el lugar, como si estuviese explorando un mundo completamente nuevo. Se pasa la lengua por los dientes mientras se arranca una de las tiritas adhesivas con estampado de Mickey Mouse y la despedaza entre sus uñas. Observa su brazo derecho, los restos de lo que solía ser, pegados a su piel restaurada como los despojos de un animal atropellado en el asfalto y cocido bajo el sol. Y entonces, una comprensión plena lo invade, una sensación de sí mismo, de quién es: es Naraku, y todos sus recuerdos vuelven a él como un torrente.

Es Naraku, pero no el Naraku humano.

En el fondo, se siente como algo que sólo se ha liberado a medias de un caos giratorio y mordiente, algo que no debería existir aquí y ahora, algo que podría hacer que los monstruos bajo la cama parezcan inofensivos en comparación, porque, a diferencia de ellos, él es real.

«Tal y como aquella vez, en la cueva».

Naraku reanuda su paso y, de repente, irrumpe en risas, risas que parecen burbujear con alegría pura. Pero, al mismo tiempo, están teñidas de un sentimiento inquietante que eriza la piel. Son risas altas, como una melodía que parece agradable, pero con un matiz subyacente, un veneno silencioso y mortal oculto tras la dulzura del sonido. Es como el frenesí de una droga mezclado con la intensidad de una inyección de belladona.

—Sí, Hitomi, soy yo. Pero no te preocupes, me siento muy bien ahora.

Su piel está notablemente blanca y saludable, incluso a través de las costras de sangre y fluidos que aún persisten. Sus venas destacan en un matiz purpúreo, como si nunca hubiese sido tocado por el sol. El cabello ha regresado, ahora de un negro tan brillante que recuerda a la obsidiana, aunque todavía empañado por la sustancia pegajosa y sanguinolenta que lo cubre. Naraku traga saliva, sintiendo cómo se torna dulce pero áspera, como el veneno de una araña o un escorpión, mientras pasa su lengua por sus colmillos. Colmillos ranurados, como los de una serpiente.

Los músculos de su espalda se contraen involuntariamente tras el resurgimiento de la cicatriz, y por primera vez en más de quinientos años, se siente reconfortado por tenerla. Nuevos órganos, que habían brotado en lugar de los que se habían desprendido, zumban en su interior. Distantemente, piensa en cómo Hitomi tuvo que lidiar con la limpieza de su capullo, de su propio cadáver.

«Bueno, no se puede preparar una tortilla sin antes romper unos huevos. Y en este caso, mi cuerpo».

Naraku dirige su mirada hacia su hermano menor, sintiendo como si todo se moviera en cámara lenta. Observa con detenimiento las partes más vulnerables del humano, las que se habían podrido primero en él, y rememora los pensamientos y sentimientos que experimentó cuando estaba enfermo y Hitomi lo abrazaba. Su gemelo huele a sangre. Está pálido y su comportamiento refleja un dolor que va más allá del agotamiento causado por cuidar a Naraku.

«Bien».

Sin perder tiempo, Naraku avanza lentamente hacia él, cada paso deliberado y silencioso. Sus ojos resplandecen, ahora de un rojo intenso en lugar de violeta, y su sonrisa revela colmillos afilados, exhibiendo un peligro que antes no estaba presente.

—Naraku, ¿qué... ?

Naraku se detiene, levantando una mano y estirando los dedos hacia su mejilla. Su rostro revela una fascinación insaciable, sus garras afiladas trazando una senda sobre la piel, dejando tras de sí un rastro de sangre, como si fuera un artista pintando su obra maestra en lienzo mortal.

—Es curioso. Jamás imaginé que tú y yo compartiríamos este eterno pasaje en la sinfonía de la existencia —susurra con una voz tan suave y melódica que destaca en contraste con su desnudez macabra, mancillada por el vital carmesí—. Dime, ¿no sientes la pulsación de la vida en todo lo que te rodea? Cada latido, cada respiración...

Naraku inclina su rostro, sus ojos clavados en los de su hermano. Hay un reflejo sutil pero inquietante de los momentos que compartieron juntos cuando sus tejidos empezaron el lento proceso de autodigestión,y su voz sigue siendo suave y melancólica, llevando consigo un matiz hipnótico. Luego, retira su mano de la piel pálida, un gesto que hace que las sombras cobren vida en el abismo de su mirada. Se gira, moviéndose con gracia por la habitación, apenas disimulando la ausencia de la humanidad que se quedó con los restos del capullo.

No puede evitar esbozar una sonrisa. Se siente increíblemente vivo en este instante, plenamente satisfecho. Es curioso pensar que, hace poco tiempo, creía estar en el infierno, pero ni siquiera el propio infierno pudo retenerlo. Le llevó más de quinientos años escapar, pero finalmente ha recuperado su libertad. Y, aparentemente, no lo hizo solo.

—Aunque, no fue agradable, Hitomi. Ni antes, ni ahora. Dolió mucho —continúa, estremeciéndose involuntariamente—. De alguna manera, todo esto... el sufrimiento, la autodegradación, incluso lo que está por venir, es... —se queda en silencio—. La eternidad es un concepto interesante, pero, de alguna manera, no es tan diferente de la fugacidad de la vida humana.

—Naraku, ¿qué sucedió contigo... ? —Hitomi duda, una prueba del abismo que ha descubierto en Naraku, de cómo lo que reside en su interior es más profundo que su médula—... Aunque he sentido algo oscuro, malévolo incluso, en ti, he estado cerca. Tal vez porque eres mi hermano, tal vez porque siempre he deseado creer que algo bueno se esconde bajo esa fachada. Me di cuenta desde que éramos niños. Siempre supe que tu esencia era más... extraña y confusa de lo que podía entender. Pero ésto... ésto supera cualquier expectativa que pudiera haber tenido.

La voz de Hitomi sería suficiente para erizar las espinas afiladas a lo largo de la columna de Naraku, si tuviera la capacidad anatómica. Y de hecho, la tiene.

—Naraku, ¿qué rayos eres tú ahora?

Hitomi apenas reúne el respiro suficiente para comprender la situación, pues Naraku regresa con una velocidad impresionante, prácticamente materializándose a su lado y apretando su nuca con un agarre de hierro que sugiere que podría arrancarle la carne y el hueso de un solo mordisco. Hitomi intenta soltarse, pero el miedo se refleja en sus ojos, una fragancia magnética y familiar que Naraku percibe con cada inhalación. Se inclina hacia él, como un lobo que se acerca sigiloso, sus labios rozando los de su propio gemelo, un viento gélido que acecha un corazón vulnerable.

Su aliento posee una dulzura envenenada, una fragancia que seduce antes de traicionar. El veneno de Naraku, siempre engañosamente atrayente, es repulsivo cuando se acumula en exceso, similar al aroma de miel y raíces que fermentan enfermizamente bajo tierra, hasta volverse insoportable.

—Oye, soy un monstruo en el sentido más literal de la palabra. La misma pesadilla que siempre he sido, sólo que ahora he despertado de un nuevo sueño. Dime, ¿acaso fuiste arrastrado por este inusual viaje que he emprendido, o te lanzaste de cabeza en él, persiguiendo el rastro de un alma perdida? Tú, mi pequeño príncipe, que alguna vez te aferraste a la luz, ahora caminas en las profundidades del infierno a mi lado.

Hitomi contempla, no sin cierta fascinación y temor, los ojos de un rojo profundo en el rostro hermoso y pálido que es un reflejo exacto del suyo. Esos ojos destilan chispas infernales, y cuando la tenue luz del exterior se filtra por la ventana entreabierta, los compara con estrellas enfermas en el firmamento de un cielo corrompido. Son como puntos luminosos en la eclíptica de una galaxia putrefacta que ocupa el espacio donde antes habitaban sus pupilas, y Naraku lo huele, la frágil criatura que se desvanece ante la presencia de lo que incluso sus instintos más básicos reconocen como un superdepredador.

Y todo se siente muy, muy humano.

—El tiempo es relativo para alguien que ha cruzado las fronteras de la vida y la muerte —continúa, su voz baja y penetrante—. Te he encontrado aquí, en esta encrucijada entre lo humano y lo inhumano. Te has adentrado en mi mundo, y no puedes volver atrás. ¿Has venido para salvarme o para enfrentarte a lo que soy?

El miedo de Hitomi inunda el aire, una marea de angustia y esperanza. Naraku lo siente, como una arenisca fría atrapada en su lengua, entre los dientes, en la garganta. Nunca antes se había percatado de ello en un ser humano, no le había sido necesario. Sin embargo, en ese momento, le llega un recuerdo borroso de su época como demonio. Desde su primer aliento en esa cueva, empañado por los restos carbonizados de un bandido, había comprendido cómo las emociones de los seres vivos, y a veces incluso las de los muertos, se enredaban y chocaban como piezas de un mecanismo celestial. Ahora, mientras observa a quien en esta época es su hermano, revive esa conciencia.

Sus colmillos, afilados como la traición misma, beberán de la vida y la muerte por igual.

Para Naraku, que siempre ha residido en los dominios de lo imposible e inesperado, en los reinos de la abominación y la blasfemia, la devoción total e incondicional de Hitomi resulta desgarradoramente evidente, casi de una manera absurda. El hecho de que alguien como él, imbuido de maldad desde la punta de los pies hasta la médula de sus huesos, pueda ser digno de algo tan puro como el amor de un ser humano al que ha herido en esta vida y en la anterior, es una paradoja que se lo come vivo.

Podría ser un problema, pero... por ahora, es más una molestia que otra cosa.

