Dolor como un segundo esqueleto
Descargo de Responsabilidad: InuYasha pertenece a Rumiko Takahashi. Yo sólo estoy jugando con los personajes.
Notas: Este fic es un AU ambientado en tiempos modernos y participaba del Festín del Horror para la pagina de Facebook "InuYasha FanFics".
Sin embargo, antes que nada, permíteme decirte que lo que viene a continuación podría sonar un tanto exagerado, pero en serio, te lo digo con toda sinceridad: si tienes un estómago sensible o simplemente no te llevas bien con lo que podría considerarse como "horror corporal" o "cosas repulsivas", esta historia podría no ser lo tuyo. En otras palabras, es asquerosa. Estoy hablando de descripciones gráficas y desagradables que podrían causar incomodidad a más de uno. De hecho, podría llegar a ser bastante deprimente en algunos momentos. También presenta una relación co-dependiente entre hermanos gemelos, fuertemente influenciada por mi predilección por los gemelos en la ficción en general. Quizás esto pueda resultarte incómodo si buscas una dinámica más "saludable".
Y por amor a tus propios sentidos, no intentes leer esto mientras comes. En serio, no quiero arruinar tu apetito ni provocar náuseas innecesarias. Así que, si tienes un estómago fuerte y una curiosidad morbosa insaciable, adelante, pero asegúrate de estar preparado para lo que estás a punto de enfrentar. ¡Buena suerte!
Promp escogido: Dejavú.
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Cuando Naraku finalmente advierte la mancha en su estómago, ya ha soportado varios días de malestar.
Ese inusual malestar no puede ser ignorado. Un leve dolor, la persistente humedad de sudor en su frente, la fatiga que se apodera de su cuerpo. Es como si el déficit crónico de sueño que ha llevado a cuestas toda su vida hubiera decidido cobrar su deuda de una vez por todas. Naraku raramente se enferma, su resistencia a las adversidades se ha forjado con los años y su sistema inmunológico parece luchar ferozmente contra cualquier amenaza, como si fuera una tenia devorando a otros parásitos.
Se podría pensar que tal vez haya algo en su genética, una peculiaridad retorcida que le es propia, o quizás sea simplemente su naturaleza, porque siempre ha preferido la astucia sobre la ira. Sin embargo, no puede negar que últimamente ha encontrado una extraña paz, sus impulsos de enfado y agresión parecen haberse apaciguado como si las serpenteantes y húmedas sombras en su mente hubieran encontrado inadvertidamente la calma.
Entonces sí, todo parece estar en orden. Hasta que finalmente da con el lugar.
Al comienzo, ni siquiera cruza por su mente que esto tenga alguna relación. Ocurre en el momento en que se despoja de su ropa, listo para una ducha que espera aliviar la incesante lluvia de dolor que se le ha clavado en la cabeza y que se extiende hacia su espalda. En el reflejo del espejo, Naraku atrapa un destello de algo peculiar cerca de su cadera derecha, y casi lo ignora por completo. Sin embargo, en lugar de eso, se inclina hacia adelante, intrigado por la misteriosa marca que ha llamado su atención.
Es de color rosa intenso, como si hubiese tenido algo pegado contra ella y se lo acabara de quitar, adornada con pecas de un rojo ardiente, que se intensifican en el centro. Apenas del tamaño de una moneda de veinticinco centavos y sin rastro de piel dañada, permanece curiosamente intacta. Cuando Naraku la toca, nota que quizás está un tanto más cálida que la piel circundante y le produce una incómoda sensación de picazón y dolor, aunque no muestra signos de inflamación. Atribuye esta extraña mancha a un posible choque contra el picaporte de una puerta y, sin darle más importancia, se adentra en la ducha, relegando el misterio momentáneamente al olvido.
A pesar de que el vapor y el agua caliente brindan cierto alivio, Naraku no encuentra la cura mágica que esperaba. Por lo tanto, en cuanto sale de la regadera, toma la decisión de concederse un día de reposo. Para él, esto se traduce principalmente en indulgencias culinarias y una buena dosis de televisión. Naraku busca a Hitomi, pero no da con él, lo cual quizás sea lo mejor. Si está lidiando con alguna enfermedad incipiente, es preferible que uno de los dos se mantenga en buen estado.
Naraku se estira cómodamente en la cama, vistiendo unos pantalones de pijama decorados con el icónico Spiderman (no es que sea fan del superhéroe, pero le gustan sus poderes). Alterna entre películas de terror de los años ochenta y otras más recientes. Al menos, su apetito no parece haber sufrido ningún cambio. La idea de disfrutar de pollo frito crujiente y una cerveza bien fría suena extremadamente tentadora.
Hasta que, de manera abrupta, esos placeres ya no le resultan atractivos y Naraku se ve luchando para llegar hasta el fregadero.
El interior de su cuerpo arde como una fragua en plena efervescencia, y con un escalofrío repentino, siente que su estómago, normalmente dócil, amenaza con rebelarse y asomarse por su boca mientras vomita, en un episodio que parece prolongarse infinitamente. Naraku se encuentra perplejo, incapaz de recordar cuándo fue la última vez que se sintió tan miserable, y se pregunta si alguna vez pudo haber ingerido tanta comida como para terminar así. Luego, cuando parece que no queda nada más que expulsar excepto bilis amarga, se encoge, respirando profunda y entrecortadamente, empapado en un sudor nauseabundo que lo envuelve como un abrazo indeseado.
Tose y escupe por última vez, con un temblor que lo estremece, alzando la cabeza para enfrentarse al reflejo en el espejo. Se da cuenta de que tendrá que hacer una limpieza minuciosa; las salpicaduras son evidentes. Su rostro, pálido, revela unas iris enrojecidas mientras se desliza una mano por el cabello empapado, con las lágrimas aún acumulándose en las comisuras
Espera pacientemente hasta estar seguro de que el torrente de bilis ha cesado por completo, y hasta que finalmente siente que sus pulmones han recuperado suficiente aire como para apartarse del fregadero. La idea de tomar otra ducha cruza su mente, pero después de haber expulsado prácticamente todo lo que ha comido desde octavo grado (bueno, quizás está exagerando), se siente tan descompuesto que opta por un rápido enjuague y la tarea de limpiar, a fondo, su habitación. El olor grasiento de los restos de pollo hace que algo dentro de él se retuerza, y Naraku tiene en claro por dónde debe comenzar.
Una vez que la evidencia de su malestar ha desaparecido y el fregadero recobra su pulcritud, Naraku procede a cepillarse los dientes. No obstante, cuando se inclina de nuevo para escupir, siente un dolor repentino en la zona de su estómago, como si alguien estuviera presionando su piel tras una larga exposición al sol; había olvidado por completo la marca hasta el momento en que alza su camiseta y la revela.
Podría haberse hecho más grande, se da cuenta mientras observa detenidamente. Por otro lado, puede que no sea así y su mente sólo le está jugando una mala pasada, sembrando dudas sobre algo que en realidad no es tan grave. Piensa que debería haber tomado la precaución de dibujar un círculo alrededor de ella con un marcador cuando la descubrió por primera vez, sólo para estar seguro. Recuerda haber visto algo similar en un programa sensacionalista sobre médicos, aunque ahora no puede recordar el contexto exacto de esa escena. El color es indudablemente distinto, con un tono más oscuro en el centro, donde el rojo moteado cede ante una tonalidad amoratada. Cada vez que Naraku la toca, una pequeña y enfermiza llamarada de dolor surge, impactando directamente en su columna vertebral.
—Raro —murmura, mientras las palabras se escapan entre la espuma de la pasta de dientes en su boca. Si es un hematoma, es realmente extraño, porque no tiene ningún recuerdo de haberse lastimado de esa manera. Y, de todos modos, no se siente en absoluto como un hematoma.
De acuerdo. Naraku considera la posibilidad de que esto sea el resultado de una picadura de araña. Si bien guarda cierta afinidad con estos animales, no le cae en gracia la idea de que uno de ellos haya decidido explorar su piel sin su consentimiento. Además, desconoce si es alérgico a las picaduras de araña o si podría haber alguna consecuencia más grave; frunce el ceño, aunque no demasiado disgustado, al imaginar esas pequeñas patas delgadas recorriendo su figura, un cuerpo suave y jugoso deslizándose entre su camiseta y su epidermis, mientras los colmillos de artrópodo (las arañas no son insectos) penetran en su carne cuando se mueve, desatando una reacción en cadena en el resto de su ser.
Naraku dedica aproximadamente un minuto a ahuyentar el cosquilleo fantasmal que se ha apoderado de su columna al pensar en ello. Luego, toma la decisión de desempolvar y aspirar cada rincón de la casa de arriba hacia abajo en busca de la pequeña intrusa que se ha vuelto su acosadora. Todo esto, por supuesto, tan pronto como supere lo que sea que esté ocurriendo con su cuerpo.
