28.Virtud
Los densos nubarrones que cubrían el cielo aquella noche corrían el peligro de agrietarse por los relámpagos y las infinitas gotas de lluvia crepitaban húmedamente contra los adoquines. La pesada puerta del granero se entreabrió lo justo para que dos personas pudieran entrar y resguardarse así de la tormenta. Katrina se deshizo aliviada de su empapado abrigo y se retiró los mechones rizados que se pegaban a su rostro. Se frotó las manos para hacerlas entrar en calor mientras su misterioso acompañante encendía un candil con un extraño artefacto.
Le dio la sensación de que la mano le temblaba cuando la llama prendió. El granero no resultaba demasiado grande y una tablilla suelta de madera trastabillaba mecida por la furia de la tormenta. El olor a animal se hacía evidente, pero a ella no le importó con tal de encontrar algo de sequedad. Ahora que ya había conseguido entrar en calor examinó más detenidamente al hombre que la observaba desde las penumbras que les envolvían.
Éste se bajó el negro capuchón que le cubría la cabeza y los dos ojos grises que le habían sorprendido a la salida de la iglesia le saludaron de nuevo.
—Te llamabas Caín, ¿no es así?
La inquietante figura masculina asintió.
—Sí, ése es mi nombre.
Caín la violó con la mirada mientras observaba los largos y ondulantes hilos dorados que caían húmedos sobre sus hombros y se amoldaban a la silueta de su estrecha espalda. Su piel nívea se hallaba algo enrojecida por los cortes del viento helado y dos ojitos azules y saltones le observaban algo confundidos. El diablo se acercó a la muchacha y mientras le agarraba del mentón con su rígida mano saboreó sus cortados labios. Acarició unas pequeñas pecas que adornaban sus pálidos pómulos y la despojó de su corpiño sin reparos. La arrojó contra una montaña de paja y una nube de polvo revoloteó.
Katrina se sentía confusa. No conocía de nada a ese tipo y sin embargo no había dudado en seguirle cuando éste le susurró que lo hiciera. Se había alejado de su ama de llaves, de su familia, y ahora estaba a la merced de aquel desconocido de apariencia tan extraña. Le observó detenidamente mientras él se quitaba su túnica mojada intentando averiguar algo más de él.
—¡Qué ropas más extrañas! No eres de por aquí, ¿verdad? —le preguntó sin poder moverse, haciendo referencia al cuero y metal que revestían al diablo.
—No, no soy de aquí.
Caín dejó caer el pesado cinturón que se enroscaba en sus caderas y se inclinó sobre el cuerpo desnudo que tenía en frente suyo. La madera no cesaba de crujir, pero toda la intensidad de la tormenta que se estaba dando fuera parecía concentrada en esos magnéticos iris. Katrina no pudo reprimir un gritito.
—¡Ya sé lo que eres!
—¿En serio? —sonrió maliciosamente Caín.
Katrina se sonrojó tras la ridiculez de su teoría, pero la compartió con él.
—Eres un vampiro.
—No tengo colmillos ni bebo sangre —le tranquilizó.
El diablo apretó su menudo pecho mientras sus condenados labios aprisionaban con fuerza el otro pezón, arrancándole a la joven un gemido.
—Muy bien, Amara. No sabes lo bien que me lo voy a pasar —le susurró mientras observaba complacido cómo el rosado bulto adoptaba un tono más oscuro.
—¿Amara? Ni siquiera te has aprendido mi nombre —protestó ella.
—¿Eso te molesta?
—Pues qué mínimo ya que vas a hacer lo que te dé la gana conmigo…
Caín acarició su mejilla con una delicadeza que no había mostrado hasta entonces y pasó a hacerle cosquillas en su frágil cuello.
—Pero preciosa, si esto es parte de un juego. Verás como así es mucho más divertido —le decía mientras sus dientes arañaban sutilmente sus sienes.
—¿Un juego? —alcanzó a decir la pobre muchacha.
—Claro. Esta noche y sólo para mí serás Amara.
El hipnotismo mágico que el diablo ejercía sobre ella no la dejaba oponer resistencia.
Lo único que tenía sentido en ese momento eran las abrasadoras caricias de aquel sobrenatural ser.
—Además ahora eres un ángel, un ángel inocente que está cayendo en las redes de un despiadado e irresistible demonio.
—¿Un ángel? —respondió la aturdida Katrina—. De acuerdo, seré tu ángel guardián entonces.
Caín se relamió. La había elegido a ella precisamente por su parecido con el ángel, aunque en realidad ninguna mortal podría hacerle sombra, pero tendría que conformarse con lo que tenía. Condujo su mano hasta sus mulos y tanteó el rizado y cálido vello, que poco a poco se iba humedeciendo. A Caín no le disgustaba aquello, pero en ese momento sí lo hizo porque conocía la perfección que gastaban los ángeles y quería que esa chica fuese lo más parecido a Amarael. No vaciló en introducirle súbitamente tres dedos e hizo caso omiso de las quejas de Katrina.
—Tranquila, Amara. Sé que esto es lo que anhelas de verdad desde hace tiempo.
La paja le pinchaba la espalda y no podía cesar de temblar, pero él parecía ignorarla por completo, como si estuviese en trance. Ella también quería formar parte de ese éxtasis, por eso, aunque no podía retener sus gritos y gemidos, no pudo oponer resistencia a nada de lo que le hacía.
—Amara, dime lo mucho que me deseas —exigió él mientras sus movimientos cobraban rapidez dentro de ella.
—Te deseo Caín, no deseo otra cosa que esto —gimió con voz entrecortada y ojos vidriosos.
Aquello fue suficiente para desatar los instintos más demoniacos de Caín, perdiendo por completo la racionalidad.
—Llévame al Infierno —le imploró la muchacha aún metida en su papel de ángel pecador.
—Tus deseos son órdenes —aceptó el diablo todavía dentro de ella, y relamió con su húmeda lengua una vez más el pequeño y endurecido pecho. Katrina no pudo ver cómo sus ojos ahora centelleaban de un rojo sangre.
Cuando Katrina volvió a recuperar la conciencia se encontraba completamente desorientada. Le dolía todo el cuerpo y sentía un especial ardor entre sus piernas y en el estómago. Se desperezó como pudo y descubrió horrorizada que se hallaba encadenada al descorchado cabezal de un destartalado colchón tan duro que no ayudaba a su maltratado estado. La tela áspera y de un grisáceo descolorido mostraba pequeñas manchas resecas de una sustancia roja. Desde arriba querubines de hierro negro la recibían con sus cuencas vacías, siendo testigos de su pecado. La habitación en la que se encontraba apenas estaba iluminada por seis velas negras, pero pudo distinguir una serie de dibujos hechos con carboncillo que se hallaban esparcidos al pie de la cama. En los dibujos se apreciaba cómo una muchacha bastante parecida a ella sufría terribles torturas. En todos sucedía lo mismo: expresión desencajada, lágrimas suplicantes y su hermoso cuerpo desnudo terriblemente profanado. El miedo comenzó a apoderarse de la pobre muchacha, que gritó cuando sus desesperados ojos se posaron en una maraña de hilos rubizos que se amontonaban en un rincón y comprendió al instante que aquello eran cadáveres de doncellas de físico similar al suyo.
—Caín, ¿por qué le haces esto a tu ángel? —sollozó.
—Tú me pediste que te llevara al Infierno. Ahora tu alma me pertenece.
