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8. Un caballero imposible de olvidar

Criterión no tiene muchos comensales para el almuerzo. Eso es lo que me gusta de este tipo de restaurantes, que tienes algo más de privacidad que los que son un poco más económicos.

Al llegar, echo un pequeño vistazo alrededor del lugar buscando a Adrián. Varias veces durante mi recorrido estuve pensando en devolverme para mi apartamento y buscarle reemplazo en el calendario. ¡Me importa una tonelada de rábano lo que pensara Suárez!

«No, no. Debes ser profesional. Además, Adrián es parte de tu pasado. No tiene por qué afectarte. No tiene por qué afectarte. No tiene por qué afectarte». Me vine repitiendo por todo el camino, como un mantra. Estaba tan concentrada en esa técnica de autosugestión, que cuando un muchacho se acercó a limpiarme el vidrio del carro mientras estaba detenida en un semáforo, negué con la cabeza y le dije—: No tiene por qué afectarte. El joven se quedó mirándome como si estuviera loca, y gracias a Dios cambió el semáforo para poderme ir sin demasiadas explicaciones.

Pero al final, nunca me devolví. Llego al restaurante con un pequeño retraso y ahí está él, saludándome con la mano para que vaya a sentarme a su lado en el rincón más apartado y privado de todo el lugar. Camino a su encuentro tratando de calmar mis nervios y no tropezar con nada ni nadie. «No te afecta, no te afecta, no te afecta».

—Hola, Scar. —Se levanta de su silla y se acerca a mí para darme un beso en la mejilla.

—Hola. ¿Hace mucho rato llegaste?

—No te preocupes, esperarte es un placer.

«Que no te afecte, que no te afecte».

Corre el asiento y me indica que tome mi lugar. Me acomodo en el mullido mueble y él regresa a su silla. Un mesero muy elegante se acerca para darnos la bienvenida y tomar nuestro pedido.

—¿Pedimos lo mismo que la última vez? No te preocupes, esta vez sin anillo. —Sonríe y me guiña un ojo.

«¿En serio debe tocar ese tema?»

—Sí, lo mismo de la última vez. —Estoy demasiado nerviosa como para ponerme a decidir qué quiero comer. Incluso puedo tomar un simple vaso con agua y estará bien.

—Tráiganos por favor un tartare de atún de entrada. Yo voy a ordenar un gigot de cordero, y para la señorita unos langostinos con salsa de coco y azafrán. Y una botella de su mejor vino.

El mesero toma el pedido y se excusa, dejándonos solos.

—Qué envidia esa memoria tuya. Que te acordaras del menú de la noche en que... vinimos por última vez, es asombroso.

—Es una noche que no podré olvidar jamás.

Ay, no. Que tiemble, que tiemble y se abra la tierra. ¿Por qué no se activa la falla de San Andrés cuando la necesito? Bueno, la dichosa falla ni pasa por Bogotá, pero había podido hacer una excepción hoy ¿no? Tantas cosas que fallan en esta ciudad, una más...

—Bueno, ahora sí con calma —continua y gracias a Dios cambia de tema—, cuéntame qué ha pasado en estos siete meses con tu vida.

—No mucho, sigo estudiando, vivo en el mismo apartamento de mis papás en Rosales, y debo llevar esta semana la carcacha que tengo a revisión porque tiene un sonido que creo que es el motor y...

—Me dio mucho gusto verte ayer fuera de la tienda. —Pone su mano sobre la mía y la acaricia. En seguida la retiro.

—Fue pura casualidad que parqueara ahí —miento.

—¿Ah, sí? ¿A dónde ibas o qué?

—Iba para... la universidad. Pero me entró una llamada y me detuve.

El mesero se acerca con una botella de vino, llena dos copas y deja la botella en el cubito ese con hielo, que nunca supe cómo se llama.

—Bueno, pues te propongo un brindis por la bendita llamada que te detuvo frente a mí y me dejó volverte a ver, aunque tu universidad no quede ni cerca de ahí.

Levanta su copa y me cuesta unos segundos asimilar lo que acaba de decir. Hace una seña con su copa levantada para indicarme que brinde con él, lo que me saca de mi pequeño estado de shock. Chocamos nuestras copas y bebemos de ellas; yo solo quiero que el licor apacigüe un poco todo lo que estoy sintiendo.

—Uy, cálmate —dice después de darle un sorbo a su vino, cuando ve que por poco me acabo toda mi copa—. ¿Viniste conduciendo?

