Capítulo Veintinueve: Subversión
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Paso la noche dando vueltas en mi mullida cama intentando encontrar un sueño que nunca llega. Hace horas que las estrellas tilitan en el cielo y yo no consigo dormir.
Resulta curioso cómo, cuando vivía en las calles, me sentía cómoda durmiendo en mi cama chamuscada de aquel edificio igualmente chamuscado. Y aquí, rodeada de absoluta comodidad y lujo no puedo mantenerme quieta ni un segundo. Es abrumadora la atmósfera que aquí se respira, o quizá sea que me resisto todavía a poner de mi parte.
Como quiera que sea, la resignación se abre paso en mi mente. Ahora que estoy aquí, debo hacer frente a las lógicas consecuencias que llegarán.
Finalmente, en algún punto de mis cavilaciones algo deja de rodar porque pierdo la noción de las cosas y me sumerjo en un inquietante sueño que, si bien no me hace descansar, sí dejar de vivir, aunque sea un momento, mi triste existencia.
El día llega demasiado pronto para mi gusto.
Me levanto de la cama con pesar. Me estiro tanto como puedo, doy unos cuantos pasos pesados y espero a asimilar por completo que sigo con vida. Luego nada.
La realidad me aplasta de golpe.
Ya no estoy en la calle. Ni siquiera en México. Ni en la mansión.
Estoy en casa.
En mi origen.
Y he venido a cambiar al infierno en otro infierno.
Estoy de pie, sola. En medio del amplio espacio de la habitación que me prepararon. Sintiendo bajo mis pies descalzos la suave alfombra que cubre parte del piso. Comprendiendo que pertenezco a la mafia siciliana. Sabiéndome con una responsabilidad que ignoro. Consciente de que mi vida ha cambiado. Y que es hora de aceptarlo.
Es hora de pensar como lo que soy. Una hija de la mafia.
Mi deseo era averiguar de donde vengo, ¿no? Pues bien, aquí está. ¿Quieren que destruya a quienes los —me— destruyeron? Es lo que tendrán. ¿Me buscaban? Me encontraron. ¿Tendré piedad? No. ¿Les pertenezco? En absoluto.
A Nego le dará un aneurisma cuando se entere de mi decisión.
Por mucho que haya querido hacerse el malote conmigo ayer, le conozco demasiado para saber que su deseo era que me fuera de aquí. Le importo lo suficiente para alejarme de la mafia y mi cuna.
Que le den por culo.
Para empezar, no debió ocultarme la verdad. Y para terminar, él no puede decidir qué hacer con mi vida.
Con ese pensamiento salgo de mi aturdimiento viendo todo con una nueva resolución y con una inevitable sonrisa en los labios. El espejo del armario me muestra mi imagen como la conozco, pero si miro con más atención, hay algo extraño en mí. Mi postura es la misma, desenfadada. La cabeza colgando ligeramente a un lado; los cabellos violáceos apuntando a diferentes direcciones; una comisura de mis labios tirando sólo un poco hacia arriba; los ojos desquiciantes de mis ancestros con mi aire indiferente. Pero hay algo diferente, algo nuevo.
Ahora sé mi verdad y estoy decidida.
Voy a por los hijos de puta que me arrebataron a mis padres, mi infancia y mi vida.
°°°
Me cuesta un poco de trabajo localizar la cocina, cuando la encuentro, únicamente veo a una mujer rolliza y bajita con uniforme fregando los platos.
Carraspeo para llamar su atención. Ella pega un salto, asustada.
—¡Dio mio! —Exclama, sujetando con fuerza el plato que por poco cae al piso.
—Bon jorno, signora —digo como en disculpa.
La expresión de la mujer se suaviza pero no desaparece un atisbo de alerta en su postura.
—Ah, es usted —dice nerviosamente.
—Sí, soy yo —suspiro poniendo una sonrisa que espero le tranquilice—. ¿Sabe dónde puedo encontrar al señor Vittorio o a Danielle o a Giordano o a...?