Piensa que tal vez esté desarrollando fiebre mientras se desliza bajo las sábanas. Los dolores comienzan a retorcer sus articulaciones, y los escalofríos recorren su espalda, instándolo a envolverse en la calidez reconfortante de su edredón. Sin embargo, no lo percibe como una alarma; en su mente, un sólido descanso de ocho horas debería bastar para superar cualquier dolencia física.
O quizás diez. O incluso doce. Naraku no se siente inclinado a ser exigente consigo mismo ni a castigarse por dormir hasta tarde. En su lugar, permitirá que su cuerpo tome el descanso que requiera.
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Parece que apenas ha tenido tiempo de cerrar los ojos cuando se despierta abruptamente, liberándose de las mantas. Su mente está dispersa y atormentada por el pánico, sin tener certeza de lo que está ocurriendo hasta que se estrella contra el fregadero y expulsa un ácido estomacal fino y espumoso. Se inclina sobre el lavabo, jadeando, mientras espera que el martilleo incesante en su pecho amaine su presión. Sus ojos se dirigen hacia el reloj en la pared.
—Oh, eso no puede ser jodidamente correcto.
No obstante, esta vez, al revisar el reloj en su muñeca y en su teléfono, ambos confirman lo que muestra el primero. Han pasado nueve horas desde que se acostó, y sin embargo, siente como si apenas hubieran transcurrido cinco minutos.
No está mejor. Cada inhalación le provoca una punzada, sus fosas nasales se sienten abrasadas tras el baño ácido, y la fiebre persiste sin dar tregua. A pesar de todo, Naraku concluye de que si no ha mejorado hasta ese momento, el sueño no será la solución para lo que lo aqueja. Aunque la idea de regresar a la cama parece inefablemente tentadora, decide no hacerlo.
Con eso en mente, Naraku se traga lo que seguramente es una dosis excesiva de ibuprofeno, acompañada por la restante de una botella de agua fría y cristalina. No es precisamente una decisión brillante en ninguno de los frentes, pero no es como si su historial estuviera lleno de elecciones perfectas. Podría culpar a sus genes, pero en realidad, la culpa es sólo suya.
Naraku se despoja del pijama, que está empapado en sudor al punto de emitir un sonido húmedo cuando cae al fondo de la cesta de ropa sucia. Ha vuelto a olvidarse del salpullido. Se siente como un déjà vu: no tiene ni idea si ha crecido más desde la última vez, ya que nuevamente tampoco ha marcado su tamaño en esta segunda ocasión. Agarra un bolígrafo de su escritorio y traza un círculo alrededor de la mancha, mientras su mano tiembla un poco. Quiere tener la ilusión de que este simple acto pueda mantener a raya cualquier cambio adicional. O, en el peor de los casos, al menos sabrá si ha crecido más la próxima vez.
En el centro, la mancha es de un tono violáceo, tan oscuro como una nube de tormenta. Cuando Naraku se aventura a tocarla, el dolor es punzante, lo suficiente como para dejarlo sin aliento. Pero hay algo más aquí, algo que va más allá de lo que se puede ver.
Se siente... extrañamente suave. Justo ahí, en el medio. Como si algo debajo de su piel se estuviera soltando y aflojando.
Definitivamente podría ser una picadura de araña, decide después de mirar algunas fotos en su teléfono y arquear las cejas. No obstante, la peculiaridad es que su piel no muestra la hinchazón característica de la mayoría de los ejemplos que ha visto. Desliza una mano sobre la zona en un intento por sentir si hay alguna elevación, y experimenta una serie de extraños y dolorosos pinchazos, como la cinta médica al momento de desprenderse con brusquedad.
Naraku examina sus dedos, perplejo. Esto indudablemente no puede ser normal. Hay una textura sedosa, pegajosa, similar a lo que producen... las arañas, precisamente; sea lo que sea, está por todas partes, como si la sustancia blancuzca hubiera brotado de su piel. Los moretones no generan algo como eso, ni las heridas, y tampoco está convencido de que las picaduras de araña lo hagan, al menos no según lo que ha leído en casos registrados.
«Dudo que haya sido una araña radioactiva».
—Debe ser esa vieja bruja —murmura para sí mismo con una expresión de desconfianza en su rostro—. Sí, me mira mal cada vez que me la encuentro en el mercado. Siempre ha sido un enigma, esa mujer —Naraku se imagina a la anciana vecina con su sombrero puntiagudo y su mirada penetrante, lanzándole maldiciones silenciosas cada vez que pasa por su puerta—. ¿Habrá lanzado algún tipo de maleficio sobre mí?
Mira a los lados, como si la anciana fuera a aparecer de repente.
—Podría ser cualquiera de mis clientes anteriores. No es como si mi lista de amigos fuera larga —divaga, recordando a todos los rostros sin nombre y voces distorsionadas que han contratado sus servicios a lo largo de los años. Algunos le deben favores, otros podrían estar deseando vengarse por algún motivo oscuro—. Quizás es ese tipo del sindicato —frunce el ceño—. Nunca le agradé del todo. Siempre tan callado y observador. ¿Quién sabe qué clase de conexiones tiene? Podría haber reunido información sobre mí.
Naraku se pregunta si alguien ha descubierto su verdadera identidad o si ha dejado rastros que ahora lo persiguen. Mira sus manos, que han hecho cosas terribles en nombre del dinero.
—O tal vez —continúa en voz baja—, es uno de los que dejé atrás, uno de los que no pudo seguirme el ritmo. Siempre hay alguien dispuesto a trepar por encima de los cadáveres de los demás en este negocio.
Se sume en sus pensamientos conspirativos durante unos segundos más, para luego sacudir la cabeza y reírse de sí mismo.
«Tonterías».
Naraku contempla el área por un breve instante antes de abrir el pequeño botiquín de primeros auxilios que guarda en su baño. Cubre la zona afectada con una generosa gasa antes de colocarse una camisa fresca. Sabe que después de una ducha, podrá abordar un tratamiento más exhaustivo una vez que haya ingerido algo para calmar su estómago.
«Seguro que es sólo una reacción alérgica extraña o una enfermedad común. Nada más que eso».
Siente sus dientes como si estuvieran cubiertos de una fina capa de arena, y su boca tiene ese regusto amargo que evoca la parte inferior de un vertedero. Recuerda las palabras de Hitomi, quien le había aconsejado no cepillarse los dientes inmediatamente después de comer o beber algo, argumentando que el esmalte dental estaba vulnerable y el cepillado lo desgastaría. Pero en este momento, no ve cómo podría dejar las cosas así.
Coloca pasta dental en las cerdas suaves.
La lengua de Naraku arde de dolor, sus encías y el interior de sus mejillas parecen haber sido sometidos a un feroz cepillado con alambre, dejando una sensación abrasadora en su boca. Una vez que el sabor del vómito y la espuma picante se desvanece, su paladar queda impregnado con un extraño matiz metálico. Al extender la lengua, observa un conjunto de manchas rojas sobre un fondo pálido, como si la capa superior de sus papilas gustativas se hubiera desprendido.
Supone que todo esto está relacionado con el hecho de vomitar y decide que es hora de buscar algo para comer.
Naraku se encamina hacia la cocina, con su corazón anhelando "huevos con jamón", pero su mente sugiriéndole "tostadas secas y avena simple". Como de costumbre, sigue la voz de la razón en su cabeza; si bien en privado etiqueta este desayuno como "al estilo Hitomi", sabe que sería mucho más fácil vomitar avena que jamón. Además, prefiere arruinarlo por sí mismo si llega a eso.
Hablando de Hitomi y sus desayunos, justo cuando Naraku yace esperando pacientemente junto a la tostadora, él también entra. Su cabello está recogido en un pequeño y elegante moño que adorna su coronilla, y esos ojos melancólicos reflejan su tranquila elegancia. A pesar de que no hace nada que podría considerarse "molesto", su presencia logra irritar a Naraku más de lo que está dispuesto a admitir. Aunque, por supuesto, no le dirá eso a Hitomi.
Su gemelo parece distraído, sosteniendo libros y una computadora portátil bajo el brazo mientras se sirve una taza de café, un acto que Naraku decide evitar. Luego, toma un cartón de huevos del refrigerador, asintiendo levemente hacia Naraku, antes de volver a centrarse en sus propios asuntos. Sin embargo, tras un instante, su mirada regresa a Naraku, como si recién ahora hubiera notado su lamentable estado. No es que le sorprenda; resulta difícil pasar por alto el aspecto tan miserable que presenta hoy.
—Te ves horrible —le dice con simpleza, y lo peor de todo es que ni siquiera lo hace con intenciones de ofender.
Naraku le lanza una mirada asesina por un momento antes de girar bruscamente hacia el tostador, como si estuviera buscando la salvación en una rebanada de pan.
—Sí, gracias por el cumplido. Deberías verme por dentro.