—Ajá, pero no te preocupes, ahora llamo a un amigo que vive cerca para que me lleve a mi casa. O me voy en taxi.

—O puedo conducir y llevarte a tu casa. —Retira su copa—. Ni una gota más de vino para mí, entonces.

—Necesito que seas mi modelo —suelto de sopetón, los nervios me vuelven imprudente, torpe, tonta, idiota... Y el vino me vuelve directa.

—No creo que por ofrecerme como conductor elegido deba ser un modelo a seguir para nadie...

—No, no. Tengo un trabajo de la universidad y necesito que poses para mí. Aún no he decidido lugar y fecha, pero es el trabajo final y debo entregarlo en quince días. ¿Me ayudarás?

Veo un poco de confusión en sus ojos, pero luego relaja su expresión y da paso a la mirada tranquilizadora de siempre.

—Ah. ¡Claro! Sabes que conmigo cuentas para lo que necesites. Solo dime lugar y fecha, si puede ser un jueves, mejor. Es mi día libre en la tienda.

—¿No es hoy?

—No, hoy hice una excepción y dejé un encargado para que me cubriera. Es una de las ventajas de ser el dueño.

La comida llega y eso nos da un momento de silencio, que gracias a Dios no es incómodo. Tener la boca llena es una ventaja en estos momentos. Pero como en casi todos los restaurantes finos, la comida está deliciosa pero es poca, y el silencio no dura demasiado.

—Bueno, Scar. Y en tu vida personal, ¿cómo va todo? ¿Tienes novio?

—S... sí. Estoy saliendo con alguien. —Noto lo que me parece decepción en su mirada. Pero no quiero creer que aún tenga sentimientos por mí—. ¿Y tú?

Todo lo que ha dicho desde que nos vimos ayer es pura amabilidad. Adrián siempre ha sido así, es una de las cosas que más me gustaba de él cuando estábamos juntos. Es muy amable y dice cosas que parecen palabras de amor, lo que al principio de nuestra relación nos trajo muchas escenas de celos. Bueno, me las trajo a mí no más, porque él siempre respondía calmado y no discutía conmigo. Más bien le daban risa mis reclamos, que siempre se acompañaban de una exagerada muestra de amor y fidelidad por su lado. Eso hizo que mis celos mermaran y me dio completa confianza en él.

—Yo no estoy saliendo con nadie. Eres mi última ex.

«Oh. ¿Será que no ha podido superarme?» No, no. Seguramente no quiere nada serio pero aún así sale con muchas mujeres. No me imagino a un hombre tan atractivo como él siete meses solo con Manuela. Mejor dicho, solo.

—Pues ya llegará la persona adecuada. Es que es culpa tuya. Trabajas mucho.

Suelta una risa.

—Sí, tal vez trabajo mucho. Igual no estoy preocupado por encontrar a nadie todavía. Esas cosas cuando llegan, llegan.

—Exacto. No hay necesidad de buscar pareja a lo loco. Hay que aprender a estar solo con uno mismo.

Bueno, yo no soy la más adecuada para decir eso, pues desde que terminé con Héctor no he pasado más de un mes sola. Me aterra tan solo la idea de estarlo. Pero él no es como yo. Él lucha hasta el final por sus relaciones. Solo ha tenido en su vida dos novias formales. Yo fui la segunda, aunque nuestra relación no duró tanto como la primera, que creo que fue como de unos siete años, hasta que ella murió en un accidente.

Adrián va a decir algo, cuando suena mi teléfono. No soy de las personas que interrumpen sus interacciones en la vida real por contestar una llamada, a menos que sea mi mamá. Contesto y le hice una seña con los dedos a mi acompañante para que me disculpara un momento.

—Hola, mami. —Me levanto de la mesa y me alejo hacia un rincón para tener privacidad.

—Hola, Silvita. ¿Cómo está mi bebé?

—¡Mamá! Ya te he dicho que no me digas Silvita.

—¿Cómo te digo entonces? Es tu nombre, ¿no? No tuve hijos transexuales para tener que aprenderme un nuevo nombre, pero te tuve a ti...

—Ay, mamá... Sí, Silvia es mi nombre pero me gusta más Scarlett. O Scar. Bueno, no importa. ¿Cómo estás tú?

—Hijita, yo bien, pero tu papá anda muy extraño —susurra.

—¡¿Qué?! ¿Está bien? ¿Qué pasó? —Mis padres ya no están tan jóvenes, y mi papá sufre diabetes, así que cualquier llamada que me haga mi mamá siempre me hace preocuparme un poco por su salud. Y si dice cosas como esa, un día de estos me va a provocar un infarto.