—No me quedé contigo para salvarte, Naraku —responde Hitomi, y su voz es agradablemente firme—. No sé si puedo enfrentar lo que eres ahora, pero no puedo alejarme de ti. Somos sangre de la misma sangre. Si mi presencia aquí te atormenta, si soy una amenaza, entonces, ¿por qué no me has matado? ¿Por qué me dejas hablar?

La respuesta es sorprendentemente fácil: no tiene el menor deseo de matar a Hitomi, ni mucho menos de intentarlo. En parte, esto se debe a su reluctancia a malgastar el tiempo y la energía necesarios para recomponerse como el demonio hermosamente maldito y monstruoso que solía ser, o enfrentar el inmenso dolor que la pérdida de Hitomi, y su participación en esa pérdida, le causaría en un único pero desolador ataque de arrepentimiento. Sin embargo, otro aspecto crucial radica en que, simplemente, Naraku no ve ninguna necesidad de arrebatarle la vida.

No como a Kikyo.

—Tal vez porque, como dijiste, somos sangre de la misma sangre, y algo en mí no quiere liberarse de ese vínculo, no completamente —responde Naraku en voz baja, con una expresión ambivalente que revela una lucha interna—. No te confundas. Esto que eres, que soy, que somos ahora, no es lo que solíamos ser. El tiempo y las experiencias han transformado todo, y ya no somos quienes una vez fuimos. La única pregunta que queda es si podrás aceptar lo que soy ahora o si tu devoción será tu perdición.

En ese momento, se aparta, dejando a Hitomi con la respiración entrecortada y el corazón galopando en su pecho. La sonrisa de Naraku se amplía, revelando sus colmillos afilados, y se aleja, dando un paso atrás hacia la ventana de la habitación.

—Oh, hermanito, ¿qué secretos y horrores verás en este nuevo mundo, donde yo mismo soy uno de ellos? El velo entre lo que eres y lo que soy se ha desgarrado, y ahora somos dos lados de una misma moneda, dos caras de una misma pesadilla. ¿Puedes ver el hilo que nos une, o es tan sutil como la seda de una araña en una fría noche de luna llena? —se ríe.

Hay cierto humor en el hecho de que Naraku ha sido maldecido con todo lo que siempre quiso.

Naturalmente, sería de mal gusto quejarse de aquello que ha alcanzado. Grosero, casi sacrílego, sobre todo en este caso, donde ha invertido tanto esfuerzo y dedicación para obtener exactamente lo que posee ahora, suspirando como si hubiera sido un acto de devoción en su propio altar personal. No es que Naraku se sienta infeliz, arrepentido o incluso particularmente afectado. Sin embargo, las circunstancias actuales traen a la memoria antiguos adagios, iluminándolos con una comprensión contemporánea.

«Cuidado con lo que deseas».

«La dosis hace al veneno».

«Demasiado de algo bueno».

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Los demonios poseen un instinto innato de búsqueda.

¿Quién lo hubiera imaginado?

Tres meses después de atestiguar el asombroso renacimiento de Naraku, de verlo eliminar hasta el último rastro de sangre de su cuerpo restaurado, como si jamás hubiese sucedido, y luego de varias noches en las que permaneció allí, con los ojos resplandeciendo como rubíes en su rostro pálido, y cuatro meses después de aquel fatídico amanecer en que Hitomi ingresó a su habitación sólo para encontrarla desierta, a excepción de una nota apresuradamente escrita en su inconfundible caligrafía, Naraku regresa; regresa como un pájaro migratorio volando al norte en primavera, o como un salmón luchando por remontar una cascada tras toda una vida en el océano. Hitomi presiente un impulso infernal y arraigado en Naraku, un instinto que parece camuflado bajo la apariencia de elección.

Se pregunta, porque no tiene otra opción, si esa llamada llegó de parte de la casa, una voz desde el otro lado del país, desde el mismísimo Infierno, o desde cualquier otro rincón del mundo donde se ocultara Naraku. O tal vez, si la llamada era suya, o si los fragmentos de humanidad que aún quedaban en él fueron los que lo llamaron.

No es que realmente importe de ninguna manera.

Con ojos rojos y sombras azules en los párpados, Naraku irrumpe como un huracán, demasiado veloz y salvaje para figurar en cualquier radar humano. Su llegada es tan enérgica que, de haberlo deseado, habría hecho estallar los cristales de las ventanas. Hitomi, quien nunca esperó su regreso, se despierta de un sueño plagado de sangre, colmillos afilados, una figura vestida de blanco y un castillo en ruinas. Desconcertado, se precipita hacia la entrada, encontrándose desarmado como siempre que se trata de Naraku.

—Hola, hermanito —Naraku sonríe, depredador, un matiz lobuno que se extiende más allá de la mera exposición de sus dientes—. ¿Me echaste de menos?

Él no ha brindado una explicación detallada sobre su paradero ni sus actividades durante su ausencia. En cambio, Hitomi ha logrado reunir información suficiente mediante la meticulosa tarea de rastrearlo, trazar mapas y mantener viva la esperanza de reunir a su hermano y traerlo de vuelta a casa; el rompecabezas se ensambla a través de una conversación que, por su tono, podría considerarse casual: Naraku es un prófugo, un errante con una maraña de problemas y una legión de enemigos, y ha resuelto eso recientemente.

Cuando Naraku era humano, las restricciones eran ineficaces incluso para su propio padre. Ahora, en su forma inhumana, la idea de contenerlo parece tan fútil como intentar sofocar un incendio con las manos desnudas. Esto implica que, de nuevo, Naraku ha regresado a ser el agobiante, furioso y aparentemente irresoluble problema de Hitomi.

Ya sea en su forma humana o demoníaca, siempre ha sido un problema en su vida.

—Casi parece que no estás emocionado de tenerme de vuelta —bromea, aunque su semblante serio revela un rastro de veracidad. No se ve demasiado distinto a la última vez, con sus facciones marcadas por ángulos agudos y expresiones hambrientas. Su mirada es como una daga que corta el aire cada vez que Hitomi se atreve a observarlo de reojo—. Estuviste buscándome, ¿verdad? Por todos lados. Pude escuchar tus esfuerzos a través de la red, cada uno de los tontos a quienes mutilaste tratando de averiguar mi paradero... No pensé que serías tan audaz —sus dedos danzan con inquietud sobre la superficie de la mesa de la cocina—. ¿Qué pasa, Hitomi ¿No es esto lo que habías estado deseando, buscándome con tanto fervor? ¿Por qué esa expresión? ¿Es que no soy exactamente lo que recordabas?

Él traga con nerviosismo. Desde su regreso, los ojos de Naraku lucen un inquietante rojo, en lugar del violeta oscuro de siempre. Hitomi no está seguro de si esos ojos regresan a su tonalidad habitual cuando Naraku está fuera, como una forma de disfraz o si el carmesí es su color verdadero y el violeta es simplemente una imitación, una máscara que copió de Hitomi.

—No —murmura con voz áspera, y una sonrisa torcida se forma en los labios de Naraku.

—Más pulido y mejorado —una de sus garras traza con precisión la madera de la mesa, revelando la ausencia de su anillo, como si lo hubiera dejado atrás—. En realidad, tú, de todos, deberías comprenderlo a la perfección, Hitomi.

Naraku, con una mirada fija en él, continúa trazando patrones abstractos en la mesa con sus dedos, como si dibujara el resumen de todo lo que ha vivido y experimentado durante su ausencia. Hitomi, por otro lado, se siente atrapado en un dilema emocional. Por una parte, ha anhelado el regreso de su hermano durante meses, y finalmente lo tiene frente a él, aparentemente ileso. Sin embargo, la transformación de Naraku y su insoportable ambigüedad en cuanto a su naturaleza le generan una profunda inquietud.

Hitomi levanta la vista para encontrarse con el rostro de su hermano, su mirada ardiendo en el espejismo de la normalidad. Traga con nerviosismo antes de responder, tratando de no revelar demasiado:

—Bueno, sí, me has sorprendido, eso es seguro

Naraku inclina la cabeza levemente, como si estuviera considerando su respuesta. Luego, esboza una sonrisa suave y ligeramente condescendiente, y responde:

—Supongo que es un riesgo cuando te has convertido en un fugitivo buscado por todo tipo de imbéciles, ¿cierto? La vida de un vagabundo me ha enseñado muchas cosas, entre ellas a ser cuidadoso y, por supuesto, a apreciar a mi querido hermano, que ha estado trabajando duro en mi búsqueda.

Sus palabras pueden sonar sinceras, pero Hitomi capta un matiz de burla en su tono. Naraku habla como si no hubiera pasado un día desde su partida, como si no hubiera sido testigo de su violenta transformación y las secuelas dejadas a su paso.

—¿No me vas a preguntar dónde he estado todo este tiempo? —continúa Naraku, arqueando una ceja con una expresión intrigada, como si estuviera disfrutando de su desconcierto—. Pareces inquieto, hermanito. No te preocupes, he vuelto. No hay razón para preocuparse, ¿verdad?

Hitomi se muerde el labio. La confusión y el temor se mezclan con la alegría de ver a su hermano nuevamente. Naraku, por su parte, parece disfrutar de la situación, aprovechándose de su poder para mantener a Hitomi en la incertidumbre.

—No puedo negar que es un alivio verte de nuevo, Naraku, pero...

Naraku no parece prestar atención a su malestar. Él simplemente se inclina hacia adelante, apoyando su rostro en la palma de su mano, como si estuviera completamente relajado, a pesar del desorden emocional en la habitación.