—Por favor, mi familia estará preocupada…
—Amara, no sabes cuánto deseaba esto —ignoró por completo sus llantos.
Katrina forcejeó, lloró y suplicó, y las cadenas se hundieron más en sus lechosas muñecas, mas la sonrisa sardónica del diablo mientras blandía con placer el cuchillo de carnicero no desapareció.
***
Ancel y Yael, los amigos de Nathan, no se habían tomado muy bien su muerte. El primero había perdido todo el interés que le quedaba por el Entrenamiento y el segundo andaba de un humor insoportable saltando por cualquier cosa.
—Él era el mejor. Un puñado de diablos no pueden haber acabado con él —fue lo primero que dijo Yael tras escuchar la sentencia que se escurría por la boca de su profesor.
—Ellos no saben cómo es Nathan, le están subestimando. Seguro que no se trata de él y está en algún lugar refugiado. ¡Quizás necesita ayuda! Vamos a buscarle, Yael, Amara.
Yael asintió inmediatamente, pero Amara no daba señales de haberles escuchado. La joven se encontraba muy distante, demasiado lejos de aquel lugar.
Los días pasaron y aunque intentaron varias veces salir a buscar a su amigo ni siquiera pudieron abandonar la zona, unos inquisidores los vigilaban para evitar que cometiesen alguna tontería como ésa. Poco a poco no les quedó más remedio que hacerse la idea de que no volverían a ver al elemental de fuego.
—No podemos abandonar así a nuestro amigo—volvió a insistir Ancel—. Él nunca lo haría.
Yael dejó caer los hombros, abatido.
—Ancel, ya no hay nada que podamos hacer. Por muy inútiles que sean los de la Inquisición de cadáveres entienden bastante. Quizás lo mejor sea que nos centremos en el examen, lograrlo por Nathan.
—¡Venga ya! Lo que no hemos conseguido en cuatro meses no lo vamos a hacer en tres días.
—Nuestra intervención será indispensable para la caída de los Cazadores, diablos, los asesinos de Nathan. Le vengaremos.
—¿Y qué hay de las demás desapariciones? ¿Qué pasa con Nanael, Cahetel y todos los demás?
—Fue culpa también de los diablos. No hay ningún asesino entre nosotros.
—¿Qué estoy oyendo? ¿Yael rindiéndose?
Lisiel que estaba pendiente de la conversación se acercó a ellos señalando con el dedo acusadoramente al joven de mechones blancos y negros.
—¿Dónde está el verdadero Yael? ¡Devuélvenoslo!
—No tengo ganas de tonterías, Lis —le bajó bruscamente el brazo con que le señalaba
—. Sólo estoy intentando ser realista.
A Yael no le pasaron desapercibidas las medias de encaje blanco que le llegaban hasta por debajo de las rodillas, calzadas con zapatos de charol a juego con la blusa lila de anchas mangas y que dejaba los hombros al aire. El resto de sus piernas quedaban también desnudas salvo por una corta falda de etéreos volantes.
—Pues qué pena porque había pensado que esta llave podría interesarte, pero ya veo que estorbo.
—¿Qué llave? —preguntaron los dos chicos al unísono.
Lisiel sonrió satisfecha. Les mostró una pequeña llave de hierro bastante vieja y oxidada. El objeto que sostenía entre sus manos no presentaba nada extraordinario, podía ser la llave de algún almacén, pero no la de ningún tesoro.
—¿Y qué tiene de especial? —inquirió Ancel.
—Pensaba que eso me lo diríais vosotros. ¿Sabíais que esta llave pasó por las manos de Nanael y Cahetel antes de llegar a las mías? Sé que estáis investigando sus muertes —añadió con timidez—por eso, cuando me enteré de que Betel la tenía le soborné.
—¿Con qué le sobornaste, eh? —le acusaba ahora Yael a ella.
Una vez había sorprendido al tal Betel mirando más de la cuenta a la chica. Como venganza contó en el periódico un pequeño secreto que había descubierto sobre el pelirrojo ángel.
—He aprendido del mejor.
En realidad Betel le había dicho que ya había descubierto el secreto y por tanto no la necesitaba más, así que no había hecho falta demasiada persuasión, afortunadamente, ya que ella no era tan desafiante a las normas como Evanth o ellos.
Lisiel contoneó su cuerpo y un mechón de su larga cabellera castaña rozó el hombro del muchacho. A Yael se le pasaron muchas ideas por la cabeza.
—Así que esta llave conecta con todos los desaparecidos —analizó Ancel. Eso le aterrorizaba, pero el riesgo siempre había formado parte del concepto “aventura”, ya estaba acostumbrado a lidiar con aquella sensación opresora.
—¿No hay ninguna puerta que no hayáis podido abrir?
La mente de Yael se desplazó hacia aquella mañana que ya quedaba muy lejana, cuando todavía sus jóvenes corazones se entusiasmaban por encontrarse en aquel lugar.
Por aquel entonces Nathan seguía entre ellos, aunque en el momento de su descubrimiento su amigo no estaba presente. Por eso mismo habían corrido a enseñárselo. También recordaba que Nathan no estaba solo, sino que Gabriel le acompañaba y mencionó algo de una llave que pudiese abrir esa extraña puerta misteriosa. Volvió a examinar la llave, esta vez sosteniéndola entre sus propios dedos. Jamás habría pensado que ese pedazo de metal oxidado fuera la clave de ningún secreto.
Los tres aprendices se situaron frente a la gran losa de piedra semioculta tras la maleza.
El ocaso estaba ya en su cenit y los diferentes tonos anaranjados se mezclaban con los violetas. El agua de una cascada que se hallaba próxima se había teñido también del color del atardecer. Con una navaja retiraron las molestas enredaderas que se habían apropiado de la puerta secreta. Les resultó extraño porque si habían pasado por allí más ángeles antes que ellos el camino debería hallarse despejado. Volvieron a enfrentarse a los jeroglíficos y otros símbolos que habían sido tallados en la rojiza piedra, seguramente por aborígenes que habían vivillo allí incluso antes de que ellos existiesen.
Los diferentes relieves parecían dibujar una cara, y en lo que tenía que ser la boca introdujeron la llave. Encajaba perfectamente y sin embargo, no conseguían hacerla ceder.
—Si seguís así vais a romperla —intervino Lisiel—. En estos casos más vale maña que fuerza.
La chica sacó un pañuelo de su vestido y con él frotó la cerradura y su supuesta llave.
El pañuelo llevaba bordado unos símbolos que tenían que ser suficientes para aflojar cualquier cosa. Evanth se lo había regalado por si alguna vez necesitaba forzar la cerradura de la habitación de Yael.
—Ahora debería abrirse sin problemas —les anunció.
Mas la cerradura seguía sin reaccionar.
—Parece que nos hemos equivocado de puerta—se rindió Yael.
—Y a mí que me hacía ilusión descubrir lo que había dentro.
—Pero si los demás pudieron abrirla nosotros también.
Mientras se estrujaban los sesos en vano, los sangrantes rayos se despedían de ellos otorgándoles sus últimas briznas de calidez. Entonces algo se iluminó en el rostro de Yael.
—¡El ojo de la llave!
Sus otros dos compañeros se detuvieron donde su amigo les había indicado.
—Fijaros en la sombra que produce.
