
11 | On the eleventh day of Christmas
—¿No se supone que tenemos que recibir la tarjeta? —pregunto a Juliet mientras la observo moverse de un lado para otro de la cocina. No sé qué está cocinando, pero huele genial.
—Me lo he pensado mejor. —Le lanzo una mirada de reproche y se gira para explicármelo—. La tendrás el día de la cena, ¿acaso no lees las notas que dejo en la puerta?
—Prefiero que me lo expliques tú —respondo disimulando el hecho de que no he visto la nota al salir de la habitación porque he ido corriendo.
—Te enterarás mañana.
—Mañana —susurro en un resoplido al darme cuenta de que mañana se acaba todo.
—¿Dejaste la tuya en la entrada, no? —añade Juliet colocando el cuchillo sobre la mesa. No sé si es la manera en la que lo dice o sus ojos al mirarme, pero algo de todo eso me horroriza y divierte al mismo tiempo.
Me levanto lentamente y empiezo a caminar hacia atrás con temor a que empiece a perseguirme. Sabe la respuesta a su pregunta, pero no pienso decirlo en voz alta porque entonces tendrá una excusa para perseguirme de verdad y me da mucho miedo el cuchillo. Cuando salgo de la cocina echo a correr hacia mi habitación y busco la tarjeta entre el montón de papeles. Debería recogerlo. O tirarlo todo.
Cojo el bote de pintura verde y continúo con el dibujo que estaba haciendo. Luego cojo el rojo y relleno las partes sobrantes con purpurina de color dorado. No ha quedado tan horrible como pensaba. Al menos creo que parece que lo ha hecho un adulto. O quizá piense que se lo ha hecho su hija.
Dentro, escribo las palabras que conseguí sacar de mi cabeza ayer por la noche y con el secador intento que toda la pintura se fije.
Priscila y yo hemos quedado para comer y comprar algunos regalos de última hora. A mis padres les encantaría que este año tuviese un detalle con ellos. Cuando acabamos, se nos une Marlene y nos vamos las tres a tomar un chocolate caliente.
—Tengo que preguntarlo o si no me muero —digo a la vez que doy pequeños golpes en la taza a causa de la emoción—. ¿Qué hay entre vosotras?
Marlene mira hacia abajo con una sonrisa bobalicona y Priscila me observa con los ojos muy abiertos. A lo mejor he metido la pata. Su cara de horror me confunde mucho. Quizá lo he visto yo mal. ¿Y si no es correspondido? De repente Priscila se gira hacia la otra implicada y se vuelve a quedar muda. Esto es muy tenso.
Estoy a punto de hablar cuando Marlene me interrumpe.
—A mí me gustas —habla con sinceridad, encogiéndose de hombros. Ojalá poder ser tan clara como ella.
Su sonrisa es tan grande que ilumina la tenue cafetería. Sin embargo, Priscila no parece haberse dado cuenta, pues sigue observándola con esa cara de cordero recién nacido.
—A...
Me siento una intrusa en esta especie de conversación, pero soy incapaz de apartar la mirada de ellas. Se nota la química que hay entre las dos. Sin embargo, parece haber algo más. Entonces recuerdo lo que nos contó de la extrema vigilancia de sus padres.
—Os voy a contar una historia un poco absurda. —Me echo el pelo hacia atrás con nerviosismo y apoyo los brazos sobre la mesa. Marlene me mira, Priscila se ha quedado mirando sus manos como si escondiesen algo—. Seré breve. ¿Conocéis la historia de la chica más patética del mundo?
—¿Deberíamos? —responde Marlene con una carcajada.
Priscila por fin me mira, interesada.
—Patética era una chica bajita, con un horrible aparato en la boca y el pelo siempre revuelto. A ella le gustaban todos los chicos, como cualquier adolescente, pero sobre todo el chico que se sentaba a su lado. Tenía algo de misterio y eso a ella le encantaba. Un día, decidió hacerle un dibujo junto a un poema. —Me llevo la mano al pecho para dramatizar, pues ahora viene la tragedia.
—¡Qué romántica, Charlotte! —interrumpe Priscila con emoción.
—No he admitido que sea yo —la corrijo, negando con los brazos. Ella se ríe—. Total, que el muy asqueroso rompió el papel después de haberlo leído delante de toda la clase. Pero, ¿sabéis lo que hizo patética?