—Sólo sé dónde está la señorita Scodellario. De los hombres nadie sabe qué es de ellos ¡Pero sí los encuentro, los voy a castrar! ¡Nadie se mete con mis alfombras del estudio! ¡No voy a poder sacar esa horrorosa mancha de vino jamás! —La pobre mujer sostiene ahora una sartén que blande enfrente de sí, pero luego, como dándose cuenta de su arrebato, lo deja caer en el fregadero y sonriendo radiantemente añade—: Pero dime, muchacha, ¿ya probaste mis gofres especiales? Mírate nada más, ¡estás echa un fideo! ¿Pues de dónde vienes? Anda, siéntate, que de aquí no sales hasta que pueda pellizcar esas mejillas.
Yo ya estaba dando unos cuantos pasos hacia atrás para salir corriendo, hasta que una de sus regordetas manos me toma del brazo y me arrastra a la isla del centro. Ahora que su principal preocupación es hacerme una copia idéntica de ella misma, me parece una mujer muy afable y simpática.
—Disculpe, ¿cuál es su nombre? —pregunto amablemente, tomado una silla alta.
—Soy Donna, cielo. Donna Grimaldi —responde colocando torta sobre torta en un plato frente a mí, y por si no fuera ya suficiente pone dos más. Y luego un vaso gigante con licuado y otro de zumo.
Comienzo a preparar una excusa para no comerme esa pila de gofres especiales, pero la mirada expectante de cerdito de Donna me lo impide. Entonces ataco la primer torta, sorprendiéndome por completo su delicioso sabor. Con una sonrisa triunfal en los labios, Donna vuelve a su tarea de lavado.
Cuando ya voy en el quinto gofre la mujer vuelve a hablar.
—¿Y cuál es el tuyo?
—¿Uh? —Es lo único que sale de mi boca llena de pan.
—¿Por qué Vittorio se niega a decirnos quién es la curiosa muchachita extranjera? El joven Giordano, en cambio, nos ha dicho que te llamemos Zeta, como si te trataras de un agente encubierto.
Por poco me ahogo cuando intento tragar lo que tengo en la boca. Cojo el vaso de zumo y me bebo la mitad.
—A Gio le gusta llamarme Zeta —me encojo de hombros, riendo. Sin embargo a Donna no le hace gracia.
La gélida mirada que me lanza es suficiente para tensar el ambiente.
—Zia DiMeo —digo secamente, levantando la barbilla.
Donna abre sus diminutos ojos hasta el punto en que creo que casi se le salen de las órbitas, pero no parece no creerme. Luego, de repente, su mirada se cristaliza.
—¿Zia? —susurra al punto del colapse.
Me mira fijamente, tal que si tuviera enfrente a un fantasma. Ha tenido que recargarse en la barra para mantener el equilibrio.
—¿Me conoce de algo? —pregunto entre curiosa, asustada y preocupada. No responde, se limita a mirarme, con lágrimas corriendo por sus mejillas.
—Mi niña —extiende pesadamente los brazos hacia mí, dando pasos de plomo para acercarse. No tengo tiempo de retroceder y evitar ser engullida en un fuerte abrazo de oso. Me sujeta fuertemente, como si en algún momento me fuera a desintegrar y desaparecer para siempre. Permito que lo haga, pues no quiero parecer grosera—. Lo sabía, lo sabía —solloza.
El abrazo es eterno, pero no incómodo. Su calidez es reconfortante, me otorga un momento de descanso que no conseguí mientras dormía. Y un peculiar cosquilleo en el pecho que se expande por todo mi cuerpo, entibiando un poco mis sentidos.
Poco a poco deja de ejercer presión sobre mí y toma mi rostro entre sus manos.
—Eres tú. —No es una pregunta—. Dios, eres tú. Tienes los ojos del viejo cascarrabias, la mirada de tu madre, la sonrisa de tu padre y la estúpida cicatriz en el brazo de cuando te caíste en la bicicleta. ¡Eres tú, mi niña!