Hitomi parece un tanto contrariado por su respuesta, pero no presiona el tema. En cambio, rompe un huevo en un bol y comienza a batirlo, dejando en claro que lo ha hecho muchas veces antes. El sonido rítmico de la cuchara de madera removiendo el huevo llena la cocina, creando un ritmo hipnótico que logra distraer a Naraku lo suficiente. Observa en silencio mientras su gemelo vierte la mezcla en una sartén, y el delicioso aroma de los huevos revueltos empieza a llenar el lugar. La idea de comer resulta tentadora, pero su estómago sigue retorciéndose de dolor y malestar, y se pregunta si será capaz de mantener el desayuno en su interior.
—¿Qué te sucedió, Naraku?
Naraku frunce el ceño, con el ánimo de desviar la atención de sí mismo. Está incómodo, sintiendo la mirada penetrante de Hitomi.
—¿A mí? Nada importante, sólo una noche incómoda —responde vagamente, como si esa respuesta bastara. No quiere dar explicaciones.
—No, en serio te ves muy mal —dice Hitomi seriamente—. ¿Estás bien? Quiero decir, supongo que no te he visto desde... cielos, la noche anterior a que yo...
Naraku no puede evitar sentirse incómodo bajo la mirada inquisitiva de Hitomi. Aunque está acostumbrado a mantener sus asuntos en privado, él tiene una forma de escudriñar más allá de lo evidente.
—No es gran cosa. Sólo me sentía un poco mal ayer por la noche. Debe de haber sido algo que comí.
Hitomi se acerca a Naraku, observándolo con atención. A pesar de su respuesta evasiva, su gemelo parece preocupado y no se siente satisfecho con la explicación dada.
—Naraku, eso no suena como "algo que comiste" —dice en tono tranquilo, pero firme—. Estás empapado en sudor y pareces más pálido de lo que jamás te he visto —frunce el ceño.
—Es sólo una mala racha, Hitomi. No necesitas preocuparte tanto. De verdad, estoy bien.
Hitomi lo mira fijamente un momento más antes de suspirar y darle la vuelta a la tortilla en la sartén.
—Nunca has sido bueno ocultando cuando algo te molesta. Pero si sientes que es sólo una mala racha, lo dejaremos estar.
En silencio, ninguno de los dos intercambia palabras adicionales. Naraku come su avena y tostadas, mientras Hitomi corta en pedazos la tortilla de clara de huevo. El roce del pan provoca una ligera molestia en las áreas sensibles de su boca, y sus encías le pican cada vez que da un mordisco.
Naraku se plantea si esa mancha en su estómago podría ser un sarpullido repentino. Tal vez ha desarrollado de repente una alergia al detergente que utiliza para lavar la ropa. Lo curioso es que, al volver al baño para ducharse, siente una extraña necesidad de acariciar la piel bajo el trayecto del agua hasta que se irrita, incluso cuando los escalofríos hacen su regreso, como si esa mancha rosada tuviera una ferviente aversión al agua caliente. Quién sabe, tal vez simplemente no disfruta de ser tocada.
La inspecciona de nuevo, y quizás advierte que la tonalidad rosada se ha extendido un poco más allá de los límites trazados por el bolígrafo. Sin embargo, es difícil determinar cuán preciso fue su intento de dibujar un círculo en primer lugar.
Brilla, como si estuviera supurando algo. Luego, observa la gasa y se da cuenta de que hay más seda pegada a la almohadilla de algodón de lo que inicialmente había anticipado. Aunque duele, decide lavarla, convencido de que, pase lo que pase, mantenerla limpia no puede hacerle daño.
Naraku espera sinceramente que no se extienda aún más hacia su pelvis. Tiene una cierta apreciación por su vello púbico y no está dispuesto a perderlo.
El efecto del ibuprofeno se desvanece a medida que pasa el tiempo, y su fiebre vuelve a alzarse; Naraku siente como si hubieran enrollado alambre de púas en cada una de sus articulaciones, desencadenando pequeñas y brillantes llamaradas de dolor que le hacen experimentar una punzante molestia en la garganta cuando traga o se mueve. El dolor de cabeza que tuvo ayer ha regresado con fuerza, y muy pronto siente tanto frío que sus dientes comienzan a castañear; sospecha que está camino a sufrir una gripe particularmente desagradable, y la generosa porción de tostadas y avena revolviéndose en su estómago, amenazando con subir, sólo aumenta su convicción al respecto.
Es mejor pensar eso que cualquier otra cosa.
Naraku tiene la intención de cepillarse los dientes una vez más después de su ducha, pero su boca y sus dientes realmente comienzan a molestarlo, percibiendo un amargo regusto, como ácido estomacal. Finalmente, se contenta con enjuagarse las encías con un par de sorbos de agua y empieza a considerar la idea de afeitarse, acariciando suavemente su rostro mientras observa su reflejo en el espejo. Frunce el ceño, debatiéndose entre los riesgos de afeitarse con manos temblorosas o la incómoda picazón de la barba. Sin embargo, justo en ese momento, su atención se desvía hacia una nueva marca en su nudillo derecho.
Rosa. Salpicada de tonos rojos. Le duele al más mínimo roce.
Naraku traga con dificultad, sintiendo que algo no está en absoluto bien.
Aplica una crema de su botiquín tanto en la mancha del estómago como en la de su nudillo; antibióticos, antihistamínicos, no importa, los usa. Luego envuelve ambas en gasas y se mete desnudo en la cama, preocupado por lo que está sucediendo en su cuerpo. La cicatriz en su espalda late un poco, de mal humor, recordándole los dolores fantasmas que a veces lo atormentan, entonces se calma de nuevo. Ha estado sorprendentemente tranquila durante el día anterior. No es algo de lo que Naraku vaya a quejarse, pero definitivamente le resulta extraño.
Naraku se dice a sí mismo, de manera vaga pero reconfortante, que superará esto en una semana, o tal vez, como máximo, en diez días.
La idea de estar fuera de servicio durante tanto tiempo le resulta desagradable, pero reconoce que, en el gran esquema de las cosas, y considerando su rareza a la hora de enfermarse, en realidad no es un período tan extenso.
«Vaya, qué maravillosa forma de tomarme unas vacaciones. Una gripe que parece más bien una pesadilla de Stephen King y un misterioso sarpullido en mi cuerpo que supura telaraña. Por supuesto, no podía elegir un resfriado común y corriente; no, tenía que ser algo digno de una película de terror».
Cerrando los ojos, intenta relajarse y se promete a sí mismo que resolverá este misterio de una manera u otra, sin importar cuánto tiempo le lleve. La idea de estar fuera de servicio durante unos días o incluso unas semanas no es lo que había planeado, pero acepta que la vida puede ser impredecible, especialmente para alguien en su línea de trabajo. Por el momento, su prioridad es recuperarse y entender qué demonios está sucediendo con su cuerpo.
No lo consigue.
El desayuno de esta mañana finalmente se abre paso fuera de él con una sensación abrasadora, expulsándolo poco después de haber sido ingerido. Naraku se abstiene de mirar el reloj, no quiere arriesgarse a descubrir que su noción del tiempo podría estar equivocada una vez más.
Cuando termina de vomitar, intenta convencerse de que la franja roja que se desliza por el borde interior del fregadero se debe únicamente a la cantidad de vómito, pero obviamente es un pobre intento de meter el problema bajo la alfombra.
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Naraku no está mejor una semana después. O diez días.
En todo caso, piensa que en realidad podría estar peor.
Todavía está ardiendo de fiebre y siente un dolor en las articulaciones que parece como si alguien hubiera decidido caminar sobre ellas con unos tacones de aguja, hundiendo sus talones en la unión de sus huesos sin piedad. Cada respiración viene acompañada por una leve y burbujeante opresión en su pecho, mientras que su boca y senos nasales están tan en carne viva y maltratados que sangran al menor roce. La pregunta que se plantea es si podrá retener cualquier cosa que se adentre más allá de sus amígdalas hinchadas, porque la sensación de asfixia es constante; a decir verdad, está ingiriendo lo suficiente como para evitar la inanición o la deshidratación, pero en este punto, no está seguro de si eso es realmente algo positivo o no.
Las manchas en su piel le parecen ahora como patrones vagamente reminiscentes de la telaraña de una araña, y las sustancias pegajosas le recuerdan a la seda, y según lo que ha leído en internet, ninguna enfermedad debería causarle esto. Actualmente aparecen en su tobillo izquierdo, su bíceps derecho, su omóplato izquierdo, su muslo derecho, su nuca, incluso se extienden por debajo de su línea de cabello... o al menos donde solía estar su cabello. Aunque no se ha mirado al espejo ni quiere hacerlo, ha notado que la almohada está cubierta de una gran cantidad de cabello negro, que solía estar en su cabeza.