—¿Darle un puñetazo? —sugiere Marlene apretando el puño.
—Fingió que no le importaba, aunque el chico le hubiese roto el corazón, porque en el fondo sí que le daba igual. Ella había sido valiente. No le importaba lo que la gente pensara ni que decidieran llamarle patética porque, ¿quiénes eran ellos para opinar de la vida de los demás? No le importaba que hubiesen criticado su dibujo, gracias a eso ella mejoró. Y desde entonces se dio cuenta de que las malas experiencias suelen traer una moraleja.
—Y es... —añade Priscila, intentando comprender mi estúpida historia.
—Que tienes que ser valiente y olvidarte de lo que puedan pensar los demás. —Priscila me mira con seriedad y muy atenta. Intento mostrarme autoritaria, pero al final se me escapa una sonrisa de complicidad—. Tienes que vivir tu vida como tú realmente quieres.
Me he pasado con el énfasis en «tú», pero creo que me ha entendido.
—Me cae bien patética —responde Marlene volviéndose a reír.
—Desde ese momento, patética se convirtió en valiente. —Marlene le da un codazo a su compañera, quien se gira para mirarla—. Bueno, mejor os dejo solas.
Me marcho corriendo antes de que me puedan decir nada y, de camino al hostal, voy leyendo todos los correos que tengo acumulados. ¿Es posible tener más con la etiqueta de la oficina que con la de spam? Sin embargo, ni rastro de la juguetería. Me da muy mala sensación que no hayan respondido, seguro que lo han visto y les ha parecido una idea horrible.
—Menos mal que has llegado —me dice Juliet con la respiración acelerada mientras me coloca el delantal que siempre suele llevar para hacer repostería.
—¿Me echabas de menos? —contesto desconcertada.
—Es urgente, la abuela me necesita en el puesto.
—¿El puesto?
—El mercado, ¿recuerdas? Lo dejé en la nota del amigo invisible. ¿Te encargas tú de las galletas? —añade poniendo cara triste para intentar convencerme.
—Se me dan fatal —respondo como excusa y ella suelta una carcajada.
—Mentirosa —contesta a la vez que se pone el abrigo—. Te he conseguido ayuda, solo tienes que hacer unas cincuenta, ¿podrás?
Resoplo y sonrío. Está demasiado nerviosa como para que me niegue así que acepto. Se va corriendo y yo me marcho a la cocina. Allí me encuentro a Jacques con el delantal verde de la abuela y Zoé a su lado, cogiendo el paquete de harina.
—Me han dicho que me vais a ayudar a hacer las mejores galletas de Navidad, ¿es eso cierto? —pregunto con entusiasmo y Zoé se gira de inmediato al escucharme.
—¡Charlotte! —exclama ella emocionada y corre hacia mí para que empecemos cuanto antes. Jacques me saluda con una sonrisa—. ¿Qué tenemos que hacer?
Primero organizamos los ingredientes que necesitamos. Juliet lo ha dejado todo muy bien preparado, ya solo tenemos que mezclar los ingredientes. Harina, huevos, leche, mantequilla...
—¿Me contarás tu secreto?
—Sí, pero tu padre no se puede enterar —respondo susurrando mientras le miro.
Jacques parece concentrado en remover la mezcla, pero sé que nos está escuchando. Cojo a Zoé de la mano y la llevo a la zona donde mi abuela guarda las especias. Le doy a Zoé el bote de canela y cojo también el extracto de vainilla.
—¿Es esto?
Asiento y ella lo coge como si fuese su tesoro más preciado, pero cuando nos acercamos a Jacques, lo esconde detrás de su espalda y no puedo evitar reírme en voz baja.
—¿Qué tramáis?
—Es un secreto —confiesa Zoé con suficiencia.
Su padre se encoge de hombros y sigue removiendo. Las dos nos quedamos mirando lo que hace, aunque obviamente de maneras muy distintas. Mientras que ella debe estar admirando cómo está poco a poco consiguiendo una mezcla homogénea, yo no puedo evitar fijarme en la manera en la que los músculos de sus brazos se contraen y se relajan bajo esa camiseta tan fina que me gustaría poder quitarle. Y sin quererlo me doy cuenta de que me estoy mordiendo el labio. Duele.
—¿Charlotte? —Alzo la mirada y me encuentro con la suya. Bien, creo que me estaba hablando. Y yo embobada—. ¿Echas ya el secreto?