—Pero, ¿qué, Hitomi? No terminaste tu frase —le sonríe, una sonrisa que no llega a sus ojos, y parece estar saboreando cada sílaba—. ¿Tienes dudas sobre mi regreso? ¿Temes que no sea yo? ¿O tal vez estás preocupado por las consecuencias de mis acciones en esta nueva etapa? Sé que soy bastante conocido en ciertos círculos, no sólo los humanos, aunque quizás eso no lo sepas. O tal vez simplemente estás preocupado por lo que soy ahora.

Hitomi lo mira en silencio.

—Es sólo que... —comienza lentamente—. No sé por dónde empezar, Naraku. Has cambiado.

Obviamente, lo que dice es un eufemismo.

Naraku alza una ceja con expresión de sorpresa fingida.

—¿De verdad, Hitomi? —dice con un tono de falsa incredulidad—. Tú también has cambiado. Mírate, pareces haber madurado. Es natural que las personas cambien con el tiempo, ¿no crees?

Hitomi frunce el ceño.

—Sí, tienes razón, todos cambiamos con el tiempo. Pero lo tuyo... —se interrumpe, incapaz de expresar completamente sus pensamientos—. No eres humano, Naraku —suelta de golpe, y su tono es sorprendentemente gélido.

Naraku se endereza en la silla y lo mira con una expresión más seria.

—¿Por qué no me cuentas qué ha pasado en tu vida desde mi partida? Estuve lejos por un tiempo, y estoy interesado en saber qué ha ocurrido en mi ausencia.

Un giro en la conversación. Adecuado. En el fondo, quizás eso le sea reconfortante. Resulta más sencillo fingir que nada ha cambiado entre ellos.

Naraku presta atención a cada palabra, aunque su interés real en la vida de su hermano sigue siendo un misterio. La conversación se desarrolla de una manera que parece casi casual, con Hitomi compartiendo sus experiencias y anécdotas de los días en los que Naraku estuvo desaparecido. En ocasiones, Naraku hace preguntas precisas y perspicaces, lo que podría sugerir un nivel de interés mayor al previsto.

El acontecimiento que dejó profundas cicatrices en sus vidas yace suspendido en el aire, como un elefante en la habitación, y Hitomi encuentra un poco de consuelo en la calma que esto proporciona, esforzándose, al menos, por no darle demasiadas vueltas al asunto.

No es que no se defienda, no, de ninguna manera. No falta el intento. La rebelión y la supervivencia están hermanadas en su ADN, metanfetamina natural en sus venas; se necesita una metástasis demasiado grande de desesperación para hacerlo claudicar por completo. Sin embargo, en esta ocasión, tal vez sea mejor dejarlo pasar.

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Hitomi se mueve descalzo por la cocina, sosteniendo las zapatillas en una mano y una bolsa de compras en la otra. Naraku se ha sumido en las profundidades de la casa hace ya una hora, y todo lo que Hitomi realmente sabe es que no ha entrado en su habitación ni una sola vez, ni siquiera cuando dejó esparcidas fotografías en su escritorio y en la cama poco después de darse cuenta de que Naraku se había ido.

Ha transcurrido una semana desde que su hermano regresó, y durante ese tiempo, siente que lleva una carga más pesada que en todos sus años en la carretera. No sabe qué hacer con Naraku, cuáles son sus deseos o necesidades, y la ausencia de un plan se siente como un dolor agudo, similar a una muela recién extraída. Aún así, se esfuerza por entablar que esta falta de dirección no puede durar para siempre.

En un abrir y cerrar de ojos, Hitomi se encuentra en la biblioteca, junto a la puerta principal o en el garaje; es su elección y todo está al alcance de su mano. Pero al siguiente parpadeo, se siente aplastado contra la fría pared de concreto. Puede percibir cómo los moretones comienzan a formarse en su espalda y hombros, su clavícula dolorida bajo presión, con el brazo de Naraku firmemente apoyado sobre su pecho. La abrumadora fuerza del demonio le roba el aliento y lo mantiene inmovilizado contra la pared. Naraku deposita una de sus manos, la que no lo sujeta, justo a un lado de su rostro. Experimenta los dedos deslizándose por su mejilla mientras jadea, esas uñas más afiladas que el acero quirúrgico. La sensación es intensa y paralizante.

—Déjame adivinar... —dice, y su voz parece flotar en el aire, tranquila y perturbadoramente ligera para saber dónde están y qué están haciendo—. Sólo saliste a comprar la cena de hoy, ¿verdad?

Hitomi traga. Su pecho se contrae. Naraku suelta un suspiro falso, pero su agarre sigue siendo firme. Su mirada, intensa y peligrosa, penetra en la de él, como si estuviera disfrutando de la situación.

—Bueno, no es tan simple —continúa en tono desenfadado—. Nunca es sólo por los víveres, hermanito. Siempre hay algo más. Aunque en tu caso, quién sabe... tal vez se trate realmente de eso.

Hitomi suspira con frustración, pero sus palabras salen más tranquilas de lo que esperaba:

—¿Podrías soltarme, Naraku? Estás comenzando a lastimarme.

Naraku se inclina aún más, de modo que su aliento roza su piel.

—Oh, ¿no te has dado cuenta de que, incluso con todo lo que he cambiado, todavía soy capaz de herirte? Pero quizás prefieras esto a la alternativa.

A pesar del duro agarre, Hitomi no puede evitar una punzada de familiaridad. Esta es la dinámica que conocía, esta danza retorcida entre ellos.

—¡Suelta, Naraku! —eleva la voz con exasperación, su mirada lanzando chispas de ira y desafío a la de su hermano—. No tengo tiempo para tus juegos ni para tus trucos. Si quieres decir algo, dilo de una vez, imbécil.

Naraku parpadea, aparentemente sorprendido por su súbita muestra de fuerza. A regañadientes, retira su mano del pecho de Hitomi y se aleja un paso, aunque sus ojos siguen encendidos con un brillo de diversión.

—Eso es más como el Hitomi que recuerdo —murmura—. Pero tienes razón, hermano, no tenemos tiempo para juegos.

Hitomi aprovecha la oportunidad para apartarse de la pared, masajeando el área adolorida de su espalda. Aunque las palabras de Naraku parecen apuntar a una urgencia, Hitomi aún no tiene claro cuáles son los verdaderos motivos detrás de su regreso.

—Si no tenemos tiempo para juegos, entonces explícame de una vez, Naraku. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué volviste?

Naraku sonríe de nuevo, pero esta vez parece más genuino, como si estuviera a punto de contar un secreto. Sin embargo, antes de que pueda responder, un sonido agudo e inquietante llena la habitación. El ruido proviene del teléfono en la mesa, vibrando y parpadeando con insistencia. Hitomi, desconcertado por la extraña atmósfera de la conversación y el repentino sonido, se acerca al teléfono y lo mira.

El número en la pantalla no le resulta familiar, pero la llamada proviene de un lugar aún menos reconocible: un prefijo extraño que apenas se parece a un número telefónico común. Hitomi observa el teléfono, con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Naraku, por su parte, ha dejado de sonreír y su expresión se ha vuelto más seria.

—¿Vas a contestar? —pregunta con simpleza.

Hitomi considera sus opciones. La llamada podría ser una señal de peligro, o tal vez un mensaje importante. No puede evitar sentir que su hermano tiene alguna conexión con esto, pero, de nuevo, no le sorprende.

Presiona el botón para responder la llamada, sin saber qué esperar del otro lado. La voz que escucha es profunda y cargada de un tono de amenaza apenas disimulado.

—Bueno, bueno... parece que has tomado una decisión. Pensé que quizás habías perdido tu valentía por completo, pero aquí estás, respondiendo mi llamada.

—¿Quién eres y qué quieres? —pregunta, tratando de mantener la calma a pesar de la inquietante conversación.

Naraku simplemente arquea una ceja.

La voz del interlocutor se suaviza ligeramente, pero el peligro en sus palabras no.

—Soy alguien a quien le gustaría conocer a tu hermano, personalmente. Creo que podríamos tener intereses mutuos que discutir.

Hitomi frunce el ceño, sin estar seguro de lo que el interlocutor implica. Naraku, por otro lado, observa a su hermano con una mirada intensa y curiosa. No ha dicho una palabra, pero a juzgar por su expresión, sus sentidos son lo suficientemente agudos como para escuchar la voz de la otra línea sin necesidad de acercarse o que active el altavoz.

—¿Intereses mutuos? ¿Qué estás insinuando?

El silencio del otro lado de la línea se prolonga antes de que el interlocutor finalmente hable de nuevo:

—Dile a Naraku que la "Familia Fiorucci" está interesada en hablar con él. Tenemos asuntos pendientes que debemos resolver, y sería en su mejor interés atender a nuestra invitación. Si rechaza, no puedo garantizar su seguridad ni la tuya. Comprende que no somos un grupo que debas tomar a la ligera.

—¿Dónde y cuándo se llevaría a cabo esta reunión? —pregunta Hitomi, tratando de obtener más información sin comprometerse.

El interlocutor parece satisfecho con su aparente cooperación.

—Pronto te proporcionaremos los detalles necesarios. Has demostrado ser más razonable de lo que esperábamos. Dile a Naraku que no se haga el difícil si valora su bienestar y el tuyo. Pronto nos pondremos en contacto.

