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Capítulo Dieciocho: Enferma

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Me he declarado en huelga de hambre; no he comido en casi veinte horas. También me encerré en la habitación que me fue designada después de hablar con Danielle en el estudio de Vittorio. Todo el mundo ha venido a insistir para que abra y coma algo.

Yo he puesto la condición de antes ver a Vittorio y hablar con él, de lo contrario no comeré ni saldré. Aparentemente ha estado fuera desde que salió de su despacho y no creen que regrese esta noche.

Necesito saber todo de una maldita vez. Este suspenso me tiene con los nervios de punta y no creo poder resistir más. Quiero decir, el suspenso; el hambre..., digamos que he pasado por peores circunstancias, además procuré comer lo suficiente este medio día.

Según Danielle, había dormido más de doce horas después del impacto que recibí durante mi captura, aun así, me siento agotada. Todo el cuerpo me duele y la garganta la siento inflamada. No he dicho a nadie que tengo la temperatura alta y escalofríos esporádico. He abierto las ventanas para que el aire corra dentro, ergo, eso me provoca unas ganas irrefrenables de encender la chimenea que hay aquí.

No puedo saber si mi cuerpo tiembla porque me encuentro nerviosa o por el frío que siento. Camino de un lado a otro intentando estabilizar mi organismo o, como mínimo, entrar en calor. El sudor me cubre todo el cuerpo y hace que se me pegue la ropa. No es buen momento para contraer fiebre. Diablos.

Finalmente, decido meterme a la cama y recuperar fuerzas para el siguiente día. Doy vueltas y vueltas, sin lograr encontrar una posición cómoda, la nariz ya se me ha congestionado.

Es hora de dejar mi orgullo egocéntrico a un lado y pedir un poco de ayuda.

Salgo de las mantas y voy a la salida. El pasillo permanece bien iluminado y aún hay movimiento en toda la casa. Ruidos de música, televisores encendidos o trastos de cocina, evitan el silencio en la madrugada. Camino con paso errático hacia la cocina más cercana. El cuerpo cortado no me permite avanzar correctamente y me sujeto a las paredes.

Al momento de girar a la derecha para bajar escaleras, un grito ensordecedor me destruye los tímpanos. Me detengo en seco y busco a mi alrededor. Descubro a un ser con tez verde y viscosa y cabellos castaños claro mirándome con horror. Ambos gritamos.

—¡Gio, hay una indigente aquí dentro! ¡Gio!

Yo no hago más que taparme los oídos para evitar la destrucción de mis órganos internos. Al instante varias personas llegan a nuestro alrededor, entre ellas Danielle.

—¿Qué coño te pasa, Alexis? -pregunta Elle, molesta.

Miro con más detenimiento al pequeño gritón y descubro que se trata de una niña de no más de quince años con el rostro cubierto de mascarilla. Ella solo me señala con una uña acusatoria, larga y perfectamente manicurada.

—¡Ah! Al fin sales. ¿Pero qué mierda...? —Exclama Danielle cuando repara en mí y nota mi estado.

Ella se apresura a sostenerme y cargar conmigo hasta el cuarto de baño de dónde salió la tal Alexis.

—¡Qué! ¿A dónde la llevas? ¡Hay que sacarla de inmediato, Dani! ¿Qué estás haciendo? —Grita Alexis con voz chillona —¡Gio! ¡Mario! ¡Enzo! ¡Ahrg! ¿Dónde cojones están esos inútiles?

—Que alguien llame a Mina. —La voz de Elle suena por sobre la de Alexis.

—Qué chica —comento cuando Danielle ya hubo cerrado la puerta y ahogado los gritos de la niña.

—Sí, es tu prima.

—¿Mi qué...? —Comienzo, pero un ataque de náuseas me impide terminar. Me lanzo hacia el retrete y expulso lo poco que no he desechado ya. Danielle recoje mi cabello para evitar que lo ensucie. Una arcada tras otra termina en simple saliva. Cuando ya no hay más, me levanto y enjuago la boca con agua del grifo.

—Tu prima. Alexis DiMeo, hija de Augusto DiMeo, tío tuyo, actual jefe de tu familia, bla, bla, bla... —termina Elle poniendo los ojos en blanco.

—Es extraño.

—¿Qué cosa?