—¡No mires! —le advierte Zoé y le hace girarse para darnos la espalda.
Juntas echamos los dos ingredientes clave junto con un poco de ralladura de jengibre.
—Van a quedar deliciosas.
No me había dado cuenta de lo que venía ahora hasta que veo a Jacques con el rodillo. Me quiero morir en este mismo instante. No voy a ser capaz de soportarlo. Entonces se arremanga la camiseta y yo resoplo, dándome aire disimuladamente. Realmente soy la patética de mi historia.
—Papá, ¿puedo acabar mi calcetín antes de irnos al mercado? —comenta Zoé, aburrida por no tener más cosas que hacer.
—Está bien —responde él sin dejar de apretar la masa para dejarla plana—. Cuando estén listas te llamo.
—Pondré el horno a calentar.
Zoé se marcha corriendo, cerrando la puerta. Acabamos de cortar las galletas con la forma de los moldes y las metemos dentro del horno.
Cuando me doy la vuelta, Jacques está a escasos centímetros de mí y me mira con esos ojos tan oscuros que nunca traen nada bueno, al menos para mi salud, pues se acelera tan rápido mi corazón que parece que va a quemarme todo el cuerpo.
—Tienes un poco de harina aquí —habla con voz tan ronca que casi no parece la suya mientras me roza la mejilla con su dedo pulgar—. Y aquí...
Con una simple caricia consigue que todo mi cuerpo se convierta en un imán atraído por su polo opuesto.
—Creo que aquí también tengo —respondo señalando la comisura de mis labios.
Sin embargo, en vez de pasar sus dedos por ese punto exacto, acerca su boca a la mía y decide resolver el problema de distancia que había entre los dos desde hace un buen rato. Hunde su mano en mi cabello y me acerca a él, agradeciendo que nuestros cuerpos por fin estén en contacto. Sabe a masa de galletas.
Deslizo mi mano por su abdomen, sintiendo cada músculo bajo la fina tela. Su lengua se mueve ágil junto a la mía y es tan grande la necesidad de tenerle cerca que, de un pequeño salto, consigo rodear su cintura con mis piernas. Es en ese instante cuando sus manos se hunden por debajo de la falda y me agarra el trasero con fuerza. Puedo notar el bulto que ha crecido bajo sus pantalones vaqueros. Alzo la cabeza y se me escapa un gemido que él corresponde con un gruñido al comenzar a besar mi cuello con deseo. Entonces se detiene lentamente, haciéndome bajar, y la lujuria del momento se va desvaneciendo.
Tengo la respiración acelerada y soy incapaz de hablar. Él no se aparta. En cambio, me besa con dulzura y apoya su frente sobre la mía. Cierro los ojos, disfrutando del momento. Luego me acaricia, pasando un mechón rebelde por detrás de la oreja. Poco a poco mi cuerpo se va relajando. Antes de hablar, se aclara la garganta.
—Será mejor que nos marchemos —dice, pero su sonrisa le delata. Sé que habría deseado acabar esto tanto como yo.
❄❄❄❄❄
—Gracias a Dios que habéis llegado a tiempo —grita Juliet nada más vernos. Se la nota alterada, pero estoy segura de que es porque la abuela no ha dejado de decirle lo que tiene que hacer.
Rose y August se han encargado del ponche de huevo y el chocolate caliente. Están repartiendo a todo el que se acerca a por un poco. Por otro lado, Priscila y Marlene se encargan de pintar la cara a los niños. Me gustaría saber qué ha ocurrido finalmente entre ellas, pero imagino que eso quedará en su intimidad, aunque parecen muy contentas.
—Os han quedado preciosas —afirma mi abuela, mientras se acerca a nosotras.
Jacques ha ido a saludar al resto, arrastrado por Zoé, quien intenta convencerle de que le deje pintarse toda la cara como si fuese un reno. Es divertido ver el tira y afloja que hay entre los dos y saber que Jacques, aunque se haga el duro, siempre aceptará lo que Zoé le pida.
Tras vender unas cuantas, acabamos regalando el resto a un grupo de cantantes de villancicos que se han parado cerca de nuestro puesto. Cuando se acerca la hora de cerrar, el resto se marcha a descansar y yo me quedo ayudando a mi prima.
—He visto a la abuela con Wallace, el de la pastelería —confiesa mi prima como si se tratase de un secreto de estado y se empieza a reír.
