Capítulo Dos: Cruda realidad
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Mientras avanzo por la acera de la avenida principal, procurando pasar inadvertida, me recreo en mirar lo más discretamente posible los rostros de los hombres y mujeres que van a toda prisa de aquí para allá; veo en sus rostros el enfado, la ensoñación, tristeza, preocupación, la soberbia, astucia, estupidéz, toda clase de sentimientos que los mantienen alejados de aquí. Nadie mira a la chica que los observa. Excepto los niños, claro, ellos aún se dejan sorprender.
He llegado a la fuente de un pequeño parque, donde me siento en la orilla y tomo agua para limpiar las heridas de mis manos, me enjuago la cara y bebo un poco.
Devuelvo la atención a mi al rededor. Mis ojos se clavan en mi objetivo. Una puerta doble de arce abierta de par en par. Nadie entra y nadie sale de allí. No me extraña.
Decidida, me pongo en pie y espero a cruzar la calle para entrar. En el camino, paso por un pequeño local de frutas y verduras, en donde aminoro un poco mi marcha.
—Espero que pagues eso, muchacha. —Escucho gruñir al dependiente.
—¿Qué cosa? ¿Ésto? —Pregunto fingiendo inocencia, mientras lanzo al aire una jugosa manzana roja y la atrapo al vuelo.
—¿Crees que es un juego, niña?
—¿Usted cree que no estoy jugando, señor? —La vuelvo a lanzar arriba y la atrapo, de lado a lado y con mayor rapidez, hasta que por arte de magia desaparece. Finjo estupefacción, e internamente me río de la misma expresión del hombre en su rostro.
—¡Pequeña ladrona, devuelve eso!
—¿Qué cosa? —Repito—. ¿Lo que está en su bolsillo? —Señalo la protuberancia del bolso en su delantal—. Fue un placer, Dave. Hasta pronto —digo, mientras él intenta mirar abajo sin perderme de vista.
—¡Te atraparé, mocosa!
Corro derecho hasta internarme en las grandes puertas de la biblioteca, al tiempo que saco la manzana de mi manga y le doy el primer mordisco.
El olor a reliquias me golpea la nariz al entrar. Lo inhalo y disfruto gustosa. Asimilo el silencio de las estanterías llenas de libros. El local no es muy grande pero guarda cientos de ellos. Reparo en la mujer que hojea una revista de mascotas con expresión aburrida detrás del mostrador. Ni siquiera desvia la vista cuando dice en tono aburrido que me registre.
Camino por lo pasillos leyendo los títulos de cada libro, de cada sección, de cada estante. Saboreando la sensación de su tacto en las yemas de mis dedos; sintiendo el olor de sus hojas viejas. Finalmente, cuando escucho el ruido de algunos estudiantes responsables girando por el pasillo, me decanto a toda prisa por uno de psicología, sabiendo que no comprenderé absolutamente nada, me dirijo a la salida. No hubo necesidad de ocultar el objeto robado. La mujer jamás se dignó a verme.
Curiosamente lo mismo sucede con los libros escolares, con la diferencia de que son lo alumnos los que hacen el trueque a cambio de un poco de alucinógenos o alcohol adulterado, de la más baja calidad. Lamentable.
Feliz por mi nueva adquisición me dirijo a casa.
Nego y yo vivimos en el penthouse del único hotel del sector.
Vale, tal vez el edificio esté abandonado y amenazando con caernos sobre la cabeza en cualquier momento, pero es útil.
Al llegar me dejo caer perezosamente sobre el desvencijado sofá que se encuentra en el centro de todo el piso, donde alguna vez fue la sala de estar. Aparentemente el edificio fue incendiado en algún momento de la historia, pero sólo las plantas de abajo sufrieron los daños mas graves, hecho que lo convierte en una potente trampa mortal. Los dos años que llevamos aun con vida en este sitio nos hace pensar que podría resistir otro poco más.
Tomo mi nuevo título de Freud de la mesita central. Y me dispongo a intentar comprender lo que por azar llegó a mis manos.
Y así es como me hago de un poco de cultura.
—¿Quieres? —la voz de Marco me distrae de mi lectura al ofrecerme un poco de lo que sean esas pastillas multicolor. Es obvio que ya está colocado.
—No, gracias —respondo, añadiendo un poco de saña a las palabras.
—Como quieras —y se dirige al sillón de al lado, perdiendo la noción de todo.
No tiene sentido discutir con él, después no lo recordará. A demás, su situación ya es irremediable. Me cuesta creer que con apenas once años y una hermana de ocho, ya esté inyectándose y esnifando toda esa mierda. Es más preocupante por Ana, su hermana. A ella, Nego y yo aún le hacemos pensar en las ilusiones infantiles, sólo para mantener la inocencia de la pobre, modestamente se ofrece como apoyo en los comercios de las calles.