Hitomi no puede decir más porque Naraku le quita el teléfono y se lo pone al oído. Su voz, suave como la seda pero cargada de amenaza, resuena en la conversación:

—Supongo que debo sentirme halagado por la atención que están otorgándome, ¿no? La "Familia Fiorucci", interesados en mí, qué emocionante. Pero, me parece que hay un malentendido aquí —dice con serenidad—. No estoy seguro de por qué ustedes creen que podrían tener algún control sobre mí, y mucho menos sobre lo que considero "mi mejor interés". Pero permítanme ser claro: no tengo intención de atender a ninguna de sus invitaciones o demandas.

El interlocutor del otro lado de la línea parece desconcertado por el hecho de que Naraku en persona le haya respondido.

—Eres valiente, como tu padre, lo admito. Pero también pareces estar mal informado. Tú y tu hermano no están en posición de tomar decisiones aquí. Deberías reconsiderar antes de actuar precipitadamente. No somos una fuerza con la que debas jugar.

Naraku se inclina hacia el teléfono, su voz resonando fríamente:

—Ves, eso es lo que llamo un malentendido. No aprecio que intenten extorsionarme, sin importar cuán sombríos crean ser. Mi respuesta es simple: no me interesa tu invitación ni tus amenazas. ¿Tienes alguna otra cosa que decir, o puedo colgar y continuar con mi día?

—Estás cometiendo un grave error, Kagewaki. No sabes con quiénes te estás enfrentando. Pronto comprenderás que no somos personas a las que puedas simplemente ignorar y seguir con tu día. Tenemos alcance, recursos.

—No me importa su alcance ni sus recursos —declara Naraku con una frialdad que congela el aire alrededor de él—. Si quieren algo de mí, deberán hacerlo de una manera que despierte mi interés. Hasta entonces, los considero una molestia que no vale la pena de mi tiempo.

Con eso, la llamada se corta. Naraku mira el teléfono en silencio antes de volver a su hermano con una sonrisa sardónica.

—Esos humanos... creen que pueden ponerme en una situación comprometida.

-&-

La comprensión llega a Hitomi de manera completamente accidental.

De acuerdo, no exactamente por accidente, sino más bien una especie de accidente deliberado, lo cual, al pensarlo bien, es la forma en que resuelven la mayoría de sus problemas. Como cuando te agachas bajo un automóvil para conectarlo y te das cuenta de que las llaves están tiradas entre los pedales.

Está atrapado aquí en la casa, un hecho con el que sigue golpeándose como si fuera una pared de ladrillos. No porque Naraku lo esté reteniendo, sino porque es su propia reticencia la que lo hace. Y la sola idea de irse, por alguna razón, se siente como una esponja con espinas atorada en la garganta de Hitomi.

Y luego, subyace otro temor, oculto como un monstruo bajo la cama. El miedo de que si Hitomi presiona demasiado, si desencadena demasiado caos, Naraku simplemente se irá. Nunca ha sido leal a permanecer en un solo sitio. Desaparecerá, se esconderá en algún rincón inalcanzable donde no pueda hallarlo. La simple realidad, tan indiscutible como la forma en que el cuerpo humano necesita el agua, es que tener a Naraku aquí, incluso en esta forma, es mil veces menos insoportable que no tenerlo en absoluto; el pensamiento se siente como una herida abierta, un hueco que nadie o nada podría llenar. Hitomi lo comprende, aun cuando sabe que no es sano.

Entonces, se encuentra en un callejón sin salida. No puede partir, y luchar no es una opción. Parece que la única alternativa es hacer lo que pueda en silencio y a la espera.

Piensa que tal vez haya algo que pueda sacar a la superficie de lo que queda de Naraku, sus partes buenas, las chispas de humanidad en esa retorcida esencia de demonio.

Se pregunta cómo funcionan realmente los demonios, si alguna vez fueron almas humanas que, en algún oscuro rincón del infierno, otros demonios han cortado, triturado y empapado de pecado hasta que cada rayo de luz ha sido apagado por el humo negro de la maldad. Hitomi se imagina explorando esos terribles recovecos y, con paciencia y cuidado, buscando las diminutas estrellas de bondad atrapadas en ese abismo, liberándolas una a una de manera eficiente. Así, sigue escarbando, tratando de descifrar lo que quedó de Naraku después de ese aterrador proceso.

No, no hubo viaje al infierno, ni nada parecido; simplemente, Naraku "despertó". Una enfermedad espantosa, una metamorfosis brutal, devoró su alma y su cuerpo, y de alguna manera escupió un demonio. Pero Hitomi se pregunta si tal vez, en su prisa por la transformación, la maldad no logró devorar todo. ¿Pudo haber dejado atrás algunas piezas importantes, algún cartílago? Esas cositas molestas, esos restos de humanidad que, de alguna manera, se escaparon del abrazo de la corrupción. Para él, se sienten como migas de pan en un bosque negro, pasamanos que lo guiarán a través de las brasas apagadas y humeantes que representan la verdadera esencia de su hermano.

Puede parecer absurdo, esa pequeña posibilidad de que exista un "verdadero" Naraku, especialmente cuando Naraku mismo le ha asegurado que este es su yo auténtico.

Entonces, si logra extraer y conservar esta minúscula astilla de esperanza, no garantiza que tenga un propósito real. A pesar de ello, es lo único que le queda, así que continúa con su búsqueda, como si estuviera avanzando a tientas en medio de un húmedo y espeso bosque, siguiendo migas de pan que lo guíen por el camino incierto.

Su odisea comienza en el garaje, justo frente al auto. Lo observa durante unos segundos, o lo que queda de él, con una mezcla de melancolía y desilusión. Sabe que no lo llevará a ninguna parte, tal como intuyó desde el momento en que entró en el garaje y se encontró con el estado en que Naraku lo había tenido guardado estos últimos meses; Naraku apenas si lo toca, a menos que necesite probar algo. No se molesta en limpiarlo, cambiarle el aceite, y lo llama "eso" en lugar de "ella".

Hitomi nota cómo la pintura, que solía brillar bajo el sol, ha perdido su fulgor y se ha vuelto casi mate debido a la acumulación de suciedad. Y cuando desliza los dedos sobre la superficie, siente que los lazos rotos de su pasado se enrollan invisiblemente alrededor de sus dedos, como si quisieran recordarle los momentos que vivieron juntos, y podría jurar que siente un dolor similar al suyo.

—¡Naraku! —llama.

Naraku aparece, frotándose las sienes.

—¿Qué? —pregunta, irritado.

No sería buena idea mencionarle que últimamente acude como un perro cada vez que lo llama.

Sin embargo, la escena es como un reflejo distorsionado de lo que solían ser. Hitomi sostiene las llaves en su mano, inspeccionando los bucles que recorren la superficie de la pintura, sus dedos jugando con el metal. Naraku, con esa neblina roja en sus ojos, mira fijamente, y en un instante de provocación, Hitomi presiona las llaves contra la superficie del coche, deseando sacar una reacción de su hermano. Pero Naraku, en su característica calma fría, simplemente sujeta su muñeca y le quita las llaves con un gesto brusco.

Una reacción.

Aún así, no puede evitar preguntarse si es realmente protección o más bien un acto de territorialismo; una vieja posesión, compartida en el pasado, envuelta en una especie de batalla invisible entre ellos. O quizás sea simplemente memoria muscular, una rutina que no pueden dejar de seguir.

Porque a medida que examina esta interacción, se da cuenta de que, en cierto sentido, ambos están luchando por el control de su relación y de lo que quedó de ella.

Familiar.

Otro día, Hitomi decide poner a prueba la música, seleccionando una canción de The Cure. Y cuando el ritmo comienza a fluir a través de los altavoces, siente las vibraciones que resuenan en el concreto bajo sus pies y penetran en su pecho. Es como si la música fuera una corriente eléctrica que lo conecta con el mundo a su alrededor. Hitomi espera, consciente de que este sonido, esta canción, tiene el poder de atraer a Naraku. Sus ojos rojos y penetrantes aparecen como si fueran convocados.

Observa cómo Naraku reacciona.

—¿Quieres apagar ese maldito escándalo antes de que te obligue? —pregunta, elevando la voz para hacerse oír por encima del sonido que llena la habitación. Hitomi se sorprende al escucharlo, preguntándose si los demonios pueden realmente apreciar la música, o si sus almas han perdido esa sensibilidad, como cuerdas rotas que alguna vez vibraron con el fuego de la pasión y se han convertido en humo.

Esa noche, los sueños de Hitomi se llenan de sinfonías infernales: gritos palpitantes que retumban como coros macabros, carne que canta en lamentos desgarradores, y el constante y perturbador goteo percusivo de la sangre que crea una melodía espeluznante en su subconsciente.

Más tarde, Hitomi recurre a las fotografías como un intento desesperado. Las traslada desde su dormitorio a la mesa del comedor, formando un mosaico con la luz del día brillando a través de las grietas de su relación fracturada. Las imágenes capturan momentos felices: él y Naraku sonriendo y conversando, su madre abrazándolos cuando eran bebés, su padre con una mano en sus cabezas llenas de rizos negros cuando tenían seis años. También están presentes Rose, la gata, y Finn, el perro, testigos silenciosos de los años de su vida que parecen tan distantes ahora.

Naraku los mira como si supiera lo que son. Como si recordara por qué solían importar; y por un instante parece rastrear patrones de respiración, lágrimas que ya no fluyen, la cadencia de voces que una vez compartieron y los latidos de corazones que solían latir al unísono.