Las primeras manchas han continuado expandiéndose. Su mano derecha se siente prácticamente inútil debido a un hormigueo constante y punzante, mientras que la marca en su estómago ha descendido hasta alcanzar su ombligo, como una especie de moho que se arrastra inexorablemente. El centro es ahora de un tono negro, o casi; Naraku no puede soportar ni la más mínima presión sobre ella, porque incluso la gasa que mantiene en su lugar le resulta una agonía necesaria. Sin embargo, nota que la piel se desplaza de manera inusual cuando camina o realiza movimientos bruscos; se siente como si no hubiera nada entre la piel y la carne, excepto algo líquido y resbaladizo.
Brilla iridiscente al cambiar el vendaje, como las escamas de grasa en las carnes frías.
Hitomi lo sabe. Por supuesto que sí. Naraku ha mantenido su condición en secreto todo el tiempo que pudo, pero caminar por la casa luciendo como Bob Esponja en aquel episodio donde contrajo una gripe o lo que sea, hace que Hitomi comience a sospechar. Sólo es cuestión de tiempo antes de que lo descubra; Naraku se inclina sobre un inodoro, un lavabo, o cualquier superficie ligeramente cóncava disponible, expulsando lo poco que ha logrado comer, lo poco que necesita para seguir con vida. Hitomi está molesto por no haberle revelado la situación antes, pero su preocupación supera su enojo, y entra directamente en modo "mamá gallina". Insiste en que Naraku permanezca en la cama, lo cuida con un suministro constante de galletas saladas y ginger ale, y toma su temperatura cada pocas horas; según él, más de cien grados.
Aunque no sabe nada de las erupciones, Naraku logra ocultar la mayor parte de la gasa. Su mano parece más bien como si sus nudillos hubieran sido aplastados por una piedra.
Honestamente, eso probablemente se habría sentido mejor.
Las noches son las peores. Durante el día, Hitomi puede mantenerlo distraído con palabras de aliento y distracciones, pero en la oscuridad, cuando los síntomas se intensifican, se siente completamente solo. Los días pasan lentamente, con Naraku atrapado en su cama, luchando contra una fiebre que se niega a ceder. Los sueños son pesadillas retorcidas que lo atormentan, y despierta empapado en sudor, con el corazón golpeando en su pecho y la cicatriz en su espalda palpitando en sincronía con su pulso.
Naraku se sorprende a sí mismo al pensar que no sería una buena idea que Hitomi se enfermase. Por un lado, si su gemelo pasa por esto, ambos estarían en problemas, dado que al menos uno de ellos debe estar funcional. No obstante, siente cierto desagrado y egoísmo al no querer que Hitomi se aleje de él, y Hitomi es lo suficientemente tonto como para obedecerlo. Además, él tampoco ha dado señales de querer irse. Naraku se lo ha repetido una y otra vez, a pesar de tener que luchar contra ataques de tos y episodios de vómito. Aun así, Hitomi está siendo cuidadoso, manteniendo una distancia segura y lavándose las manos con regularidad. Sin embargo, no está usando una mascarilla protectora, sin importar cuántas veces Naraku se lo haya dicho.
—Naraku, la mayor parte de nuestro aire es reciclado, de todos modos —dice, señalando las rejillas de ventilación. Parece aún más fatigado que hace un par de semanas—. Estamos respirando los gérmenes del otro todo el tiempo. Si lo que sea que tengas está en el aire, yo ya lo tengo.
Y eso hace que Naraku se sienta terrible, al menos emocionalmente. Físicamente, ya está un sesenta por ciento seguro de que se está muriendo.
Su espalda se arquea con dolor, su pecho se siente apretado y la sangre gotea de su nariz mientras tose desesperadamente en la cama. Naraku agradece a regañadientes la presencia de Hitomi cuando la tos se convierte en vómito y su hermano está allí para entregarle un balde a tiempo. Hitomi frota su espalda con ternura al tiempo que pasa por esa horrible experiencia. Sus manos rozan el salpullido en su hombro, lo que aumenta las náuseas, pero Naraku no lo menciona.
—Tal vez —dice Hitomi en voz baja, una vez que Naraku empieza a escupir y jadear—, deberíamos considerar ver a un médico.
Por supuesto que deberían ver a un médico, el problema es que todos quieren matar a Naraku o arrestarlo, desde la mafia hasta la policía, y siente una inusual dosis de agorafobia.
—No —responde Naraku con voz áspera.
—Han pasado casi dos semanas. Tu fiebre no baja y suena como si estuvieras teniendo neumonía. Es posible que hayas aspirado...
—No —espeta Naraku de nuevo, con la voz entrecortada. Escupe un fajo de flema con sabor a cobre. Tiene otra hemorragia nasal, provocada por sus últimos esfuerzos, y se endereza e inclina la cabeza hacia atrás como había aprendido hace veinte años. Siente que la sangre le baja al estómago y sabe que la vomitará más tarde. Sucede todo el tiempo. Finge que eso explica el tono rojo que ve en su vómito.
Hitomi lo observa, la preocupación esculpida en su rostro. Naraku sacude la cabeza sin decir palabra.
Ninguno de los dos es un gran admirador de los hospitales, por las mismas razones que nadie lo es. Especialmente no personas que han llevado tantas causas perdidas a urgencias como ellos. Personas que han visto morir a dos padres en camas de hospital y que han estado al borde de la muerte en ese mismo lugar más de una vez. Pero tampoco son idiotas. Naraku ha aprendido temprano a reconocer cuándo tiene algo entre manos que no puede resolver con whisky e hilo dental. La neumonía y esas erupciones pútridas y pegajosas probablemente cumplen con los requisitos.
Simplemente no puede explicar el malestar visceral que lo aqueja cada vez que considera la idea de acudir al médico, de dejar la casa... demonios, incluso de salir de su propia habitación. Parte de esa sensación es paranoia, algo que sabe que se activa en las ocasiones que se aproxima a alguien que intentaría examinarlo, que intentaría ponerle las manos encima. Pero eso no es todo. Lo que queda es mucho más profundo y arraigado.
Naraku, en general, es una causa perdida, y en este momento sólo quiere volver a sumirse en la calidez de su edredón, ver televisión junto a Hitomi y, finalmente, entregarse al sueño. En realidad, no está siendo demasiado quisquilloso. Su deseo es simple por primera vez en su vida. Pero Hitomi es perseverante, y no se da por vencido.
—Atención de urgencia —dice—. Vamos, Naraku, sólo un hisopo de garganta y una radiografía de tórax. Tienen todo internamente, no tienes que ser admitido ni ir a ningún otro lugar. Puedes hacerlo como si fueras yo. Nadie me busca.
—No.
—Entonces sólo la radiografía.
—No, Hitomi.
—Déjame llamar-
—No.
Hitomi levanta las manos y las deja caer sobre sus muslos, sacudiendo la cabeza.
—¿Atención en línea?
Naraku vuelve a negar. La sangre le corre por un lado de la cara y Hitomi se rinde y opta por limpiarla con un pañuelo de papel. Honestamente, parece que podría haber presionado mucho más. Naraku tiene que preguntarse si Hitomi lo está manejando con tanto cuidado porque le da miedo romper algo. Naraku concluye que sí. Ahora descansa en una posición semi-incorporada para dormir, debido a que acostarse no es fácil con su dificultad para respirar. Esta es una de las razones por las que Hitomi sospecha que Naraku podría tener neumonía. Pero obviamente no es el caso, por mucho que se trate de convencer.
Cuando Naraku está boca arriba, jura que puede percibir cómo sus entrañas comienzan a desmoronarse en su interior. Se siente como si se estuviera aflojando, fragmentando, piezas que se deslizan hacia lugares donde no deberían estar y grietas suaves que se ensanchan lentamente; los latidos de su corazón parecen casi pantanosos, y le resulta difícil creer que todo esto sea simplemente producto de su imaginación.
No es estúpido. Al menos, no completamente. Reconoce que, desde un punto de vista lógico, debería haber consultado a un médico hace dos semanas, cuando apareció el primer salpullido. Y en este momento, realmente debería ir, si tan sólo esos instintos profundos no estuvieran tan arraigados en la médula de sus huesos.
No es sino hasta más tarde, mientras se prepara para tomar una ducha, que a Naraku le asalta la idea de que podría haber algo mal en su interior que un médico común y corriente no podría resolver.
Está sentado en el banco de la ducha, despojándose lentamente de capas de ropa, y cuando va a retirarse los dos calcetines gruesos de su pie izquierdo, la mayoría de las uñas de sus dedos se desprenden con ellos.
Le duele de manera similar a arrancarse un diente flojo con una pinza; rápido, pero certero.
Naraku se queda atónito al observar cómo la corrupción progresiva de su tobillo se ha extendido hasta su pie. Sus dedos son un desastre de cera derretida, como si estuvieran aplastados y como si la carne hubiera perdido su firmeza. Su meñique, en particular, se ve extremadamente desagradable. Puede jurar que vislumbra el hueso donde se ha soltado la uña, llevándose consigo una buena porción de carne.
