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Relato especial de Navidad: Nieve cálida

Las blancas y frías perlas se derraman sobre los tejados de las casas, las ramas desnudas de los árboles, los tableros de madera. Copo a copo se van amontonando, cubriéndolo todo con su manto blanco. Las luces de la calle se encienden, y los copos de nieve absorben dicha luz, resplandeciendo como cuentas de un collar de estrellas. El viento es gélido y cortante, escasean los alimentos y oscurece demasiado pronto, pero no importa porque es navidad. Todo el dolor y miedo queda enterrado bajo la magia de la navidad. Los niños salen a jugar con la nieve, emocionados. No les importa que sus deditos se vuelvan morados, no les importa que su aliento forme una fría nube de vaho alrededor de sus bocas risueñas y hambrientas, porque la felicidad les llena por dentro. Las calles se llenan de adornos, la gente se vuelve más amable y se reúne con sus seres queridos. Sin remordimiento despilfarraran el dinero porque es navidad. Así son los humanos: cuanto mayores son las adversidades y más difícil es la situación, ellos inventan cualquier excusa para hacerlo todo más llevadero. Porque ellos tienen ese espíritu luchador, porque ellos pueden escoger entre la luz y la oscuridad. Él no. A él nunca le dieron esa opción, por eso Caín odia aquella época del año. ¿Que las personas esperan ansiosos esas fechas por los regalos? ¡Vaya estupidez! ¿Acaso se necesita un motivo para regalar algo a alguien? ¿Que la navidad es cuando toda la familia aprovecha para reunirse? Prefiere reírse por no llorar. Él nunca tuvo una familia. Sus hijos devoraron a su madre, sus padres le abandonaron, le traicionaron y ahora le siguen utilizando y torturando. ¿Quién quiere estar con su familia? Por eso no logra comprender muy bien qué está haciendo allí, paseando por aquellas calles repletas de humanos atolondrados y de esos ridículos adornos navideños. La Inquisición tan sólo se estaba aprovechando de ellos. La gente seguía muriendo de hambre, frío y enfermedades, daba igual que trataran de disimular esa realidad con lucecitas de colores.

Unas chicas pasan alrededor suyo. Hablan sobre una estúpida leyenda sobre una hoja de muérdago y un beso. Se le quedan mirando, al principio atraídas por sus iris metálicos centelleando como unos adornos más, pero después un escalofrío se apodera de ellas y cambian rápidamente de dirección, alejándose de aquel extraño ser con un aura tan oscura. Caín resopla. Se estaba cansando de escuchar tantas tonterías seguidas. ¿De verdad que por estar bajo una hoja algo iba a cambiar entre Ireth y él?

Entonces un gran revuelo le saca de su ensimismamiento. La gente se reúne emocionada alrededor de algo. Un soplo de aire más violento arrastra un remolino de hojas secas y de alientos tiritando. Una lágrima roja se le queda pegada al diablo en su mejilla. La arranca con sus manos y cuando ve que se trata de un pétalo de una rosa roja a punto está de arrugarla entre sus garras para marchitarla. Busca algo con la mirada y por fin lo encuentra: un pequeño destello dorado grabado a fuego entre la suavidad de aquel pergamino carmesí. Alguien había escrito algo. La curiosidad le vence y lee aquel mensaje que rezuma esperanza y calidez:

"Saborea cada momento, como cuando sientes tus heladas manos fundirse en el calor de las de esa persona especial."

¿Quién había escrito algo así con semejante caligrafía y tinta dorada en un simple y efímero pétalo? Y peor aún: ¿Por qué lo había arrojado al viento? ¿Para que sus sentimientos acabasen pisoteados? Caín sin embargo no puede dejar de releer una y otra vez aquellas extrañas palabras y comienza a reflexionar sobre su significado. Él siempre tiene las manos frías. Las de Ireth por el contrario siempre estaban cálidas. Cuando se veía atrapado entre la oscuridad, empapado en dolor, ella siempre le daba calidez, deteniendo sus temblores, fundiendo el frío de su alma con su sonrisa. En ese momento tiene las manos realmente frías, casi congeladas. Si no fuese porque a él no le afecta el frío, ni siquiera podría moverlas. Descubre atemorizado que necesita calidez, que necesita que sus manos entren en calor. Y sin darse cuenta se ve acariciando unas blancas y firmes manos de mujer.

* * *

Amarael adoraba la navidad y los humanos le fascinaban. El frío y la hambruna no bastaban para acabar con ellos, con sus esperanzas y sueños. Siempre se las apañaban para reír y brillar aún en las condiciones más duras. Amara adoraba sumergirse entre las bulliciosas callejuelas donde la gente intercambiaba sonrisas, se felicitaban y pensaban en sus seres queridos para poder hacerles el mejor regalo. Donde los ángeles vivían no pasaba nada de aquello. Las calles de adoquines pulidos siempre estaban repletas de adornos de oro y cuajadas de piedras brillantes, por eso no tenía sentido adornarlas aún más. Cambiaba la luz artificial, a veces las calles se teñían de un resplandor azulado, otras, de un cálido amarillo dorado, pero todo era en pos de una aburrida perfección. Los adornos de los humanos le gustaban mucho más: ver cómo un árbol cuyas ramas se han quedado al desnudo y desangeladas, recubierto de nuevo por un traje de espumillón y otros adornos coloridos resultaba mucho más gratificante. Entonces se la ocurrió que ella también podía hacer regalos. Ella era un ángel de Dios y su deber consistía en proteger a las queridas creaciones de su Padre. Ella también quería hacer feliz a las personas y a cambio descubriría una ráfaga de sentimientos que de ninguna otra forma hubiese podido aprender.