Hitomi se levanta y lo deja solo en silencio. Se prohíbe a sí mismo tener esperanzas. O al menos eso se dice, pero en el fondo, no puede evitarlo. Cuando regresa, y ve que el material de la mesa está deformado por el calor, con ceniza mezclada donde dedos aparentemente invulnerables dejaron grietas irregulares y furiosas, con ninguna imagen que haya sobrevivido... algo se quiebra, una sensación que le aprieta la garganta y el pecho, y sus ojos se empañan.

-&-

Varios días transcurren antes de que Hitomi reúna el coraje para intentarlo de nuevo, y cuando finalmente lo hace, se enfrenta a algo que ya ha calcinado por dentro, algo que no le importa si Naraku lo reduce a cenizas, porque en cierto modo, él ya ha iniciado su propia incineración.

Hitomi nunca ha sido un buen cocinero. A pesar de su carrera frustrada en veterinaria y su habilidad para mediciones precisas hasta el centésimo de gramo, la cocina no es su fuerte, y hornear es todo un desafío. Su pastel resulta más bien una abominación, superando en rareza incluso a Naraku. La masa desigual, la corteza que se hunde de un lado y burbujea del otro, el relleno de cereza que sacó del almacenamiento, ahora luce más como nubes de polvo y tentáculos de azúcar chamuscado. Sin embargo, sigue siendo un pastel. A simple vista, parece un pastel. Al igual que Naraku todavía parece un hombre.

Sabe que Naraku come, a pesar de su naturaleza demoníaca (una de las razones que lo lleva a pensar que aún queda un vestigio humano aferrado a ese esqueleto de humo negro). Aunque no parece necesitar consumir grandes cantidades de comida y tampoco parece disfrutarla, generalmente toma lo primero que encuentra en la cocina. En su mayoría, se dedica a beber.

Pero él sí come. Así que Hitomi decide esperarlo en la cocina, con el pastel listo, mientras el ruido de pasos se acerca. Naraku se materializa en la entrada, su figura esbelta y enigmática moviéndose con esa elegancia inherente que siempre lo ha caracterizado. Sus ojos, en lugar de iluminarse con reconocimiento o emoción, parecen evaluar la situación con una frialdad desapegada que lo desilusiona profundamente.

—Hola, hermano —Naraku sonríe, una sonrisa que parece más un truco de sombras que una expresión sincera. Su voz es un ronroneo, como si hubiera arrastrado las palabras desde algún lugar remoto, cargadas de una extraña melancolía y astucia diabólica.

Naraku ni siquiera posa la mirada en el pastel, y esa indiferencia corta como un cuchillo a través del corazón de Hitomi. Carga con eso, como lo ha hecho tantas veces antes, buscando solaz en la evasión cuando la realidad duele demasiado, una estrategia que se ha convertido en su refugio emocional. Es una herida que no se ve, pero que arde obscenamente en su interior.

Naraku se acerca a la nevera, su presencia imponente llenando la pequeña cocina. Se sirve una copa de algo que brilla con un matiz dorado, Hitomi lo reconoce como whisky en las rocas. Luego, se gira hacia su hermano, esa mirada eternamente intrigante en sus ojos carmesí.

—Espero que no estés intentando comprarme con comida, Hitomi. Sabes que no soy alguien que se deje influenciar tan fácilmente —comenta, tomando un sorbo del licor y dejando que el sabor llene su boca.

Hitomi traga saliva, sintiéndose aún más impotente ante la actitud de Naraku.

—No intento comprarte, Naraku. Sólo pensé que podríamos compartir un momento juntos, como lo hacíamos en el pasado —responde con sinceridad, a pesar de la desilusión que lo envuelve. La nostalgia se mezcla con la tristeza en sus palabras.

Naraku, aunque sin mostrar un cambio evidente en su expresión, parece considerar sus palabras. Sus ojos siguen clavados en Hitomi, como si evaluara sus intenciones.

—¿Sabe bien esa cosa? —suena casi aburrido y Hitomi está dispuesto a no mostrar miedo, pero esto es ridículo.

—Sí, supongo.

—Vamos, no lo sabes —Naraku le reprocha con un tono despectivo, dejando de lado su vaso sobre la encimera y acercándose lentamente al pastel—. Si vas a intentar tentarme, al menos sé honesto contigo mismo, si no conmigo.

—Sabes, esperaba más de tu regreso, esperaba que significara algo, algo distinto —sus palabras salen gélidas como esquirlas de hielo.

Los ojos rojos lo observan a través de la maraña de rizos negros:

—¿Vamos a quedarnos así todo el día? No me importa, pero, Hitomi, esto se está volviendo aburrido.

Se siente como si hubieran estado aquí una eternidad, troceándose mutuamente en cada paso del camino. Sus palabras son afiladas como cuchillas, seguidas de un silencio resbaladizo; ambos muerden profundo antes de siquiera ver venir los ataques. Hitomi imagina la situación como navajas incrustadas en manzanas de caramelo.

-&-

Es algo así como vivir en una casa de tres pisos que está en construcción.

El olor a madera cruda y virutas está por todas partes.

Las lonas ondean con la brisa que le golpea en el estómago mientras sus zapatillas tocan la acera. El hecho de que la acera sea tan angustiosamente normal y el vecindario sea tan intrínsecamente suburbano, bueno, esas cosas le dicen claramente que esta no es su vida. En realidad no.

Hitomi no puede sentir el ardor en sus músculos que se supone viene con un buen y largo entrenamiento. Tal vez corre demasiado persiguiendo monstruos como para que eso sea posible, o tal vez sea porque ahora está ardiendo todo el tiempo. «Sabes que tu cerebro está burbujeando mientras hablo, ¿no? Ah, y te faltan un par de extremidades, pero no te preocupes, te las volveré a poner pronto».

El paisaje es un desierto familiar entre las vigas y la cinta. El piso está sin terminar y Hitomi se aprieta la cicatriz cosida en la palma mientras corre. El cielo es un huevo de petirrojo manchado. Todo es demasiado limpio y suburbano para ser su vida. Es como volver a estar sentado afuera con las hojas y mamá en la bonita comunidad de su antiguo hogar. Y así es como sabe que no es real.

«Te los volveré a poner pronto para poder quitártelos nuevamente. ¿Sabes lo que significa cuando un alma golpea la picadora de carne, Hitomi?».

Es tan ridículamente fácil aceptarlo todo. Los monstruos, las muertes espantosas, casi se siente como en la vida real, excepto que algo anda mal. Hay una grieta que abre un agujero en su cabeza y la hace palpitar. Pero aún puede reunir la energía para hacerle un comentario realmente bueno, muy parecido al de Hitomi, a Naraku sobre hablar con él, confiar en él, ponerle la carga, como en esa vieja canción, porque para eso está la familia. Y es muy fácil hablar así. Le hace extrañar a Naraku cuando vuelve a sentir el fuego en sus venas.

Pero peor que el fuego es el frío.

Sabe que está temblando bajo el edredón de su cama y sabe que es el aliento del demonio en su piel. Las almas son más concretas de lo que jamás pensó. Las almas pueden arruinarse tanto (incluso peor) que los cuerpos físicos. Y lo que sea que salga de él cuando Naraku lo rompa, lo que sea que salga de él brotará como sangre espesa antes de derramarse. Y ya sabes, Naraku piensa que eso es delicioso, asfixiante, hermoso y feo.

Los golpes allá afuera son los golpes aquí dentro. Y está seguro, realmente seguro, de que está ciego por un segundo. Porque Naraku le sacó los ojos con delicadeza.

Pero no, pensándolo bien, sus ojos simplemente están cerrados.

Pero no, pensándolo bien...

—Oye, Hitomi, despierta —el tono es desdeñoso, y Hitomi ruega a los dioses no haber deseado nunca ver detrás de la indiferencia de Naraku. No es ni locura ni cordura, y se pregunta cuánto tiempo le llevó a su hermano derrumbarse—. Te veo, te observo y lo recuerdo todo —Naraku está a centímetros de distancia, y puede ver su propio reflejo distorsionado en sus ojos—. No tienes idea, y nunca la tendrás.

Naraku se inclina más cerca, y aunque no lo toca físicamente, es como si lo sostuviera con la gracia hipnótica de una serpiente que envuelve a su presa. Imágenes y escenarios desfilan desesperadamente por la mente de Hitomi, intentando racionalizar, contextualizar y comprender, sólo para ser limitados y concentrados hasta que únicamente queda el aliento de Naraku, cálido como el fuego sobre la piel congelada.

—No —exhala la palabra desde un pecho tan comprimido que no está seguro de poder manejarlo.

La sonrisa de Naraku es torcida mientras da un paso atrás, y si sólo observara esa expresión, podría pensar que se trata de una broma, pero sus ojos lo delatan.

—A veces dices que sí —menciona con un dejo de complicidad—. Y haces este pequeño ruido justo después de decirlo. Muerdes cuando besas, siempre hay sangre.

Hitomi se frota el rostro. Se cuestiona si alguna vez volverá a probar algo más que su propia sangre.

—Te estás preguntando a qué me refiero —supone Naraku con gran precisión. No parece sorprendido, aunque quizás un poco decepcionado. Sus ojos se apartan de Hitomi y se dirigen al techo—. No recuerdas. Era de esperarse.

Hitomi se ve obligado a liberar los dientes de su mejilla, emergiendo de un pantano de fluidos espesos y coagulados que ha transformado su boca. Sus mandíbulas se separan con un sonido audible, y sus labios se quiebran como si estuvieran cubiertos de hielo mientras pronuncia sus palabras:

—¿De qué diablos estás hablando? —y luego lo maldice en varios idiomas.