Naraku siente que algo líquido escapa de las heridas. En un acto casi automático, retira una uña del calcetín y se da cuenta de que, de hecho, se ha arrancado un buen trozo de carne. Al acercar este fragmento a su nariz, se atraganta por reflejo. Lo que había asumido previamente como un simple hedor a falta de higiene debido a su incapacidad para lavarse adecuadamente (dado que lo único que ha podido hacer recientemente es apoyarse contra la pared bajo una ducha poco cálida mientras tiembla sin control) parece ser en parte responsabilidad de estas manchas a lo largo de su anatomía. El olor es inconfundiblemente a infección, rozando peligrosamente la podredumbre.
Sin embargo, no es el tipo de decadencia a la que Naraku está acostumbrado. Prácticamente creció inmunizado al familiar hedor a cementerio en su boca, al aroma persistente de la sangre que se aferraba a su ropa sin importar cuántas veces la metiera en las ruidosas máquinas de lavandería. La carne putrefacta, aunque repugnante, es algo natural, simplemente parte del ciclo de la vida.
Esto... huele como si no lo fuera en absoluto.
Mirando hacia los cráteres hinchados y llenos de líquido que solían ser sus uñas de los pies, Naraku pasa la lengua entre los dientes frontales y el labio superior sin siquiera pensarlo. Le vienen a la mente imágenes de mandíbulas fantasmas: una fila desordenada de lo que podrían ser agujeros, de los que podrían emerger colmillos afilados, diseñados para retraerse a voluntad, cargados de un veneno dulzón y enfermizo. Pedipalpos, telaraña bajo la piel. Toca mucho esa línea de pensamientos mientras se estremece, y de pronto se halla recordando viejas leyendas, mitos en los que ya nadie cree, aquellos que no son más que cuentos transmitidos de boca en boca por ancianos dementes, historias que se retuercen como serpientes venenosas en las mentes de quienes las escuchan.
Es, precisamente, como un segundo esqueleto tratando de salir, y se pregunta si acaso hay algo de verdad en esos relatos sobre cosas en la oscuridad, rarezas más antiguas que el concepto del miedo, de las que sólo se habla entre risas o susurros para asustar a los niños, a los supersticiosos y a los ignorantes; quién y qué es se siente tan frágil como la fina piel de sus encías.
Naraku se pregunta, también, si las uñas que acaba de perder volverán a crecer como garras afiladas. Si está vomitando porque su cuerpo ya necesita algo más que puré de manzana y trozos de hielo. Si las erupciones son sólo su piel en proceso de mutación hacia algo desconocido. Decir que esto es una pesadilla que se despliega con lentitud, una metamorfosis que se siente interminable, sería un eufemismo, porque, aparentemente, convertirse en un monstruo no es un día soleado en la playa; es un lento y agonizante descenso hacia la locura.
Por otro lado, podría ser sólo una enfermedad la que estuviera haciendo esto, supone, subiéndose la camisa y observando la primera mancha. El color parece incluso más feo de lo habitual en comparación con lo pálida que se ve su piel, y duda que una infección o una epidemia esté detrás de todo lo que le está ocurriendo. Las noticias probablemente habrían mencionado algo como eso, o al menos internet. No es que realmente confíe en ninguno de ellos más de lo que puede confiar en sí mismo.
Entonces, ¿tal vez se trata del síndrome de Cotard? Suena como el tipo de trastorno que alguien como Naraku tendría, aunque no cuadra con Hitomi, que claramente puede ver sus síntomas físicos, lo que descartaría un delirio psiquiátrico si se supone que sólo uno de ellos debería ser capaz de hacerlo.
Excepto que, en el peor de los casos, ambos lo padezcan. Pero, ¿no debería Hitomi percibirse a sí mismo como Naraku se percibe, con la podredumbre consumiendo sus tejidos?
Frunciendo el ceño, repasa mentalmente sus últimos trabajos, buscando algún indicio de contacto inusual que pudiera haberlo infectado. Es difícil, sus pensamientos están llenos de miedo y fiebre, pero no hay mucho que pueda recordar. Ricos, pobres. Gente corriente a la que ha eliminado por dinero. Nada fuera de lo común, ningún loco que lo hubiera mordido o hubiese derramado su sangre sobre él con el fin de enfermarlo. Siempre ha sido extremadamente cuidadoso con esas cosas. Además, Hitomi parece estar en buena salud, lo que sugiere que esta monstruosidad, sea lo que sea, no es contagiosa; sólo algo que podría afectar a Naraku, de todos los bastardos existentes. Casi le dan ganas de reír.
Se despoja de su ropa y entra cojeando en la ducha.
Sin embargo, sus pensamientos vuelven a las supersticiones. Con cuidado, Naraku se cepilla los dientes en el fregadero, a pesar del dolor, usando pasta dental. Las cerdas rozan áreas sensibles y, para su desgracia, uno de sus dientes se cae.
Lo escupe, y una buena cantidad de sangre oscura salpica el fregadero. Siente náuseas por el sabor mientras el líquido carmesí, entremezclado con la espuma, resuena en la porcelana. Levanta la vista y se encuentra con sus ojos en el espejo. Están hundidos, enrojecidos. Un vaso sanguíneo se ha reventado en el izquierdo, haciendo que un lado de su esclerótica se tiña completamente de rojo. Parece como si una gota de sangre estuviera arrastrándose alrededor del iris, del mismo color blanco sangriento que el molar que acaba de perder.
Hitomi elige ese momento exacto para entrar a su habitación con un montón de ropa limpia en las manos.
—Mierda, ¿tiraste...? —se sobresalta y luego se detiene al ver el interior del fregadero—. ¿Qué carajo? Tú... eso es un diente. ¿Se te están cayendo los dientes? Naraku, ¿qué demonios está pasando?
Naraku se seca la boca y lo mira, irritado.
—Oh, no, ¿sabes? Estoy en medio de una transformación hacia un tiburón, y los dientes son lo primero en irse —jadea.
—Naraku, lo siento si te asusté. Sólo... ¡nunca había visto algo así! —Hitomi responde, sus ojos todavía fijos en el inquietante espectáculo del fregadero—. ¿En serio, los dientes se caen tan rápido? ¿Estás seguro de que no necesitas ver a un médico? ¡Estás perdiendo dientes y tienes sangre en todas partes!
Bien, desearía haber evitado que Hitomi divisara el diente, mantenerlo oculto en su creciente pesadilla personal. Naraku lo mira apretar los labios, sus ojos abriéndose y su rostro tornándose pálido como la luna. Parece que ha visto un fantasma. Sin embargo, tal vez sea algo bueno que lo descubra. De ninguna manera Naraku puede afrontar esto solo, y no es como si su condición continuara siendo un secreto.
—Sólo... vamos —dice Hitomi, apoyándolo mientras se tambalea sobre sus pies—. Te llevaremos de vuelta a la cama.
Naraku ha contribuido más de lo que tal vez debería haberlo hecho. No quiere que Hitomi tenga que arrastrarlo como a un inválido, como lo ha tenido que hacer para muchas tareas desde que Naraku quedó irremediablemente fuera de combate. A pesar de sus esfuerzos, se ha vuelto un inútil, y odia cada aspecto de esta nueva debilidad; Hitomi prácticamente tiene que cargarlo de vuelta a la cama, donde Naraku se desmaya antes de siquiera estar cubierto por el edredón.
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No está seguro de cuánto tiempo ha pasado al instante que se despierta y siente la necesidad de orinar. Se levanta de la cama, todavía aturdido, y entra tambaleándose en el baño. El proceso le duele y lo que ve en el inodoro es oscuro, pero una infección urinaria es literalmente la menor de sus preocupaciones en este momento. Probablemente se debe al hecho de que no está reteniendo suficiente agua, de todos modos. No vale la pena darle vueltas al asunto.
Ha estado tratando de evitar los espejos. No es que le preocupe su apariencia, porque ya sabe que la respuesta es aterradora. Sin embargo, la curiosidad es un monstruo en sí misma, y Naraku no puede resistirse a ella, así que finalmente se enfrenta a su reflejo, observando la figura demacrada y enferma que le devuelve la mirada.
—Esto es un mal sueño —murmura para sí mismo, aunque sabe que no lo es. La realidad es mucho más escalofriante.
El salpullido que se arrastra desde la parte posterior de su cuello hasta su mandíbula parece ser el culpable de que la bisagra del lado derecho se sienta tambaleante y chirrie, como si estuviera al borde de aflojarse con cada bostezo. Sus labios están agrietados hasta el punto de sangrar, y llagas rodean su boca, mientras que las fosas nasales están cubiertas de más sangre. Además, ha desarrollado pecas, lo cual es extraño, porque nunca antes había tenido pecas; aunque, en realidad, sabe que no son pecas, sino pequeñas manchas de sangre que se esconden bajo la piel.