La gente observaba ensimismada a aquella hermosa escultura de alabastro que no cesaba de sonreír y de repartir sueños y felicidad. Finos hilos dorados alumbraban sus bonitas facciones, suavizándolas, y los copos de nieve que se quedaban enredados entre ellos, se derretían, rizándolos. Una capa plateada cubría sus hombros y su espalda, arremolinándose bajo sus botas. Sus ojos apenas parpadeaban, pero mejor así, pues sus iris entre azulados y violáceos transmitían una paz infinita. La joven brillaba con luz propia, como una estrella fugaz que les indicaba el camino. Los niños formaban una piña en torno a ella, peleándose por recibir sus regalos. No sólo los más jóvenes se acercaban, sino la gente enamorada pidiéndola algo para su pareja y las personas más mayores también querían ser partícipes de aquel milagro. Amara no cesaba de sonreírles con el corazón, entregándoles pequeños regalos envueltos en papel brillante como pedazos de arco-iris. También llevaba consigo un gran ramo de rosas rojas y en ellas escribía frases, dedicatorias que le pedían, y si no lo hacían, escribía las que leía en sus corazones.

Se quedó muy sorprendida cuando aquellas dos manos atraparon las suyas, aprisionándolas con fuerza. Caín se quedó paralizado. ¿Qué había hecho? Rápidamente se deshizo de ellas y le dio la espalda. Amara quería ver el rostro que ocultaban aquellos cabellos de obsidiana líquida, el dueño de aquellas anhelantes manos, pero el hombre echó a correr. La gente, intimidada, se apartaba para dejarle paso. Amara le persiguió, aunque con retraso pues la muchedumbre se abalanzaba sobre ella intentando conseguir más.

El joven ángel femenino llegó hasta un descampado. Resbaló con un charco de hielo y cayó sobre el mullido colchón de nieve. Estaba realmente fría, pero a Amara le encantaba la nieve. Comenzó a reír con una carcajada cristalina y se dejó sumergir entre el polvo congelado. Agitó los brazos y las piernas tatuando en el lienzo natural un ángel, un ángel de nieve. Pensó en llevarse un puñado de ella a su ciudad para enseñársela a Nathan, pero se derretía demasiado deprisa. Sabía que en algún lado estaba él, el chico tímido y misterioso, observándola con gran intensidad. Amara pensó en una frase para dedicarle a él. No le había dado tiempo a sumergirse en su mirada, ni a escuchar el tañido de su voz, pero el corazón tiene muchas formas de comunicarse. Con tan sólo haber sostenido sus manos vibrantes había podido leer muchas cosas.

—La nieve es tan húmeda… ¡Déjate empapar! Deja que su magia cale en tu corazón y entonces no podrás parar de reír. Déjate llevar y disfruta tú también sin preocuparte del pasado o del futuro. Vivir es muy sencillo, pero nos empeñamos en ponérnoslo más difícil.

Y mientras la joven hablaba lo fue escribiendo en una rosa que llevaba prendida detrás de su oreja. Con delicadeza talló cada rubí de la corola y la depositó con suavidad en el suelo. Tras un fugaz aleteo, la muchacha desapareció. Caín se acercó con algo de inseguridad repitiendo mentalmente aquellas extravagantes palabras. Recogió la rosa y repasó cada extracto de esperanza, recomponiendo los fragmentos. Estrujó la flor entre sus dedos y se dejó caer sobre la nieve, al lado del ángel que había hecho ella. Tan refrescante sensación le hizo sentirse enormemente ligero, tan ligero que tuvo ganas de agitar sus brazos y piernas también. Sus dedos empujaban la nieve que se arremolinaba entre sus huecos y al hacerlo se sintió liberado. Se incorporó y abrazó sus rodillas. Infinitas gotitas de rocío se habían adherido a su cabello, a su ropa negra, a sus orejas agujereadas. Se sacudió un poco la nieve y rió cuando algunos copos se quedaron pegados a sus yemas. Volvió a recostarse alzando la mirada a las nubes grisáceas. Quizás aquella chica tenía razón. A Ireth le encantaría salir un poco de su lúgubre castillo de piedra. Rodarían por la nieve, se pelearían tirándose bolas, se perderían entre la felicidad de la gente y ella sonreiría, y quizás después podrían probar lo del muérdago, aunque sólo para demostrar que la historia era falsa.

Se levanta, aún con la rosa atrapada en su mano. Separa pétalo por pétalo y los deja caer sobre la pareja de ángeles blancos. Con un poco de imaginación podría parecer un corazón, un corazón de lágrimas escarlata. Despliega una plumífera ala, tan negra como lo había estado su alma momentos antes, y unas suaves y etéreas plumas se posan sobre la espalda del ángel más alto.

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