La blasfemia se convierte instantáneamente en un alivio, una piedra sólida en su mano. Siente que estas son las cosas que debería haberle lanzado a Naraku con mucha más frecuencia, y las palabras se escapan de él. Naraku siempre arranca su furia del rincón más remoto de su caja torácica, donde generalmente permanece en letargo.

A Naraku, por su parte, las maldiciones parecen resbalarle, pero claro, nunca le ha importado. Al menos, no cuando provienen de Hitomi, que son raras pero profundamente significativas, quizás porque en el fondo sabe que se las merece. No muestra enfado. En cambio, sus ojos se apartan y se fijan en la ventana. Desde este ángulo, con la luz, el rojo resplandece en la oscuridad.

—Es una lástima que estemos aquí en este momento —comenta casi con nostalgia—. El jardín de nuestra vieja casa era hermoso en verano, aunque estuviera cubierto por la maleza —su vista retrocede—. Pero dime, Hitomi, ¿puede haber verdadera belleza sin un toque de naturaleza salvaje?

Hitomi no está de humor. En realidad, no lo ha estado en casi media década.

—Dijiste que no recuerdo. ¿Qué es lo que no recuerdo, Naraku?

—Todo —responde Naraku con amabilidad, luego se libera de nuevo, más escurridizo de lo habitual en la conversación—. Las almas recuerdan, pero el cuerpo físico no —las comisuras de sus labios se inclinan irónicamente hacia arriba, revelando una hilera de dientes demasiado afilados—. Hitomi, ¿alguna vez recuerdas el viejo cerezo que teníamos en el jardín? Solíamos pasar horas bajo su sombra, como si el tiempo se detuviera. ¿Te acuerdas de la risa de mamá flotando en el aire, como una melodía que se negaba a desvanecerse? —menciona Naraku, y por un instante, su tono se vuelve más suave, menos afilado.

Hitomi, desconcertado por este destello de nostalgia, asiente con cautela.

—Sí, lo recuerdo. Era un lugar especial para nosotros.

—Ese árbol ha perdido sus pétalos. Está podrido ahora.

—Naraku...

Naraku no lo vuelve a mirar. Es enloquecedor. El mundo es un lugar abrasivo para Hitomi, pero nadie ha sido capaz de meterse en su piel como lo ha hecho Naraku. Está en casa allí.

Se incorpora. El proceso es lento y doloroso, con más crujidos de los que debería sentir, pero ahora se alza sobre Naraku, que parece mucho más pequeño en la cama de lo que Hitomi sabe que es, similar a cuando estaba enfermo, frágil y tembloroso en sus brazos. No obstante, también es bastante extraño, porque incluso con bozal y atado a una plataforma rodante, es consciente del poder físico de Naraku, una fuerza sutil que viste con la misma presunción tranquila con la que lleva todo lo demás. En el mejor de los casos, Hitomi se ha sentido a la par de Naraku, y muy a menudo (devorado por la fiebre, postrado en el suelo entre un revoltijo de su propia sangre, tan drogado que se inclinaba ligeramente hacia el zumbido de la sierra que casi le atravesaba el cráneo), se ha conocido más débil.

La ironía se cierne al recordar que, no hace mucho, Naraku era el enfermo.

«¿Cómo se sintió, por una vez?», reflexiona, evocando la imagen de esa entidad rota y vulnerable frente a él. Hay una satisfacción vengativa, pero es tan hueca que deja un sabor peor que la sangre en su lengua. Desearía que fuera hace tres años. Desearía que fueran cuatro. Preferiría que fueran cinco. Sin embargo, no es así. Por eso, su voz es serena al formular su siguiente oración deliberadamente:

—No te burles de mí ahora, Naraku. No quiero jugar contigo.

La sonrisa de Naraku ha desaparecido, esa diversión irónica y distraída que suele llevar consigo se ha desvanecido como carne demasiado cocida del hueso. Puede que Hitomi lo haya decepcionado, ya sea por su negativa a participar o por el simple hecho de que tuvo que quejarse.

La voz de Naraku, normalmente tranquila y sin resignación, refleja cierta decepción al expresar:

—No me burlo. Y no estoy jugando contigo. Esta vez no.

Un silencio tenso sigue al desafío verbal.

Es parte de la actuación, al menos desde la perspectiva de Hitomi, y él lo comprende. Sin embargo, esta conciencia sólo alimenta su creciente ira, o tal vez sólo intensifica el deseo de estar más furioso. En algún momento, la línea entre ambos se desdibuja.

A Naraku le encantan sus desafíos y juegos de palabras, disfruta de sus insinuaciones, de sus crímenes perversos y de su propia astucia verbal insoportable. Para él, decir verdades a medias y esconder significados en frases inofensivas es un arte en el que cree ser maravillosamente hábil. Por eso, Hitomi decide enfrentarlo directamente, con palabras afiladas:

—¿Qué quieres, Naraku?

Naraku arquea las cejas.

—En este momento, nada.

Su risa suena dura, incrédula, liberándose de él con un toque de dolor.

—¿En serio no quieres nada? ¿Qué hay de nuestra familia? ¿De lo que solíamos ser?

—Es bastante tarde para trazar líneas en la arena con respecto a la familia. Todo es bastante relativo —dice Naraku, evocando visceralmente en Hitomi por qué para todo el mundo es tan fácil odiarlo—. ¿Recuerdas el antiguo cerezo? A veces, las raíces se pudren, y es mejor dejarlas atrás.

Hitomi sonríe, tenso, beatífico.

—Deja las metáforas de lado, Naraku. No estás hablando de un árbol, estás hablando de nosotros. Y no te atrevas a compararnos con raíces podridas que se pueden desechar —su provocación cae sin causar impacto, y Naraku sonríe torvamente ante eso—. No puedes simplemente borrar lo que fuimos.

Porque entiende sin preguntar, por quiénes son y qué son, que si Naraku se va en este momento, nunca lo volverá a ver.

—No intento borrar nada, Hitomi. Simplemente estoy aceptando la realidad. Tú eres el que sigue aferrándose a sombras y esperanzas que ya no tienen cabida aquí.

Hitomi sonríe de una manera que parece más mostrar los dientes, desviando la mirada y sacudiendo la cabeza. Luego, vuelve su atención a Naraku:

—Aceptando la realidad, ¿verdad? ¿La realidad de que has perdido todo sentido de humanidad? ¿La realidad de que prefieres vivir como un monstruo, alimentándote de la desesperación de otros?

—No —dice Naraku, extrañamente gentil como nunca antes—. Eso lo aceptaste siempre. La realidad de que esta es la última vez que nos veremos.

—... La última vez, ¿es así?

—Hitomi, ¿acaso no entiendes? No hay vuelta atrás —dice—. Esa noche, ¿me preguntaste por qué había regresado, no? A cerrar ciclos —él sonríe—. Dime, Hitomi: ¿realmente crees que el daño causado puede repararse? Además, no me necesitas. Has sobrevivido sin mí durante mucho tiempo.

La ira hace que respire lenta y mesuradamente.

—No se trata de sobrevivir, se trata de vivir.

—Vivir, dices. ¿Qué significa vivir para ti? ¿Es esta existencia que llevas, tratando de rescatar algo que ya no existe? —Naraku pregunta con suavidad, y su sonrisa resplandece con algo incómodo y áspero como la pelusa de una araña contra la piel de Hitomi.

Pasa un latido. Hitomi respira profundamente y se da la vuelta. No quiere que Naraku vea sus ojos.

—Para mí, vivir es más que existir. No me conformo con sobrevivir en las sombras.

—No.

—Naraku, por favor.

—¿No ves que tu búsqueda es en vano? ¿Por qué lo haces?

—No lo aceptaré. Aún creo que hay algo de humanidad en ti, algo que pueda redimirse —Hitomi muerde cada palabra al final.

—Dije —susurra Naraku—, no hay vuelta atrás —y sonríe, una sonrisa que lastima como pocas cosas en la tierra.

—Sí, no hay vuelta atrás para ti, pero tampoco hay escapatoria de ser un idiota —responde Hitomi. También puede ser sarcástico—. Aunque, no esperaría menos de alguien que encuentra placer en la propia ruina. Siempre te has deleitado en ser la sombra más oscura en la habitación, ¿no es así? —su voz es quizás un poco más grosera de lo que debería ser cuando agrega—: Eres un cobarde.

Naraku no dice nada y no lo mira, y Hitomi se obliga a suavizarse, a suavizar los pelos que todavía tiemblan de rabia. Contempla el horizonte, anticipando los amaneceres venideros, y siente la presencia de Naraku a su alrededor como los dientes de un lobo mordiendo su cabeza. Cierra los ojos, inhala profundamente y recoge sus palabras como pepitas de una granada medio podrida, resplandeciendo en rojo en el espacio fantasmal detrás de sus párpados.

—Aún tendrás... todo —dice en voz baja y lenta—... Haré lo necesario, te brindaré lo que quieras, y no me marcharé, porque...

Se enreda con las palabras, con lo que debería expresar. Se comprometió y está listo para honrar esa promesa, sin importar las condiciones en las que se encuentren, incluso las que Naraku haya tejido a su alrededor. Sabe que, en la caída, su mente es principalmente un caparazón en blanco, una cáscara vacía que resuena con el latir de la sangre, iluminada por la pálida luz de la luna y acompañada por el rugido voraz del mar. Existe la posibilidad de que ambos sobrevivan, y si emergen de este pozo, lo harán juntos, inseparables, como siempre lo han hecho.