—¿Ana dónde está? —exijo a Marco.
—No tengo idea —canturrea sin enfocar la vista.
—¡Joder, Marco! —mascullo exasperada con los dientes apretados.
Mientras salgo de la habitación a toda prisa, me encuentro a Cata, mi mascota, una gata negra con ojos azules de lo más altanera, paseando tranquilamente por la entrada esperando a que la dejen entrar. Cierro por fuera con seguro.
En cuanto llego al lobby, comienzo a pensar en los posibles lugares en los que Ana podría estar. Corro girando hacia la salida norte, pero me detengo abruptamente, volteo al lado contrario y veo la pequeña figura de Ana sentada en la banqueta de la entrada. Cuando estoy más cerca, noto que se mece de atrás hacia delante, atrás-adelante, atrás-adelante... Cosa que hace cuando llora. Llego a donde ella, y me siento a su lado.
Me quedo un momento en silencio, mirando el asfalto y oyendo los ruidos de la ciudad.
—Hola —saludo suavemente.
No responde, sólo se mece. Su cara esta cubierta de hollín y suciedad, como la de todos nosotros. Oigo sus sollozos mudos.
—¿Qué pasa, Ann? —pregunto, abrazándola y acercándola a mi costado. Solloza más fuerte, llenando de mocos mi sudadera.
—Un niño me quitó los dulces — Apenas pude entenderle por lo amortiguada que sonaba su voz contra mi ropa aunado con sus gemidos. Si Marco no la hubiera dejado sola, esto no estaría pasando.
—Ya, ya pasó —le tranquilizo, acariciando su cabecita— ¿Te pegó, o algo? —Sacude la cabeza, negando. Bien. —No volverás allí. ¿De acuerdo?
Ella insiste en querer salir a vender dulces o cualquier cosa que se encuentra, aún cuando le hemos dicho que no debería hacerlo. Aunque ella es la que tiene el trabajo más honrado de entre Marco y yo. Eso implica muchos riesgos, el abuso de los peatones y conductores, como ahora, o el de una brigada sorpresa.
—¡Ya sé! —digo, sobresaltándola un poco—. Tengo un rotulador, ¿qué tal si lo usamos con tu hermano que está durmiendo arriba? —Propongo, secándole las lágrimas de las mejillas con mis pulgares. Al fin me deja ver su rostro, exponiendo unos enormes ojos marrones hinchados y rojos, divertidos.
*
Ni las mejores maquillistas podrán hacer lo que Ana y yo acabamos de lograr. Con un sólo marcador negro, dibujamos sombras al rededor de los ojos de Marco, como un panda. También simulamos una barba desde media cara hasta el cuello y a Ana se le ocurrió que necesitaba un corte de pelo urgente, por lo que quedó como un completo desquiciado.
Ahora había que esperar a que despertara.
Mientras tanto, caminamos hasta un súper para comprar un poco de comida con el dinero de la pelea. Ana no sabe en qué tipo de cosas me involucro, ni cómo consigo lo que consigo. No lo ha preguntado, y prefiero que siga siendo así.
Cuando estamos dentro, seleccionando los artículos, Ana es ajena a las molestas miradas de los clientes, yo no tanto. Tampoco es que tengamos la peste o algo así.
Actitudes como esas son las que me irritan, porque somos de la calle y pobres, generalizan con que somos delincuentes y casi unos bárbaros, sin embargo, parecen no notar que somos humanos; porque no nacimos con la suerte de crecer en una familia como los demás, con un papá y una mamá que se preocupen por nosotros; porque la mayoría de los niños indigentes molestan con que tienen hambre, observando a los comensales desde las ventanas de los restaurantes; porque somos portadores de las nuevas posibles pandemias; porque tenemos piojos; porque somos feos; porque...
Por eso se crearon las brigadas de limpieza, para deshacerse de la escoria que arruina las vistas de las calles. Para eliminar a los parásitos huérfanos. En todos los lugares del país en los que Nego y yo hemos estado se hacen las brigadas de limpieza. El Estado ha aprobado las fumigaciones, a fin de evitar la sobrepoblación y, según ellos, a ahorrarnos sufrimiento. Por un lado pueden tener razón pero, al ser yo superviviente de dicha eliminación, albergo serias dudas.
Me es imposible eliminar de mi mente las escenas de la primera post-brigada que presencié. Definitivamente la experiencia más traumática que he vivido.