Ellos obedecieron. La llave se erguía recta como una aguja y uno de los rayos crepusculares atravesaban el ojal cual hilo de cobre. La sombra se perdía en el ojo derecho de la enrojecida cara, de forma bastante antinatural, y se formaba también un halo de luz que se clavaba como una lanza entre las faldas de la cascada. Aquella llave no estaba hecha en realidad de hierro terrestre, pues desviaba y amplificaba la luz de forma diferente. Siguieron la saeta luminosa hasta que la melodía del incesante chorro de agua golpeando las rocas ahogó sus palabras.
—¿Detrás de la cascada? —Ancel parecía bastante incrédulo.
—Aquí le gustaba meditar a Nathan.
Yael le dedicó una mirada fulminante a Lisiel para que no volviese a pronunciar ese nombre y se acercó volando a la catarata. Unas libélulas se apartaron para dejarle paso.
Lanzó el puñal con el que había cortado las enredaderas y el agua lo devoró hacia su interior. Eco silencioso.
—Anda que si nos da por intentar esto en un horario diferente todavía seguiríamos tratando de forzar la cerradura —se alegró Ancel de su suerte.
Se aseguraron de que nadie les observaba y se adentraron cruzando aquella barrera natural. Las enredaderas que rodeaban la losa de piedra se agitaron y volvieron a cubrirla con su verde abrazo.
—Ahora mis alas están empapadas —se quejó Ancel.
Su voz retumbó en la caverna por el efecto de la resonancia. Debido a la intensa humedad una espesa película de musgo recubría las grandes piedras que conformaban aquella gruta secreta. El camino se veía bloqueado por otro gran bloque de piedra arcillosa muy parecido al de antes.
—¿Y ahora qué? —gritó Yael mientras golpeaba con su puño la pared.
Lisiel le restregó enfrente de sus ojos la llave.
—La he recogido por si acaso.
Se acordó de la sombra que se perdía en el supuesto ojo derecho y metió la llave donde correspondía. Tras un ligero chasquido y un inquietante rugido que le procedió, la losa se levantó dando lugar a una escalinata descendente.
—Y por lo que veo hice bien —se vanaglorió la chica, sonriente.
Se encaminaron escaleras abajo agradecidos por que ella les acompañara. Los primeros escalones estaban encharcados, pero a medida que iban descendiendo hacia el interior la temperatura iba aumentando y los materiales fueron cambiando por rocas magmáticas.
—Creo que estamos en el interior del volcán.
La voz de Yael despertó de su letargo a unos murciélagos. Lisiel chilló.
—¡No hables tan alto! No sabemos lo que puede haber aquí dentro —le regañó la joven.
—Será mejor que no utilicemos las cuerdas vocales para comunicarnos —sugirió Ancel.
Los demás asintieron. Tras descender unos peldaños más volvió a hablar el mismo.
Esta vez sus palabras resonaron en sus mentes.
—Por el calor que hace tenemos que estar dentro del volcán.
—Tu inteligencia me sorprende —resopló Yael. Y tras eso los dos amigos estallaron en carcajadas por primera vez desde la funesta noticia.
—Silencio, ¿qué es eso? —preguntó Lisiel, asustada. Yael pasó la mano por encima de su hombro en afán protector.
Las escaleras concluían en un túnel que se perdía en las profundidades de la tierra. La estancia reposaba en absoluta oscuridad salvo el pequeño haz fluorescente que emanaba el akasha de sus alas. Un inquietante golpeteo arañaba tanto el suelo como las paredes.
Los tres jóvenes ángeles agudizaron sus sentidos extrasensoriales. Unos ojos normales no podrían haber visto nada, pero ellos percibían claramente el aura de maldad y el hedor de la oscuridad.
—Aquí mora algo maligno.
—Pues no estoy muy convencido de querer conocerlo… —dijo Ancel algo atemorizado.
—Ancel, saca la cámara. ¿Tiene el flash activado, no?
—Aquí apesta a energía fantasma… —Lisiel luchaba por mantenerse calmada, no quería quedar mal delante de ellos.
—A todo esto, ¿dónde está Evanth? —se interesó Ancel.
—Sigue muy afectada por…por las últimas noticias —se esforzó por evitar el nombre prohibido.
Un fuerte estruendo procedente del interior les sobresaltó.
—Pues es una pena—inquirió Yael—porque quizás le gustaría salir con uno de ellos.
Ancel y Lisiel se quedaron paralizados. Una horda de esqueletos andantes se tambaleaban acercándose a ellos entonando su fúnebre marcha. De sus vacías cuencas brotaban gusanos y el hedor a podredumbre les envolvía. Todos ellos entrechocaban sus roídos huesos con el afán de atraparles en su abrazo mortífero.
—No nos han enseñado a combatir esto.
Desenfundaron sus armas y se unieron a su baile macabro aceptando la invitación. Los huesos crujían al romperse, pero no servía de nada porque por más que los desarmaban volvían a recomponerse.
—¡Fuego! ¡Necesitamos fuego! ¡Que ardan!
—Si él estuviera aquí… —se le escapó a Lisiel aunque se detuvo tras volver a sentir la mirada de Yael.
Un esqueleto cayó desde el techo y se abalanzó contra la chica, apresándola con sus cartilaginosas garras. El tintinear de su estructura ósea la espeluznaba.
—¡Quitádmelo de encima! —gritó. Cuanto más forcejeaba más fuerte era su abrazo.
Yael acudió a su rescate esgrimiendo un fémur agrietado y recitó una frase en latín:
—¡Servite Domino in timore! ¡Apprehendite disciplinam ne quando irascatur et pereatis de viacum exarserit in brevi ira eius! (1)
Al ver que funcionaba siguió recitando todas las oraciones en latín que lograba recordar sin ton ni son.
—¡Coeli lux Nostra dux! (2) ¡Expulsis tenebris recreat splendoribus orbem! (3) ¡Calvo turpuis est nihil comato! (4) Genial, ya sólo nos falta un crucifijo.
—Los ángeles no llevamos de esas cosas, Yael.
Los versos en latín les producía quemaduras, pero los esqueletos zombies parecían inmunes al dolor.
—Ya me he cansado—proclamó Ancel—. Voy a probar algo.
Eligió una de sus plumas y la depositó en el suelo. La susodicha estalló y las paredes se desquebrajaron. La estabilidad del túnel amenazó con esfumarse. Consiguieron cruzar al otro lado mientras una avalancha de rocas y escombros se les vino encima a los esqueletos, sepultándolos.
Tras la ensordecedora explosión la calma y el silencio volvieron a reinar. Tan sólo una humareda de polvo y el tintineo de las piedras más pequeñas resbalando enturbiaban la atmósfera. Una gota de sudor zigzagueó por la frente de Yael. Hacía demasiado calor en aquel lugar. Como la avalancha había bloqueado la salida no tuvieron más remedio que seguir adentrándose en las profundidades. Pronto descubrieron la fuente de todo ese calor. La galería se correspondía con la cámara magmática. Un gran foso de brillante magma ocupaba toda la estancia. Las paredes sangraban lava humeante y la efervescente masa de magma desprendía burbujas de fuego que ascendían por el cuello del volcán hasta que la temperatura descendía y se rompían. El camino se había estrechado considerablemente en un delgado puente de piedra que atravesaba aquella piscina ígnea de forma casi mágica. Sólo se podía caminar por allí en fila recta. Al menos sus alas se secarían rápidamente.
—Es increíble —admiraban los tres la belleza de aquel lugar.
—¿Creéis que el Infierno se parecerá a esto? —preguntó Lisiel.
—Pero allí huele a azufre y los gritos de dolor te estremecerían —le aclaró Yael.