—Míralos —señalo, cogiéndola de la mano para que me haga caso. Disimulamos tan mal que mi abuela nos pilla observándoles y nos lanza una mirada de enfado. Nosotras nos reímos aún más.
—Es bonito —añade con un toque de nostalgia.
Recogemos las cuatro cosas que quedan y las metemos en una bolsa para llevarlas de vuelta al hostal. Nos he guardado unas galletas para ir comiendo por el camino. Está mal que lo diga, pero están riquísimas.
Nada más entrar en el hostal, siento un ligero hormigueo en el estómago y me doy cuenta de que tengo un asunto pendiente.
—Voy a ir a la habitación de Jacques —hablo de repente, como si hubiese tenido una revelación.
—¿A qué?
Está tan concentrada comiéndose las migas que han sobrado de las galletas que ni me mira. La doy un pequeño toque en el brazo para que me haga caso.
—¿Por qué me cuentas eso?
—Hay algo que tenemos que aclarar.
Tengo que volver a ser valiente y dejar a patética atrás.
—Corre, idiota, antes de que se duerma. —Se da cuenta de la situación y empieza a empujarme hacia el pasillo.
Me froto el brazo y me lanza una mirada insistente.
—La habitación de los renos —me digo a mí misma para recordarme a dónde tengo que ir, como si no lo supiera de sobra.
Sin embargo, cuando estoy llegando, me fio que al fondo del pasillo, justo donde está la puerta de mi habitación, se encuentra Jacques frente a la estrella que adorna mi puerta.
—¿Te puedo ayudar en algo? —hablo, intentando ocultar la sonrisa de emoción que lucha por escapar. Jacques pega un bote por el susto y se gira.
—Había pensado que podíamos por fin abrir esta botella —responde con una sonrisa, mostrando la botella de vino que ha traído.
—¿Dónde está Zoé? —pregunto con curiosidad.
—Se ha quedado dormida nada más llegar.
—Puede que te deje pasar un rato, entonces —bromeo, abriendo la puerta. Me quito las botas y las dejo a un lado. No sabía lo helada que estaba hasta que he sentido el calor de la calefacción en mi cuerpo.
Me dejo caer en el suelo de moqueta a los pies de la cama. Él se sienta a mi lado, pero de pronto hace amago de levantarse.
—Se me han olvidado las copas.
—Jacques, ¿de verdad piensas que nos hacen falta?
Él se ríe y quita el corcho de la botella para dar un trago. Luego me la ofrece y bebo también.
—Está bueno —admite dando otro trago. Apoyo la cabeza en la cama y le miro, maravillada por su perfil.
—¿Qué es lo que más te ha gustado del campamento?
Él imita mi movimiento para mirarme, da otro sorbo de vino y me pasa la botella. Sonríe mientras me ve beber.
—Conocerte. —De repente me cuesta respirar y empiezo a sentir un ligero entumecimiento de las extremidades. Y, como si lo que acabase de decir no hubiese provocado un terremoto en mi interior, añade—: Por cierto, también he traído esto. He pensado que podríamos cumplir también esta tradición.
Con una sonrisa traviesa, saca de su bolsillo un pequeño ramillete de muérdago y lo hace girar entre sus dedos. Después lo alza y me lo acerca.
—¿No crees que es una tradición muy anticuada?
—Ninguna tradición es anticuada si incluye besarte.
Me da igual que el vino me haya atontado un poco. Me da igual el muérdago y, sobre todo, me da igual esa maldita distancia que siempre se interpone entre nosotros. En cuanto nuestros labios se vuelven a juntar, la familiaridad me invade y ya no me siento una extraña inexperta. Quiero conocer cada centímetro de su piel que se esconde bajo las capas de su ropa.
Jacques me sujeta como si para él también fuese algo que hubiese deseado desde hace tiempo y me lleva a la cama, donde nuestra ropa tarda en desaparecer lo que la nieve en derretirse bajo el sol de verano.
Besa cada parte de mi cuerpo y me mira como si tuviese un tesoro ante él. Al menos así me siento. Dos, tres, cuatro... Pierdo la cuenta de las veces que noto mi cuerpo temblar bajo el suyo. De las veces que le oigo decir mi nombre.
No sé cómo voy a seguir viviendo después de esto. Después de estar en el cielo.
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¡Nos leeemoss! ❤❤❤
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