‹‹Apenas tenía diez años cuando mi compañero y yo estábamos paseando por los callejones en busca de algo interesante, pues estábamos aburridos. Nos metimos al último callejón para dirigirnos a nuestra colonia y tomar la ruta mas corta. Al estar más cerca, percibimos un olor ácido que penetraba cortante en nuestros pulmones, lo que nos provocó una intensa tos. Con forme nos acercábamos, una densa nube de color verde nos obstaculizaba la visibilidad. Nego me había indicado entre toses que me tapara la nariz con la capucha, pero también necesitaba algo para cubrir mis ojos que empezaban a picar. No podíamos distinguir nada a más de un metro de distancia. El olor cada vez parecía hacerse más fuerte y me costaba más trabajo respirar. El pánico pronto se hizo presente. Estaba segura de que este era el lugar de siempre, de que si caminaba un poco más a donde sea, me encontraría un pequeño acantilado, por lo que debía tener cuidado por dónde caminaba. Lo único en lo que podía pensar era en que ya no veía a Nego, hace un momento le tenía justo a mi lado. Presa del miedo comencé a correr y buscarlo frenéticamente entre la bruma. No lograba ver en absoluto y yo solo corría sin tener en cuenta que podría caer al acantilado o chocar con alguna pared. Seguí corriendo hasta que al fin tropecé y caí, inmediatamente poniéndome la tela de la sudadera en la cara otra vez. En cuanto me levanté finalmente reparé en lo que me hizo caer. Un cuerpo.
Una persona tendida en el piso. Reconocí a Fran, un amigo. Tenía la cara hinchada de color azul, con los ojos abiertos, viendo hacia arriba de manera inexpresiva. Me quedé paralizada, viéndole. Algo tiro de mí y me hizo reaccionar. Nego me había encontrado, y ahora me estaba sacando de ahí. Me hizo caminar, jalándome del brazo para que no me perdiera otra vez, hasta que nos alejamos de la bruma. Hasta ese momento yo ya era medio consciente de lo que estaba pasando. Ya no podía más, mi vista se volvió completamente borrosa, me sentía mareada y mis pies no querían funcionar. Caí. Perdiendo el conocimiento.
Cuando desperté, Nego estaba frente a mí, sus oscuros ojos tenían un tono rojizo en la córnea. Me dijo que había que movernos. Le pregunté qué estaba pasando con lo que vimos hace no sabía cuánto tiempo y no respondió. Nos levantamos del piso, estábamos en una callejuela oculta, que no quedaba muy lejos de nuestra colonia. Volví a preguntar y obtuve la misma respuesta. Entonces salí corriendo en dirección a casa, ignorando el esfuerzo que me suponía, Nego tras de mí. Siempre he sido más veloz que él, así que no me alcanzó. En cuanto llegué, retrocedí para ocultarme. Había cinco camionetas blancas estacionadas a lo largo de toda la calle. Tipos con ropa y cascos blancos, levantaban bolsas negras, parecían pesadas, porque dos de ellos llevaban una. Mi pequeña mente logró deducir que eran cuerpos. De personas, de amigos. Nego me tomo de la mano y dirigió, como siempre, el camino.››
He pasado por cinco fumigaciones. De todas he resultado viva.
¿Qué está pasando con el mundo?
—¿Puedo, puedo, puedo? —dice Ana, mostrando una caja de cereales, con unos ojos de cachorrillo abandonado— ¿Sí?
—Lleva dos —accedo, mostrándole una sonrisa.
Leche, fruta, pan, embutidos, alimentos no perecederos, pasta dental, jabones, botellas de agua, gelatinas, yogur, enseres femeninos... Es todo lo que comprende nuestra despensa. Generalmente no compramos cosas que requieren preparación, puesto que no tenemos estufa ni freezer.
Nos dirigimos a la caja, y la cajera apenas repara en nosotras.
—Son doscientos treinta y dos, por favor —informa con voz monótona.
Le extiendo un billete y es cuando ve mis manos con tierra y mugre, dirige la miada de mí a Ana y de regreso, tomando el dinero con unas manos inmaculadas, como si éste estuviera ardiendo. Si tan solo notara que lo he usado únicamente en comida y me acompaña una niña, su imagen de nosotras habría cambiado. Pero no es así.
Ana embolsa las compras, mientras la cajera me da mi cambio y nada más. Yo murmuro un falso agradecimiento y ella suelta un bufido.
‹‹Perra››
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Nota de la autora:
¡Hola de nuevo, terrícolas!
...Un paseo por el sendero del recuerdo...
Nuevos personajes: Ana, Marco y Cata.
Y yo le hago de emoción con el tal Nego. Pttpfff!!
No olviden dejar sus opiniones. O.<
Ok, ya.
See yah!
—🐢Sue.
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