Dejaron atrás la cámara magmática y respiraron aliviados al sentir algo de aire, aunque oliese como el aliento de mil cadáveres y arrastrase un arrullo inquietante.
—Menos mal, pensé que me derretiría.
Ancel se limpiaba el sudor mientras Lisiel se repeinaba y ayudaba a recomponer el pelo de Yael.
El camino se bifurcaba. Lisiel decidió que ella iría con Yael por la derecha y Ancel tomaría el camino de la izquierda.
—Compréndenos, Ancel. Tú eres mucho más fuerte y valiente, ¿no?
—No os preocupéis, lo he captado perfectamente —refunfuñó—Muy bien, yo seguiré por aquí. Si necesitáis mi ayuda…gritad. Si me apetece acudiré a ayudaros.
Su voz se iba alejando cada vez más por el pasillo elegido. En cuanto se aseguraron que Ancel ya no les veía, Lisiel se aferró de Yael.
—No me gustan los murciélagos —musitó ella.
—Tranquila, conmigo estarás a salvo. Si me sueltas podré fotografiar aquella roca de
allí. ¡Mira que forma más rara tiene!
La gran mole rocosa sí que tenía una forma peculiar. No parecía natural, sino que alguien la había esculpido dándole forma de algo. Yael no lograba identificar el qué. El cegador fogonazo del flash inundó todo el nivel y los murciélagos volvieron a protestar.
Algo pegajoso se despegó del techo. Una lluvia de gigantescas sanguijuelas gordas y viscosas les pilló de imprevisto. Se las sacudieron con todas sus fuerzas, pero nunca se agotaban. Yael extrajo una pulida gema verde que resplandecía sutilmente en aquella oscuridad asfixiante y la engarzó a un brazalete plateado que cubría su fibroso brazo.
—Agárrate a mí —le ordenó a su compañera.
—¡Eso llevo haciendo todo el tiempo!
Los rayos verdes que refulgían de la gema se alzaron sobre ellos formando un escudo mágico que les protegía del ataque de aquellas criaturas.
—Un nuevo truco que aprendí hace unos días —le respondió a la muda pregunta de la chica mientras terminaba de rematar un par de sanguijuelas que se habían colado en el interior.
Lisiel respiró aliviada al comprobar que la barrera invisible resultaba efectiva repeliendo a esos repugnantes bichos. Prosiguieron con su camino sin despegarse el uno del otro y manteniendo activado el escudo mágico. El pasillo llegaba a su fin y los insectos mutantes no cesaban de caer desde el techo. Para su desesperación una enorme reja de un material más resistente que el acero les cortaba el paso. Intentaron derrumbarla, pero no había manera de hacerla caer y los murciélagos furiosos bloqueaban el camino de retroceso. Las sanguijuelas les acechaban y Yael comenzaba a debilitarse. Lisiel se percató de ello al comprobar alarmada que el chico jadeaba demasiado.
—No podré mantener el escudo por mucho tiempo.
Lisiel se aferró más fuertemente a él. Ella podía inmaterializarse y huir, pero no pensaba abandonarlo a él.
A Ancel no le iba mucho mejor. Ya estaba cansado de los chupadores de sangre que clavaban sus molestos colmillos en sus extremidades impidiéndole moverse. Algunos se deshacían al beber la sagrada sangre, mas la mayoría parecían inmunizados. Por más que se agitaba y forcejeaba no lograba espantarlos. Resbaló cayendo de bruces, momento que sus enemigos aprovecharon para echársele encima. Le cubrieron completamente con su manto de oscuridad, engulléndolo. Ancel gritaba y se ahogaba.
Los venenosos mordiscos escocían, molestaban y dolían agudamente. Entonces pensó en sus amigos, en Yael y Lisiel que seguramente habrían conseguido descubrir algo importante, en Nathan que ya no se encontraba entre ellos, en la ausente mirada de Amara y su sonrisa esperanzadora, y en Evanth y su gélida mirada humedeciendo sus pies en la espuma marina.
“Eres un inútil”, resonaba el eco de sus escarchadas palabras dentro de su mente.
También se acordó de las burlas de Haziel y de que su familia esperaba su regreso en algún lugar del Cielo. En realidad albergaban dudas sobre si conseguiría superar la prueba, él mismo las tenía. También se acordó de Gabriel y de todas las flexiones y broncas que le había dedicado.
“Si te meto tanta caña es porque estoy convencido de que puedes hacerlo. Sólo necesitas confiar más en ti mismo.”
Aquellos bichos no le dejaban respirar y se estaba asfixiando. No era la primera vez que sentía sus pulmones retorcerse. Una vez algo había intentado ahogarle en el mar. El agua salada le aplastaba el cerebro, pero recordaba muy bien aquellos ojos rojos y hambrientos. Un ángel no podía morir de aquella forma, pero sí su cuerpo material y no tenía ganas de reencarnarse en ninguna otra envoltura y esperar otros tres mil años para volver a repetir el dichoso entrenamiento. El lacerante dolor de aquel mordisco en su hombro volvía a reproducirse y a Ancel se le llenaban los ojos de lágrimas. No podía acabar así, eso resultaría demasiado previsible pues era lo que realmente todos esperaban de él. Siempre había sabido a quién pertenecían aquellos ojos demoniacos, pero no había tenido el valor suficiente de contarlo, nadie le creería e incluso dudaba de sí mismo. Ahora ya lo tenía bien claro, no iba a permitir que el destino cruel se saliese con la suya.
Un fuego verde prendió en las raíces de sus plumas y las consumió. Un baño de luz verde intenso lo había recubierto todo y el foco era él. Los murciélagos ya de por sí están ciegos, pero aquella luz les abrasó. Cayeron inertes y Ancel se los sacudió.
Temblaba, pero no tenía tiempo para eso. El túnel no tenía salida, pero inspeccionando un poco dio con un interruptor oculto bajo una telaraña seca. Lo accionó. Ancel se encogió de hombros y dio media vuelta en busca de sus amigos.
***
Jofiel ya había aguantado bastante. Hasta ahora había soportado los caprichos de Serafiel, pero aquello ya resultaba la gota que colmaba el baso. Le acaba de escuchar diciéndole a Torquemada que no sólo iban a sacrificar a los que suspendiesen sino a todos los demás, y todo por un puñado más de akasha. ¿Desde cuando se había vuelto su superior tan codicioso? El príncipe serafín ansiaba el poder y su alma estaba tan corrupta como la de cualquier mortal. Por más que él como arcángel del Rayo Dorado trataba de aconsejarle, sus palabras siempre eran ignoradas y a cambio el Primer Ministro hacía lo que le venía en gana.
Con las reglas divinas la concesión de ángeles era muy difícil y cada día de la Creación que transcurría más peligro de extinción corrían. Lo que necesitaban era aumentar las huestes divinas, no disminuirlas.
Se detuvo ante la entrada a la cueva donde tenía entendido que se alojaba Gabriel. Él tampoco se llevaba demasiado bien con Serafiel y confiaba plenamente en la nueva generación. Tenía un plan en mente y con su ayuda podría llevarlo acabo. Si le contaba lo que realmente su superior se traía entre manos estaba convencido de que el ángel se aliaría con él.
La cueva por dentro resultó ser más grande de lo que parecía.
—¿Gabriel?—titubeó—Necesito hablar contigo, es muy importante.