Hitomi las ha llamado petequias, una palabra que suena preocupante.
No es hasta que se mira en el espejo que Naraku se horroriza al darse cuenta, también, de que ya no puede ver con un ojo. El otro, el que ha sufrido la rotura de un vaso sanguíneo, yace sumido en una oscuridad roja, como si una cortina carmesí le hubiera arrebatado la visión; la sangre ha inundado el espacio entre la córnea y el resto del ojo, y cuando cierra el que está sano, todo lo que queda es una neblina roja y vaporosa.
—Podríamos estar en urgencias en veinte minutos —dice Hitomi al encontrarlo todavía contemplándose en el espejo, tomándolo de un brazo y arrastrándolo de regreso a su habitación. Naraku niega con la cabeza.
—No —siente la boca espesa y pegajosa, y le duele hablar. Ha perdido otro par de dientes, y su lengua sabe a metal, tierra y hueso viejo, y supone que los encontraría más tarde en la cama (sus huesos, es decir)—. Ni médico, ni hospital, ni...
Se calla, incapaz de articular más palabras. Son como afinar un cuchillo en sus cuerdas vocales. Hitomi lo ayuda a regresar a la seguridad del colchón y luego se queda allí, observándolo por un momento antes de quitarse los zapatos y acomodarse a su lado.
A Naraku le queda más energía de la que piensa. Al menos la suficiente como para entrar en pánico.
—No... tú... no debes hacer eso —logra decir con dificultad, sus palabras apenas audibles y distorsionadas—. No... quiero que...
—Está bien —le asegura Hitomi.
—Pero obtendrás...
—Está bien, Naraku.
Naraku no puede seguir hablando cuando Hitomi se desliza bajo las sábanas, se acerca a él y lo rodea con un brazo. Siente que su cuerpo se desmorona a su alrededor. El dolor es constante, opresivo, como si sus huesos se estuvieran volviendo polvo y su carne se disolviera lentamente. A pesar de su debilidad, intenta decir algo:
—Hay muchas... muchas cosas asquerosas que no conoces.
—Bueno, Naraku, siempre me has dicho que soy un ávido lector. Si hay algo que no conozco, confío en que me lo contarás. Además, piensa en todas las veces que te vi traer trabajo a casa y usar la mesa del comedor como si fuera tu sala de autopsias personal. ¿Realmente crees que algo puede asustarme después de eso?
Los minutos pasan en silencio, sólo interrumpidos por el ruido de la respiración agitada de Naraku. La oscuridad de la habitación se cierne sobre ellos, y la única luz proviene de una luna tenue que se filtra por la cortina entreabierta. La mente de Naraku da vueltas, tratando de encontrar una explicación, cualquier explicación, para lo que está sucediendo. Pero cada intento de razonamiento sólo le provoca más angustia. Sus pensamientos oscuros se mezclan con los delirios de fiebre, y comienza a sentir que su propia piel es un disfraz que está a punto de desprenderse, revelando algo aterrador que se oculta debajo.
Hitomi no hace comentarios sobre el olor o su cercanía, simplemente lo abraza mientras Naraku empieza a llorar. Hitomi es tan condenadamente sólido contra él, tan terriblemente cálido. En silencio, las lágrimas de Naraku caen en la almohada, teñidas de un perturbador tono rosado.
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Naraku se encuentra bajo el agua, que está unos cuarenta grados más fría de lo que desearía. Tiene la cabeza inclinada, la mano izquierda apoyada en la pared de azulejos y la derecha doblada hacia su pecho en un esfuerzo por evitar mojarse. Su cuerpo entero parece palpitar. Cada dos minutos, entre pensamientos confusos y divagaciones, vuelve a tomar el jabón neutro, tratando de limpiar al menos las áreas esenciales. Sin embargo, los dolores asaltan sus piernas, subiendo y bajando, al tiempo que un zumbido constante llena sus oídos. Una profunda fatiga se apodera de él.
Supone que podría pedirle a Hitomi que lo ayude. No es que no hayan cruzado límites que antes habrían sido impensables, como Hitomi observándolo mientras se ducha, asegurándose de que no resbale y acabe en un accidente mortal (aunque en realidad, ¿qué diferencia haría si ya se está muriendo?). No es nada que no haya visto antes, en serio. Ni siquiera las erupciones, porque ya las conoce, y a pesar de sus preocupaciones sobre un médico, no ha dicho mucho más. Naraku preferiría tener a Hitomi aquí con él que no, para no terminar cayendo en picada y rompiéndose el cuello. Incluso si, con cada día que pasa, esa opción se vuelve más y más tentadora.
Sin embargo, su hermano ha salido por un momento, en busca de algo que Naraku olvidó tan pronto como se lo mencionó. Y por algún motivo, Naraku está ansioso por que vuelva. Hay tantas cosas que quiere comunicarle, tanto que desea decirle, pero ¿qué puede expresar que no haya compartido en las otras ocasiones? ¿Y cómo puede hacerlo con su boca tan deteriorada como está?
Naraku lucha por mantenerse en pie bajo el chorro de agua fría. Sus piernas tiemblan, y la sensación de debilidad en su cuerpo es abrumadora. Las erupciones en su piel le provocan un dolor constante, como si miles de agujas lo pincharan una y otra vez. Y a pesar de los intentos de enjuagarlas, no puede hacer más; siente que algo profundo y desconocido lo está devorando desde adentro.
Absorto en esa insidiosa línea, no se da cuenta de que va a vomitar por millonésima vez hasta que su estómago comienza a dar vueltas.
«Oh, vamos», se queja internamente mientras se inclina, tratando de apuntar al drenaje sin perder el equilibrio. «Ni siquiera comí nada hoy, ¿qué diablos podría ser...?»
Su pregunta se responde medio segundo después, cuando el rojo oscuro chapotea en el antiguo azulejo debajo de él.
Naraku se queda mirando la sangrienta salpicadura, que rápidamente se desliza por el desagüe en el chorro de la ducha, con incredulidad. Nunca antes había visto tanta sangre salir de su cuerpo. Parece más que lo que una simple hemorragia nasal podría provocar, mucho más, lo que despierta una preocupación inquietante en su interior. Luego, en medio de otro episodio de vómito, expulsa algo con mucha más sustancia; un tejido suave y carnoso brota de él en grumos e hilos, golpeando el suelo con un chasquido húmedo y repugnante que resuena incluso sobre el zumbido del agua.
Se enreda entre sus pocos dientes, con un sabor a sándwich de atún abandonado desde hace una semana, mezclado con el regusto metálico de monedas de un centavo mugrientas, y algo aún más desagradable que persiste, provocándole arcadas una y otra vez, con los ojos llenos de lágrimas y el cuerpo temblando.
Termina de rodillas, sosteniéndose con su única mano buena mientras piensa con un terror creciente: «Oh Dios, ¿qué diablos es esto? Esto no puede ser lo que parece», incapaz de asimilar lo que su estómago acaba de producir.
Naraku finalmente cesa de vomitar y las arcadas desaparecen. Espera un momento para asegurarse de que realmente ha terminado, luego se obliga a ponerse de pie, apoyándose prácticamente en la pared mientras lucha por mantener el equilibrio. Con un esfuerzo considerable, se arrastra hacia el montón de tejido nauseabundo en el suelo y lo examina con una mezcla de asombro y repulsión. Parece que alguien ha sido desordenadamente destripado aquí, y no hace esa comparación a la ligera. Naraku ha presenciado de cerca cómo se ve alguien cuando es destripado desordenadamente, y esto le recuerda inquietantemente a eso.
El agua fría sigue cayendo sobre él, pero ya no siente el frío ni el dolor. Sus músculos se han adormecido, como si estuviera en shock. La sangre diluida y el tejido desprendido se entrelazan con el agua que corre por el desagüe, formando un torbellino oscuro que parece tragar toda evidencia de lo que acaba de ocurrir. Naraku se pregunta si está alucinando, si esto es simplemente una manifestación de su mente enferma.
—No puede ser lo que parece —murmura para sí mismo, como si repetirlo pudiera desafiar la realidad. Pero las pruebas están justo frente a él, inconfundibles y horripilantes.
Se queda en la ducha sólo el tiempo necesario para que la sangre se deslice de su cuerpo, luego sale con cuidado y se seca. Su estómago cubierto de erupciones tiene un aspecto oscuro y dolorido, en sintonía con lo vacío que se siente.
Al menos, su pene no ha sido afectado.
No se preocupa por revisar la lamentable masa de sus testículos, que permanecen pegados a un muslo incluso después de la ducha.
Mientras se enjuaga nuevamente la boca, tratando de eliminar todos los pedazos atrapados entre sus dientes, Naraku tiene una imagen en su cabeza: los restos irregulares de órganos destrozados, pulsando y goteando dentro de él, colgando de sus costillas y columna, luchando por cumplir su función pero perdiendo demasiadas partes importantes, lo que provoca una filtración constante de veneno en su sistema colapsado. El dicho de "vomitar hasta las entrañas" ha tomado un significado literal. Por supuesto, es consciente de que no ha expulsado realmente sus entrañas, pero de todos modos siente que está al borde de hacerlo. Ni siquiera necesita comprobarlo en la ducha, porque lo sabe demasiado bien.