Su felicidad me abruma tanto que me hace un nudo en la garganta que apenas consigo tragar.
—Lo siento —me disculpo, negando con la cabeza.
La desilusión sustituye su júbilo, haciendo que vuelva a derramar lágrimas, esta vez de tristeza.
Con resignación, asiente, liberándome a regañadientes y enjuagándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—Disculpa, son sólo desvaríos de ésta mente vieja. —Ríe ligeramente.
—Perdí la memoria.
Levanta la cabeza de golpe, volviendo a aparecer el asombro en su mirada, y luego la comprensión y al final, un sentimiento que odié, lástima. Estira una mano hacia mí, acariciando mi mejilla en un gesto maternal que me eriza la piel y me pone en alerta. Donna deja caer su brazo, malinterpretando mi sobresalto.
—Lo sé, lo entiendo. Tu secreto está a salvo conmigo.
Pero no lo entendía.
Ella intenta recomponerse volviendo a lavar platos. En ese mismo instante una figura pasa frente a la entrada de la cocina y se detiene al verme. Gio se dispone a entrar, pero se detiene a mitad de un paso al darse cuenta de quién me acompaña, da media vuelta, regresando sobre sus pasos. Sin embargo, no ha sido lo suficientemente rápido, por lo que Donna lo oye y coge de nuevo su sartén.
—¡No he sido yo! ¡Lo juro! —oigo gritar a Gio.
—¡Ya verás, jovencito insolente! ¡Tú y los tuyos! —Donna persigue a Gio con su sartén desenvainado —. ¡Vosotros tres limpiarán las chimeneas!
—¡No, Donna! ¡Fue Nick! ¡Díselo a Nick!
—¡Ahrg!
—¡No!
Si no fuera porque puedo escuchar los gemidos de Gio y los murmullos enfadados de Donna, ya habría ido a averiguar si alguien había muerto. En cambio me quedé a terminar mis gofres en paz.
Donna debió ser mi nana, debido a la afectada familiaridad con la que me ha recibido. Algo en mi mente pesa al saber lo mal que la pobre debió pasarla al verme llegar aquí. La incertidumbre e incomodidad de tener mi presencia y no estar segura de si era su niña o no. Me duele no recordarla. Duele no saber quién es, ni compartir ahora el sentimiento de cariño que parece que nos profesábamos.
Mis manos están hechas puño, apretando entre los dedos un trozo de gofre, ahora deshecho.
Fuerzo mi memoria a poner el rostro de Donna en algún espacio del pasado. El de Vittorio. El de mis padres.
Mi respiración se acelera. Mi cabeza duele. Me echo a temblar. Y suelto un suspiro.
Es imposible.
No soy capaz de recordar. Y es probable que no lo pueda hacer jamás.
Únicamente me concentro en dejar en blanco mi mente y retomar el ritmo de mi pulso. Respiro y en cada exhalación dejo ir la idea de querer volver al pasado. La comida ya no tiene sabor, sólo la masco y trago sin disfrutar.
—Bienaventurados los ojos que se posan sobre vos, bella —se regodea una voz impostada, segura y... seductora.
Alzo la mirada con lentitud hacia la entrada, donde encuentro a Falcone recargado en el umbral con lo ojos clavados en mí. Nos miramos con intensidad durante instantes que se convierten en eones.
—Grazie, gentiluomo —respondo con picardía, bajando la mirada por todo su cuerpo, desde su camisa blanca desabotonada fuera del pantalón que permite una limitada vista a su pecho desnudo, hasta lo zapatos lustrosos de cuero que lleva—. Lo supe ésta mañana al despertar.
Si le molestó mi última observación, no lo demostró. No aparta la mirada de mí, algo que a mí sí comienza a irritarme. Resisto todavía otro minuto hasta que él se mueve y entra por completo a la cocina a servirse una taza de café de una brillante cafetera sobre la encimera.