Pero nadie le respondió. El arcángel podía sentir una palpante inquietud en la atmósfera, algo no iba bien. Escudriñó la oscuridad y sus ojos se detuvieron extrañados sobre las gruesas cadenas que caían desde la pared del fondo. El hierro presentaba restos de sangre. A Jofiel cada vez le gustaba menos ese lugar. Aquel aroma metálico resultaba tan intenso que cualquier vampiro habría enloquecido. Iluminó el suelo con la luz dorada que desprendían sus cuatro alas. Sus elegantes sandalias de fieltro se hundían en un charco de sangre tibia, tiñendo los bajos de su túnica de rosáceo. El pequeño cuerpo de un ángel de cabellos castaños y rizados yacía sobre el charco. No pudo identificar su rostro porque estaba destrozado, unas poderosas mandíbulas le habían arrancado el akasha de su cuerpo.
Un par de ojos rojos brillaron siniestramente. La bestia seguía devorando otra presa y podía apreciarse perfectamente el ruido que hacía al engullir. La tierna carne siendo arrancada salvajemente por las hambrientas fauces de aquella alimaña, su goteante sangre aliñando aquel manjar, los dientes desgarrando los tendones y el inconfundible sonido que se hace al tragar. La bestia dejó de masticar y Jofiel pudo verla al completo.
Yacía sobre el cadáver de aquel pobre aprendiz con sus largos y descoloridos cabellos cayendo a los lados de su terrorífico rostro, mezclándose con la sangre de su víctima. Lo que Jofiel no vio venir fue la afilada guadaña que sesgó su garganta limpiamente.
***
Yael estaba llegando a su límite. De un momento para otro el escudo dejaría de funcionar y su fin llegaría. Lisiel no quería acabar así, engullida por aquellas infames criaturas. Añoraba el sedoso pelaje de Saeta. Si ella estuviese allí las cosas serían muy diferentes.
—Lis…—la llamó él.
Sabía que no había salvación y aquella era por tanto su última oportunidad, no quería desperdiciarla. Apretó sus labios de ángel contra los de ella intensamente. La chica soltó una exclamación, pero quedó absorbida por el repentino beso. Se limitaron a olvidarse de los murciélagos y sanguijuelas para disfrutar al máximo de sus últimos instantes de vida. Hace tiempo que lo deseaban y debido a su condición les resultaba inconcebible, pero a esas alturas ya nada importaba.
Estaban tan absortos que la luz verdosa y rebosante de vitalidad que les inundó les pilló por sorpresa. Las alas negras dejaron de revolotear y cayeron pesadamente, petrificadas. Los bichos que unos momentos antes se disponían a acabar con ellos ahora no eran más que un montón de piedra. Ancel se mostró satisfecho de haber llegado a tiempo de salvar a sus amigos. La pareja se separó y si se habían ruborizado no lo demostraron. Admiraron boquiabiertos las alas de su amigo cuajadas de incrustaciones de esmeraldas que reflejaban la luz.
—¡Has despertado tu verdadera esencia! —exclamó el amigo de toda su vida.
—¡Eres una virtud, Ancel! —se unió Lisiel a los elogios.
—Bueno, ya sabéis que siempre he sido el mejor —presumió.
Las lágrimas y todo rastro de inseguridad se habían esfumado.
—¿Qué eran esas cosas? —preguntó horrorizada el ángel femenino— Unos insectos no tendrían que ser problema para nosotros y no he leído sobre nada parecido.
—Ni idea, pero no eran normales. Estaban inmunizados a nuestra sangre. Como no sean creaciones de demonios…
—¿Y ahora qué hacemos? —inquirió Yael de nuevo preocupado por su situación—. Por aquí no hay salida.
—En el otro lado accioné un interruptor y algo se movió. Tiene que haber otro de ésos por aquí —les contó la recién despertada virtud.
—¡Aquí! —les llamó Lisiel.
La reja que antes les cortaba el paso ahora se había abierto y Lisiel se hallaba junto a una pequeña estatuilla de ceniza volcánica compactada y madera policromada que desprendía un halo azulado.
—Sí, el interruptor que encontré yo era similar, pero de color rojo.
***
Lisiel lo accionó y tras unos segundos de incertidumbre algo comenzó a moverse. La extraña estatua que Yael no había logrado identificar se estaba moviendo y se retiró a un lado para dar lugar a otro nuevo túnel que descendía.
—¿Hay que bajar más? —protestó Ancel, pensando en que luego tenían que volver a ascender.
—Después de todo por lo que hemos pasado no pienso retroceder con las manos vacías.
Yael se introdujo por la nueva abertura y los otros dos le siguieron. Afortunadamente no tuvieron que descender demasiado, ya que pronto el camino se elevó. Podían vislumbrar la salida muy por encima de sus cabezas. Una escalerilla se hallaba camuflada entre la abrupta roca y subía hasta arriba del todo. No había espacio suficiente, por lo que dejaron que fuese Lisiel la que subiese volando y ellos utilizaron la escalera. El oxidado hierro crujía bajo el peso de las botas de los ángeles y sus manos se estaban resintiendo. Por fin lograron salir de allí para ir a parar a una sala circular cuyo techo se alzaba en una bóveda. Ancel se limpió el polvo rojizo en la espalda de su amigo y éste le reprendió.
Las paredes se hallaban recubiertas por escrituras muy primitivas y esotéricos dibujos.
—Los antiguos habitantes de esta isla eran adoradores de los demonios —les informó
Lisiel mientras descifraba los misterios que se hallaban allí escritos—. Pensaban que si cavaban muy profundo llegarían al mismo Infierno, de hecho pensaban que este volcán era una apertura hasta el reino de las llamas incesantes —les siguió contando mientras señalaba con el dedo el dibujo de unas llamas, para que sus compañeros siguiesen su explicación—. Estas escrituras hablan de diferentes ritos y cultos a los fenómenos atmosféricos y entre ellos destaca un dios en particular.
—¿Un dios?
Ancel la miraba sin comprender cómo conseguía averiguar todo eso de unos garabatos sin sentido.
—Bueno, un demonio realmente, pero para los aborígenes era tratado como un dios, no distinguían entre lo uno y lo otro. ¿Qué os ha estado enseñando Gabriel todo este tiempo? —les preguntó sorprendida de que no supiesen leer aquellos pictogramas.
—A luchar y a sobrevivir. También nos contó algo de historia pero como que no le presté mucha atención.
—Bueno, tampoco es tan raro. Esta isla está rodeada por las aguas del Océano Tenebroso. Antes de que llegara la Inquisición estaría infestada de criaturas demoníacas —aclaró Yael, que por lo menos tenía idea de geografía.
—El caso es que ese dios era muy temido, por lo que parece. Le ofrecían numerosos sacrificios de animales.
Ancel apartó asqueado la mirada de la representación de uno de esos sacrificios.
—Pero lo que realmente parecía importarle a ese demonio era la sangre. Dejaba secos a sus víctimas y tan sólo quedaba en sus cuerpos la marca de dos pequeñas perforaciones —prosiguió Lisiel.
—Mi teoría de los vampiros acuáticos ya no parece tan absurda, ¿eh? —les recordó Yael.
—Lo que me atacó en el mar no era un vampiro. No era mi sangre lo que quería.
—Además la herida que le hizo era mucho más grande que la que dejaba este ser. He oído hablar antes de esta historia, la leyenda del chupacabras.