Naraku se arrastra de regreso a la cama, la cicatriz en su espalda palpitando con una extraña intensidad. Hitomi debe haber encontrado la escena de riesgo biológico que creó en el baño, porque no hay forma de que pueda pasarla por alto. A pesar de ello, cuando Naraku regresa para tomar otra ducha, el desastre ha desaparecido por completo. Sin embargo, ninguno de los dos lo menciona, como si hubieran compartido un pacto de silencio mutuo al respecto.
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El ojo izquierdo de Naraku ha adquirido un tono oscuro, semejante al color de la carne en descomposición y la sangre coagulada. Antes, al menos, podía percibir una neblina rojiza (aunque eso no hacía que la situación fuera más llevadera), pero ahora ni siquiera ese tono rojo es visible. En su lugar, una sensación sorda y pulsante se ha apoderado de la parte trasera del ojo, aunque ésta parece desvanecerse entre la marea tumultuosa de los otros dolores que afligen a Naraku. La zona alrededor está hinchada y marcada por un feo hematoma.
Naraku pestañea, pero su párpado superior se queda adherido hasta la mitad, por lo que debe deslizarlo suavemente con un dedo para liberarlo. Se observa durante un largo rato, y luego, siguiendo un impulso inexplicable, da unos golpecitos en su globo ocular con la yema del dedo, como si tratara de aliviar algún dolor.
Sin embargo, eso no sucede. La superficie de su ojo se siente fría, pegajosa y un tanto blanda. Y ahora puede ver una huella dactilar en espiral en su córnea, como si estuviera tocando arcilla.
—Está bien, que se vaya al infierno —decide, alcanzando la gasa.
Hitomi entra en la habitación justo cuando Naraku se está tapando el ojo, debido a que no se ha molestado en cerrar la puerta. No hace comentarios al respecto, simplemente deja lo que lleva: una bandeja de pañuelos, Advil, agua, Sprite y puré de manzana. Sin galletas. Naraku no puede masticarlas.
—Tengo que salir —le dice apresuradamente, sonando culpable. Naraku no entiende por qué se enojó tanto por dejarlo la última vez. No es que estuviera despierto más de cinco minutos seguidos—. El suministro se está agotando.
—¿Es esa una buena idea? —se gira para mirarlo. Si Hitomi fuera a enfermarse, ya habría ocurrido, con él durmiendo en la cama de Naraku y limpiando las cosas desagradables que se desprenden de su cuerpo cada pocas horas. Pero eso no significa que no pueda difundir lo que Naraku tiene. No es que de pronto le importe un carajo lo que les suceda a otros.
Su lengua se siente extraña, nota. Entumecida por delante. Normalmente, podría estar un poco preocupado por eso. En este punto, simplemente lo añade a la lista de cosas horripilantes que le están sucediendo.
—Tendré cuidado —asegura Hitomi.
Lo abraza con cautela. De todos modos duele, pero Naraku no le dice eso. Luego, Hitomi se marcha, y Naraku se acuesta. No está seguro de si ha dormido o no, pero su fiebre vuelve a aumentar, porque se pone confuso y frío como siempre. Esta maldita cosa parece que nunca lo dejará tranquilo.
Momentos después, se levanta de la cama sin prestar mucha atención a lo que está haciendo y se dirige cojeando hacia la ducha. Sabe que necesita tomar un baño, preferiblemente uno caliente, hirviendo, para quitarse los escalofríos. No le importa si el agua daña las infecciones que le han dejado costras en la mayor parte del cuerpo; de todos modos, el dolor es constante en estos días. Lo único que quiere es sentirse jodidamente cálido, aunque sea por última vez.
Naraku abre el grifo de la ducha antes de emprender la tarea de despojarse de sus ropas, una a una. Sus ojos no se posan en su piel, ni en su cabello ni en las uñas que ya ha perdido. Con cuidado, comienza a desenvolver una venda de su mano derecha, incapaz de recordar la última vez que la cambió. Ha pasado un tiempo, considerando su estado lamentable, o quizás esta pesadilla la ha degradado hace apenas un segundo.
No queda mucha sensación ni fuerza en aquellos dedos de aspecto desagradable. Mientras continúa desenrollando la venda, su pulgar cae débilmente lejos de donde ha estado presionado contra su dedo índice, tomando su posición natural. Luego, sigue adelante, como si tuviera voluntad propia, colgando de forma inerte, moviéndose en un ángulo recto con respecto a su muñeca, con la carne blanda desgarrándose y las membranas sueltas aleteando a medida que la división entre el dedo y el pulgar se hace cada vez más profunda.
Naraku se queda mirando, mientras su corazón late repugnantemente entre tejidos pantanosos.
«Maldición», piensa de manera absurda, sintiendo que su lengua lo está matando.
También hay fisuras supurantes entre el resto de sus dedos. La cosa en su mano está empezando a extenderse hacia el antebrazo.
Inmediatamente, comienza a enrollar la gasa otra vez, con movimientos frenéticos y desesperados. La aprieta con tanta fuerza que algo que solía ser carne se escapa entre los vendajes, provocándole un dolor sordo en la maraña de huesos, pero en ese instante, no le importa.
No se molesta en quitarse el calcetín del pie izquierdo.
«Sigo pensando que esto es una pesadilla. Sí, eso debe ser».
Se mete bajo el agua con más de la mitad de su ropa y vendajes todavía puestos. No importa, al menos se siente abrigado, como si nunca en su vida hubiera disfrutado de una ducha caliente. Naraku sabe que su situación no va a mejorar; lo ha aceptado incluso antes de que partes de su interior salieran de su boca. Sólo quiere dejar de temblar durante unos miserables cinco minutos antes de enfrentar lo que sea que le depare: la muerte o la desesperación. Da igual.
Naraku cambia de opinión en cuanto siente el agua golpear la piel desnuda de sus hombros.
Se está desprendiendo al instante; la increíble presión del agua de la ducha es una pesadilla para secciones de su cuerpo que parecen tener la integridad estructural de una papa frita empapada. La piel se amontona contra la gasa que aún envuelve su pecho y estómago, y los fragmentos se sueltan. La sangre fluye, los riachuelos que recorren su cuerpo son rojos, pero no de la forma en que deberían ser. Le duele, y de repente se encuentra aullando de dolor por todo el castigo que está recibiendo en la parte superior de su espalda, pero de nuevo, no como debería ser. Esa es quizás la parte más aterradora. El tormento no es lo que esperaba.
Naraku se estrella contra la pared después de salir de la regadera, casi resbalándose sobre su propia sangre y piel, y luego se derrumba, sus piernas cediendo antes de llegar a la mitad del camino, arrojándolo al suelo con brutalidad. Busca a tientas la ropa que ha dejado allí, tratando desesperadamente de volver a envolverse con la mano que no se está desmoronando, esforzándose aún más por convencerse a sí mismo de que lo que está tocando no son los tendones de su espalda, cuello y mandíbula; parece como si las sombras en su propia piel fueran las garras de la corrupción hecha carne.
Casi puede sentir los huesos emergiendo a la superficie a través del músculo que ha adquirido una textura similar a la cera tibia, como si su cuerpo se estuviera derritiendo por dentro y dejando al descubierto su estructura subyacente.
Él no se considera propenso al llanto. Las lágrimas rara vez resuelven el problema y, en cierto modo, simplemente abren la puerta a más dolor; en las pocas ocasiones en que no puede evitarlo, al menos trata de mantenerlo en secreto, un sollozo solitario en medio de la noche. Pero en este momento, lo sacude hasta la médula darse cuenta, literalmente, de que está sollozando en voz alta, gemidos grandes y entrecortados que escapan de él, mezclados con gotas salinas y sangre que fluyen, el ojo bajo la gasa doliéndole como si los conductos lagrimales estuvieran a punto de estallar.
Tal vez lo hacen, porque el dolor desaparece después de un tiempo. O tal vez simplemente se ha vuelto insensible a la tortura constante que su propio cuerpo le inflige.
Un sutil estremecimiento surca su espalda, apenas un suspiro, pero suficiente para hacerlo sobresaltar. La cicatriz debería haber desaparecido debajo de la maraña de sangre y vendajes, pero sigue punzándole como una quemadura, y, extrañamente, ese dolor resalta entre todos los tormentos que asolan su cuerpo. Naraku percibe claramente la forma de la araña, latiendo como si estuviera viva, en contraste con el resto de él. Da la impresión de estar muriéndose de hambre, aunque en el fondo, por alguna razón insondable, muy dentro de sí, sabe que intentar una huelga de hambre no serviría de nada.