—No, no, hija. Debes dejar de ser tan dramática. Digo que está extraño porque hoy madrugó a alimentar a los perros.

«Ah, y la dramática soy yo».

—Ay, mamá. ¿Y eso qué tiene de raro?

—Primero, que desde que se jubiló, nunca madruga. Segundo, que jamás interactúa con los perros, ni con los cerdos, la vaca, los pollos, o ningún animal de la granja. Todo se lo ha delegado a Milton. ¿No crees que es extraño? Además, ayer me ha dicho que quiere comprar una bicicleta. ¡¿Te imaginas?! ¡Una bicicleta!

Ay, mi mamá. Todo un personaje. Cuando me giro para ver a Adrián y decirle que esto me tomará un poco de tiempo, lo veo caminando hacia mí. Muy suave, cerca de mi oído libre, me susurra—: Voy al baño.

—Silvita, ¿Quién era ese? Ese no es tu novio, ¿verdad? ¿Es quien creo que es?

—¿Qué? ¿Quién crees? —Temo su respuesta. Mi mamá a veces es medio cegatona, pero tiene un oído que le envidiaría Superman. Y un sexto sentido que le envidiaría... ¿el niño de El sexto sentido? Bueno, no sé, pero de que se las pilla, se las pilla.

—Es... ¿Adrián? ¡Sí! Es Adriancito ¿cierto que sí? Ay, hija, Adrián me cae muy bien y todo, ¿pero te sientes bien engañando a tu novio con tu ex?

—¡Mamá! ¡Yo no estoy engañando a Álvaro! Solo estoy almorzando con Adrián porque ayer me lo encontré de casualidad y me invitó. Eso no tiene nada de malo, somos adultos civilizados. Y deja de ponerle diminutivos a los nombres de la gente, que es condescendiente.

—A él le gustaba que le dijera Adriancito. Me lo saludas. Y me lo besas, me lo abrazas, y vuelves con él por favor. ¿Será mucho pedir?

—¡Mamá! —exclamo tan fuerte, que algunos comensales voltean a mirarme.

—¿Qué? Una madre puede tener esperanzas. Que mira que ese tal Álvaro no me cae mal, pero como que no es para ti. No te ama como te mereces, y una relación así después de haber estado con Adrián te va a hacer perder la fe en el amor.

—Eres una dramática, mamá. Ya te tengo que dejar. Y no te preocupes por papá, tal vez solo se aburrió de estar jubilado sin hacer nada. O es la crisis de los sesenta. Yo que sé. Pero no es nada grave, seguro. Te amo, te llamo más tarde.

—¡Hijita! Pero... —Su voz se desvanece cuando cuelgo la llamada.

Regreso a la mesa a donde Adrián ya ha regresado sin que yo me diera cuenta. El mesero se acerca con un datáfono y Adrián saca su tarjeta para pagar.

—¿Cuánto es lo mío? —pregunto y abro mi bolso para sacar mi billetera.

—No te preocupes. Invitas la próxima vez. —Me mira con su mirada más encantadora—. ¿Cómo está tu mamá?

—¿Cómo sabes que era ella?

—Porque solo a ella le hubieras contestado esa llamada.

Maldita sea. ¿Por qué tiene que conocerme tanto? Me quedo mirándolo sin saber qué más decir. De nuevo el shock. Qué vergüenza. Pero es su culpa, ¿por qué tiene que ser tan hermoso? Esos ojos grises podrían derretir a cualquiera, y yo tengo una debilidad por la belleza masculina. Pero tengo que aprender a controlarme, en especial si quiero ser fotógrafa. Me voy a encontrar con mucha belleza en mi carrera, y no soy una zorra como para tener relaciones con todos mis modelos. De hecho, odio eso. Muchos fotógrafos se me insinuaron cuando era modelo, y esa fue una de las razones por las que decidí estar tras el lente y no frente a él.

Adrián insiste tanto que finalmente lo dejo conducir mi auto y llevarme hasta mi apartamento. Y eso que no he tomado más de una copa, pero es realmente persuasivo.

—Hubo algo que no te pregunté en el restaurante.

«Ay no, que no sea nada de nuestro pasado o nuestros sentimientos, por favor».

—Dime.

—¿Por qué me escogiste a mí para tu trabajo final?

Y como no sé cómo explicarle que lo escogió mi profesor, por ser mi ex, al igual que a otros once idiotas, me quedo pensando por un rato sin contestarle nada, lo que seguramente interpreta como que aún tengo sentimientos por él.

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