—Genial. ¿Y esto qué tiene que ver con las desapariciones de nuestros compañeros? Si el culpable fuese el chupacabras éste habríamos encontrado los cadáveres. Además, si de verdad hubiese aquí un demonio tan poderoso los arcángeles lo habrían detectado ya.
Las palabras de Yael eran lo más sensato.
—Bueno, pero es que este chupacabras no puede ser considerado como un demonio.
—¿Ah, no?
—No. En realidad es un experimento fallido de los demonios. Se tuvieron que deshacer de él arrojándolo al Planeta Azul.
—¿Todo esto pone en los jeroglíficos?
—No. Lo último me lo contaron mis padres. Estamos especializados en todo tipo de criaturas, incluida las demoníacas.
Los tres aprendices contemplaban el dibujo del chupacabras: un ser con cara de perro, terribles colmillos, piel entre verde y grisácea y tobillos de canguro. Toda la figura estaba recubierta de un aura roja y dos pequeñas alas de murciélago sobresalían de su lomo.
—¿Y los ángeles permitieron que esta criatura vagase tan tranquila? —preguntó incrédulo Ancel.
—Tampoco —negó por tercera vez consecutiva—. El dios azul llegó un día y con su flamígera espada lo encerró en el propio volcán.
—Ése debía de ser Mikael —adivinó Yael mientras contemplaba el supuesto dibujo del arcángel.
—¿Entonces se encuentra aquí encerrado?
—Eso parece.
—Si Mikael logró encerrarle no hay nada que temer —trató Yael de tranquilizar a su amigo que no parecía muy entusiasmado por la idea.
—Pobre criatura —se lamentó la chica ángel—. Despreciado por todos por ser diferente.
—Empiezas a hablar como Amara.
—Es distinto. Los ángeles somos creados con un fin, pero el pobre chupacabras no.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Adoptarlo? —rió Yael—. Podríamos darle de comer a Haziel.
—Sí —aplaudió Ancel— aunque no sé si su sangre le gustará. Tiene que estar muy amarga.
—Quiero purificarlo. Si consigo extraerle toda la oscuridad acumulada durante todo
este tiempo quizás podríamos llevarlo al establo con las demás criaturas mágicas.
—¡Se alimenta de sangre! Pobres unicornios.
—Yo podría traerle vacas y perros todos los días…
—Sinceramente, da menos problemas si le dejamos donde está —trató de persuadirla Yael.
—Podríamos modificarlo genéticamente para que se alimentase de otra cosa —sugirió.
—Entonces yo quiero una vampiresa sexy, la modificamos genéticamente y problema resuelto.
Quien le dedicó una mirada cargada de reproche ahora fue ella a él.
—Ni que las ángeles no fuésemos sexys.
—No te pongas celosa, cariño.
—Pero es que es realmente feo. No me esperaba esto de alguien como tú —les cortó Ancel.
—No es feo, es diferente.
—¿Las sanguijuelas de antes tampoco te parecen repugnantes?
—¿Pero habéis visto qué hocico más mono tiene?
La respuesta de los chicos fue clara y rotunda.
—Entonces por lo menos quiero liberarle de su sufrimiento. No es justo que pase los siglos encerrado en este sitio.
—¿Pero no lo entiendes, Lis? Si el propio arcángel Mikael decidió encerrarle en vez de matarlo por algo sería.
—Quién sabe. Quizás ese día estaba vago y le apeteció más encerrarlo.
—Cuesta más encerrar a alguien que matarlo.
—¡Buffy es tan lindo que ni siquiera Mikael se atrevió a acabar con él!
—¿Buffy? ¡No le pongas nombre a esa cosa!
Mientras la pareja se enzarzaba en una discusión intrascendental Ancel se sintió fascinado por una de las numerosas inscripciones que a sus ojos las palabras cobraban vida. Una especie de energía fluía repasando los trazos centenarios, dotándoles de movimiento propio.
—Mirad esto —les indicó sin que le hicieran caso.
Las brillantes letras le susurraban secretos inconfesables y el joven ángel comenzó a levantar su brazo sin ser consciente de lo que hacía. Extrajo un puñal y con su filo acarició la palma de su mano derecha. Buscó el lugar exacto guiado por una fuerza invisible incluso en el plano etérico y posó la mano herida sobre un extraño símbolo que parecía vibrar por cuenta propia. La sangre sagrada se esparció y tiñó el sígil de carmesí. Cuando Yael se dio cuenta de lo que estaba haciendo su amigo trató de detenerle.
—¡Detente, Ancel!
Pero ya era demasiado tarde. Ancel volvió en sí y se asustó al ver su propia sangre resbalando por su antebrazo. El sígil comenzó a brillar y toda la habitación parecía venirse abajo.
—¿Qué he hecho? —miró Ancel a su amigo desesperado.
—¡No lo sé!
Todos los grabados brillaban ahora y cobraron vida también, para fundirse en tinta negra y escurrirse por las paredes de piedra. Lágrimas negras chorreaban y los dibujos desaparecían, quedándose la pared circular completamente lisa, sin más fisuras que las que el tiempo había dejado. Tras un instante en el que una luz azul les envolvió todo pareció volver a la normalidad.
—¿Eso lo habrá hecho Buffy? —preguntó Lisiel, conmocionada.
—Pregúntaselo a él —exclamó Yael con los ojos abiertos de par en par y la boca desencajada.
Lisiel y Ancel miraron hacia donde señalaban las contraídas pupilas de su compañero, adoptando una expresión similar.
Detrás de ellos el chupacabras les aguardaba. Era exactamente como le habían retratado en el fresco: una figura humanoide de piel entre grisácea y verde, cabeza canina, tobillos largos y fuertes de canguro y alas de murciélago, con la diferencia de que su espina dorsal era recorrida por una hilera de puntiagudas púas tan gruesas como los cuernos de un rinoceronte. La criatura les doblaba en altura y podían sentir todo el rencor y oscuridad que había ido acumulando durante su largo encierro.
—¿De verdad piensas que podría ser la mascota del equipo de exhibicionistas? —le preguntó con ironía a su novia.
Lisiel le respondió con una mueca burlona e hizo materializarse en sus manos un látigo de akasha. Las exhibicionistas eran un equipo de ángeles aprendices que todos los años se preparaban para organizar una actuación con acrobacias en el aire y otros trucos. Ella y Evanth habían pertenecido al equipo un siglo atrás. El látigo rechinó y el chupacabras retrocedió un par de pasos mientras les mostraba sus colmillos sin dejar de gruñir.
—Buffy va a ser un niño bueno.
Sin embargo Buffy desobedeció y se teletransportó sin que a Lisiel le diese tiempo a reaccionar detrás de Ancel, atrapándolo entre sus garras. Ancel no tembló y le cubrió con su luz como había hecho con los murciélagos.
—¡Muy bien! Demuéstrale el poder de un ángel de verdad —le animó Yael.
La piel del chupacabras no se endureció. Al darse cuenta Ancel de que su nuevo poder no funcionaba en la criatura y no podía petrificarla comenzó a gritar y a forcejear para liberarse.
Yael masculló algo para sí mismo cuando vio que su amigo estaba en problemas y se lanzó a ayudarle con su espada desenvainada. No llegó a alcanzar a su objetivo; en lugar de eso la intensa mirada del experimento fallido le confundió, le hizo tambalearse y se cayó al suelo. Yael parecía desconcertado ante el ridículo que había protagonizado.