—Enterarme que tengo familia —comento con aspereza.

Danielle se queda en silencio. Después de un minuto de incómoda quietud alguien llama a la puerta. Elle abre y una mujer madura con uniforme de servicio, que debe ser Mina, entra.

—Siento molestarte, Mina, pero tenemos emergencia inmunológica —explica Elle señalándome—. Tiene fiebre y emesis. Necesitamos tu ayuda.

—Claro, cielo, para eso estoy —Mina tiene una voz dulce y tranquilizadora—. Veamos —y procede a inspeccionarme.

Luego de que Mina me analiza y sentenciara que sólo necesito comer, descansar mucho, beber algunas infusiónes, jarabes y me da masajes con aceites orientales después de un baño dentro de la bañera, me deja en la cama sobre las frazadas con un dispositivo para llamar en caso de necesitarlo. Yo me quedo tumbada en la cama, un tanto agradecida de haber recibido tal ayuda.

Me propongo dormir cuando el viento mueve las ramas de los árboles y arañan la ventana de la habitación, provocando un sonido chirriante y penetrante. El ruido se produce cada pocos minutos, pero después noto que no lo hace al tiempo que el viento sopla. Trabajosamente salgo de la cama y camino hacia la ventana para ver qué es lo que provoca tanto ruido. Hago a un lado la cortina y miro fuera. Total oscuridad es lo único que percibo, el follaje de los árboles toca la ventana pero no emiten sonido alguno. Cuando estoy apunto de soltar la pesada tela de la cortina, una sombra cae en la cornisa. Pego un bote y ahogo un grito. Luego, suelto el aire de mis pulmones, aliviada. Solamente se trata de Cata. ¿Cómo ha logrado llegar hasta aquí? Abro la ventana y la dejo entrar. Ella salta al interior, ignorándome.

Yo vuelvo a la cama y logro conciliar el sueño. Supongo que algo me ha dado Mina.

*

Cuando los rayos de sol que entran por las endiduras de las cortinas queman mi rostro, me muevo para evitar la molestia. Y me vuelvo a dormir. Segundos, minutos u horas después, despierto más espabilada.

No hay ninguna molestia matutina, el tratamiento precipitado de Mina ha funcionado de maravilla. Con un poco de suerte no necesitaré medicarme más.

Suspiro y me paso ambas manos por el rostro. Aún no tengo respuestas concisas de por qué estoy aquí. Dios, ésta gente sí que le pone dramatismo al asunto.

Me desperezo por completo y salgo, decidida, a hablar con Vittorio.

El día ya está avanzado cuando merodeo por la ostentosa casa buscando a alguien que pueda ayudarme, todos se están moviendo haciendo lo que sea que hagan siendo lo que son.

Llego a la cocina sin proponérmelo. Hay algunas personas sentadas al rededor de un islote, tomando el desayuno; el personal de servicio prepara la comida mientras hablan y ríen entre ellos.

Carraspeo para llamar la atención, al ver de quién se trata, quiénes estaban sentados se apresuran a ponerse de pie y los cocineros simplemente me miran con curiosidad, dejando quemarse lo que tienen al fuego.

—Buenos días, señorita —dice el principal esbirro de Vittorio, servicial.

—Hola, Gio. Déjate de cortesías monárquicas, por favor, me hacen sentir incómoda. Simplemente llámame G —digo, y luego añado mirando a los demás—: Y eso va para todos.

Gio hace una mueca de asco.

—No me sentiría bien llamándote G, no es tu nombre. ¿Qué te parece si mejor Zia... o Zeta?

—Aun no estoy segura de que sea cierto eso, ruego por que no lo sea, así que me empeño en conservar mi antiguo nombre —opino con desenfado, tomando asiento en una silla vacía.

—Muy bien, Zeta, pero no cuentes conmigo para ello.

Gio se sienta en su sitio y los demás también vuelven a sus actividades.

—¿Crees que tu jefe pueda recibirme ahora mismo? —Pregunto al chico.

—Él siempre tendrá tiempo para ti, Zeta.

Yo suelto una risotada ante su insistencia en llamarme Zeta, es que con su curioso acento extranjero, suena gracioso.

—Sólo que ahora está tomando un baño.

—Ah.