En la bonanza o en la adversidad, en la opulencia o en la escasez. En la salud radiante o en la enfermedad persistente.

No es lo que quería. No es lo que esperaba. Pero es todo lo que tiene, y carece de la fórmula para expresárselo a Naraku.

Naraku lo está mirando.

—Te encerraría en una jaula dorada sobre carne podrida. Ambos estaríamos condenados a un prolongado gemido, aunque dudo que el resultado final fuera digerible, y mucho menos dulce. Te forzaría a construir junto a mí el Infierno, con piedras de dolor y mortero de odio. Fruto podrido en la vid y una conexión enferma e irreversible —Naraku parece cruel y despiadado mientras lo dice—. Estás a mi merced, y eso puede ser algo terriblemente desagradable, especialmente cuando se trata de ti. Pero no creo que ni siquiera tú seas tan estúpido. Ni ninguno de nosotros.

—No sería así.

—¿No sería así? —Naraku arquea las cejas—. ¿Realmente puedes confiar en ti mismo para soportar todo eso? ¿Puedes decirme que el horror no se apoderará de ti eventualmente? ¿Que las viejas heridas no se abrirán bajo la monotonía del desamparo y la dependencia, bajo el peso de la carga increíblemente pesada en la que me convertiré? Porque créeme, esto no es nada. Aún te faltan muchas cosas por aprender.

—¿Lo sería para ti? —Hitomi desafía.

—Tú y yo somos de la misma familia —responde Naraku—, pero no somos de la misma raza. Ni siquiera de la misma especie.

Debería ser un insulto, pero no lo parece. La emoción en la voz de Naraku está completamente mal, como si hubiera pretendido herir, pero algo más sutil se escondiera detrás de sus palabras.

Le viene a la mente un viejo chiste, uno cuya crueldad espantosamente casual lo golpeó cuando era niño.

«¿Dónde encuentras un perro sin patas?»

«En el mismo lugar donde lo abandonaste».

Eso es lo que planea hacer Naraku.

Hitomi descubre que está temblando. Aunque la casa carece de calefacción, no es el frío lo que lo estremece.

—Haré cualquier cosa —le dice, arrastrando las palabras fuera de sí como si fueran piedras. Siente que está entregando un contrato en blanco al diablo, consciente de que ya está condenado en este momento. Su hermano parece un demonio (es un demonio, le corrige su mente), y si aún no desarrolla cuernos, es sólo cuestión de tiempo—... Cualquier cosa que desees —repite.

—No quieres esto —dice Naraku con un tono que roza la razón—. Sé que no me crees, pero es la verdad —y suena tan insoportablemente lógico que Hitomi se imagina a sí mismo mordiéndolo, inclinándose con ferocidad, desgarrándole la piel con los dientes justo en el pómulo derecho.

La imagen es tan vívida que se queda en blanco por un momento, sintiéndose tambalear. Puede saborear la sangre en su boca, y las sensaciones son nítidas. Recuerda la sonrisa de Naraku. Quizás por eso.

—¿Es este otro "regalo extraño"? —escupe.

—Podría serlo —responde Naraku—. Si permites que te haga uno.

—Así que ni siquiera vas a intentarlo —Hitomi se lame los labios y cierra el puño—. Tú. Después de todo lo que hemos hecho para sobrevivir.

—¿No estamos haciendo eso ahora? —pregunta con sólo un leve toque de ironía en su voz—. ¿No es esto supervivencia?

—No, Naraku... —Hitomi se levanta de la cama y camina de un lado a otro, la agitación lo llena tanto de alfileres que no puede quedarse quieto—. No lo es, y lo sabes —la rabia que ha estado acechando los bordes de su mente durante toda esta conversación de repente lo agarra en sus mandíbulas—. Si realmente quieres abandonarme —sujeta las sábanas bruscamente y las libera del colchón, en un movimiento que llena la herida de su pecho con vinagre—, tal vez debería arrancarte la garganta ahora mismo.

—No quieres intentar eso. Arrancarme la garganta, es decir.

Hitomi reflexiona sobre lo agónico que debió ser para Naraku todo su proceso de transformación, su "enfermedad", y en lo bien que debe haberse sentido para él quitarse definitivamente el traje humano. Imagina lo liberador que podría haber sido, como si se hubiera despojado de una piel cosida a la fuerza sobre la anatomía equivocada, y ahora, finalmente, pudiera liberarse; se pregunta si esa nueva piel le queda mejor, si ha empezado a adaptarse desde que fue exonerado y dado de alta.

En lo más profundo de sí mismo, donde las piezas separadas siempre zumban incluso en sus momentos más vulnerables, Hitomi se pregunta cómo encajaría todo ahora.

—¿Es esto un castigo? —exige con rabia—. ¿Te dejé alguna vez? ¿Te abandoné? ¿Qué he hecho para merecer esto? Y ahora, ¿me abandonas, cuando finalmente...? —se detiene, tragando saliva. Ahora que finalmente ha confrontado todo lo ocurrido. Ahora que se ha permitido reconocerlo de manera definitiva. Ahora que lo tiene frente a sí—. ¿Es siquiera justo?

—No te estoy castigando —interrumpe Naraku, y Hitomi ya lo conoce lo suficientemente bien como para saber que no cree que esté mintiendo.

Él se detiene y lo mira. Piensa en cuerpos, medio mutilados para ocultar que sólo falta un órgano. Piensa en horrores indescriptibles, tomados con un propósito singular: atormentar a un hombre, mutilado, descartado. Piensa en los tres años de limbo de Naraku en los bosques del Báltico, prisionero y captor a partes iguales, cuando le quemaron la espalda al rojo vivo.

Piensa en su madre, sangrando a su lado, su cadáver completo, embalsamado y descomponiéndose lentamente bajo tierra, y consigue esbozar una sonrisa enfermiza.

—No te complaceré, Naraku. Esta vez no.

—Oye —dice Naraku, y suena cansado por primera vez—. Confía en mí. Nosotros dos, viviendo así... no lo quieres.

—No me digas lo que quiero y lo que no quiero —Hitomi se acerca a la ventana, el vidrio frío contra sus dedos—. No tienes idea.

—¿No es así? —pregunta Naraku, y no tiene que señalar que a menudo sabe mejor que el propio Hitomi lo que Hitomi quiere, porque Hitomi lo sabe y no puede discutirlo. O viceversa, pues conoce a Naraku mejor que a sí mismo.

Y sabe con certeza de que esto no es lo que Naraku quiere.

—Bueno, ¡voy elegir de todos modos! —gesticula salvajemente con sus brazos y su voz se eleva, resonando entre las paredes de la casa—. ¿No debería ser esa una elección que yo pueda tomar? ¿No puedes al menos permitirme eso?

—No seas egoísta, hermano.

Naraku lo dice en voz baja, y un grito que se siente como vómito sale disparado a través del pecho de Hitomi, detenido apenas detrás de sus dientes. Porque lo único que Naraku ha sido es ser egoísta, cada acción guiada enteramente por el interés propio. Naraku siempre ha sido el arquitecto de sus propios deseos, siempre consiguiendo lo que quiere. Y ahora, que Hitomi tiene la oportunidad de elegir por sí mismo, es tan egoísta que no se lo permitiría.

Una oportunidad a medias, o quizás ni siquiera eso. Podría decirse que estaba encaminado a la ruina. Sin embargo, su vaso siempre parecía destinado a llenarse en lugar de vaciarse, incluso cuando se encontraba en las profundidades del pozo, tan lejos que las estrellas se volvían invisibles al mirar hacia arriba.

¿Cuándo será su turno de elegir?

—¿Ahora soy egoísta? —las palabras brotan con un filo en su lengua—. ¿Soy egoísta para ti? —su respiración se entrecorta, su voz se entrecorta.

—Vivimos más allá de los límites de lo ordinario, Hitomi —responde Naraku—. No hay mapas para el hogar que hemos construido. Aquí, hay dragones.

—Ya no —afirma, esbozando una sonrisa sombría—. Los mataste.

—Lo hice —coincide Naraku—. Y fue hermoso.

La habitación se sumerge en ese silencio denso que oprime. Hitomi arde desde adentro, siente los dientes clavándose primero en el estómago y luego en el corazón.

Naraku vuelve a hablar. Hitomi está familiarizado con su tono, por excelencia, indefinidamente sedoso cuando lo escuchas por primera vez, una sinfonía de fragmentos que la vida y sus experiencias han tejido en su voz. Cada inflexión parece un híbrido en sí misma, cambiando, fluyendo y aumentando, como si esos fragmentos compitieran por liderar el primer plano en función de lo que dice y siente; profesional para asuntos académicos, ligero cuando se siente juguetón, malicioso y condescendiente por una clara superioridad. Pero cuando abre la boca esta vez, corre más hacia lo desconocido de lo que Hitomi jamás había escuchado antes, más allá del confín del mundo, hacia bosques y tierras bajas y mares crueles e inviernos amargos, muy amargos en casas vacías debajo de los castillos.

—Hitomi —susurra, su voz apenas audible sobre el rugido de la sangre en sus oídos—. No queda mucho tiempo. Toma tu decisión.

Es demasiado, finalmente, y Hitomi hace lo que se da cuenta de que probablemente debería haber hecho desde el principio: se da la vuelta y sale corriendo del dormitorio, la puerta resonando en su marco detrás de él.