Palabras sagradas brotaron de los labios de Lisiel y retumbaron en toda la estancia, deteniendo al chupacabras. Ancel aprovechó para zafarse e invocó a su espada, con la que pinchó la dura piel del demonio. Lisiel sonrió para sí misma y siguió recitando la oración en un dialecto que sus compañeros no habían escuchado nunca. Parecía tenerle bajo control por lo que mencionó las líneas finales. Ancel la miró interrogante por si le daba fin de una vez, pero ella le hizo un gesto de que aguardase por lo que el ángel bajó el arma.
La bestia dejó de gruñir y de tratar de huir de allí. Sus ojos brillaron sedientos y Lisiel comprendió que las últimas palabras no tenían efecto en una criatura como él. Al menos había logrado algo de tiempo que es lo que realmente pretendía. Ahora era su puño el que goteaba sangre. Una de las púas de la espalda del chupacabras salió disparada hacia el entrecejo de Ancel. Yael consiguió echar a un lado a su amigo antes de que fuese demasiado tarde. La púa se clavó limpiamente en la pared y rápidamente le brotó una nueva sustituyendo a la anterior.
Lisiel se pintó el contorno de sus ojos con su sangre y dibujó en su mejilla un sígil sagrado. Miró al chupacabras con determinación y el demonio reconoció respeto ante el enemigo que tenía delante. Yael estaba sorprendido, nunca había visto a la chica luchando en serio. El chupacabras parecía aterrorizado ante la sangrante mirada de la joven. El ángel volvió a esgrimir el látigo y con dos golpes rápidos y certeros, el chupacabras cayó de rodillas. Lisiel se acercó a él, pero la bestia seguía dispuesta a luchar por lo que ella optó por desmaterializarse y le golpeó a la velocidad de la luz tantas veces como le fue posible durante unos segundos. Cuando regresó al plano material bastante cansada, el chupacabras se tambaleaba abatido por la paliza que acababa de recibir. Lisiel volvió a mirarle fijamente y esta vez sí que la criatura agachó la cabeza en señal de sumisión. Lisiel, satisfecha, se acercó a él y tras acariciarle la cabeza dibujó de nuevo con sangre otro sígil en el pecho escamoso de la bestia.
—Lo siento, Buffy —se despidió.
—Descansarrrr… —gruñó la bestia.
Lisiel les indicó a sus amigos que le clavasen la púa que se hallaba perforando la pared. Entre los dos consiguieron extraerla e hicieron lo que la chica les había pedido.
El chupacabras comenzó a convertirse en humo negro, flotando alrededor de los tres y la púa absorbió dicho humo. Buffy había quedado atrapado en su propia púa. Lisiel la recogió y la abrazó.
—¿Qué vas a hacer con ella? —le preguntó Yael.
La chica dibujó un tercer sígil en la púa y ésta se deshizo en polvo verde y grisáceo que se escurrió entre sus dedos. Sin decir nada sacó un tarro de cristal y se dispuso a guardar el polvo.
—El aliento de demonio es un ingrediente muy difícil de conseguir y valioso —les explicó.
Yael arrancó un trozo de su camiseta y vendó con ternura la mano de Lisiel. Ésta sonrió y reparó en que al chico le faltaba otro trozo que había utilizado para vendar la de Ancel.
—Me debéis una camiseta —les dijo.
—¡Los domadores de bestias sois geniales! —exclamó Ancel impresionado por el
espectáculo que acababa de presenciar.
—Gracias —respondió algo emocionada.
Se les estaba haciendo tarde y ya iba siendo hora de que saliesen de aquel lugar por lo que se incorporaron rápidamente. La puerta para salir de allí no les resultó nada difícil de encontrar, pues la tenían localizada desde el principio, pero todo parecía indicar que se abría con otros interruptores. No tenían ganas de explorar más aquel lugar, por lo que juntaron fuerzas y entre los tres consiguieron derribarla.
El nuevo túnel era de tierra blanda y hacía más frío que en los demás, señal de que estaban cerca de la superficie. Yael detectó manchas de sangre y señales de una inminente pelea mezcladas con el barro, pero no les dijo nada a los otros, aunque tomó a Lisiel de la mano. La chica se sonrojó ante esta acción. Cuando iban por la mitad ella propinó un grito. Un cadáver con las entrañas desgarradas les obstruía el camino. Yael fue el único que se atrevió a acercarse a examinarlo. Lo giró con cuidado y reconoció los cabellos pelirrojos de Betel. Lisiel quería llorar, pero se contuvo. Se dirigieron miradas significativas y con el corazón en un puño siguieron avanzando lo más sigilosamente posible.
Llegaron hasta lo que parecía el interior de una cueva. Ancel llevaba la cámara a punto. Sentían que estaban cerca de algo importante. El sonido de una bestia devorando a su presa les heló la piel. Por sus cabezas solamente pasaba la idea de que la víctima podía ser alguno de sus compañeros. Ancel tropezó con algo. Los ojos repletos de sabiduría del arcángel Jofiel le miraban, apagados. Era su cabeza con lo que había tropezado. La larga y etérea barba del arcángel se enredaba entre los pies del joven aprendiz. Yael logró tapar la boca de Lisiel antes de que volviese a gritar. Delante de ellos un ser de largos cabellos empapados en la sangre de sus víctimas y de ojos rojos más brillantes aún sostenía el cuerpo del arcángel, hundiéndose en su todavía caliente carne. Cuatro alas de plumas auríferas y perfectas caían apagadas, mezclándose las puntas con la sagrada sangre. Ancel lo reconoció al instante.
—¡Tú!
Su profesor yacía ante ellos, aunque había algo en él que lucía diferente, con el rostro teñido de carmín y su blanca ropa salpicada también por el templado jugo. Él los había visto. Dejó caer los restos de Jofiel y se incorporó. El cuerpo de Yael salió propulsado hacia atrás, quedando fijo por unos brazos invisibles en la dura pared.
—¡Ancel, coge a Lis y buscad ayuda!
—¡Yael! —exclamó Lisiel. No podía abandonarle a él, no después de lo que había pasado en el interior del volcán.
Ancel sacó una foto del asesino y tomó rápidamente a la chica por el brazo. Ella protestó, pero él estaba dispuesto a obedecer a su amigo. Se inmaterializaron y aparecieron bruscamente ante Serafiel y la Suma Inquisidora que se hallaban reunidos en la recepción del hotel. Se quedaron perplejos cuando vieron las lágrimas sangrientas que todavía adornaban los ojos de Lisiel y el nuevo color de alas del chico.
—¡Gabriel, hay que detenerle! —consiguió pronunciar Ancel bastante alterado.
—¡Tenéis que salvar a Yael! —jadeaba una desesperada Lisiel, agotada por haberse inmaterializado dos veces tan seguidas.
—¡Es el asesino, un caníbal! Ha matado a Jofiel.
No daban crédito a sus oídos, pero sabían que no mentían. El serafín entonó un cántico que sirvió de llamada y se dirigió al lugar indicado a la velocidad de la luz.
Yael se retorcía mientras una fuerza invisible le aprisionaba, clavándole sus garras.
Gabriel se acercó hacia él y con tan sólo su presencia le hacía temblar como a una rata arrinconada. El ángel estaba pasando por un torrente de emociones que se entremezclaban con el sudor frío que le empapaba la espalda: confusión, lástima y arrepentimiento porque todo se iba a acabar allí, añoranza por Lisiel, por sus amigos y familia, pero sobretodo, terror; terror y pánico.
—¿Por qué? —le preguntó, pero aquel monstruo no parecía albergar nada de la personalidad de su profesor.