Alguien pone un plato de frutas picadas con betún frente a mí. Doy las gracias y dudo en si tomarlo o no. Gio advierte mi desconfianza.

—Me dijeron que enfermaste ayer. ¿Cómo te encuentras ahora?

La única respuesta que recibe es un levantamiento de hombros. Estoy absorta voltenado los cubos de colores frente a mí. De repente una rabia incomprensible me aborda. Esto es un lujo que nunca me he permitido pero siempre he sido merecedora si lo que Vittorio dice es cierto y juzgando la holgadez con la que viven estás personas... No. Esto está mal. Ellos se dedican a matar, estafar, corromper. Lo que ellos tienen es producto de todas sus actividades ilícitas.

—Anda, come, lo necesitas si quieres hablar con Vittorio —apremia el esbirro.

Yo asiento y poco a poco comienzo a llevarme comida a la boca.

No he vaciado la mitad del plato cundo me levanto de un salto.

—Llévame con Vittorio —ordeno con voz gélida. Al ver la vacilación de Gio por notar que no he terminado de comer, añado-: Ahora.

Y salgo en dirección a su estudio sin esperar al guardaespaldas. Oigo a Gio llamarse y venir detrás de mí tirando cubiertos a su paso.

Avanzo a paso decidido por los pasillos y salones.

Cuando giro en otro pasillo, Gio me espera recargado en una columna con las manos en los bolsillos de su pantalón, su traje, antes inmaculado, ahora tiene una mancha amarilla de zumo en la manga de su camisa blanca. Yo paso a su lado, ignorándolo.

—No es por allí, Zeta.

Mierda. Me he perdido, lo sabía. Me giro lentamente, cruzando los brazos sobre mi pecho, esperando.

Gio ríe por lo bajo y camina en dirección contraria. Yo le sigo a regañadientes.

Vaya, que el hombre no es tan mayor como lo había pensado en un inicio. Quizá apenas rebase los veinte. Su rostro fuerte, enmarcado por una cabellera castaña, mirada traviesa, espalda ancha y andar tranquilo le otorgan un aire lozano y jovial. Es difícil imaginar que pertenece a la clandestinidad. Apuesto que más de una se pelea por pasar la noche con él..., bueno, echando de lado un pequeñísimo caso.

Llegamos a la puerta de roble del estudio de Vittorio. Gio toca dos veces pero yo abro sin permiso previo. Al ver la mesa grande de madera fina vacía, busco al rededor, encontrando solamente estantes con libros y esculturas inertes. Sin pista de Vittorio.

—Te dije que estaba tomando un baño, Zeta —canturrea Gio con tono de te lo dije.

—Esperemos, pues. No debe tardar —digo obstinadamente, dejándome caer en una sofá, colocando los pies sobre un tema y tomo una revista de una pila a un lado.

Gio niega con la cabeza pero no oculta su diversión. Él espera de pie junto a la puerta.

Yo comienzo a tararear una canción inventada mientras observo sin atención las lunas de las páginas.

—¿Quién es Falcone? —Pregunto distraídamente después de unos minutos.

—¿Te refieres a Nick Falcone o a Vittorio?

Me encojo de hombros.

—Vittorio dijo que Falcone les esperaría en la costa.

Gio compone una sonrisa maliciosa cuando va a responder pero la puerta se abre y entra Vittorio secundado por un grandulón con cara de querer comerse a alguien vivo.

—Buen día, Zia. Giordano —saluda tranquilamente. Si le sorprendió vernos aquí, no lo demostró.

—Hola, Vittorio. Ze... La señorita DiMeo quiere hablar contigo urgentemente, parece.

Gio tenía razón, Vittorio tomaba una ducha; el aroma de su fragancia intensa y grave invade el ambiente cuando entra con solemnidad elegante.

—Perfecto, iba a pedir que le llamaras. ¿Ya has desayunado, Zia?

—No, no lo ha hecho —responde Gio por mí, lanzándome una mirada de reprimienda.

Yo ruedo los ojos.

—Entonces pide a alguien que nos traiga el desayuno, Gio, por favor. Ah, y llama a Scodellario.

Gio asiente y sale.

—¿Te sientes mejor? Según tengo entendido, enfermaste.

—Estoy bien..., gracias —digo volviendo a encoger los hombros.




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