Es como un hongo, el sello en su espalda es la tapa, y el tallo se extiende por todo su ser. Pero siente que el verdadero monstruo recorre cada rincón de él en un millón de diminutos hilos, como fibras de vidrio y arena tóxica en su sangre, grabados en su alma.
«Mi nombre es Naraku, ¿verdad? No es un nombre muy auspicioso. Mi madre estaba enojada con mi padre por darme ese nombre. Incluso hasta el día de su muerte, no dejó de lamentarlo».
Su respiración se vuelve pesada y errática, y siente como si sus vísceras se hubieran adherido entre sí por dentro mientras permanece sentado, y luego se desgarran cuando se pone de pie. A pesar del dolor, se obliga a entrar en la ducha y abrir el grifo. Luego, se mete bajo el agua con un grito que envía una oleada de agonía a través de sus nervios.
Se mantiene en el lugar mientras su cuerpo lo permite. Sin embargo, la cicatriz no desaparece. Muchas otras cosas en él sí lo hacen.
Naraku vuelve a salir y no se preocupa por cerrar la llave. Simplemente se sienta allí, herido y sangrando.
Es así como Hitomi lo encuentra. Tampoco se molesta en cerrar el grifo y su atención se centra inmediatamente en Naraku. Su rostro está tenso, con los dientes apretados de forma audible mientras lo envuelve en vendas como si lo momificara. Su hermano no parece tan horrorizado como la situación requeriría, y de repente, a Naraku le asalta la idea de que Hitomi sabe algo que él no; le dan ganas de preguntarle si planea extraer su cerebro por la nariz, pero con el aire cargado y húmedo, es difícil respirar, incluso hablar.
Hitomi evita secarlo, probablemente preocupado por cuánta piel podría desprender con la toalla.
—Oh, Dios... —dice, frotándose el ojo con la palma de una mano ensangrentada—. Lo siento mucho. No quería... Naraku, ¿me puedes oír? —pregunta, su voz baja y calmada, pero con un toque de urgencia.
Naraku asiente débilmente y observa cómo lo toma de su brazo derecho, o lo que queda de él, con suavidad; Hitomi finalmente se da cuenta de la magnitud del desastre y su rostro palidece con cada segundo que pasa. Sin embargo, después de un momento, envuelve todo el caos con más vendajes sin pronunciar una sola palabra.
—Hitomi... es nombre de niña —dice Naraku, arrastrando las palabras. Su lengua no coopera en absoluto, de verdad.
Hitomi no responde.
Su ropa es la siguiente, seguida por mantas. Luego, lo envuelve suavemente con los brazos, haciendo que Naraku se pregunte cuánto queda de él para que sea tan fácil de manipular, y lo lleva de vuelta a la cama. Naraku debe haber perdido la conciencia durante el proceso, porque lo siguiente que sabe es que está allí, con Hitomi acurrucado a su alrededor como una madre leona protegiendo a su cachorro.
Naraku quiere decirle que se largue, que no presencie lo que le espera, lo que ya está ocurriendo. Sin embargo, su egoísmo lo ha llevado a malgastar sus palabras en trivialidades, y cuando finalmente intenta hablar, sólo logra mover la mitad posterior de su lengua. La parte frontal permanece inmovilizada, adherida al suelo de su boca y al interior de sus mejillas. Las piezas todavía están conectadas, pero sólo por algo fibroso y doloroso en el medio que realmente no desea forzar en este instante. A pesar de ello, lo hace, y mientras aplica más presión para mover la lengua, algo cede en la parte viva y su boca se llena de sangre.
Naraku decide que ha terminado de hablar por un rato.
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Naraku pierde lo que está bastante seguro son sus intestinos mientras se dobla sobre el inodoro, vomitando esta vez no sólo tejido suave, sino literalmente sus propias tripas. Se pregunta cómo diablos todavía está vivo después de que el último trozo de tubo carnoso y desagradable se deslice de su boca abierta para aterrizar en el retrete. Su cerebro nada en su cráneo, y no le cabe la menor duda de que también se está disolviendo dentro de él. Se le van a caer los ojos, al menos el que no está atrapado en una maraña de sangre viscosa que se filtra lentamente.
Obviamente, su mente deshaciéndose en pedazos en su cabeza es la razón por la que no se ha dado cuenta hasta ahora: ha muerto y está en el infierno. Nunca volverá y esto es sólo un nuevo tipo de tortura. Los demonios deben estar dándose un festín mientras los dioses se ríen de él en lo alto. Decide que sencillamente no existe otra explicación cuando se levanta, exhausto y ensangrentado, y se arrastra de regreso a la cama.
Está seguro de que una costilla se ha desencajado en su interior al momento que Hitomi lo recuesta, cayendo de lado en el fango interno de Naraku como un árbol que se desploma en tierra sucia.
«Vaya», piensa. «Qué irónico que me hayan puesto "infierno" y que ahora me encuentre en él. Debo darles crédito a esos desgraciados: sí que se toman su trabajo muy en serio».
A medida que su mente se tambalea entre la realidad y el delirio, sus pensamientos siguen fluyendo:
«¿Sabes qué es lo gracioso, Hitomi?», piensa Naraku, observando el techo con un ojo aún funcional, mientras el otro permanece oculto bajo una gasa manchada de sangre. «La gente siempre se imagina el infierno como un lugar de fuego y azufre, lleno de demonios con tridentes. Pero este lugar... este lugar está lleno de dolor y putrefacción, y no veo a ningún demonio sonriéndome con malicia. ¿Decepcionante, verdad?»
La idea del infierno, irónicamente, le proporciona una extraña comodidad en medio de su agonía.
«Si esto es el infierno», reflexiona, «supongo que es adecuado que esté ardiendo de fiebre».
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Naraku lucha por incorporarse, sin tener en mente un destino fijo ni un plan. Sólo anhela ponerse de pie. Sin embargo, su costado queda aferrado a las sábanas, el resto de su cuerpo sin respuesta.
Se siente empapado y desgarrado, como si las últimas partes de sí mismo estuvieran a punto de desmoronarse. Naraku nunca habría imaginado que quedara algo para que eso sucediera, pero está claro que sí. Luego, con esfuerzo, se recuesta nuevamente. Sus articulaciones crujen y protestan, y está seguro de percibir su hombro desencajándose, los tendones cediendo con libertad mientras se acomoda.
Desearía que le doliera. Desearía seguir sintiendo dolor. Pero tal vez es un alivio que sus nervios se hayan marchitado.
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Naraku yace en la cama, envuelto en vendajes apretados hasta el punto de dificultar su respiración. Sabe que es para tratar de mantenerlo en una sola pieza, incluso si Hitomi no se lo ha mencionado en voz alta.
Su hermano se recuesta detrás de él, lo más cerca posible a través de todas las capas, sosteniéndolo, y Naraku lamenta no haber sabido cómo pedir esto antes de enfermarse. Descubre que hay muchas cosas que desearía haber sabido cómo pedirle a Hitomi.
No ha dicho todo. No ha expresado lo que realmente necesita. Y, por supuesto, justo cuando ha descubierto exactamente qué decir, su lengua y sus dientes parecen haber desaparecido, y también le preocupa que quizás gran parte de su mandíbula se haya ido, porque ya no puede sentirla.
O tal vez esta aparente claridad idiota es simplemente el resultado de la fiebre y el rápido deterioro de su cerebro, y si pudiera hablar, sólo pronunciaría murmullos incomprensibles.
—Todo estará bien —susurra Hitomi—. Lo hiciste muy bien, Naraku.
Naraku sólo puede escucharlo por un oído. El otro está goteando algo en el material debajo de él, pegajoso contra su cara.
—Eres muy fuerte. Todo va a estar bien. Lamento mucho esto. Todo terminará pronto, lo prometo.
Naraku es consciente de que así será. Lo desea profundamente. Le llevaría años que su corazón luchara por latir en su pecho, sintiéndose hinchado y saturado, con burbujas crepitando en sus pulmones densos, sólo para estar junto a él de esa manera.
Sabe que no está en el infierno. Se ha dado cuenta de eso. El infierno no tendría a su hermano en esto, no a un Hitomi como éste. Ni siquiera para arrebatárselo. El infierno no mostraría tanta compasión hacia alguien como él.
Naraku se sume en un sueño confuso. O tal vez ya está dormido. Su tiempo se entremezcla al igual que sus partes.
Hitomi está pasando dedos amorosos a lo largo de su médula espinal, cubierta de vendas, y se siente bien a pesar de la barrera que los separa, porque desde el útero siempre han sido ellos dos, enfrentándose al mundo. Es difícil explicar aquello que los une, además de la apariencia y la genética. Naraku abre su pecho, las costillas cayendo al igual que sus dedos, para que Hitomi pueda darle un mordisco a lo que queda de su corazón.
Si fuese un demonio, se percataría de que es el primer humano al que le ofrece esto.
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