Yael gritó de dolor y un reguero de sabor metálico resbaló desde su nariz y su boca.
Las lágrimas le emborronaban la visión. Los ojos de su profesor centellearon y un corte trasversal rasgó su pecho. Gabriel extendió su brazo y Yael aulló cuando sintió sus garras aferrándose en torno a su palpitante corazón.
Una luz plateada les envolvió y Gabriel chilló de dolor. Se llevó las manos a los ojos, molesto y deslumbrado. Chamuel disparó dos flechas que se hundieron en el suelo y dos raíces crecieron enroscándose alrededor del confuso Gabriel, dejándole inmovilizado.
Raphael se acercó hacia él y clavó su caduceo también en el suelo. Una energía fluyó a través de las raíces, quemándole y robándole su energía vital. Como los brazos invisibles que ejercían sobre Yael desaparecieron, el malherido ángel cayó. Ancel y Lisiel lograron recogerle a tiempo. Le abrazaron agradeciendo a Dios que siguiese vivo y a Lisiel se le escapó un par de lágrimas que Yael le secó como pudo con un dedo tembloroso. El arcángel del Rayo Verde se dirigió hacia ellos y les ordenó que se apartasen. Momentos después las heridas del aprendiz se habían cerrado y ya no sentía ningún rastro de dolor. La última en llegar fue Torquemada que venía acompañada de dos inquisidores armados con extrañas pistolas. Colocó unas esposas alrededor de las muñecas del derrotado ángel. Sus dos acompañantes emitieron una mueca de horror cuando vieron la sangre y restos de akasha que se escurrían por la barbilla, pero Torquemada no parecía inmutarse. Las dos raíces desaparecieron y Gabriel cayó contra el empedrado.
—Son de akasha, no sé si contra un ángel… —dijo referente a las esposas.
—No, está bien —balbuceó Gabriel como pudo.
Los inquisidores apuntaron con sus armas y una bala le taladró el hombro. Gabriel gimió.
—No voy a escaparme —trataba de hablar—. Tenéis que detenerle a él, no dejéis que salga.
—¿Detener a quién? —le preguntó Serafiel. Su voz se había adecuado a su rostro severo.
—Se cree que somos idiotas —resopló Raphael—. Un ángel no puede ser poseído.
Lo primero que había hecho Chamuel fue buscar el cuerpo de Jofiel. Cuando encontró sus restos su corazón se afligió y su puño se encrespó con rabia. Aprovechando que todos estaban demasiado atentos en Gabriel recogió un par de doradas plumas y se las guardó.
—Confesaré…Me entrego a Dios, no puedo seguir existiendo, pero tenéis que salvar a Selene —les suplicó— No podéis permitir que ese diablo… —se detuvo cuando una nueva bala se clavó esa vez en su pierna.
Torquemada entornó los ojos. Recordaba muy bien las palabras del Señor Oscuro.
—Dice que se entrega a Dios —enunció la Suma Inquisidora.
—Pero Dios no está aquí y no puede venir —proclamó Serafiel.
—Tenéis que salvar a Selene, ella no es como yo.
—Siempre he sabido que eras repugnante, Gabriel, pero no hasta este punto —se burló Raphael—. Creo que alguien me debe una disculpa.
Serafiel ignoró eso último y volvió a dirigirse al asesino. Es cierto que el arcángel se merecía un reconocimiento, pero no pensaba rebajarse hasta el punto de admitir que alguien de su perfección divina se había equivocado.
—¿Qué eres en realidad? ¿Por qué no había sentido hasta ahora esta gran oscuridad que emana de tu cuerpo?
—¿Acaso alguien podría imaginarse que un ser tan hermoso como Lucifer albergase tanto odio en su alma?
Serafiel le abofeteó. Gabriel ya había recobrado gran parte de su conciencia y se había dado cuenta de que si se enteraban de que el propio Lucifer había dado clase a los aprendices, podía meterlos en un lío. De Serafiel se esperaba cualquier cosa y estaba seguro de que podía ordenar que los matasen a todos con la excusa de que no eran de fiar para obtener más akasha, por eso decidió seguir ocultando su verdadera identidad.
—¿Pensáis que lo más delicioso es la ambrosía?
—Voy a cortarle las alas —anunció el Gran Médico acercando la palma de su mano a la espalda de Gabriel para obligarle a desplegar las alas.
—¿No vais a juzgarle? —interrumpió Torquemada.
—¿Juzgarle? Creo que está muy clara la sentencia que merece —protestó Raphael.
—Torquemada tiene razón —afirmó Serafiel —Nuestras leyes son las órdenes de Dios y su sagrada palabra hay que respetarla.
—No me hagas reír, Serafiel.
—No lo has entendido. Si ejecutamos de repente y en secreto al favorito de Shejakim, se alzarán en contra nuestro. Por eso es mejor que escuchen de los propios labios de su querido Ángel Blanco la verdad, entonces nadie desconfiará de nosotros.
—El chico tiene una foto —aportó Chamuel señalando a Ancel.
Los tres aprendices lo observaban todo algo apartados y llenos de estupefacción. Ancel aferró con fuerza su cámara cuando todas las miradas se clavaron en él.
—Pero las fotos se pueden retocar —alegó el príncipe serafín—. La mejor prueba sigue siendo que el propio Gabriel confiese ante el Cielo entero y así Metatrón escuchará también su terrible confesión. La fecha de su juicio está fijada para después de la ceremonia de ascensión. Lo mejor será respetarla.
—¿Tan tarde? —siguió protestando Raphael.
—Apenas quedan unos días. Él mismo nos pidió que se adelantara todo —les recordó.
Serafiel se arrancó un par de sus finos cabellos y los posó sobre el pecho de Gabriel.
Éstos se fundieron en cuanto entraron en contacto con la carne y Gabriel volvió a gritar.
—Raphael —se dirigió el Primer Ministro al arcángel de negros cabellos— ¿Se puede aún extraer akasha de los cadáveres que hay en esta cueva?
—Mientras quede algo de sus cuerpos sí.
—Perfecto. Dile a tus virtudes que los recojan y lleven al laboratorio inmediatamente.
—¿A Jofiel también?
—Sobretodo a él.
Los cabellos plateados habían terminado de introducirse bajo la piel lacerante de Gabriel y unos símbolos sagrados aparecieron tallados en su pecho.
—Torquemada, enciérrale en la celda más segura y apuesta tu mejor guardia. Ya te enviaré mis propios centinelas celestiales para que le vigilen y tenga ataduras tanto de demonios como de ángeles.
—Alabada sea la palabra del Señor —obedeció.
Raphael extrajo resignado una jeringuilla con un líquido púrpura y lo introdujo en el cuello de Gabriel, haciéndole perder el conocimiento. No se le facilitaba a la Inquisición nada que pudiese combatir contra los ángeles a modo de seguridad, sin embargo, las balas de akasha sí que parecían funcionar en el ángel. Se aseguraría de que Serafiel le dejase examinarlo. Los Inquisidores cargaron con el cuerpo inconsciente.
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(1) Servid al Señor con temor! ¡Aprehended la doctrina, no sea que se llene de ira y perezcáis fuera del camino cuando se abrase en breve su ira! (fragmentos del segundo salmo)
(2) La luz del Cielo nos guía.
(3) Expulsadas las tinieblas aviva la tierra con sus rayos.
(4) Nada es más feo que un hombre calvo con pelo.
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