No basta simplemente con estar fuera de la habitación. Necesita escapar de la misma casa que Naraku, no puede tolerar el aire que ambos respiran, no puede mirar cualquier cosa que sus ojos hayan rozado. Así que corre. Más allá de la propiedad, traspasando la valla que divide el patio y el jardín, a través de campos salpicados de montículos, hierba marchita y parches de nieve medio derretida y congelada de nuevo. Y al llegar al borde del bosque, aún no se siente lo suficientemente lejos.

Quiere seguir avanzando, pero sus pies parecen estar pegados al suelo, incapaces de cruzar ese límite. Su ira se hincha como una tormenta a punto de desbordarse, y siente un odio hacia Naraku tan profundo como sólo puede experimentarlo un hermano o un alma gemela.

Literalmente, porque son gemelos.

Todo empeora aún más por el hecho de que no está seguro de dónde termina la verdadera ira y comienza la que fabricó para compensar la diferencia.

La empatía de Hitomi siempre ha sido un bisturí que corta en ambos sentidos. Puede que mienta, puede que se esconda, pero es el descendiente mutante de Narciso y Casandra, maldito a no ver nada tan claramente como a sí mismo. Sabe que está dibujando los harapos de lo que todos pensaban que era tan estrechamente como puede, incapaz de ocultar la desnudez que hay debajo, negra y con cuernos. Es una causa perdida, es un escudo endeble ante las consecuencias implacables de sus acciones, un eco de la misma fragilidad que comparte con Naraku.

En los últimos años ha tejido con implacable fuerza su traje de normalidad. Su traje de persona. Pero ahora se desgarra en jirones, menos un traje que una crisálida que lo resguardó durante la larga y fría hibernación, soñando con Naraku mientras se abría paso entre los dientes del Dragón.

Pero no solo.

Sabía que su hermano podría resultar herido. Lo había presenciado en varias ocasiones: rostro y nudillos fracturados, hematomas y costillas quebradas, la cicatriz curada y rugosa en medio de su espalda. Lo observó soportar el dolor como un mártir, aunque esa no fuera la metáfora precisa (de hecho, era más una blasfemia). El dolor de Naraku, a diferencia de cualquier otra cosa en él, es utilitario, algo necesario que pospone para lidiar con ello más tarde, encogiéndose de hombros al final de su lista mientras se levanta con sangre en las manos y la boca.

Hitomi comprende ahora que Naraku no puede resultar herido, y sabe que la muerte es inalcanzable para él, incluso cuando, no hace mucho, consideraba la posibilidad de matarlo por sí mismo al encontrarlo tan enfermo.

Verlo en ese estado, en ese punto intermedio entre la vida y la muerte, era tan inverosímil que lo despreciaba. Era como presenciar el nacimiento de una serpiente a partir del huevo de un gallo, algo grotesco y que viola las leyes naturales, contaminando el mundo con su mera existencia.

Desearía poseer un par de gafas ahora, una pantalla tras la cual refugiarse y filtrarse, pero una bala que atraviesa la seda sigue siendo una bala al alcanzar la piel.

La enfermedad de Naraku está grabada a fuego en su mente. Rememora cómo, en varias ocasiones, casi no resistió. Las imágenes persisten, la forma en que se aferró a él, en el escaso tiempo que tuvo, como si fuera un salvavidas... o quizás sea sólo una fantasía que se está contando a sí mismo.

Detalles sobre los que discutir. Un intento desesperado de desviar la atención del hecho inmutable de que Naraku fue quien los llevó al límite, como siempre hace. Y la incómoda verdad de que no es humano.

Él ha cruzado el umbral gélido de una decisión extenuante, y el acto ha trazado una herida irregular en lo más profundo de su alma. Un desangramiento.

Se tamiza, la ira real, aferrándose a su imitación barata como una bolsa de papel, empapada y translúcida después de que su contenido se haya esfumado. Prendarse a ella sólo acelera su desintegración, haciéndola más inútil. Por lo tanto, la deja caer y observa la propiedad por primera vez a la luz del amanecer.

Es hermosa, incluso en invierno. Los campos, dejados en barbecho, se extienden salvajemente hasta la línea de la carretera que pasa a un lado, hacia el bosque, donde es claramente visible la exuberante vegetación. Los rugidos se mezclan, el agua de un arroyo más allá, entre rocas, y el viento en los árboles. El jardín se ha vuelto medio silvestre, donde las zarzamoras y los árboles frutales han renunciado a sus rizomas y a esparcir semillas. La casa, majestuosa y blanca, se yergue con sus grandes ventanas transparentes, mientras que el único camino visible se muestra distante, una senda de tierra cubierta de escarcha, con un resplandor apenas perceptible luchando por emerger entre la maleza marchita.

No podría haber trazado un cuadro más perfecto de su paraíso personal ni aunque le hubieran entregado carbón y eternidad como herramientas.

Naraku es el amo indiscutible de este territorio. Claro, lo es a través de un laberinto de identidades escurridizas, sombras que nunca podrían ser rastreadas de vuelta hasta él. Hitomi se pregunta cuándo lo compró.

También se pregunta si verdaderamente importa. Su tiempo juntos es un ouroboros, un ciclo interminable donde los encuentros se entrelazan de manera indistinguible, como los eslabones de una cadena en su espalda. En lo que realmente cuenta, se conocen desde el principio; en esta vida y, según Naraku, en la anterior.

Hitomi sabe, parado allí, que podría irse. Su mirada se enreda con los árboles, en su mayoría perennes, con algunos parientes de hojas caducas desafiando su desnudez entre ellos. La certeza de su ubicación se arraiga en su mente, pues los rincones salvajes del mundo ya no son tan vastos, especialmente para alguien de su naturaleza. El regreso a la civilización podría trazarse con facilidad.

«Podría...»

Escapar sería como abrir de nuevo su crisálida, una vorágine que lo absorbería sin esfuerzo. Las mentiras que se contó la primera vez crearían un lecho tan cómodo que podría dormir como si ya estuviera muerto; podría, podría y podría.

Pero entiende, en lo más profundo de su ser, como una especie de código genético inscrito en su esencia, que no importa cuánto corra o cuánto agite sus brazos, no va a volar.

Entonces, se queda. Se encadena voluntariamente, como siempre lo ha hecho. En la penumbra, cierra los ojos y susurra una disculpa, aunque pronto se percata de que no comprende a quién está dirigida ni si realmente la desea o necesita.

Hace tiempo que sabe que el amor de Naraku tiene dientes, pero él tiene los suyos propios.

Permanece afuera durante un lapso que parece estirarse hasta los confines del invierno, lo justo para que su cuerpo le susurre sobre la cruda realidad de la estación, sus más de veintiséis años pesando sobre él, y la certeza de que su hermano es un monstruo.

Cuando regresa, Naraku está en su cama. Una vez más, Hitomi no controla su pulso ni su respiración, simplemente se recuesta a su lado, busca debajo de las sábanas y encuentra su mano izquierda. Sus dedos están fríos y distantes, como si los hubiera sumergido en el océano, limpios por el agua salada, pero dentados en los bordes. Porque Naraku no fue hecho para vigilias, no fue hecho para la suavidad ni para ninguna de esas cosas, pero Hitomi sostiene sus dedos de todos modos y los presiona contra su boca, contra la parte más herida de él, y ama con tanta fuerza que se siente como un suicidio. Autoinmolador y definitivo.

En las sombras de la mañana, la voz de Naraku, un susurro apenas perceptible para sus oídos, se filtra:

—No huyes.

—Sabes que no lo haré.

Luego, por supuesto, Naraku tiene que arruinarlo. Justo como ha arruinado todo lo demás.

—Eres un idiota.

Hitomi abre los ojos de nuevo, enderezándose incluso cuando algo pequeño y magullado dentro de él protesta, y mira con cansancio a Naraku.

—Tú lo eres más, Naraku.

Naraku simplemente parpadea, con ojos rubíes, inhumanos, como si hubiera salido del infierno o quizás de las estrellas mismas.

—Envejecerás y morirás —murmura.

La presunción y la malicia se han desvanecido de su tono, dejándolo impregnado de resentimiento. Silencioso, hirviente, gélido. Un dilema. Hitomi ha escuchado esto antes, y aunque tenga años de experiencia, aún no descubre cómo deshacerse de esa carga, incluso si ha hecho lo mejor que puede.

Simplemente se queda a su lado.

—Sé que lo haré. Y te dolerá intensamente cuando ya no quede más que huesos y polvo, sufrirás en cada latido, en cada resquicio del tiempo que permanezcas —responde con una calma que eriza la piel.

Piensa en huesos, sangre, carne y miedo, y se pregunta cómo será cuando el último aliento se disipe y sólo queden rastros efímeros, la agonía de lo perdido resonando aún más fuerte en la existencia de Naraku, anhelando desesperadamente algo que nunca podrá recuperar.

-&-

Todavía existe un demonio en los sueños de Hitomi. Con ojos carmesí, intenta arrebatarle partes vitales. Es débil, apenas logra hacerlo sangrar, aunque está acostumbrado a esa sensación. Las cicatrices no le importan.

Lo abandona cuando la monotonía se instala, vagando por la vastedad indómita de moteles, dormitorios, bosques, ciudades, océanos y castillos en llamas que conforman su mente dormida. Su cuerpo es ligero, el aire cálido; un sueño irreal. Se está desintegrando en los bordes, pero, por supuesto, a él no le importa. En esos momentos, sólo sigue soñando.

A veces descansa en un campo y su melena suelta se extiende a su alrededor. De su garganta ensangrentada asoman flores. Hitomi no puede respirar, no puede gritar ni suplicar. Él yace quieto.

Y las manos de Naraku rodean su cuello, apretando.

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