—Eso te enseñará... —Se escucha la voz de Donna desde el pasillo por el que salió.
Falcone gira la cabeza en esa dirección y luego me lanza una mirada interrogante.
—Al parecer Donna dio con Gio y lo está haciendo pagar por lo que hiciste con la alfombra del estudio —digo encogiéndome de hombros.
Él vuelve la vista hacia afuera con un atisbo de temor en la mirada y un escalofrío le hace estremecer. Y yo me echo a reír a carcajada limpia.
No es posible que alguien tan frío y seguro de sí, que no le teme a nada y se haya atrevido a amenazarme como lo hizo Nick Falcone, tiemble ante una persona tan simpática y amigable como Donna.
—Ríe tanto como quieras, encanto. Pero ella es la única mujer, además de mi madre, a la que temo.
Aminoro un poco mi risa.
—Awww, espera, espera. Que tengo que conservar esta confesión para la posteridad. —Y vuelvo a reír.
Pasados un par de minutos, cuando finalmente la gracia se pierde, vuelvo a mirar a Falcone, quién no parece haber cambiado su expresión imperturbable, tan sólo se limitó a recargar los codos en la isla y observarme con sumo interés.
—¿Qué? —pergunto, repentinamente disgustada por su atención.
Se yerge y avanza en mi dirección con paso lento pero decidido. Por segunda vez en cinco minutos mi corazón se acelera, pero no hago nada por quitarme de ser su objetivo. Se detiene detrás de mí. Desde donde percibo el olor de su fragancia fresca e imponete. Puedo sentir el calor que emana sus cuerpo y la expectación que siente el mío por saber qué es lo que hará a continuación.
Desliza suavemente la llema de sus dedos corazón sobre la piel desnuda de mis hombros, dibujando círculos y recreándose en ello. Me frustra no poder ver su rostro para darme una idea de lo que piensa. Luego cubre mis hombros con las manos y se acerca a mi oído derecho. Su aliento choca contra mi piel y me hace soltar un pequeño jadeo.
—Deberías reír más amenudo. Tu risa está rota, cariño, y es preciosa. —Roza sus labios en mi lóbulo y se detiene un momento para respirar. —Gracias. —Y se marcha, dejándo lo sucedido en la nebulosa y a mí confundida.
De acuerdo, punto para Falcone.
Termino de desayunar y me dispongo a encontrar a Danielle. Al no verla por los lugares más obvios, subo de nuevo a la segunda planta. Toco un par de veces su puerta, esperando una respuesta. No la hay. Pego la oreja a la superficie de madera para oír un poco de movimiento dentro. Me debato entre si abrir yo o esperar. Vuelvo a golpearla, esta vez con más fuerza. Nada, de nuevo.
—¿Elle? Si hay alguien contigo —anuncio todavía desde fuera—, descuida, he visto cosas peores. Voy a entrar.
Empujo la puerta lentamente, dándole a Danielle la oportunidad de prepararse. Dentro, todo está en penumbra. Las cortinas no están corridas y huele a humano enclaustrado. Mis ojos tardan un poco en habituarse a la oscuridad, pero finalmente localizo la cama, donde hay un bulto entre los edredones.
—Danielle, ya es de día —informo, indecisa—. ¿Elle?
Nada.
Me acerco a la cama y me siento en una orilla. Estiro una mano hasta la protuberancia del centro y lo nuevo un poco.
—¿Te encuentras bien?
Nada.
Hay alguien allí abajo... Y está con vida, pues la tela está caliente.
—Vete, déjame en paz —dice la voz amortiguada de Danielle.
—Dame una buena razón para hacerlo —rebato.
De pronto, en un rápido movimiento, Danielle se sienta y sale de entre las frazadas. Me hielo donde estoy.
Y no porque me esté apuntando a la cara con un arma, sino porque sus ojos hinchados y rojos delatan que ha estado llorando.
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